Jugando con fuego (Libro 2, Capítulos 30, 31 y 32)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 30

Tenía un pálpito extraño, una sensación negativa, pero era el día, se lo iba a pedir, se lo iba a proponer. No podía aguantarme más.

Caminábamos por los jardines del Palacio de Bellas Artes de San Francisco; el sitio que yo había escogido hacía tiempo… y estaba muerto de nervios, pero, lo que era peor y pensaba que no sentiría cuando había comprado el anillo: estaba muerto de miedo.

No habíamos hablado de lo sucedido con aquel hombre desde que había pasado. Varios días obviándolo, escurriendo el bulto, como si nada hubiera pasado, a pesar del enorme elefante en la habitación.

Seguíamos con el paseo y algo dentro de mí me pedía que no lo hiciera, que no era el momento, pero otra parte de mí no podía aguantarlo más. Desde luego no era el contexto soñado ni las sensaciones adecuadas, pero no me veía volviendo con el anillo en la maleta.

Caía la tarde, era la hora exacta, la luz exacta. Era el momento. Pero mis sensaciones seguían sin ser las adecuadas. Todo me parecía un mal presagio. Quizás fuera paranoia, pero cada gesto de María hacia mí, desde lo sucedido la noche en la que había conocido aquel imponente hombre, me parecía querer indicar que no lo hiciera.

Paseaba con ella y hasta a veces no me daba la sensación de que fuera ella la que me acompañaba. La sentía extraña… pero no podía retrasarlo más. Tenía que soltarlo. No podía soportarlo ni un segundo más.

Fue un salto al vacío. Sin red. Tan pronto detuve nuestro paseo y cambié el gesto, algo me subió por el cuerpo, María se extrañó y me pareció que me decía con los ojos: “Sé lo que vas a hacer. No lo hagas.” Pero ya era tarde, había activado los mecanismos, los automatismos ensayados… Y tras una breve y nerviosa introducción… me llevaba la mano al bolsillo del abrigo…

Comencé a extraer de allí lo que ya era obvio cuando María llevó su mano a mi brazo y me detuvo.

De manera terroríficamente gélida me impidió sacar la caja y me dijo:

—Pablo, no.

La miré a la cara. Parecía otra persona. Me acaba de matar. Continuó:

—No me quiero casar contigo… de hecho ni siquiera estoy segura de seguir con esto…

Sentí como si me clavaran un cuchillo en el pecho y algo me hizo erguirme, me levanté. Levanté todo mi tronco de la cama y abrí los ojos súbitamente. Me desperté.

Miré a izquierda y derecha. María yacía a mi lado, dormida. Entraba algo de luz por la ventana. Vi las botas estampadas de María en el suelo. El arnés, la polla de plástico sobre la cama. Seguía mareado. Aquello no había podido ser más real. Nunca había tenido un sueño tan sumamente sentido y vivido. Pero fue un alivio tremendo.

Me dejé caer lentamente otra vez sobre la cama. No quería despertarla. Boca arriba, con los ojos abiertos miraba un punto exacto del zócalo del techo. ¿Había sido un aviso? ¿Mi propio subconsciente me estaba diciendo que no lo hiciera? ¿De verdad le podía proponer aquello, con lo que estábamos viviendo en el aspecto sexual de la relación?

Recordé a la María del sueño. Con los rasgos más marcados, parecía mayor, seria… hasta triste… Se me revolvía algo por dentro al recordarla, como una desazón… algo desgarrador.

Recordé también lo vivido con aquel hombre. Me preguntaba en qué grado de insatisfacción sexual tenía que encontrarse María para besarse con aquel desconocido apenas a los veinte minutos de conocerse. Y no lo había hecho por mí. Había habido un déficit de miradas entre ella y yo durante aquel flirteo y una prácticamente inexistente conexión visual una vez habían comenzado a besarse. Me daba la sensación de que si no se había ido a su hotel a follar con él había sido por un milagro, un casual malentendido. Y es que cuando yo lo hacía con María, fantaseando con Álvaro, y después durante unos días no lo hacíamos, yo consideraba que llevábamos entonces unos días sin follar, pero comencé a plantearme que las cuentas de María pudieran ser diferentes, quizás ella consideraba que llevaba sin hacerlo desde Edu, desde que Edu se la había follado en la boda. Cuatro meses. Que lo que hacía conmigo y con el arnés no pasaba de parche insulso, de pantomima insuficiente.

Busqué dentro de mí lo que había sentido aquella noche. Y era algo diferente a lo de Edu e incluso a lo fantaseado con Álvaro. Intentaba explicarme a mi mismo por qué me había dolido más. Me preguntaba si hubiera querido que María se hubiera ido a su hotel y estaba prácticamente seguro de que sí; me excitaba terriblemente que follaran y después me lo contara. Pero por algún motivo había un extra de dolor. Quizás fuera porque a Edu, en un primer momento, lo había elegido yo, que Álvaro seguramente a María le atraía, pero yo siempre había dado el visto bueno. Pero, con este, había sido demasiado suyo, demasiado elegido por ella. Era terriblemente egoísta por mi parte, pero el hecho de no haber participado yo para nada en lo que había pasado me dolía. Además, la conquista, tan sencilla… sumado a sus sonrisas en la barra… Casi daba gracias de que aquel hombre no viviera en la misma ciudad que nosotros.

Me giré. Intenté dormir. Pero no podía, y es que vino a mi, inmediatamente después, aquello que María había dicho de una polla grande y caliente… y unos huevos golpeándola. Había confesado, se le había escapado, que veía en el sexo con el arnés una frialdad absoluta. ¿Cómo nos podíamos plantear realmente basar todas nuestras relaciones sexuales en una fantasía…? Poco a poco nos habíamos metido en un callejón sin salida. No sabía en qué momento aquello había pasado de fantasía extra a elemento imprescindible, pero había significado seguramente el principio del fin.

De golpe todo me parecía terrible, y, lo que era aun peor: insalvable.

Me quedé dormido, tremendamente afligido. Angustiado. No le deseaba a nadie lo que estaba sintiendo… por lo que estaba pasando… era demasiado doloroso. Lo que no sabía en aquellos momentos, era que María vendría a salvarme.

CAPÍTULO 31

A la mañana siguiente desayunábamos en el hotel, esta vez con compañía; por casualidad habíamos conocido a un matrimonio de españoles que llevaban una ruta similar a la nuestra, yendo además, no solo cargados con maletas, si no con un niño y una niña realmente pequeños, de unos cuatro y ocho años. Yo hablaba con los adultos mientras María interactuaba con los niños, sobre todo con el más pequeño, y por el rabillo del ojo veía a la María adorable de siempre, no al horror con el que había soñado.

Básicamente les estaba tomando el pelo con un juego que se había acabado de inventar, pero el niño pequeño se moría de risa y, al hacerlo, María se tomaba la licencia de hacerle cosquillas en la barriga, haciendo ya con eso que él se desternillara. Cuando veía a mi novia así, me daba cuenta de lo que tenía y de la locura en que la había metido, y recordaba lo felices que éramos antes de aquel dichoso juego que nos estaba llevando a unos límites cada vez más peligrosos. Aunque en aquellos momentos pensara con la cabeza y me dijera a mi mismo de cortar todo, de dejar todo aquello de las fantasías, los cuernos… el exhibicionismo… sabía que, primero, en el fondo no quería dejarlo y, segundo, sabía que ya no había vuelta atrás, que nunca volvería ser igual.

Nos despedimos de ellos y volví a pensar lo que había pensado cuando habíamos estado por los pueblos de la casa rural, y es que esa pareja no se podría ni imaginar que tan solo diez o doce horas antes María se estaba besando con un desconocido, que de milagro no se la había follado… que de casualidad no estaríamos en aquel momento desayunando, si no ambos en la cama y ella contándome lo que había hecho con él. La miraba despidiéndose de los niños, en vaqueros, camisa rosa y jersey blanco de lana tremendamente holgado, y pensaba que si le dijeran a esa pareja lo que había hecho María la noche anterior no se lo podrían creer.

Reanudamos el viaje en carretera. Nos esperaba un largo camino hacia un Parque Nacional y yo no sabía cómo íbamos a fingir durante todo ese tiempo que no había pasado nada. Pero cómo sacar el tema… Los dos disimulábamos que todo estaba bien, pero los silencios eran tremendamente incómodos.

Tan desesperado llegué a estar en uno de aquellos vacíos en nuestras conversaciones que, sin pensar, dije:

—¿Y Álvaro? ¿Te ha escrito al final?

—Sí. Bastante.

—¿Ah sí? —pregunté sorprendido— ¿Y?

—No lo he mirado. No quiero que vea que lo he leído. Ya me estará pidiendo la dichosa foto.

Eso fue lo único relacionado con nuestro caos sexual. Nada de lo del hombre de la noche anterior. Nada de sus palabras sobre aquel arnés insuficiente. Nada más de Álvaro. Por supuesto nada de Edu.

Llegamos a nuestro destino. En pleno atardecer. Las vistas de aquellas estructuras geológicas… los desfiladeros... el tono rojizo… era absolutamente espectacular. Uno de los sitios más impactantes que había visitado. Nos quedamos en silencio un largo rato, pero esta vez el silencio no era perturbador, si no casi lo contrario. Estábamos maravillados y yo no podía desear estar con otra persona… vivir aquello con María me llenaba aun más. Estaba en el sitio exacto con la persona exacta, incluso soñada.

María inhaló aire, con profundidad, en un largo recorrido, cerró los ojos, y dejó que una suave brisa acariciara su rostro. Yo miraba su cara, su belleza, su paz… sentada a mi lado. Abrió los ojos y me miró, riéndose de que la estuviera mirando.

Nos quedamos callados. No se escuchaba absolutamente nada. Y fue ella la valiente:

—Bueno… ¿No me vas a preguntar nada más de lo de ayer?

El momento tenía que llegar. Su tono fue dócil. Parecía querer simplemente poner las cartas sobre la mesa. Los dos lo queríamos. Aunque yo prefería que hablara ella.

—No sé… cuéntame lo que tú quieras —respondí.

Se hizo otro silencio. De golpe nos costaba buscarnos con la mirada.

—A ver… —volvió a lanzarse— sé que tenemos un lío importante… que… esto no es nada normal… pero sea lo que sea, el problema, sé que… eso, que lo acabaremos solucionando.

María no parecía esperanzada, si no segura, totalmente segura. Lo decía además con sobriedad. Y como si aquella frase la hubiera estado ensayando en su cabeza.

Se hizo otro silencio que María rompió acabando de alegrarme:

—No sé, lo acabaremos solucionando. No sé si en una semana, en tres semanas, o en tres años, pero lo acabaremos solucionando.

Aquel “o en tres años” se convirtió, de golpe, en lo más valioso que había escuchado en toda mi vida.

No pude evitar sonreír. Sin querer.

A pesar de aquella alegría inmensa y repentina, mi subconsciente se quiso meter inmediatamente en un jardín del que no sabía si saldría bien parado:

—No sé si tiene solución todo… María. A ver, igual sí, pero…

—¿Pero qué? —me interrumpió— Nada será tan grave que no tenga arreglo.

—Pues… —dije dudando si echarme atrás— esto… lo de la excitación o… vamos...

—¿Qué? —preguntó ansiosa.

—Pues eso… que… si yo no te excito… no te pongo… puede que tenga difícil solución.

—Eso no es así y lo sabes —replicó casi sin dejarme acabar la frase.

En ese momento escuchamos a un grupo bastante numeroso de gente, turistas, que se acercaban a nuestro rincón privado. Pero María ni volteó la cabeza para mirar. Prosiguió:

—Es más, ayer… me pusiste... muchísimo.

—¿Ayer? ¿Cuándo? ¿Por qué?

—Pues… una vez que me miraste, cuando yo me besaba con él.

—Si casi ni me miraste en toda la noche —dije, sin intención de hacer un reproche, pero sin duda aquello sonaba a exactamente eso.

—Sí, alguna vez te vi como me mirabas después de besarme con él… Y me pusiste…

—¿Te puse yo o te puso que te mirara?

—Es lo mismo.

—No, no es lo mismo —dije.

—Sí, porque si me hubiera mirado otro no me habría puesto ni la mitad. Entonces sí que es por ti.

—¿Y por qué te puso? —pregunté sin tenerlas todas conmigo.

—Pues porque… vi… no sé… es difícil de explicar.

—Inténtalo…

—Pues… a ver… porque al mirarme… la forma, no sé. Mira… diría que fue porque me juzgaste.

—¿Te juzgué? —respondí sorprendido y de forma automática.

—Sí. Me juzgaste. Me miraste y…

—¿Qué?

—Pues que esa mirada estaba diciendo… vamos… que me llamaste guarra con la mirada, básicamente.

A María le estaba dando algo de vergüenza contarlo, y a mi escucharlo, y no dejaba de sorprenderme que después de todo lo vivido aun nos diera corte hablar de esas cosas.

—¿Y eso te puso? —pregunté, algo reconfortado.

—Sí, me puso. Mucho. Es más… creo que gran parte de… de lo… excitada que me puse, o de lo que me ponía besarme con él… era por esas miradas. Que el hombre era atractivo… sí… pero ese punto de… de… pecaminoso… —dijo nerviosa y pronunciado yo creo esa palabra por primera vez en su vida— pues… lo daba que me mirases.

—¿Y cómo es que te besó? —pregunté, cuando yo lo que quería preguntar realmente era que cómo es que todo había sido tan aparentemente sencillo.

—No sé… Me cogió por sorpresa. Tenía mucha labia... ¿y acaso no crees que está permanentemente en mi cabeza que tú quieres que yo haga cosas con otros? Eso al final… pues… suma, no sé cómo decirlo. Y que... después de besarme viera tu cara…

—¿Cara de qué? —pregunté curioso, sin ninguna acritud.

—Pues… de lo que te decía antes… de juzgarme. Me estabas llamando guarra con la mirada... y creo que... Mira, creo sinceramente que sin esa mirada la cosa hubiera quedado en tres besos.

—¿Y por qué no te fuiste con él? —pregunté sin estar realmente seguro de su última afirmación.

—¿Irme con él? Mira, si te digo la verdad no recuerdo para nada que te habré dicho anoche, al llegar. Estaba bastante borracha y ni sé lo que dije. Además en esas fantasías que nos contamos… cuando… estamos en plena faena… o no sé como decirlo… nos decimos muchas cosas, que, al menos por mi parte, no son una verdad… como pueda ser… —Notaba como María se estaba liando— como ahora, no sé. Que lo de Edu fue una locura. Una gilipollez. Pero que eso no volverá a pasar. Que que me bese… es… parte del juego, pero ni de broma sería capaz de volver a hacer lo que hice, de llegar hasta el final.

No podía negar que me sorprendía lo que me decía. Que si eso era cierto eso supondría que María estaba en un punto mucho más lejano al mío de lo que yo pensaba. Se me ocurrían mil preguntas, pero no era capaz de hacerle ninguna.

Afortunadamente aquella marea humana de gente acabó alejándose un poco y aunque se les escuchaba a lo lejos, manteníamos casi intacta nuestra intimidad. Nos quedamos un rato en silencio y acabé por sentarme detrás de ella, abriendo las piernas y dejando que su espalda se recostara sobre mi pecho. La puesta de sol era indescriptible, perfecta. No tan perfecta era la piedra donde me sentaba, que me hacía tener que recolocarme un poco de cuando en cuando.

Comencé a acariciar su pelo. Ella cerró los ojos y besé sus mejillas. Su piel, así, al aire libre, en aquel entorno, refrescada por aquella brisa, me parecía más suave que nunca. Yo llevaba sutilmente su melena a un lado y a otro de su cabeza… despejando la nuca y su cuello… que acababa besando… provocando en ella un ronroneo de gusto y agradecimiento. No me cansaba nunca de besar aquellas mejillas, aquel cuello y de enredar mis manos en su pelo…

María acabó por recostar su cabeza sobre mi hombro, su cara tan cerca de la mía era una invitación irrechazable… mis labios se juntaron con los suyos. Su boca se abrió y nuestras lenguas jugaron lentamente… Cuando me quise dar cuenta ya no nos besábamos, pero yo colaba mis manos por su torso, bajo su jersey y su camisa… acariciaba su abdomen y su sujetador, mientras la seguía besando en el cuello, en las mejillas y soplaba levemente en su oreja para hacerla estremecer.

—¿Sabes qué? —gimoteo ella, mimosa, dejándose hacer.

—¿Qué?

—Que… hablando de lo que decías antes de que no me pones…

—Sí…

—Pues que… no hace mucho… recordé algo, de ti, y… me puso… mucho.

—¿Qué…? —pregunté en un susurro en su oído, mientras mis manos sostenían las copas de su sujetador, cada una con una mano, notando en las yemas de mis dedos el encaje de un sujetador elegante y sutil, pero a la vez necesariamente contundente.

—Pues… es que… odio recordar nada… que tenga que ver con Edu… porque es un gilipollas… y no quería decírtelo… pero, es que, cuando tú, te… pones muy guarro, me pone mucho… y el día de Edu… que por muchos motivos no quiero ni recordarlo… hiciste algo tan…

—¿Guarro? —pregunté.

—Sí… —dijo ella y se incorporó un poco, despegando su espalda de mi pecho, y se llevó las manos a la espalda, bajo su jersey y camisa, y maniobró a la altura de la mitad de su espalda, para soltarse el cierre del sujetador. Tras hacerlo se volvió a recostar sobre mí. Volví a llevar mis manos bajo su ropa, a su torso, a su piel. Primero en su cintura, después en su abdomen y después llegué a las copas de un sujetador que se sentía suelto, liberado. Pero más liberados quedaron sus pechos que noté como fluyeron hacia los lados de su torso, ocupando mucho más espacio bajo su ropa que antes.

Besaba su cuello mientras mis manos fueron colándose bajo unas copas que ya no contenían nada y me dejaban vía libre para que cada una de mis manos aplacara cada una de aquellas tetas que yo quería volver a juntar, como si mis manos fueran su nuevo sujetador. Las noté algo frías y sus pezones duros… lo cierto era que teníamos los dos algo de frío; el tacto de sus tetas y la dureza de sus pezones en la palma de mis manos me volvía loco. Y loco me ponía también no ser prácticamente capaz de abarcar cada teta con cada mano… Aquella complexión mediana y aquel jersey de lana grueso ocultaban un pecho precioso y voluptuoso que yo, cada vez que acariciaba, sentía que acariciaba por primera vez.

—¿Y qué fue eso tan guarro? —pregunté expectante, de nuevo en su oído, mientras masajeaba con delicadeza extrema sus pechos bajo la ropa.

—Pues… al final… recuerdas que él… bueno, que estaba encima de mí, y tú a mi lado… y que él, bueno, eso, que… eyaculó… sobre mí…

—Sí.

—Pues eso… que… eso, que se corrió sobre mi barriga y bueno, también... entre mis piernas, digamos…

—Sí…

—Y que después tú… quisiste, pues, comerme ahí abajo… y claro, estaba… manchado por él…

Me quedé callado, esperando que ella detallase más, pero no lo hizo, así que acabé por preguntar:

—¿Y te puso eso? — soplé en su oído… besándola en el cuello, y conteniendo unas tetas que parecía que crecían en mis manos, haciéndose incontenibles.

—Sí… me pone… recordarlo… es que es… tan guarro… que, me comas ahí… lamiendo también lo que él echó sobre mí…

—Ya…

—Es súper guarro, Pablo… fue… súper guarro… —dijo para sí misma.

Durante unos instantes yo disfruté de sus tetas y ella disfrutó de mis manos. Los dos con los ojos cerrados. Quería solo sentir, no pensar, pero no podía evitar darle vueltas a que aquello pudiera ser el principio de algo, una rendija de luz. Que yo, o lo que hiciera yo, le pudiera dar morbo en algunos contextos desde luego sonaba mejor que mi idea de que yo ya no le atraía nada y en ningún momento.

Las sorpresas que me daría María en aquel anochecer no acabarían ahí. Tras maldecir que llevara aquellos vaqueros ajustados por lo que me obligaba a descartar maniobrar más abajo, y ella acabar por abrocharse de nuevo el sujetador… me dijo:

—Pablo, voy a hacer la cosa menos romántica del mundo, pero no me aguanto más, es que te juro que me da la risa.

Yo no entendía nada y María se separaba un poco de mí. Ahora nos mirábamos a la cara, y yo la miraba con cara de precisamente eso, de no entender nada.

—Te vi una sospechosa caja pequeña en la maleta… —dijo riendo por dentro, no por fuera, quizás para que no me molestara, y yo no era capaz de reaccionar— Te la vi hace unos días… ¿Creí que me lo pedirías hoy aquí...? —sonrió, guapísima, diciéndome con cada sonrisa que todo era un “sí”.

Yo, inmensamente feliz, pero contenido, haciéndome el indignado, le dije:

—Pues la verdad que en San Francisco iba a ser…

—Pues como no iba a ser capaz de fingir sorpresa después de habértelo visto… ¿qué te parece si te lo pido yo aquí? —dijo poniéndose de pie.

—Tú misma —dije, más feliz que en toda mi vida.

—¿Te casas conmigo? —preguntó solemne, pero graciosa, casi hasta payasa.

—¿No te vas a arrodillar? —pregunté vacilón y encandilado.

—¿¡Sí o no!? —preguntó radiante, obligándome con su vitalidad y su alegría a ponerme yo también de pie, y dándome el mejor abrazo que jamás pensé que me daría nunca con nadie.

CAPÍTULO 32

Después de aquel momento incomparable ninguno de los dos quiso edulcorar la entrega efectiva del anillo de pedida. Como si lo hubiéramos pactado. María recibía el anillo en un hotel de carretera, en medio de la nada, no cutre, pero si ordinario. Mientras ella repetía que le encantaba, yo pensaba que nunca hubiera esperado dárselo allí, pero que me quedaría, y seguro ella también, con el recuerdo previo, al aire libre, ya casi muertos de frío, con aquellas vistas, en aquel paisaje.

Lo que nunca sabría María era las dudas terribles que yo había tenido, hasta el punto de plantearme dar marcha atrás.

Sentía júbilo, como cuando le pides a la chica que te gusta para salir con quince años y te dice que sí. Bajábamos las escaleras de la primera y única planta del típico motel, como los de las películas, y yo pensaba que aquel anillo era la confirmación absoluta de que era mutuo, de que todo era mutuo. Y entonces pensé que exactamente todo no, si efectivamente era cierto aquello que me había dicho, de que algo como lo de Edu nunca volvería a pasar. Y al írseme la cabeza a ese pensamiento me auto inculpé de no poder dejar esa parte de mi vida al lado ni siquiera en un momento como ese.

Aquel motel con plantas baja y planta primera, una gasolinera… una cafetería… Hacíamos kilómetros y kilómetros y todos parecían iguales, y me sentía como esos cantantes de gira que dicen no acabar sabiendo dónde están.

Sentados frente a frente en la cafetería yo la miraba obnubilado mientras ella indagaba en la carta. Con aquellos jerseys de lana, tan gruesos y la camisa asomando por los cuellos y por abajo, estaba tremendamente adorable. Tremendamente adorable y para toda la vida. Lo pensé y no me asusté en absoluto, si no que una sensación maravillosa, como de orden, de paz, hasta de prosperidad… me envolvió como una enorme y cálida manta, como la manta que se le echa al naufrago por la espalda una vez, por fin, está a salvo.

Inevitablemente y con enorme ilusión, nos sumergimos en una conversación en torno a la futura boda: sitio, invitados, forma, fecha... y estábamos bastante de acuerdo en que fuera discreta, con poca gente y sin mucha dilación, quizás ese mismo verano, en medio año, no más.

Parecía todo cercano y lejano a la vez. Tremendamente real a la vez que soñado. Yo estaba sobrepasado por esa noticia que de buena parecía como si no hubiera sido idea mía, demasiado buena como para no ser sobrevenida, y María estaba sobrepasada por una hamburguesa a la que no sabía por dónde recortar debido a su tamaño desmesurado. Fue entonces cuando vi la pantalla de su móvil iluminarse. No era un mensaje pues la pantalla no quería apagarse y María le dio la vuelta al teléfono con hastío.

—¿Quién es? —pregunté.

—¿Tú que crees? —preguntó queriendo mostrar desgana.

—¿Álvaro?

—Claro.

Miré mi móvil que también estaba sobre la mesa para ver qué hora era. Para Álvaro serían aproximadamente las cinco de la madrugada. Me sorprendió, pero recordé que era sábado. El saber que era sábado me llevó a recordar que hacía veinticuatro horas era viernes por la noche y María se besaba con aquel hombre. Veinticuatro horas atrás, y me parecía una vida.

—Habrá vuelto de salir de noche. O estará borracho por ahí, buscándote —dije.

María, dando bocados de pajarito a la hamburguesa, con los que podría tardar tres horas y cuarto en acabar aquello, resopló, posó la comida en el plato con cuidado, se limpió con una servilleta de papel y se dispuso a quitarse el jersey. No sabía cuánto de su calor era por temperatura o por agobio, agobio por aquella tremenda hamburguesa o por la llamada.

—Estoy bastante hartita de él. Le estoy cogiendo asquete —dijo ya solo en camisa rosa, espléndida, y urdiendo un plan te ataque con su mirada y sus manos para con aquella cena contundente.

—¿Te ha llamado mucho? —pregunté algo sorprendido, pues no había sido consciente durante todo el día de que su móvil hubiera sonado o se hubiera iluminado.

—Llamar no, pero sí que ha escrito cosas.

—¿Qué cosas?

—Pues cosas que cada vez me gustan menos —respondió desvelándome que entonces sí había leído finalmente aquel párrafo que le había pedido.

—¿Y eso? —pregunté pensando que me lo daría a leer.

—Pues no sé, un plan que no me gusta. Como agresivo o machista… no sé… de verdad que me está dando asquete. Estoy a nada de bloquearle.

—Bueno María, le pides que te escriba algo original a cambio de una foto. Lo hace, o al menos lo intenta, y no le respondes más…. Porque no le has respondido, supongo.

—No. Y menos con ese tonito, vamos.

Yo no quería que María le cogiera demasiada manía y también entendía bastante al chico. María, bueno, ambos, llevábamos dos meses mareándole, a cambio de absolutamente nada. Por otro lado tenía especial curiosidad por leer aquello que la había molestado tanto, pero no quise pedirle el móvil si no salía de ella.

Cambiamos de tema y en seguida volvió la María alegre de antes. Además, había algo en ella que parecía dar a entender que quería hacerlo esa noche, esas cosas se saben cuando llevas un tiempo juntos; la primera vez como prometidos, y yo estaba desconcertado: arnés, sí, no, imaginación sin más, ¿nada? Recordé los dos salvavidas que había lanzado a mi ego, aquello de que le había excitado que la mirase, aquello de que le daba morbo cuando hacía algo especialmente guarro… Me preguntaba qué de todo aquel batiburrillo se pondría aquella noche sobre la mesa, o, sobre la cama.

Subimos a la habitación y María ya sin pantalones ni jersey se lavaba los dientes mientras yo me desnudaba en el dormitorio, cada vez más intrigado por lo que le habría escrito Álvaro. Estaba totalmente desnudo cuando mi novia apareció en ropa interior y camisa, y con el móvil en la mano, mirando la pantalla.

—¿Te ha escrito más? —pregunté incontenido.

—No. ¿Quieres leerlo?

Mi mirada debió de ser respuesta inequívoca pues ella me dio su teléfono y, mientras yo cogía su móvil y entraba en el chat de Álvaro, ella se tumbaba a mi lado, haciéndose con el mando a distancia.

Querría haber empezado por el principio, justo después de la petición de María de aquel párrafo original, pero inevitablemente me topé con el final de la conversación, por no decir monólogo. Vi un montón de “respóndeme”, “deja de putearme” y “no me coges el teléfono”. Efectivamente, aun siendo escritos, parecían gritos; algo desagradable.

Intenté entonces subir hacia arriba en la conversación sin hacerme spoilers a mí mismo de lo que escribía después, hasta que llegué al ansiado párrafo. Fue encontrarlo y aparecer él en línea, y tuve el pálpito de que en aquel momento él y yo nos mirábamos a través de la pantalla. Sentí un extraño escalofrío, como si estuviera de golpe en una trinchera, oculto, con miedo a sacar la cabeza por encima de mi escondrijo. Aquel chico parecía no dormir nunca.

Boca arriba, desnudo, sobre la cama, me disponía a leer aquello mientras María hacía zapping, o tiempo, o las dos cosas. Álvaro comenzaba diciendo que una noche reciente había estado bebiendo con unos amigos en un descampado antes de entrar en un concierto, una vez allí, al rato, había visto a una mujer a lo lejos y había pensado que era ella, María, a la que había seguido hasta que con una profunda decepción se daba cuenta de que no era ella. Contaba que, esa noche, una vez ya de vuelta en casa, se había masturbado imaginando que sí era ella la chica del concierto, que la abordaba y la convencía para alejarse de la música e ir con él al descampado, allí donde había estado bebiendo con sus amigos. Y que, una vez allí, se besaban, en un principio, y la poca gente que aun había haciendo botellón comenzaba a mirarles como se enrollaban. Una vez esa introducción el chico había escrito una frase bastante abrupta, que me cogió por sorpresa: “Después de besarnos me acababas chupando la polla y la gente comenzaba a rodearnos y a mirar cómo me la mamabas bien mamadita”. Impactado, releí esa frase varias veces, cuando María me volvió a la realidad:

—Veo que te gusta lo que lees.

Sin darme cuenta mi miembro había crecido y se había movido hasta apuntar hacia mi ombligo, reposando sobre mi vello púbico.

—Pues creo que aun no he llegado a lo mejor —respondí desinhibido, seguramente ayudado por las dos cervezas de la cena.

Me dispuse a seguir leyendo mientras María apagaba la luz y quedábamos solo iluminados por la luz que emanaba del televisor. Álvaro describía cómo el corrillo de gente les miraba mientras ella se la chupaba y él le ordenaba que se pusiera de pie y se diera la vuelta. El chico entonces no escatimaba en detalles para describir cómo se follaba a María allí, contra un coche, delante de un montón de gente. “¡Menudo pajote me hice imaginándome que te follaba contra un coche como una perra!”, “¡¡Gritabas que se te oía en el concierto!!” “¿Te pone cachonda mi historia eh, de cómo te follo como a una cerda y todos te miran?” “¿¿A que si??”

Mientras leía aquello, María me sorprendía, sentándose a horcajadas sobre mí, y mi erección se tornaba en más que evidente.

—Pues sí que te gusta, sí. —dijo una María, haciéndose la indignada, pero pícara, en bragas blancas y camisa rosa, sentada sobre mí, pero sin apenas tocarme. Mi polla, al sentirla tan cerca, dio un respingo, como un rebote, para captar su atención.

Para desgracia de mi polla, ella no la acariciaba, y, para desgracia de mi mente, el gran párrafo acababa ahí; pero seguí leyendo, frases cortas y sueltas en las que el chico le decía a María cosas tales como “se que te pones súper cerda mientras te escribo esto”, “en el fondo eres una guarra más, solo que más mayor, pero igual o más guarra que otras que me follo”.

El peso de sus frases era impactante. Es cierto que sonaba ciertamente desagradable. El chico tenía que estar muy borracho o muy salido o ya muy harto de ella para escribir eso, o las tres cosas. Después de pedirle la foto que él creía merecer, había llegado a escribir: “¡¡me tienes hasta la polla, ERES UNA MALA PUTA!! llevas semanas riéndote de mi o qué!??”

—Hostiás… —dije en un suspiro.

—Qué.

—Joder… te llama de todo...

—Ya te lo dije, menudo idiota... —dijo María al tiempo que se desabrochaba la camisa y salía a la luz un sujetador blanco de encaje, con dos copas enormes, necesarias, por otra parte. Cuánto más rotundo y vasto era su sujetador más advertía e informaba de la generosidad de sus pechos.

A mí no me interesaba que ella se enfadase ni alarmase. Intenté quitarle hierro al asunto. Al fin y al cabo al chico no le faltaba razón; llevábamos ni se sabe cuánto tiempo con aquello.

—Me da igual, es un idiota… Y un buen cerdo —dijo, y no pude evitar responder:

—Cerda… es lo que te llama a ti.

—Ya… ¿y te parece bien que me llame eso? —respondió, en una pregunta trampa, que yo dudé si era por fin el inicio del juego o debía responder que no, que se había pasado. Me quedé en silencio. Mirándola. Despeinada por haber estado acostada, con la camisa abierta… aquel sujetador enorme… su vientre plano, su cara, cansada y morbosa a la vez. Mi polla palpitó con vida propia, llamándola, sin que yo hubiera dado orden alguna, y su mano fue lentamente a ella, la recogió con sumo cuidado y echó la piel lentamente hacia atrás, haciendo nacer una gota transparente y tremendamente brillante que aparecía por la punta captando la atención de los dos. Aquel movimiento era una clara declaración de intenciones.

—Eh, ¿te parece bien que me llame eso? —preguntó mimosa, buscando protección, pero a la vez jugar. Y pasó la yema de su dedo pulgar por aquella gota… que esparció meticulosa y lentamente por mi glande, haciéndome temblar.

—Bueno… es normal… que esté enfadado.

Nos quedamos en silencio. Ella seguía con su movimiento mínimo con aquel dedo, mientras con la otra mano se recolocaba la melena o me acariciaba los muslos o el vientre, inquieta.

—También… —dije.

—¿También qué?

—También te llama… mala puta…

—Ya… menudo imbécil —dijo en un susurro, casi imperceptible.

María comenzó entonces a pajearme, muy lentamente. Mi polla casi chocaba con sus bragas debido a cómo estaba sentada sobre mí.

—Busca una de sus fotos —dijo, para mi sorpresa.

Yo recibía su lenta paja, que alternaba ahora con una y otra mano, mientras buscaba.

Le iba a preguntar qué foto quería, cuando ella detuvo la paja y apoyó mi miembro contra su entrepierna, en vertical, como un pequeño mástil que delimitaba sus bragas a izquierda y derecha. Y entendí, o supuse, qué quería.

—¿Quieres comparar? —pregunté.

—Mmm… es curiosidad…

—Qué cabrona… —dije sin que me molestara en absoluto, encontrando la foto en la que salía nítidamente la polla de él, agarrada por su mano. Un pollón importante, quizás no como el de Edu, pero seguramente del doble de tamaño del mío.

Le enseñé la foto y María fingió indiferencia, al menos no quiso mostrar impresión.

—¿Hasta dónde llegaría? —pregunté llevando mi mano a mi miembro, para que se mantuviera allí, erguido, discurriendo todo el tronco, de abajo arriba, frente a su entrepierna.

—… No sé… ¿Hasta aquí? —preguntaba ella mirando a mi miembro y a la pantalla, e indicando una altura considerable, prácticamente hasta su ombligo.

En aquel momento la luminosidad del televisor bajó en intensidad y María dejó caer el móvil sobre la cama. Casi irradiaba más luz el móvil, que era concretamente la foto de la polla de Álvaro, que el televisor. Ella llevó entonces su mano a donde estaba la mía y comenzó a frotar mi miembro contra sus bragas… con una feminidad y un morbo tremendo, movía su cuello y me miraba. Movía un poco su cadera hacia adelante y atrás, para frotarse, y me miraba. Quizás, o seguramente, pensaba en la polla de él, aunque tocase la mía, pero no me importaba, si no todo lo contrario.

Recordé entonces que ella se había excitado porque yo la hubiera mirado mientras se besaba con el hombre aquel la noche anterior, y quise tirar de ese hilo.

—Eso de que te folle contra un coche… no me importaría verlo…

—¿Ah sí…? ¿te gustaría ver eso? —preguntó moviendo más la cadera adelante y atrás y aprisionando con más fuera mi miembro contra sus bragas, y por ende, contra su coño.

—Sí que me gustaría… tu cara de guarra… siendo follada allí…

María me miraba, atenta, con los ojos entre cerrados, en la penumbra casi absoluta de la habitación. Y yo proseguí:

—Menuda guarra estarías hecha… dejándote follar por ese crío delante de mí… y delante de toda esa gente… Qué cachonda hay que estar para dejarse follar así y que todos miren… y unos alucinen… yo… me excitaría… como casi todos… y muchos también se reirían… en plan… hay que ser puta…

María en ese momento se separó un poco las bragas… apartándolas de su coño, tiró de ellas hacia adelante, e introducía mi miembro entre la seda blanca y su coño… y tapaba mi polla… quedando esta aprisionada entre las bragas y aquellos labios que sentí ardientes. Lo hizo en un movimiento lento, sutil, certero. Y acabó posando su mano sobre su ropa interior, y apretó, pero sin tocarme. Mi polla lagrimeaba, aprisionada, habiendo cambiado la piel de sus manos por aquellos labios húmedos y calientes.

Nuestras frases, nuestros movimientos. Todo era improvisado, pues seguíamos sin saber hacia dónde íbamos. Qué fantasía escoger, qué tipo de ocurrencia decir… pero todo, en el fondo, parecía tener un sentido, un trasfondo ordenado.

María movía su cadera hacia adelante y atrás, frotando su coño contra mi miembro encarcelado. Las bragas daban de sí con solvencia y yo maldecía no cambiar la visión de su sujetador por la de sus pechos desnudos. Disfrutaba de aquel roce, pero quería más, quería hacerla hablar:

—Pues sí, María… te miraría… y pensaría… joder qué guarra… para dejarse follar así.

—¿Ah sí…? ¿me llamarías guarra?

—Lo pensaría…

—Más guarro eres tú…

—¿Tú crees? —pregunté, mientras ella coló una de sus manos por entre sus bragas y comenzó a masturbarme, con mi miembro aun aprisionado y yo no me podía creer aquella destreza suya, a la vez que me moría del gusto, de su mano caliente apretándome con firmeza.

—Sí… más guarro eres tú… y voy a vengarme.

—Vengarte ¿por qué…? —preguntaba ya con los ojos ya casi cerrados, quedándome con una imagen antes de cerrarlos, y era la de María estirando sus bragas hacia adelante con una mano, mientras con la otra me masturbaba cada vez más rápido.

—Vengarme por llamarme guarra… o por pensarlo…

Me abandoné. No quise pensar más. Aquella mezcla de Álvaro, de su polla, de la mía, de la fantasía del chico… de lo vivido con el hombre la noche anterior… eran tantas cosas… Solo se escuchaba la televisión de fondo y el ruido húmedo de mi piel echada hacia adelante y atrás, una y otra vez, de forma rítmica, y tremendamente lubricada por todo el preseminal que iba soltando. María me hacía una paja brutal y yo temblaba y suspiraba, mis abdominales se contraían y abría los ojos mínimamente para ver el imponente torso de María, aquel impactante sujetador que evitaba que sus tetas se bamboleasen en demasía como consecuencia de la tremenda paja que me hacía.

—Joder… María… Para… —le supliqué pues si tenía ganas de correrme, más ganas tenía de que se subiese por fin encima de mi, de que me montase de una vez.

Ella, implacable, no solo no obedecía si no que no bajaba un ápice el ritmo. Mecánico, hábil, perfecto. Aquella mano me cubría el miembro por completo y ella aprovechaba ese poderío, esa superioridad, para maltratarme y para sacudírmela de forma despiadada.

—Joder… María… dios… me voy a correr…

—Pues córrete… vamos…

—Uf...—protestaba mínimamente, al borde de la rendición, entre espasmos… pero también mi cuerpo quería descargar, sobre todo por lo vivido la noche anterior… horas y horas en las que finalmente no había podido disfrutar ya no de un clímax si no de desahogo alguno….

—¡Vamos…! ¡guarro…!

—¡Joder…! ¡Uf…! ¡María…! —me retorcía, indefenso.

—¡Córrete…! ¡Cerdo…! ¡Córrete…! —me provocó en un susurro… pero ella me conocía, y ya sabía que me estaba contrayendo, que todo mi abdomen vibraba solo, que mis brazos temblaban y que mis piernas se tensaban. Abrí ligeramente los ojos y María no miraba mi polla si no que me miraba a mí. Seria, categórica, inclemente. Y dirigía mi miembro hacia su cuerpo, aunque éste, de forma natural por estar empalmado, quisiera apuntar hacia mi vientre. Y yo suspiré, resoplé y ella paró, a propósito, sabiendo que parando justo en ese momento explotaría aun con más intensidad, y sentí como descargaba hacia arriba, un primer chorro, violento, y ella tras ser salpicada, reanudó la paja, lentamente y mis espasmos se hicieron vehementes, y ridículos, por aleatorios, y mis suspiros tornaron en jadeos continuos, en segundos y segundos jadeando y soltando, salpicando aquel semen que yo sentía en parte caer sobre mí, pero ella parecía obcecada en intentar dirigir hacia sí misma… hacia su vientre, hacia su coño… aunque yo no sabía con exactitud donde aterrizaba, pues entre cerraba los ojos; y ella no solo no se quejaba por ser manchada si no que seguía exprimiéndome, aprentándome incluso con más fuerza, vaciándome, inflexible… mientras yo seguía disfrutando de un orgasmo eterno…

Ladeé la cabeza. Vacío, pero extrañamente espabilado. Aquel orgasmo largo y tremendo me había extasiado, pero no adormilado.

No noté que ella se moviera, y seguía exprimiendo hasta la última gota, tan última que le tuve que suplicar que parara.

Finalmente, con delicadeza, mi miembro flácido fue por fin liberado, de su mano y de sus bragas, que deduje empapadas por parte de lo que yo había soltado. Estas cayeron a mi lado y ella se bajó de mí, con un extraño cuidado, pensé que iría al cuarto de baño y no querría ir goteando todo lo que había eyaculado sobre ella, pero María tenía otros planes.

—¿En serio crees que soy una guarra? —dijo, sorprendiéndome, colocándose a horcajadas sobre mí, pero ahora más arriba, casi sobre mi pecho. Toda su entre pierna bañada de líquido blanco y transparente aparecía a veinte centímetros de mi cara. Sus vello púbico encharcado, un latigazo blanco chorreaba desde su ombligo hasta su pelo recortado, otra densa salpicadura en su muslo, en la ingle. —Yo creo que eres más guarro tú— dijo, levantando su cadera, colocando sus piernas a los lados de mi cabeza. Proponiendo, pero no obligando. Miré hacia arriba, su cara a lo lejos, su camisa abierta, su sujetador enorme… y aquel coño embadurnado por fuera, con sus labios encharcados medio separados. Podría sentarse en mi cara en cualquier momento, pero esperaba una señal, mi señal. Aquellos chorretones descendían por su coño y su vientre, en cualquier momento una gota, o más que una gota, podría caer sobre mi rostro. Yo, a pesar de mi reciente orgasmo, no dudé en dar la señal, llevé mis manos a sus nalgas, para que ella descendiera… y ella entonces bajó un poco, y su coño quedó expuesto y a centímetros de mis labios…

—Qué guarro eres… —murmuró… sabiendo que tenía mi aprobación, mientras mi lengua salió de mi boca para abrirse paso entre unos labios blandos y desordenados… que habían estado martirizados y aplastados instantes antes… Me deleité lamiendo y succionando… sin importarme lo más mínimo degustar mi propio semen por primera vez, y María se retorcía del gusto cuando lamía de su coño y se retorcía del morbo cuando sorbía de aquel líquido blanco, aunque este estuviera en sus muslos.

—Joder… qué guarro eres… —volvía a repetir, ayudándome con su mano para que levantara la cabeza. Y yo continué absorbiendo todo aquello que encontraba más húmedo a mi paso. Con mis labios, con mi lengua, lamía su vello púbico caliente y empapado por aquel liquido espeso y mío, y ella gemía, quizás recordando cuando había hecho lo propio, pero con el semen de Edu. Mi lengua comenzó a abrirse paso entre su coño, buscando a veces lo más profundo y oloroso y a veces se salía para apretar su clítoris.

Ella, excitada, cachonda, no tenía suficiente con llevar una de sus manos a mi cabeza, si no que la otra la llevaba a su cintura y movía esta adelante y atrás… Sí… me follaba la boca literalmente con su coño, era ella la que acababa enterrando su coño en mí más que mi lengua y boca en ella. Me insultaba, me llamaba cerdo y guarro por lamer de mi propio semen, me preguntaba, ida, y retóricamente si me gustaba comerme mi propio semen… y ya, al borde del orgasmo, cuando yo notaba ya su coño fundiéndose en mi boca, acabó por confesar, por confesar lo que imaginaba, y me llamó de nuevo cerdo y guarro, y un “te gustaba el semen de Edu, ¡eh, cabrón!” salió de su boca justo antes de apretar más mi cabeza contra su coño, justo antes de follarme la boca con su movimiento de cadera, justo antes de echar la cabeza hacia atrás y rendirse, y abandonarse y gemir, y jadear, y gritar un orgasmo, aprisionándome… Mi lengua apretaba con fuerza en su clítoris para complacerla, mientras ella ya no me insultaba si no que gemía como loca y unos “aahhhmmm” tremendos que tenían que escucharse por todo el pasillo unos “ahhhmmm mmmm” tan ordinarios como el propio motel… salieron a gritos, desvergonzados, de su boca. Y no paró, no paró de aprisionarme, de aplastarme, de follarme la boca con aquellos movimientos de cadera adelante y atrás, hasta que se quedó completamente complacida.

Mi cabeza cayó rendida sobre la almohada y ella me descabalgó. Estaba exhausta. Y yo, lúcido, despejado, no daba crédito a lo sexual que la estaba sintiendo. De nuevo aquella sensación, que casi asustaba, o como mínimo impresionaba, de lo que se podía cada vez presentir con mas fuerza, de lo que María llevaba dentro.

No llegamos a follar aquella noche. Había sido todo extraño, una mezcla de todo. Una mezcla de Álvaro, de Edu, de lo leído en su móvil, de lo que le excitaba de mí… Un batiburrillo, un caos, fiel reflejo de lo que nosotros estábamos viviendo en nuestra vida sexual, un auténtico lío, con salpicaduras, nunca mejor dicho, de todo lo vivido en los últimos diez meses.

Aquella mezcla no se detuvo pues la siguiente noche usamos el arnés. Otro elemento más. A petición suya y fantaseando con un Álvaro al que por mucho que ahora prácticamente le hubiera cogido asco no parecía por eso que fuera a dejar de querer fantasear con él. Y una vez tuvo su orgasmo yo volví a hacer aquello de penetrarla y a disfrutar de no sentir casi nada. Y fue esa la primera vez que estuve dentro de ella como prometidos, y tuve una sensación de amor incluso más intensa por ello.

Pocos días más tarde el viaje tocaba a su fin. Ya estábamos en el aeropuerto y aun nos veríamos sorprendidos por una vivencia más. Esperando para embarcar sonó el móvil de María. Un mensaje. Leyó, vi su cara, y supe que algo no iba bien, nada bien, y es que le cambió completamente el semblante. No la quise atosigar, no era pena, no era enfado, parecía preocupación. Pensé que quizás algún lío en el trabajo, algo extremadamente grave. Finalmente no pude contenerme, y, tras varios “qué pasa”, María me dio a leer, llevó sus codos a sus rodillas y se tapó la cara con las manos. Yo leí:

Álvaro Móvil: “Hola cabrona calienta pollas, la otra noche estuve con una de aquellas amigas tuyas que había visto la noche que nos conocimos y me dijo donde trabajas, fui ayer y anteayer a tu curro a ver si te veía y podíamos hablar pero no te vi salir, ¿donde te metes?”.