Jugando con fuego (Libro 2, Capítulos 33, 34 y 35)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 33
Nos esperaban tropecientas horas de vuelos y de enlaces, horas que, ingenuos de nosotros, habíamos presupuesto iban a ser utilizadas para dormir y para hablar de la boda; de repente, se convertirían en horas para reflexionar, discutir e incidir en la gravedad de aquel texto.
Lo primero que hubo fueron silencios. Después discusiones, disentimiento. Pero no hubo reproches. Era imposible adivinar o recordar quién, de entre ella y yo, había hecho más porque aquella situación se nos fuera de las manos. Si bien con Edu estaba claro que yo había sido, no solo el insistente y el cansino, si no el creador, en este caso no podíamos hablar de culpables.
Irremediablemente pensé en aquel consejo de mi amigo Germán, aquello de buscar en internet gente, digamos, especializada en estas cosas. Gente lejana, de otra ciudad, discreta, con todas las cartas sobre la mesa. No solo no le había hecho caso, sino que además de a Edu había añadido a otro elemento, otra bomba de relojería, en nuestras vidas. Edu de golpe parecía hasta maduro y sensato en comparación con el tal Álvaro.
Llegamos a una conclusión, había que calmar las cosas. Responderle en plan “estás loco, ni se te ocurra aparecer por mi despacho”, tenía todas las papeletas para resultar contraproducente. Había, de alguna forma, que hacerle creer a ese chico que todo estaba bien, que la intención de María no había sido en ningún momento marearle ni vacilarle. Empezó a planear la idea de mandarle una foto, en la que, eso sí, no se viera prácticamente nada, para contentarle. Y, poco a poco, ir cortándole. Quizás explicarle María que estaba empezando con otro chico, que pudiera ser yo o no… Algo que pudiera disuadirle, de forma suave.
Decidimos no responder hasta volver a casa. Lo último que queríamos era iniciar una conversación por escrito con él y después tener que cortarla ni se sabe cuántas horas por tener que coger un vuelo.
Una vez de vuelta sentimos cierto alivio porque no había escrito ni llamado más. A media tarde de un miércoles deshacíamos las maletas mientras sobrevolaba la posibilidad de que aquel crío pudiera estar haciendo guardia en la puerta del despacho de María…
Al día siguiente yo no trabajaba, pues tenía papeleo que hacer por el centro y me había cogido también ese día, pero María sí, por lo que cenamos tempano para acostarnos pronto. No eran ni las diez cuando ya estábamos en la cama con dos preocupaciones: el jet lag y, sobre todo, el dichoso crío.
Pero era el momento, el momento de escribirle y tranquilizar las cosas. Estaba todo bastante ensayado, después de tantas horas. María escribía: “jaja, no me habrás visto porque voy bastante por libre, en horarios y en general”. Yo podía sentir como a María se le revolvían las tripas por hacerse la maja con él, tras horas y horas de viaje llamándole de todo.
Álvaro, cómo no, no tardó en aparecer en línea y contestar, e iniciaron una conversación normal, y digo normal porque era prácticamente la primera vez que lo escrito no consistía en descripciones sexuales suyas y en anzuelos para que continuara, nuestros. María resoplaba, incómoda, intentando ser agradable, sin darle bola, pero sin ser cortante, moviéndose en una línea muy fina. A los pocos minutos el chico dijo basta, y pidió su ansiada foto. Era una posibilidad que también habíamos hablado, era evidente. A regañadientes, María, que se sentía chantajeada, debía aceptar. Yo le hacía ver que en el fondo era lo justo. Si acertamos en que pediría la foto acertamos también en qué foto pediría. Mi novia debía responder de forma que el chico quedase satisfecho, pero a la vez que no se calentase demasiado, de nuevo la delgada línea.
—Mmm…. Una foto de tu culito en el pantalón con el que te conocí.
—Está bien, así quedamos en paz, ¿ok? Dame un minuto...
María salió de la cama, buscó aquel fino pantalón blanco y lo posó sobre la cama, cuando su móvil sonó. Leímos:
—Un tanguita debajo… por favor… ¡que se transparente!
—… Puto cerdo —resopló María, indignadísima. Se sentía profundamente chantajeada.
Buscó un tanga en su cajón del armario y me recriminó por primera vez:
—Estarás contento.
Yo tragué saliva, pero no respondí. María tenía que pagarlo con alguien, y era cierto que el juego había sido de los dos, pero la que tenía que pasar por aquello que rozaba lo humillante, era ella. No estaba siendo justa, pero no era el momento para decírselo.
Se puso el tanga y después el pantalón blanco.
—¿Se transparenta? —me preguntó, y yo no sabía si quería que sí o que no. Lo cierto era que no se transparentaba prácticamente nada.
Su móvil sonó de nuevo y ambos leímos:
—Ponte tacones para la foto, quiero el culo bien subidito.
Casi pude escuchar a María tragando toneladas de ira. Pero lo llevó en silencio. Y obedeció. Buscó unos zapatos normales, de tacón, con los que solía ir a trabajar, y se los puso. A los pocos segundos, en sujetador, tanga, tacones y pantalón blanco, en el medio de nuestro dormitorio, alargaba su mano, hacia atrás, para hacerse una foto a sí misma, de su culo. Puso el temporizador de tres segundos, obviamente no procedía que se la sacase yo. La situación era surrealista y no entendía como habíamos llegado a aquello, pero al fin y al cabo era una foto de un culo enfundado en un pantalón blanco, irreconocible culo, irreconocible pantalón, y foto gracias a la cual el chico muy probablemente se tranquilizaría.
María escogió, sin pedirme opinión, que foto enviarle. Resoplando, enfadadísima, casi humillada. Repitiendo: “menudo imbécil, qué asco me da...”
Recortó algo la foto, para que no se viera más de lo estrictamente demandado y la envió. Ella ni quería mirar la respuesta. El móvil sobre la cama mientras se quitaba los zapatos, el pantalón y el tanga y se ponía de nuevo el pijama. Su teléfono sonó. Ella ni se volteó. Yo sí, lo cogí, y vi la foto enviada por María, pero ahora reenviada por él, retocada, con un juego de brillos y contrastes gracias a los cuales se notaban algo sus nalgas y bastante, por no decir mucho, su tanga. La foto iba acompañada de un “¡¡Diooos, que pedazo de pajote me voy a haceer!!”
María se metió en la cama, leyó eso y no dijo nada. Puso la alarma en el propio móvil y lo posó sobre la mesilla dado la vuelta. Si el chico quería explayarse sobre qué tal su paja no lo sabríamos hasta el día siguiente, quizás no fuera la mejor idea, teniendo en cuenta nuestros planes, pero cualquiera le decía a María que era mejor estar atentos por si escribía más.
A la mañana siguiente mi novia se levantaba con prisa, mientras yo disfrutaba de la tranquilidad de mi último día libre. Ya habíamos hablado de llevar un poco en secreto el tema de la boda, de no llevar el anillo de pedida al trabajo, cosas así; de llevar todo de forma discreta, decírselo personalmente solo a los más allegados, ambos estábamos de acuerdo.
Pero, obviamente, el tema estrella, el tema que planeaba sobre nosotros, era lo sucedido la noche anterior, y no me atrevía a preguntar. Tuve que aprovechar que María entraba en la ducha para comprobar en su móvil que Álvaro no había escrito nada más y me surgió de golpe la idea de rebuscar en los chats lo último hablado con Edu: Movía el dedo arriba y abajo, buscándole, y por qué no también cualquier persona que me pareciera extraña, pero no vi nada, ni a nadie desconocido ni a Edu. Seguía escuchando el ruido del agua de la ducha caer mientras busqué a Edu por el nombre, entré en el chat y no había absolutamente nada.
Era cierto que había pocas conversaciones, como si hubiera hecho limpieza hacía no mucho. No quise darle más vueltas.
Quedé con María en que si acababa pronto con el papeleo podríamos aprovechar su descanso de media mañana para almorzar juntos, cerca de su despacho. Efectivamente, a las diez y media de la mañana yo ya había quedado liberado y merodeaba por las calles adyacentes al despacho de María, esperando a que saliera de una reunión. “¿Reunión con su nuevo jefe?” pensé inevitablemente, sabiendo, desde que me había enterado, que las dudas y las fantasías me bombardearían sin parar en esa nueva etapa que se abría, de jefe y subordinada.
María tenía que estar a punto de acabar, mientras yo salía de una librería tradicional, de las pocas que quedaban por aquella zona, sino la única, cuando me quedé pasmado, mirando a una chica guapísima que salía de una cafetería, al otro lado de aquella calle estrecha, con un café para llevar. Era menuda, pero con gracia, vestía un traje de chaqueta granate y una camisa blanca. Una chica guapísima. De golpe un chico la abordó, parecía extranjero, y ella parecía intentar indicarle alguna dirección, aquella suerte me permitió seguir espiándola, a unos cinco metros, al otro lado de la calle; unos ojos grandes, un pelo lacio muy arreglado, perlas en las orejas, una pijita de cuidado. Le echó una sonrisa dulce al guiri como diciéndole “no hay de qué” que nos dejó a él y a mi tremendamente tocados. Se despidió y maldije que su culo estuviera casi completamente tapado por la chaqueta, pues seguro que me despertaba algo más, aun más.
Sonó mi móvil, era María. Le expliqué dónde me encontraba, mientras veía aquella monada alejarse. Mi novia me decía que, entonces, estaba a punto de verme, y así fue: apareció en mi campo de visión, se cruzó con aquella chica de traje granate que llevaba su café, la saludó, y siguió su camino hasta encontrarse conmigo. Saludó a aquella chica, porque aquella chica era Begoña, la chica de prácticas que Edu se estaba follando.
Ni con Alicia ni con Nati había sentido aquel impacto. A todas se las había follado Edu en solo unos meses. A las que había que sumar, como mínimo, a la chica del vestido rojo de la boda, a Patricia… y a María…
No pude evitar decirle a mi novia, mientras almorzábamos, que había visto a Begoña, debí de decir demasiadas veces que era muy guapa, pues me acabó cortando. ¿Celos? ¿O yo había sido demasiado insistente? Pensaba que Edu, en el despacho, se había hecho la escalera completa; de la más mujerona y mayor, Patricia, hasta la más menuda y joven, Begoña, pasando por María, que se encontraba en el medio en cuanto a edad y complexión.
María se quejaba de haber dormido fatal por el cambio horario mientras yo recordaba el cuerpo menudo de Begoña alejándose y no podía creer cómo el pollón de Edu podía entrar en aquel delicado cuerpo. No era una duda que pudiera compartir en voz alta en aquel preciso momento.
Los días siguientes nos metimos en la rutina del trabajo y de nuestras vidas. Solo los planes de la boda amenizaban aquel síndrome post vacacional. En cuanto a Álvaro, María le respondía cuando este le escribía, en aquel papel de fingir buen rollo, cuando en realidad le profesaba verdadera antipatía. El plan era claro: queríamos que ella le acabara escribiendo que tenía que cortar aquello de escribirse con él porque estaba empezando una relación con otra persona. Pero para decirle eso tenía que esperar unos días, pues sería demasiado descarado haberle pedido aquel párrafo guarro y haberle enviado la foto y decir de golpe que tenía pareja. Así que, durante un par de semanas, tendría que hacer tripas corazón y disimular. Afortunadamente el chico pareció tranquilizarse y le escribía cosas normales, quizás intentando así conquistarla, no era descartable. Casi todas las noches él le escribía y ella se veía obligada a responder, no sin suspirar de vez en cuando cosas como “¡dios, qué asco me da este tío!” y yo me quedaba impactado del odio que desprendía aquella frase.
Pero, al menos, el plan iba funcionando, pues él ni la llamaba ni se plantaba en la puerta de su despacho, posibilidad que a mi me preocupaba y a María le daba verdadero pánico.
Obviamente, tal como estaba el tema con Álvaro, María estaba en las antípodas de plantear fantasear con él. Por lo tanto iban pasando los días y no hacíamos el amor. No lo hacíamos desde el viaje.
Yo, como siempre que nuestra sequía sexual hacía acto de presencia, volvía a plantearme hacia dónde íbamos, si ella podría desearme sin más, si yo podría vivir sin aquel juego, si ella vendría a mí finalmente por mera necesidad física. Una tarde que estaba solo en casa pensé en Germán y en su consejo, e investigué por internet, páginas de cornudos... posibles candidatos… pero lo que vi no me gustó: “esto no es para nosotros”, pensé. Ni me gustaban las actitudes de los que, digamos, se anunciaban, ni aquel rollo tan pactado. Todo aquello obviando lo más fundamental, y era que María había dicho que lo de Edu había sido un desliz único y sin posibilidad de repetición, por otra parte versión contraria a la expuesta por Víctor, pero fuera como fuese, era rematadamente imposible que yo le fuera a María con la historia de aquellas páginas web y aquellos anuncios.
Simultáneamente a todo aquello, María me llegó a decir, sin que yo le preguntara, que si Edu le dijera algo soez o fuera de lugar, tanto en público como con gente delante, me lo diría. Quizás quiso ponerse la venda antes de la herida, pues iba bastante al juzgado por la mañanas y quería así evitarse mi insistente tercer grado. Pero no me dijo nunca nada más, por lo que yo tenía que deducir que no pasaba absolutamente nada. Quizás fuera verdad que Edu estaba con Begoña, tranquilo, sin ganas de más lío.
Hasta que llegó un jueves en el que María me dijo que iría a tomar las cervezas con los de su trabajo. Lo cual era novedad y echaba un poco al traste la versión de Víctor, aquello de que María evitaba eso para no pasar vergüenza con Edu pues él la había rechazado, lo cual por otro lado cada vez me parecía que tenía menos sentido. El caso es que no parecía yo el único que, mientras ella estaba tomando cervezas, estaba pensando en él, pues cuando ya llevaría como hora y media fuera, me escribió:
—¿Quieres ser Edu esta noche?
Algo me subió por el cuerpo. No me lo esperaba. Eché cuentas y llevábamos sin hacerlo casi dos semanas. Quizás fuera ese el motivo fundamental.
Quise jugar un poco:
—¿Y eso? ¿Me preguntas eso teniéndole ahí delante?
—¿Sí o no? —respondió ella, seca, sin darme pie a nada.
Mi imaginación voló y visualicé a una María celosa pues quizás Edu estaba allí con Begoña. Me imaginé a María envidiando a aquella chica de prácticas… y mi vena masoquista imaginó a una María envidiosa de la polla que recibiría Begoña aquella noche, nada que ver con la polla que recibiría ella. La comparación era desoladora, humillante.
Le acabé respondiendo que sí, y no tardó más de cuarenta minutos en llegar a casa. Con las pupilas ligeramente brillantes apareció en el salón y se deshizo de su abrigo y del bolso. Me dijo que iba al baño un momento, y cuando caminaba por el pasillo sonó el pitido de su móvil desde dentro del bolso. María retrocedió, cogió su móvil y leyó. Tras unos segundos dijo:
—Te había dicho que todo lo que me dijera Edu te lo diría.
Me quedé sorprendido, nervioso. Me dio a leer de su móvil. Edu le acababa de escribir. Era lo único que aparecía en la conversación:
Edu: “Mañana vete en faldita al juzgado, que a este juez me lo conozco yo”.
—¿Se puede ser más idiota? —preguntó María, sin darme casi tiempo a acabar de leer.
Me quedé un momento callado. Ella parecía querer escuchar mi veredicto. Hasta que pregunté:
—¿Y qué vas a hacer? ¿Qué le vas a decir?
—Ni le voy a responder...
—¿Y cómo vas a ir mañana?
—¿Estás de coña? Pues como me dé la gana, solo me faltaba... —dijo algo tocada por el alcohol y visiblemente enfadada, quizás desproporcionadamente enfadada.
Llegué a temer porque aquel cabreo repercutiera en nuestra cita con nuestro juego de rol. Escuché a María en el cuarto de baño. Después ir al dormitorio. Escuché ruido de puertas de armario. Me extrañó. Caminé por el pasillo hasta que llegué a nuestra habitación. Aparté la puerta que estaba arrimada… y vi cómo sobre la cama yacía el arnés con aquella enorme polla de plástico. Y vi a María, en sandalias, aquella falda abullonada tan peculiar… entre rosa y malva... y camisa blanca, vestida como en la boda, y como dos meses atrás, cuando había confesado lo que había hecho con él en aquel hotel, en mi ausencia. La miré a la cara, a los ojos: vi un ansia tremenda. Desesperación.
—Ponte eso… y fóllame… Con ganas… —dijo ella tan morbosa como sutilmente ruborizada.
CAPÍTULO 34
Me quedé sorprendido, impactado, y también comencé a sentir una creciente excitación.
Sorprendido, pues no me esperaba aquello en absoluto. Era cierto que llevábamos esas dos semanas sin tener sexo, pero no había previsto ni intuido su excitación durante aquel tiempo. Además, Edu, otra vez. Un mes atrás, en el aeropuerto, me decía que no quería volver a hablar de él nunca más. Y hacía dos meses nos calentábamos como locos recordando lo de la boda. Era como si cada cuatro semanas cambiara de opinión. No entendía anda. Si yo llevaba casi un año hecho un lío por todo aquello, parecía claro que aun más liada estaba ella.
María se giraba, hacia la cómoda, algo avergonzada. Yo, como decía, impactado. Impactado por ver su rostro, su mirada, tan caliente y tan morbosa, su lenguaje gestual tan femenino como encendido. Impactado por aquella ropa, que me teletransportaba otra vez a aquella noche, o casi mañana. El perfume, otra vez se lo había echado… la importancia de aquel olor…
Me acerqué y observé como tampoco había obviado el detalle de no llevar sujetador bajo la camisa, como en la habitación de Edu. Hice porque se girara un poco, para besarla, y conseguí un beso extraño, parecía más deseado por mí que por ella. Empezado por mí y finiquitado por María, antes de que pudiera tocar su lengua con la mía.
—Venga… ponte eso… —susurró.
Obedecí. Comencé a desnudarme. Nos dábamos la espalda. Y no pude evitar pensar si aquello de hacerlo pensando en Edu respondía simplemente a llevar dos semanas sin hacerlo y en no querer hacerlo pensando en Álvaro, pues, palabras textuales, le daba asco, o había algo más. Me preguntaba si habría algo más en aquellos mensajes que recibía, en aquellas mañanas en el juzgado, en aquellas reuniones en las que él era su jefe…
Me ajustaba el arnés y me preguntaba cómo de cachonda tenía que estar María para querer hacerlo pensando en Edu, pues estaba convencido de que aquello era una claudicación, pues odiaba reconocer que le atraía. Había reconocido que le jodía, que le humillaba haber sucumbido a él; le parecía humillante que se la hubiera follado, me lo había reconocido, y allí estaba, vestida como aquella vez, ansiando que la penetrase con aquella polla enorme, dispuesta a gritar su nombre. No tenía que ser fácil para ella pedirme aquello, esta vez sin la excusa de tener que contarme lo sucedido en su habitación mientras yo estaba con Paula. No tenía que ser fácil reconocérmelo y mucho menos reconocérselo a ella misma.
Me giré hacia María y lo que vi me dejó boquiabierto. Tanto que no quise anunciarle que ya estaba listo. Decidí fingir que tardaba más de lo debido en ajustarme el arnés, quedándome en silencio, viendo lo que hacía.
María se había quitado la falda, que estaba ahora en sus tobillos. No entendía para que se la había puesto si se la había quitado tan rápido, quizás para ubicarse, para recordar, desde luego no por mí. Y es que nada de lo que estaba pasando en nuestra habitación era ni por mí ni para mí. Pero aquello no era lo que me tenía impactado, inmóvil, estupefacto… Y es que, además, no había bragas por ninguna parte, el culo desnudo de María aparecía ante mí, tapado casi completamente por la parte baja de la camisa de seda blanca, pero se sabía que no había bragas; tampoco las vi enredadas sobre la falda, en el suelo, quizás nunca las había habido. Pero eso tampoco era lo que me estaba matando. Y es que cuando me había acercado para besarla no había reparado en que, seguramente, sobre la cómoda, había estado todo el tiempo nuestra primera polla de plástico, nuestro primer consolador. Aquel consolador tampoco estaba ahora allí, tranquilamente posado, si no que estaba en las manos de María, que, dándome la espalda, olvidándome, se metía aquello con las dos manos, en su coño… Era insoportablemente brutal, era asfixiante… verla con las rodillas flexionadas… metiéndose aquello, aquella polla enorme color carne, agarrada caóticamente por sus finas manos, como si yo no existiera… En sandalias, sus piernas flexionadas parecían más esbeltas, fuertes y fibrosas… y su coño ávido y hambriento después de tantos días, acogía aquella polla de goma con una facilidad pasmosa… Yo no podía ni respirar.
Tan bloqueado me quedé que María acabó por voltear la cabeza. Y mirarme. Me clavó la mirada sin dejar de taladrarse el coño lentamente con aquello. Yo no sabía si buscaba placer, buscaba abrir camino, o las dos cosas. Me miraba con ojos llorosos y yo no entendía aquella activación tan brutal y casi instantánea. Diez minutos atrás entraba en casa como si tal cosa y ahora se metía una polla enorme, hasta más de la mitad de sus dieciocho o diecinueve centímetros, con la mirada ida…
¿Estaría recordando? ¿Estaría imaginando? La tercera pregunta la hice en voz alta:
—¿Tanto te pone.. Edu?
María respondió con un ·”shhh” como si aquello le molestase y, tras dejar su coño huérfano, dijo:
—Venga… méteme eso.
Yo aun no daba crédito a lo que veía, no daba crédito a su mirada extasiada de deseo y no daba crédito a lo que acababa de ver, a cómo al sacar el consolador de su coño había avistado por un instante aquella oquedad tremenda, salvaje, animal.
Di un par de pasos hacia ella, los necesarios para entrar en su radio de acción, y ella misma echó su mano hacia atrás para agarrar aquella polla atada a mí, un poco más larga y sobre todo gruesa, que reemplazaría a la que, empapada hasta la mitad, yacía sobre la cómoda.
Llevé mis manos a su cadera… y dejé que fuera ella la que buscase la entrada de su cuerpo con aquello. Durante unos segundos… parecía que le costaba un poco… y mi polla, mi polla verdadera, encajonada en aquel cilindro, no podía soportar otra vez más aquel castigo.
—Vamos… ayúdame un poco… —resopló ella, desesperada, incapaz… y llevó las manos adelante, viniéndome a decir que lo intentara yo. Se apoyó contra el mueble y yo utilicé entones una mano para dirigirla bien. También me costaba un poco. Le pedí que flexionara más las piernas. Obedeció. Utilicé entonces mi otra mano para separar sus labios… que sentí tiernos… y muy muy calientes... y entonces sí conseguí dirigir la punta a la entrada de un coño que se había empapado a velocidad de vértigo… y que acogía aquella polla, la punta, que era la parte más ancha, con una facilidad que me dejaba el corazón al borde del colapso. Cuando María sintió aquella punta no dejó que fuera yo quien moviera la cadera hacia adelante, o al menos no tuvo paciencia como para esperar eso… si no que ella misma se echó hacia atrás, perforándose… yo notaba como, centímetro a centímetro, ella, con las rodillas flexionadas y los tacones de las sandalias anclados al suelo, se echaba hacia atrás, absorbiendo aquella goma de manera brutal… Su gemido fue uno, entero y prolongado… un “aahhhhhmmm” que fue de menos a más, hasta el final, como si llevara días planeando y ansiando aquello, como si llevara días diciéndose a sí misma que cuando se metiera aquella polla se la metería de una sola vez.
Yo estaba tan impactado que le susurré:
—Pero qué te pasa…
María echó la cabeza a un lado, su melena a un lado de su cuello, los ojos cerrados… solo dijo:
—Dame…
Llevé mis manos a sus nalgas para abrir su coño un poco más. Sus labios parecía que querían escapar… salirse de su coño e irse con la polla color carne. Era increíble. Y saqué aquel cilindro casi por completo de su cuerpo… y moví la cadera de nuevo hacia adelante, para penetrarla hasta el fondo…
—Uuuufff, cabrón… —salió de su boca, durando aquella frase todo lo que duró la profunda penetración.
Al habérsela metido por completo la empujé un poco y tuvo que dar dos pasitos cortos, hacia adelante.
Comencé a follarla. Lentamente. No nos decíamos nada. Yo suponía que ella imaginaba que Edu era quién la follaba, pero no le preguntaba nada. Quería que fuera ella la que se lanzase, la que me confesase qué estaba pasando allí, a qué venía todo aquello.
María aprovechaba que mis movimientos eran relativamente suaves para sujetarse al mueble con una mano y usar la otra para desabrochar los botones de su camisa, que ganaba en sudor y ya se pegaba a su espalda… Una vez se la desabrochó por completo, no llevó la mano de nuevo a la cómoda para sujetarse, si no que fue a uno de sus pechos para acariciarse. Me encantaba penetrarla así, lentamente, sujetándola por la cadera, mientras ella jadeaba y se acariciaba aquella teta enorme que de ninguna de las maneras podía contener con su delicada mano.
Recogí un poco su camisa por un costado, para ver su maniobra, para ver aquella caricia y vi como sobaba aquella teta, y, al hacerlo, la pegaba un poco hacia su cuerpo, hacia su torso, de tal manera que la otra teta parecía caer mucho más enorme, al no estar contenida por su mano.
Estaba hipnotizado por aquella imagen, por aquellas caricias y por aquella otra teta especialmente colgante, cuando escuché de sus labios un impactante y sorprendente: “¡Ummm…! ¡Ahh…! ¡Vamos! ¡Edu! ¡cabrón! ¡dame más fuerte!”. Escuché aquello y creí morir del morbo. Tanto que mi polla parecía casi querer eyacular allí dentro.
No sabía por qué, quizás porque desconfiaba de que había pasado algo y no me lo había dicho, porque sospechaba de que algo me estaba ocultando… el caso es que no quise obedecer… y me quise salir de su juego diciendo algo que seguramente le jodería. Aceleré un poco el ritmo. Acaricié sus nalgas y le di un pequeño azote en el culo. Tras ese “clap” ella protestó por fuera pero lo agradeció por dentro. Incliné mi torso más hacia adelante, para que me escuchara bien, y le susurré en su nuca:
—¿Edu? Edu se está follando a Begoña ahora…
María no reaccionó. Siguió gimiendo y jadeando al ritmo de mis embestidas. Como si no hubiera escuchado nada. Yo insistí:
—La está matando a polvos…
Ella seguía con sus “¡ahhh!” “¡ahhhhmmm!” “¡damee!” “¡dame…! ¡joder!”, fingiendo que aquello no le dolía, y mi vena sádica y también masoquista, continuó:
—Begoña está recibiendo polla de Edu… polla de verdad… no esta mierda de goma…
La respuesta de María fue un “Ummm… cabrón, joder...” extraño. Reconocía entonces que aquello le jodía, pero no llegaba a enfadarse. Aceleré el ritmo y ella comenzó a cambiar los jadeos y gemidos por casi gritos y aquella mano que acariciaba su teta tuvo que dedicarse, más que a acariciar, a sujetar sus tetas, a evitar que rebotasen entre sí por el movimiento, por aquella follada que se hacía frenética.
Yo no iba a parar:
—La tiene a cuatro patas… con sus huevos enormes golpeándola —le susurraba. Ya con mi pecho en su espalda. Volcado sobre ella.
No me reconocía, pero seguía:
—¿¡Te jode, eh!? ¿¡O te da envidia!? —preguntaba… excitadísimo… esperando su respuesta afirmativa, pero ella solo sentía aquella polla enorme partirla en dos y gemía y gritaba aquellos “¡ahhh!” “¡ahhh!” cada vez gritados con más desvergüenza y desesperación. Cuando, de repente, de su boca salió un inesperado “¡Más fuerte, idiota!” que yo supe que no era para Edu, sino para mí, y yo, algo encolerizado, la agarré del pelo y aceleré el ritmo, ya brutalmente, a todo lo que era capaz. Con una mano la sujetaba de la melena, tirándole un poco, obligándola a levantar la cara hacia adelante, y con la otra me agarraba el arnés para que no se me descolocara. La follada contra aquel mueble era brutal, ella tuvo que agarrarse a la madera con las dos manos y sus tetas enormes rebotaban una con la otra sin parar, el sonido de mi pelvis chocando contra su culo era ensordecedor, tanto que, a pesar de sus gritos, apenas se solapaban con aquel sonido hueco. María comenzó a gritar a lo bestia, se corría, se corría sin necesidad de tocarse, allí agarrada y con sus tetas enormes y libres rebotando, yo la seguía tirando del pelo, cada vez con más fuerza y sus “¡¡Ahh!! ¡¡Ahh!! ¡¡Cabrón!!” se hicieron incesantes y continuos, como veinte segundos gritando eso, sin parar, repitiendo aquellos ¡¡Ahhhmm!! ¡Aaahhmmm!! ¡¡Cabrooón!!”, que acabó acompañando con su nombre, introduciendo unos “¡¡Aaahhmmm!! ¡¡¡Edu…!! ¡¡Dame…!!¡¡Cabrooón!!” que la mataban del gusto y que hacían que se corriera, que me herían el orgullo pero que a la vez me tenían a mi también a punto de correrme. Ella sentía que se corría y repetía su nombre mientras yo notaba como se deshacía, como inundaba aquella polla de plástico mientras pensaba en él. Disfrutaba de una corrida brutal allí, de pie, ensartada, y yo ni daba crédito ni entendía nada…
Pensé que después de aquello querría que me quitara el arnés. Al menos para parar un poco. Pero no. En absoluto. A los dos minutos solo habíamos cambiado aquello de estar de pie contra la cómoda por estar ahora sobre la cama, yo de rodillas tras ella y ella a cuatro patas.
Yo, al no haber eyaculado, no tenía excusa para pedir un descanso y ella, aunque extasiada por el orgasmo, no parecía haber tenido suficiente. A cuatro patas, con la camisa pegada al cuerpo por el sudor, con el pelo pegado a la frente y a la cara por el sudor, me volvía a llamar Edu y yo le volvía a decir que Edu se estaba follando a otra. Azotaba sus nalgas mientras le repetía aquello y ella gritaba a cada impacto. Separé entonces aquellas nalgas casi con crueldad y ante mi apareció el agujero oscuro de su culo… agujero al que llevé la yema de unos de mis dedos… e, inmediata y bruscamente aquel dedo y aquella mano fue apartada por ella, pues el culo era la fantasía con el denostado Álvaro y quién la follaba ahora era Edu.
Tras mi error volví entonces a hablar de él, pero no como ella quería, si no volviendo a meter a Begoña en la ecuación, para joderla. Le decía que no entendía como a Begoña le cabía el pollón de Edu... en aquel menudo cuerpo… que aquel pedazo de pollón estaba hecho para ella, para María… “Joder… esa polla solo te folló una vez… tendría que follarte cada noche...” le jadeaba, entrecortado, en el oído, mientras la follaba y ella anunciaba su segundo orgasmo… “No me jodas que prefiere follarse a esa cría que a ti...” le seguía jadeando en su nuca… y ella soltaba aquellos “¡¡Umm!! ¡¡Damee…!! ¡¡Edu…!! ¡¡Jodeeer!!” Y yo le insistía: “¡Qué bien te folló, eh…!” “¡Qué bien supo follarte…!” “¡Al final te folló bien follada…! y ella respondía con un “¡Sí…!” “¡¡Joder…!!”¡¡Me corroo…!! ¡¡Dios…!!” Y yo le insistía:
—¡Al final te folló, eh!
—¡Síí... me follooó!
—¡Te folló bien, eh!
—¡¡Sii!! ¡¡Diooos!!
—¡Dímelo!
—¡¡Síi!! ¡¡Ahhmm!! ¡¡Ahhmm!! ¡¡Me folló…!! ¡¡Me folló el muy cabrón!! ¡¡Me corrooo!! ¡Aaaahmm!! —María gritaba, ida, retorciéndose del gusto, empalada por aquella polla enorme… produciendo un sonido, líquido, como consecuencia de su impresionante humedad, un “chof” “chof” grotesco, brutal, que se solapaba con sus alaridos, con sus “¡Edu me follooó!” que me mataban del morbo y ponían todo mi vello de punta…
De nuevo ella no podía salirse de mí fácilmente, por estar insertada de aquella impactante manera. Tuve que retroceder, con cuidado, descubriendo aquel miembro color carne tremendamente embadurnado, poco menos que con tropezones blancuzcos… que me dejaban atónito… absorto.
Cuando quedó liberada, su coño mostró una oquedad inenarrable y sus labios, machacados, no se molestaron, quizás ya no tenían fuerzas, en cubrir aquello. Y cayó desplomada. Hacia adelante.
Los dos sabíamos cómo tenía que acabar aquello. Estaba clarísimo. De rodillas, frente a ella, me quitaba el arnés mientras ella se daba la vuelta, y se colocaba boca arriba, se apartaba la camisa y se acariciaba las tetas… Comencé a masturbarme apuntando hacia su cuerpo casi desnudo. Su melena esparcida por la cama, sus piernas separadas, su coño enrojecido y abierto como nunca… No tardé más de seis o siete sacudidas en comenzar derramarme, sobre su vientre los latigazos más largos, sobre sobre su coño los chorretones más espesos. María separaba la camisa para que no la manchase, aunque por culpa de Edu aquella camisa no valía para nada más que para jugar a aquel juego nuestro. Mirándola, con los ojos entre cerrados, salpicaba a María y me derramaba impunemente sobre su cuerpo… unos segundos interminables en los que yo sentía la descarga y María recibía los impactos, en silencio, mirándome y sin dejar de sobar sus pechos cuyos pezones parecía querían salirse de sus enormes tetas.
Extasiado, desconcertado pero feliz, acabé mi orgasmo y conseguí ver con más nitidez. La zona del vientre de María estaba manchada de aquel líquido blanco, pero sobre todo su vello púbico, los labios de su coño, por fuera, su ingle... esa parte, estaba completamente embadurnada. No hizo falta que María me lo pidiera, ni de palabra ni con la mirada. A los pocos segundos me agachaba ante ella, entre sus piernas, y lamía de mi propio semen... y mi lengua jugaba a esparcir todo aquel líquido caliente y espeso, por entre los labios más gruesos y más finos, pero igual de tiernos, del coño de María… Y ella me llamaba guarro… y cerdo… y me recordaba que había saboreado el semen de Edu… y yo notaba su espalda arquearse, su torso erguirse, sus manos liberar sus tetas, dejando que estas se desparramasen por su torso, para agarrarme del pelo, apretando mi cabeza contra su entre pierna, anunciándome así su tercer orgasmo. Tercer orgasmo que ella comenzó a gritar, otra vez desvergonzada y escandalosa. Tercer orgasmo que le arrancaba enterrando mi lengua en lo más profundo de aquella oquedad que apestaba a sexo, y apretando aquel clítoris embadurnado de todo aquel líquido blanco, denso y ardiente, que me resultaba salado a la vez de empalagoso, de una manera extraña pero terriblemente morbosa.
Nos quedamos tumbados sobre la cama, agotados, extenuados… Yo no entendía nada. No entendía aquel resurgir de Edu.
No hablábamos, pero nos sentíamos al lado, sudar, respirar. El calor era asfixiante.
María fue la primera en dar señales de vida, e intentó quitarse la camisa, a duras penas, pues tenía la seda pegada al cuerpo… Y se iba hacia el cuarto de baño, aun con las elegantes sandalias de tacón puestas, intentando que las salpicaduras que yo no había absorbido cayeran al suelo por el camino.
Mientras escuchaba el sonido del grifo proveniente de la habitación contigua, pensaba que quizás hubiera sido solo un caso aislado, fruto de un calentón, fruto de llevar dos semanas sin hacerlo y no poder fantasear ya con Álvaro. Que quizás no habría porqué darle tantas vueltas.
No sabría que estaba tremendamente equivocado hasta seis días más tarde.
A la mañana siguiente, viernes, María fue en falda al juzgado. Pensé que quizás se había vestido así simplemente porque le apetecía. Pero fue a trabajar en falda también el lunes, y el martes… y el miércoles sucedió algo que encendió todas mis alarmas. Quizás en aquellos diez meses nunca había sucedido algo que me hubiera desconcertado tanto.
Ese miércoles por la mañana, María estaba en el cuarto de baño, secándose el pelo, mientras yo desayunaba. No paraba de pensar en si iría en falda otra vez. Quizás si lo hiciera le preguntaría a cuento de qué tantos días así, ya que era cada vez más difícil de creer que aquello obedeciera a una mera casualidad, pues, en circunstancias normales, tres o cuatro días de cada cinco María iba en traje de pantalón y chaqueta a trabajar.
En esas estaba mi mente cuando fui al dormitorio a por mis zapatos, que siempre cojo allí y me pongo en el salón. Una vez en nuestra habitación, cogí el calzado y vi el móvil de María iluminarse. Estaba cogiendo la mala costumbre de curiosear, pero no lo pude evitar, lo que leí me dejó estupefacto, atónito… me puso el corazón en un puño:
Edu: “Acuérdate de venir con la camisa rosa pija, que hoy va a estar Víctor”.
Boquiabierto. Inmóvil. Congelado. Atónito. Bloqueado. No me lo podía creer.
Lo releí, una y otra vez. Solo tenía el raciocinio justo para no entrar en el chat, en la conversación, pues si lo hacía María sabría que lo había leído. Y yo necesitaba ganar tiempo.
Dejé el móvil donde lo había cogido y, de forma errática, como un zombie, me fui con los zapatos al salón. Me senté en el sofá. Intentaba pensar.
Mi mente iba más rápido de lo que era capaz de procesar. La cantidad de preguntas que me hacía no me permitían siquiera articular una con la siguiente.
María salió del cuarto de baño. Escuché como iba al dormitorio. Estuvo allí poco tiempo. En seguida escuché como se acercaba al salón. Sus tacones por el pasillo. Tan pronto entró en el mismo habitáculo en el que estaba yo, la miré. Llevaba el móvil en la mano. Vestía traje gris de falda y chaqueta y camisa azul marino. Y entonces se paró en el medio del salón. Miró el móvil. Leyó. No hizo ningún gesto. Su cara no emitió nada, absolutamente nada que me pudiera dar ninguna pista. Y se dio media vuelta, se fue de nuevo al dormitorio.
A los dos minutos aparecía en el salón en traje de chaqueta y falda gris y camisa rosa. Se despidió de mí como si nada.
CAPÍTULO 35
Cerró la puerta tras de sí y me quedé a solas, conmigo mismo y con aquella locura. ¿Qué acababa de pasar? ¿Podía tener aquello alguna explicación lógica? ¿Algo que la exonerara? ¿Qué se traía con Edu? Y, lo que aun era más imposible de creer: ¿Qué se traían los tres? Mi cabeza daba vueltas. ¿Víctor? ¿El mismo Víctor que le repugnaba? ¿El mismo Víctor que María decía sentirse ultrajada porque Edu le hubiera contado lo que habían hecho en la boda? ¿Acaso podría ser otro Víctor? Nunca le había escuchado ese nombre si no era refiriéndose al informático de su despacho. Joder… ¿El mismo Víctor que me había escrito poco menos que postulándose para sustituir a Edu?
Podría pasarme toda la mañana sentado en aquel sofá dándole vueltas. O siendo yo el que diera vueltas durante horas a nuestra mesa de centro del salón, atolondrado, e intentando descubrir qué estaba pasando. Pero tenía que ir a trabajar. O intentarlo al menos. En el coche mi mente fue al verano pasado, a aquello de que Edu le decía qué bikinis ponerse, y ella obedecía. Porque había cosas que yo no sabía, que no había querido saber, por ese extraño morbo latente que no quería destruir haciendo que María confesara todo. Eso sin obviar que, de todas formas, nunca podría saber todo, pues yo sabía cosas que no podía pedir a María que me confirmase, pues mi fuente de información era un Edu con el que yo había estado secretamente compinchado.
Lo de los bikinis podría haber sido más excusable. En un contexto de flirteo entre dos adultos. Uno poniéndole los cuernos a Nati permanentemente y la otra metida en nuestro juego. Pero esto… con Víctor por medio, Edu con novia supuestamente más estable... y habiéndose follado ya María cuatro meses atrás… Ya no podía ser flirteo, era algo más, algo diferente.
En el trabajo intenté focalizarme en dos ideas. La primera consistía en que estaba seguro de que, a pesar de que aquello olía fatal, María no había hecho nada. Confiaba completamente en ella. Que había cosas durante aquellos meses que no habían sido aclaradas, si, no solo lo de los bikinis, si no también cosas que se habían escrito por las noches, también lo de aquella foto de Edu de su polla, y más cosas. Cosas que siempre había querido yo también que fueran cosas suyas. Cosas, a veces, medio ocultadas. Pero nunca nada que me hiciera pensar que nos movíamos, no en un juego de cornudo consentido, si no en una infidelidad.
La segunda idea era que no entendía que no me lo contase. Si ella sabía que yo me moría del morbo si supiera que se traía algún juego con Edu, ¿por qué no me lo contaba? Era nuestro juego, de los dos, era, de hecho, el motor de nuestra vida sexual. El único motor realmente aunque ella intentase luchar contra eso, dando a entender a veces que sí me deseaba sin necesidad de aquel juego.
Llegué a la conclusión de que aquello tenía que saberlo. No era una información que yo, de reconocer que la tenía, me explotara todo en las manos. Yo, en verano, no le podía decir a María que sabía que estaba obedeciendo a Edu, llevando a la playa y a su casa los bikinis que él le pedía, aquello me descubriría. Pero lo de esa mañana era diferente, quedaría como un fisgón, sí, pero la explicación más importante la tendría que dar ella.
Esa noche habíamos quedado en ir a cenar a un restaurante. Teníamos una cena pendiente que habíamos estado retrasando varias semanas. Y es que hacía tiempo que le había dicho que quería invitarla a cenar para celebrar lo de mi cambio de puesto en el trabajo. Allí le diría que había visto su móvil sin querer y que quería que me explicase qué estaba pasando.
En esas cavilaciones estaba cuando un compañero de oficina me preguntaba si bajaba con él a comer, que habían quedado con Álvaro; un chaval bastante majo que estaba siempre haciendo vida social por la zona de la máquina de café. Álvaro. Inmediatamente mi mente fue a él, al otro Álvaro. Simultáneamente a que María aquellos días llevara falda al despacho y al juzgado, encendiendo mis alarmas por Edu, se escribía un poco por las noches con él. Me daba a leer todo lo que se decían, mientras ella resoplaba, insistiendo en que le daba asco, que quería cortar con él ya. Lo curioso era que el chico había bajado bastante, digamos, su intensidad erótica en sus escritos, y le contaba su vida y le preguntaba a María por la suya, como queriendo camelarla. Creo que María interpretaba aquello como una insolencia, como si fuera una osadía que aquel universitario diez años más joven pudiera pensar que tenía alguna posibilidad de conquistarla. De hecho parecía que le repugnaba incluso más aquella insolencia que aquellos últimos párrafos burdos y machistas. Ya había pasado un tiempo prudencial desde la última vez que le había escrito algo guarro así que, en cualquier momento, María ya le podría decir que estaba empezando con un chico, yo, y que no podría escribirse más. Acordamos que tan pronto el chico le escribiera algo sexual o le pidiera una foto sería la señal para cortarle definitivamente.
Intentaba trabajar aquella tarde, pero no podía evitar imaginar a María en el despacho, vestida como Edu le había pedido, ¿ordenado? Me la imaginaba allí, pero cuando quería imaginarla haciendo algo especial como consecuencia de aquella petición u orden no se me ocurría qué imaginar. No veía el contexto que explicase aquel mensaje.
Volví a casa antes que ella. Cuando llegase nos cambiaríamos, nos arreglaríamos e iríamos a cenar. Empecé a ponerme realmente nervioso. ¿Y si acabase por revelarme algo grave? ¿Y si fuera tan grave que hiciera explotar todo? No me imaginaba una vida sin ella, me moriría. Pero si me hubiera mentido, si me hubiera fallado… Sería tan doloroso que aun siguiendo con ella todo sería diferente. Ese “diferente” era lo que me tenía infartado. Yo no quería nada diferente, quería estar como estábamos. Como estábamos en el viaje… cuando nos habíamos prometido. Temía que una confesión suya dejase aquel momento invalidado. Sería terrible.
Escuché el ascensor. Sus tacones por el rellano. La llave. Entró, cansada, o haciéndose la cansada. Era cierto que había algo en ella que la hacía exagerar que el trabajo la mataba. Estaba guapísima cuando fingía estar agotada.
Se quitó el abrigo, que era más bien una gabardina, pues los días estaban lluviosos, pero no demasiado fríos. Se quitó el bolso y se recostó en el otro sofá de nuestro salón. Allí estaba, recostada, vestida como Edu le había ordenado. Hablamos un poco, yo fingía como podía. Me iba a costar llegar hasta la cena sin sacarlo todo.
La televisión era mero ruido. Nos quedamos callados y ella revisó su móvil. Acabó por incorporarse un poco y quedar perfilada de tal manera que nuestras caras quedaban recíprocamente expuestas.
Al rato ella habló. Inesperadamente. Su frase me hizo tragar saliva de forma involuntaria, y mi corazón decidió, en seguida, que había que bombear mucha más sangre.
—Pablo… Te tengo que decir una cosa.
—No me asustes —dije intentando hacerme el gracioso. Pero estaba asustado. Claro que estaba asustado.
—A ver… te dije que siempre que pasara algo con Edu te lo diría. ¿no?
Me vi sorprendido, descolocado, tantas horas pensando, casi ensayando, como le confesaría a María que había visto en su móvil aquello, y de golpe parecía dispuesta a confesar de motu propio. No quise decir ni media palabra, nada que la interrumpiera. Simplemente asentí. Tenia miedo.
—Está bien —prosiguió— pues nada, resulta que… el viernes pasado, no sé si te acuerdas… No, bueno, claro, sería el jueves, que me escribió que me pusiera falda para ir al juzgado porque el juez no sé qué, ¿no? ¿te acuerdas?
María quería implicarme en su discurso, pero yo no estaba por la labor.
—Bueno, pues eso —continuaba algo nerviosa, pero fingiendo que no lo estaba— el caso es que yo entonces el viernes fui en falda, pero porque me dio la gana. Y entonces ese día, a lo largo de la mañana me estuvo vacilando con que había hecho bien, que así ganábamos el caso seguro. Así, vacilón, como se pone él cuando está en buen plan. Ya sabes que a veces es encantador y a veces un imbécil —dijo buscando mi confirmación con la mirada, pero yo no le daba nada— Y eso que… bueno, al final nos reímos un rato con eso. Bueno, tampoco mucho, pero me hizo un poco de gracia. Una chorrada. Y después, esta semana, no sé a cuento de qué, seguía con la historia y me dijo algo así como que aparte del juez traía loco al informático, que ya sabes que me da asco… —hizo un silencio, y yo, lo más benévolo que pude, la salvé con un “ya”— Y nada… eso, que el informático también tal, como el juez, y me dijo que le había dicho que yo le gustaba cuando iba muy rancia, o algo así. Lo dijo medio vacilón medio para incomodarme, porque no hace falta ser Sherlock Holmes para saber que ese tío me da asco. Y me empezó a dar la vara con que el miércoles, o sea, hoy, iba a venir el tal Víctor, y que me pusiera algo muy rancio, dice que en camisa rosa a Víctor le parezco especialmente pija. De hecho le dijo que soy una snob… o no sé qué.
—Y vas de rosa. Hoy te cambiaste —dije de golpe, sin poder contenerme.
María se quedó visiblemente sorprendida. No esperaría que hubiera reparado en su cambio de ropa.
—Sí… bueno. Una chorrada. Me hizo gracia seguirle el rollo a Edu y nada más.
—¿Nada más?
—Sí, nada más, ¿qué más va a haber? —preguntó ella, contraatacando, como hacía siempre que se veía contra las cuerdas.
—Hombre, María… comprende que me parezca bastante raro. Ese Víctor… cómo decirlo… hace unas semanas en el aeropuerto todo era un drama terrible porque Edu le había dicho lo que habíais hecho en la boda y ahora te… confabulas… no sé como decirlo con Edu para… que Víctor flipe o lo que sea, por verte así vestida…
—Es que no va por ahí la cosa— interrumpió.
—¿Pues por dónde va?
—A ver, ya sabes que Edu a veces… pues… embauca… o como sea, y cuando te das cuenta le estás haciendo el juego. Y no creo sinceramente que Edu le dijera a Víctor… que me iba a decir a mí… que me vistiera tal… entonces yo le iba a hacer caso… y entonces no sé qué. Creo de verdad que fue una chorrada nuestra, de Edu conmigo, sin que Víctor supiera nada.
María era muy lista. Yo no me podía creer que ella creyese que Víctor no había estado en el ajo con Edu desde el principio.
—Y entonces qué pasó. Te vistes así y Víctor flipa, te mira… ¿qué pasó?
—Pues no pasó nada. Víctor andaba por ahí. Si me miraba yo no me di cuenta.
—¿Y Edu? ¿Te felicitó por haberle obedecido? —pregunté fingiendo enfado, pero no era eso lo que sentía.
—No te pongas tonto, que fue una chorrada —dijo incorporándose. Hasta ponerse de pie. Frente a mi. En zapatos de tacón, medias, falda y americana gris y camisa rosa. Tenía cara de cansada, era cierto, y de estar tensa, pero estaba… tremenda… allí plantada.
—No, en serio. Algo te diría.
—No me dijo nada.
—¿En todo el día?
—No.
—No me lo creo.
—Pues creételo —dijo acercándoseme, sentándose a horcajadas sobre mí.
—¿Y ahora?
—¿Ahora qué?
—Pues si te va a decir cómo vestirte cuando vaya Víctor o cuando vayáis a estar con el juez que sea.
—¿Te gustaría? —preguntó incisiva, con aquella agilidad que me hacía desconfiar que fuera tan ingenua para con el dúo Edu-Víctor. Llegué hasta a pensar que quizás sospechara que había visto su móvil, y es que su confesión había sido sospechosamente abrupta.
—Me gustaría que me contases todo.
—Ya te lo estoy contando.
—Con un poco de retraso.
—Ah, tiene que ser instantáneo.
Si había un contexto en el que estaba aun más guapa que fingiendo estar cansada era cuando se ponía rebelde como una quinceañera.
Nos quedamos callados. Yo no podía más. Me había rendido a ella desde el preciso momento en el que se me había sentado encima. Tapamos ese silencio con un beso. Suave. Tierno. Con nuestras manos solapándose en nuestras mejillas y en nuestros cuellos. La humedad de su lengua produjo una descarga en mi cuerpo, y mi miembro vibró como si lo hubieran activado con un botón enorme y rojo. En seguida mi torso quedó desnudo y María me acariciaba de forma exquisita mientras su lengua dibujaba círculos dentro de mi boca y dibujaba líneas sobre mis labios. Se la veía especialmente implicada. Cachonda o complaciente, eran las dos opciones.
Su boca bajó a mi cuello, y todo su cuerpo fue reptando hacia abajo, dejando un reguero de besos por mi pecho, mis pezones… mi abdomen… Yo suspiré, eché un poco mi cabeza hacia atrás y cerré los ojos. Cuando los volví a abrir María estaba arrodillada en el suelo, entre mis piernas. Me abría el cinturón… Parecía claro lo que iba a hacer. Ni recordaba la última vez que de ella salía la idea de premiarme allí, sin más, y de aquella manera.
Era sospechosa aquella benevolencia. Aquella María tan servicial… ¿Acaso había hecho algo por lo que debiera compensarme? ¿Me iba a chupar la polla para calmar su conciencia?