Jugando con fuego (Libro 2, Capítulos 3 y 4)
Continúa la historia.
CAPITULO 3.
Los besos se hacían más ardientes, calientes, largos, llegando a ser por desesperados insoportables. Al enésimo “uff” llegamos a la conclusión de que era absurdo seguir allí.
Fuimos a pagar a la barra y, mientras el camarero nos cobraba, María me susurró pícara:
—Entonces… ¿Qué me vas a hacer al llegar a casa...?
La pregunta tenía un poco de malicia, pero también mucho de presión. Yo estaba excitado, pero menos que ella. Yo tenía mi puntillo de alcohol, pero mucho menos que ella. Estábamos en la misma zona, pero ni mucho menos en el mismo punto.
Apenas alcancé a sonreírle, más que nada porque no supe que contestar; recogí la vuelta y pedimos un taxi.
Durante el corto trayecto yo empecé a sentir más y más presión, pues ella parecía esperar un polvazo que yo no sabía si podría darle. Era inevitable deducir que ella podría comparar… Aquello de insultarla… de azotarle las tetas… me hizo recordar… la imagen de Edu en la boda golpeándoselas con desdén y chulería…
Llegamos al portal, y al ascensor, y allí nos besamos. El beso fue desesperado, alcohólico, a pesar de no ser ni las once de la noche y en aquel beso noté aun más que María estaba en otra onda, y me dejó alucinado cuando la quise seguir besando y me apartó, posó su mano en mi pecho y me hizo retroceder medio metro, me clavó la mirada llorosa y las puertas del ascensor se abrieron en nuestra planta. Sin dejar de mirarme llevó sus manos a los botones de su camisa y comenzó a desabrocharlos lentamente. Su pelo se le pegaba a la cara, uno de sus ojos estaba tapado por su melena pero el otro me dejaba inerte. Cuando acabó con todos los botones se abrió la camisa con un erotismo irrespirable… mostrando un sujetador de encaje elegante; no entendía como una prenda que aparentaba esa fragilidad podía contener aquello… Llevó sus manos a las copas de su sujetador y esbozó en un susurro:
—¿Qué… qué me vas a hacer…?
Me acerqué un poco y miré instintivamente al rellano por si venía alguien.
—Pues… de todo…
—¿Sí? ¿Me vas a…. me vas a insultar…? ¿Qué me vas a decir…? —dijo ardiente, sin ser consciente de la presión que estaba cargando sobre mí.
No supe qué decirle y salimos al rellano, y de allí a nuestra puerta y llegamos al salón. Su chaqueta desapareció y su lengua me atacó, allí, en medio de la sala, y, mientras nuestras bocas se buscaban desesperadas llevó una de sus manos a mi entrepierna y sentí un poco de vergüenza. Sí, volví a sentir aquello que hacía años que no sentía, desde nuestros primeros encuentros sexuales, sobre todo aquel primer encuentro, en el que yo me avergonzaba de sacar a la luz mi miembro, temiendo que esa exposición diera con todo al traste, temiendo que al descubrir mi pequeña polla sus ganas decayeran y mi hombría quedara bajo sospecha.
Disimuladamente evité que frotara mi entrepierna durante mucho más tiempo… Mientras pensaba: “Cómo con esto le voy a meter la follada que ella me está pidiendo”.
María no parecía querer seguir con aquellos magreos, besos y roces. Me sorprendió abandonándome, dándome la espalda, dirigiéndose al sofá. Una vez allí me sorprendió aun más pues se arrodilló sobre él, llevando sus manos al respaldo, dándome una versión clara de su culo, de su espalda. Volteó su cara y yo me quité mi camisa y comencé a desabrocharme el pantalón. Tras mirarme, ella misma se desabrochaba el suyo y lo bajaba hasta sus rodillas, descubriendo unas bragas negras que casi brillaban, imponentes. Sus tacones, su pantalón bajado, sus bragas, su camisa… y su mirada; su mirada me dejaba sin aire, pero a la vez me imponía más, me presionaba más.
No me quedó más remedio que desnudarme del todo bajo su atenta mirada, pues ella no me dio ni un pequeño respiro para mirar al frente. Quizás fuera absurdo, pero de nuevo aquella sensación de que me desnudaba ante ella por primera vez.
Una vez desnudo completamente su mirada fue fugaz a mi miembro, que erecto pero mínimo, quería entrar en acción cuanto antes. Quizás fuera paranoia mía, pero su mirada a mi polla fue breve, brevísima, para buscar en seguida mis ojos. No quiso detener su mirada allí, quizás fuera casualidad, pero yo lo sentí sospechoso, y por sospechoso doloroso.
Su mirada fue entonces hacia adelante. Recogió un poco su camisa, dejándome ver su culo y sus bragas por completo, separó un poco más las piernas, lo que sus pantalones de traje granates anudados en sus rodillas le permitieron, y comenzó a bajarse las bragas… Las bajaba con lentitud… dejándome boquiabierto… extasiado… descubriendo un coño precioso y abultado, que parecía brillar… que parecía llamarme… se le notaban con claridad los labios mayores, gruesos e imponentes, y los menores abriéndose como una flor tierna, blanda, simétrica y perfecta. Su coño era una bendita maravilla… Obnubilado. Me quedé pasmado… Hasta que un “fóllame” retumbó en el salón, un “fóllame” susurrado al aire que hizo que mi polla diera un respingo y mi corazón quisiese escapar de mi cuerpo.
Me acerqué, me coloqué tras ella, recogí con cuidado su camisa, aun más, descubriendo la parte baja de su espalda. Admiré su culo. Admiré su coño. Quise saborear ese momento previo en el que aun no la has invadido y ya casi puedes oír su jadeo de gusto al sentirte dentro. Llevé mis manos a sus caderas. Apunté con cuidado mientras ella miraba hacia adelante y llevé la punta de mi miembro a la entrada de aquella preciosidad. Pasé mi capullo duro, durísimo, por entre sus labios, tiernos, ardientes, que parecían tener vida propia y querían acogerme cuanto antes. Apenas apoye la punta y comencé a deslizarme, a abrirla… a penetrarla con una suavidad pasmosa. Mi polla entraba con facilidad inusual, resbalaba casi sin notar las paredes de su coño. Su interior era una inmensidad para mi miembro, que entró entero, de una vez, haciendo que ella suspirara prolongadamente. Un suspiro de gusto, diría que de alivio, aunque yo lo sentí insuficiente.
Con mis manos en sus caderas comencé un mete saca lento y de poco recorrido para no salirme de ella. Ella jadeaba lentamente, pero pronto me hizo ver que no se conformaría con eso y me pidió directamente: “Dame más fuerte”.
Aceleré el ritmo un poco, y después un poco más, buscando que mi pelvis hiciera ruido al chocar con su culo. Yo sentía un enorme placer a la vez que sentía que tenía que dar más de mí para que ella estuviera satisfecha. Aceleré un poco más buscando que sus jadeos tornasen en gemidos, pero al buscar mayor recorrido en mis embestidas, mi polla se salió un par de veces de su cuerpo, haciendo que, algo nervioso, tuviera que volver a apuntar para volver a penetrarla. Ella en ningún momento protestó por salirme de ella sin querer, ni me metió prisa cuando tardé un poco en acertar a penetrarla otra vez.
Tuve que bajar el ritmo para no salirme, intentaba llegar lo más profundo posible, siempre asiéndola por la cadera. María a veces volteaba la cabeza y me miraba con ojos lagrimosos, pero de su boca no salía ningún grito, ni gemido, tan solo su respiración ligeramente alterada.
A pesar de mis nervios y de aquella presión que me atenazaba yo estaba excitadísimo, y, de seguir así, mi polla no tardaría mucho en explotar en su interior. Tener a María contra el sofá, a cuatro patas… con aquella mirada… me estaba matando… Cuando apartó el pelo y lo llevó a un lado de su cuello, se giró hacia mi y dijo implorando, pero dulcemente:
—Vamos, Pablo... Dame… dame caña, jo… der…
Lo dijo de una forma tan desesperada que casi me hace correrme… Volví a acelerar, arriesgándome a salirme de ella, consiguiendo que un “¡Mmm… así!” saliera de su boca. Ahora era ella más que yo la que echaba su cuerpo hacia atrás para sentirse llena. Pero María no se quedó ahí, quería más:
—Mmm… Pablo… insúltame… ¡insúltame… Dios…! —dijo al aire, con su cara erguida hacia adelante.
Yo llevé mi mano a su melena, para tirar un poco de ella y hacer que su cara se levantara más, mientras mi otra mano seguía en su cadera.
—¡Insúltame… mmm… joder! —insistió mientras rítmicamente seguía echando su cuerpo hacia atrás, haciendo que el sonido de nuestros cuerpos al chocar se hiciera más fuerte.
Estaba terriblemente bloqueado. Además, sentía que su respiración era insuficiente, que necesitaba que gimiese, que gritase… como la había visto gritar… para poder atreverme a lo que me pedía.
Permanecía callado, sujetándola del pelo… miraba hacia abajo y veía como ella enterraba y desenterraba la mitad de mi polla a cada movimiento, cuando ella, desesperada… llevó una de sus manos a su culo, a una de sus nalgas, y se dio allí un pequeño azote. Quizás dándose ella misma lo que yo no le estaba dando, y tras hacerlo esbozó un “mmm así...”, produciendo en mí un bloqueo aun mayor.
Era tremendo ver a María dándose ese azote a sí misma. Pidiendo que la insultase. Que me la follase más fuerte… Era insoportablemente morboso, pero producía en mi un bloqueo asfixiante.
Su mano fue de nuevo hacia adelante, seguía con aquel mete saca rítmico, no demasiado rápido, visiblemente insuficiente para ella, cuando dijo algo que me mató:
—Vamos, Pablo… cariño…
Así, sin más, dijo eso. No ya por la desesperada súplica, si no porque nunca me había llamado así, y menos en pleno acto sexual. Aquel “cariño” fue tremendamente humillante, humillante por fraternal… por compasivo… Si yo llevaba todo aquel tiempo sintiéndome poco hombre para ella, aquella frase terminó de hundirme…
Ni fui consciente, pero mi mano soltó su melena y volvió a su cadera. Estuve como un minuto abstraído, sintiendo placer, pero sintiéndome terriblemente mal a la vez. Lo curioso era que mi polla no estaba en sintonía con el resto de mi cuerpo y empezaba a decir basta, no aguantaría mucho más.
María volvió a girarse hacia mí, con su respiración levemente agitada y plasmó otra petición, esta vez un “más fuerte, joder...” en tono bajo y desesperado, que me hizo de nuevo acelerar un poco. Así estuvimos unos segundos en los que yo seguía buscando sus gemidos a la vez que intentaba no correrme. Ella, con una mano se apoyaba en el sofá y con la otra llevaba su melena a un lado y a otro de su cuello, cayendo hacia adelante. De nuevo aquel sonido de nuestros cuerpos chocar hasta que esta vez de su boca no salió una petición, si no una pregunta. Una pregunta tras un suspiro quizás algo fingido, tras un “mmm, que bueno” que de por sí sonó forzado… Me preguntó:
—¿Quieres correrte... cabrón?
—Sí…
—Sigue un rato… dándome… y después te corres… eh.
—Sí… —respondía yo, entrecortado, al borde del orgasmo.
—¿Donde quieres? ¿Donde quieres correrte?
—Uff.. no sé…
—¿En mi cara, eh? Mmm… ¿O en mis tetas? —yo, alucinado y al borde del orgasmo intentaba embestirla lo más rápido y fuerte posible, pero sin correrme ni salirme de ella, lo cual era tremendamente complicado, me estaba moviendo en una línea tremendamente fina. Nunca, jamás, María me había propuesto algo así.
—Donde ¿eh?—dijo ella convirtiendo aquel “eh” en un gemido, por fin, acompasado con mi penetración— ¿Quieres mancharme las tetas? ¿Eso te pone? ¡eh! Y de nuevo aquel “eh” coincidió con un gemido y yo pensé que me corría, pensé que no podía más y me paré en seco, y dudé en salirme para no correrme, pero era demasiado tarde. Joder, ¡comencé a correrme sin querer…! y ella al notar que me paraba, echaba su cuerpo hacia atrás. Yo respiraba, bufaba, corriéndome, sin querer hacerlo, la inundaba en su interior y ella parecía no darse cuenta… Me exprimía la polla sin compasión moviendo su cuerpo adelante y atrás y exprimía mi mente al susurrar: “Quieres empaparme las tetas...mmm… cabrón”, y yo ya estaba acabando mi orgasmo sin que ella lo supiera.
Sentía placer, pero la frustración lo opacaba todo. Acababa mi orgasmo y ella seguía moviéndose. Y yo volví a moverme a su ritmo, sin saber que hacer. Sin decirle que me había corrido. No sabía que hacer, no sabía si intentar seguir, disimular… pero pronto sentía que mi polla no estaba lo dura que debía estar y que ella lo notaría. Pero fue ella quién lo dijo, y su pregunta cayó como una losa en todo el salón:
—¿Te has corrido?
Lo dijo rápidamente, como si fuera una sola palabra, y yo no pude seguir con aquella farsa:
—… Sí…
Ella se detuvo. Yo me detuve. Ella no volteó su cabeza. No dijo nada y yo me salí lentamente de ella y solo se me ocurrió decir: “Espera que te voy a limpiar”.
Fui al cuarto de baño con un sentimiento de desazón tremendamente desagradable. Cogí papel higiénico y cuando volví María tenía su mano en su entrepierna, intentado que nada cayera de su cuerpo y manchara sus bragas, pantalones o el sofá. Al verme venir, y sin apartar su mano de ahí, se puso en pie y yo le di el papel higiénico para que dejara caer todo allí. Se quitó después los tacones y los pantalones y se sentó en el sofá con la camisa abierta, su coño abierto y su elegante sujetador al descubierto.
Estaba sonrojada, pero no mucho, estaba caliente pero no sudada. Me acerqué para besarla y me correspondió el beso. En su mirada no vi reproche, nada de recriminación, cosa que agradecí sobre manera. Quise compensarla… quise complacerla en un contexto en el que mi polla no pudiera perjudicarme: la volví a besar, forzando a que se recostara, repté por su cuerpo besando su cuello, su escote, sus pechos, llegué a su sujetador e intenté bajárselo, pero no parecía fácil… me tuve que conformar con acariciar su escote y sobarla sobre el sujetador mientras mi boca siguió reptando…bajando... besé su vientre y preguntó:
—¿Qué vas a hacerme?
—Pues… te voy a... comer el coño.
—¿Ah sí?
—Sí.
—Me parece bien.
—¿Te parece bien? —pregunté con algo de seguridad por primera vez, sabiendo que mi lengua era normal, competente, que mi lengua en su coño sí podría estar a la altura.
—¿Quieres que… me ponga los tacones? ¿Te pone más? —María parecía empeñada en complacerme cuando era yo la que estaba en deuda con ella. Le dije que sí y se incorporó un poco, lo justo para alcanzar a ponerse los zapatos de tacón. Se volvió a recostar y abrió sus piernas, invitándome a que la calmase, al menos con la lengua, que la llevase al orgasmo de una vez.
Me quise recrear en sus muslos, pero no pude. Quise castigarla lamiendo alrededor de su entrepierna, pero no pude. Pues su coño empapado y abierto me obligó a degustarlo inmediatamente. Me captó tanto por la vista como por el olfato, pues cuando intenté resistirme a atacarlo tan prono, un olor a coño tremendo me dijo que allí no se jugaba más. “Me encanta como te huele…”, segunda frase que alcancé a decir con un poco de firmeza… Mi lengua separó sus labios, degustando cada gota viscosa que regaba todo. A cada lametazo sentía el tacto tierno de su coño y me empapaba de aquel líquido que me volvía loco… María levantó sus piernas y arqueó su espalda cuando mi lengua dejó de recrearse en sus puertas dóciles y buscó dentro de ella un sabor aun más intenso.
Me recreé. Me recreé en hacerle una comida de coño brutal, a la altura de lo que ella y su cuerpo se merecían. De rodillas llevaba las manos a sus muslos para levantarle las piernas o a su pecho para amasar su sujetador hasta hacer que por momentos sus tetas escapasen de su cautiverio. María enredaba sus dedos en mi pelo y arqueaba todo su cuerpo, sufría espasmos cuando mi lengua tocaba algún botón sin pulsar y sus jadeos se hacían grititos leves que yo quería tornasen en súplicas y gritos entregados.
Estuve un rato largo en el que yo a cada momento pensaba que mi novia llegaría al clímax, hasta que me pidió que me ayudara con la mano, que con mis dedos frotara su clítoris mientras con mi lengua siguiera succionándola y penetrándola. Y así hice, con dos dedos le frotaba allí arriba mientras con mis labios succionaba los suyos, estirándolos, apartándolos, para atacar con mi lengua lo más profundo…
A veces jadeos, a veces aquellos grititos, que eran como quejidos, hasta que llegó un “ammmhhh” algo más largo, de unos tres segundos, tras el cual, dejó descansar sus piernas y levemente hizo porque mi cabeza se retirase.
—Joder… qué bueno… —dijo dándose por complacida y confirmándome que lo había conseguido y al fin quedaba ella en paz.
Me levanté, algo dolorido en las rodillas, no eufórico pero sí satisfecho. Recogí el papel higiénico y le dije que me iba a dar una ducha rápida. Salí del salón, eché el papel higiénico en el inodoro y abrí el grifo de la ducha, dejé correr un poco el agua antes de que saliera caliente y decidí aprovechar para ir al salón a recoger mi ropa. Mi intención no era ser sigiloso, pero debí de serlo pues ella no reparó en que yo había vuelto, y no me vio, no me vio parado bajo el umbral de la puerta sorprendido, alucinado, alucinado por ver a María completamente desnuda, sin camisa, sin sujetador, solo con los tacones puestos, tumbada boca arriba en el sofá y con los ojos cerrados… frotando su coño con fiereza, casi con brutalidad, jadeando desvergonzada, entre espasmos involuntarios, acabando lo que yo no había podido acabar y quien sabe si casi ni empezar, buscando un orgasmo que yo, ni con mi polla ni con mi lengua le había podido dar.
CAPITULO 4
Aquello no hizo si no aumentar mi inseguridad. En los días siguientes nuestras relaciones sexuales no mejoraron, si no más bien todo lo contrario, y yo me preguntaba qué había cambiado. Vale, no podría follarla como Edu, pero es que ni siquiera era capaz de hacerlo como antes de que apareciera en nuestras vidas.
Intentaba entender qué me pasaba, y me repetía, qué había cambiado. El hecho de pensar que María considerase mi miembro como insuficiente había sido motivo de morbo durante meses y ahora era un motivo serio de preocupación. Quizás fuera porque ahora veía que sí, que era un problema. Y es que una cosa era fantasear con que tu novia quisiera un miembro más grande, un amante más potente, y otra era vivir que a tu pareja no le atraes, o le atraes mucho menos, precisamente porque no es una fantasía, es real. Llegué a estar convencido de que cuando ella, en el sofá, miraba hacia atrás, no había querido mirar hacia mi miembro para no perder excitación.
Empecé a plantearme también la idea de comentarlo todo con alguien. Al fin y al cabo ella se lo había contado a Paula, su amiga, quizás se apoyara en ella. Yo, deslealtad mediante, había vivido y seguía viviendo todo sin siquiera una opinión de alguien de confianza.
También llegué a pensar que ella quizás mereciera otro amante, alguien que no fuera yo, alguien a su altura, que la complaciera, como resultó obvio la noche de la boda, ella sabía ser complacida. Pensé si sería posible tener una relación de pareja completa a excepción de eso, a excepción del sexo, como si fuera un apoyo, que para el sexo se añadiera otra persona. Quizás fuera surrealista pero yo empezaba a ver pocas salidas.
Una noche de la semana siguiente, abrí el armario de María, ya que quería ir a correr y tenía algunas cosas de deporte en uno de sus cajones. Sin querer, vi la chaqueta del traje de Edu y me extrañó que, según me había contado que era su plan, aun no se la hubiera dado a Paula para que se la diera a él. ¿Qué sería de Edu? ¿Se tratarían en el trabajo? ¿Miradas? ¿Incluso casos juntos? Yo respetaba la petición de María, pero sin duda la curiosidad me tenía en vilo. Y seguía faltándome aquella media hora, quizás más, de ellos en el hotel… lo cual me frustraba.
Otra noche, cenando en casa, llamaron a mi novia por teléfono. Que si Amparo esto, que si Patricia lo otro… la escuchaba hablar, y, al colgar, quise usar la carta de Patricia, para ver si aquello me abría una pequeña puerta para averiguar algo.
—¿Y Patricia? ¿Qué es de ella? —pregunté.
—Pues trabaja regular, la verdad.
—Antes salíais todas juntas, ¿habéis perdido trato?
—No sé, llegó con muchas ganas… yo creo que se quiso ganar a la gente de golpe. Además era verano… no sé, siempre apetece más.
—¿Ahora está más tranquila? —mis preguntas eran minas, cebos estratégicamente colocados. Pero, no sé si María estaba de vuelta de lo que yo pretendía, pero no entró al trapo. No es que yo esperase un “desde que Edu se la folló está más relajada, por cierto hoy estuve con él”, pero es que no me dio nada.
—Sí, eso parece —respondió seca.
Llegó el jueves y se cumplió una semana de su orgasmo fingido, de mi incapacidad de complacerla, de mi incapacidad si quiera de decirle una palabra soez que la excitara y la hiciera gemir. Esa noche María vino directamente a casa desde el trabajo, y no parecía que fuéramos a tener sexo, y al día siguiente se iba de fin de semana a casa de sus padres. La iría a recoger al despacho y la llevaría en coche a la estación de tren, eso significaba que podría encontrarme con Edu en la salida. Pensé en una pregunta que no produjera una ruptura del pacto. Los dos en la cama, a punto de dormir, le dije:
—Oye, María, solo una cosa, sin ninguna intención de nada. ¿Edu al final cambia de despacho?
—Pues… creo que le han hecho una segunda entrevista o algo así, pero vamos, que por ahora seguir, sigue.
—Lo digo más que nada porque vi que su chaqueta sigue aquí, no sé.
—Ya, es verdad, se la tengo que dar a Paula.
Tras decir eso me quedé pensando en que por qué no se la llevaba al día siguiente y no le daba más vueltas. Pero no dije nada.
Al día siguiente estaba algo ausente y tenso en el trabajo. Prácticamente, si quisiera, podría encontrarme con Edu, solo tenía que aparcar cerca del trabajo de María y esperar, quién sabe si hasta subir a recepción; sería la primera vez en verle desde que se la había follado. Sería la primera vez que él tendría la posibilidad de mirarme y decirme con la mirada “qué polvazo le eché a tu novia”. De nuevo morbo, celos, irritación y algo de humillación me envolvían al imaginar eso; mezcla de sensaciones a las que nunca llegaba a acostumbrarme y eran nicotina pura.
Inquieto esperaba en la acera, en frente de la puerta, a que saliera María. O Edu. No quise subir a recepción, era demasiado. Miraba el reloj y me atusaba un poco el pelo en el reflejo de un escaparate sin si quiera mirarme, de forma ausente y automática, por hacer algo.
Comenzó a bajar gente trajeada, pero ni rastro de ellos dos, hasta que bajó alguien que no esperaba y mucho menos elegante que los demás. Era Víctor. En vaqueros y una camisa negra daba de nuevo una imagen tremendamente desaliñada, sobre todo en comparación con el resto. Sus gafas, que no debían de tener menos de diez años, de cristal sin montura, su pelo liso recogido en una coleta y su mirada tranquila, confiada, pero alerta, tan alerta que me dio la sensación de que me había visto bastante antes que yo a él.
Mi idea era cruzar un saludo mínimo, pero él en seguida me dejó ver que no tenía la misma intención. Me contó que solía ir al despacho los miércoles y los viernes, a menos que hubiera alguna urgencia. Yo le escuchaba y me preguntaba constantemente cuanto sabría él de lo sucedido en la boda; se había ido antes, pero Edu le contaba cosas, ¿hasta qué punto? No lo sabía. Por decirle algo le dije que mi ordenador portátil hacía un ruido tremendo y, antes de que me diera cuenta, nos estábamos intercambiando los teléfonos por si quería que un día María lo llevase al despacho y él me lo miraba.
De golpe apareció mi novia y nos interrumpió. Víctor hizo ademán de introducirla en lo que estábamos hablando, pero ella, sin mirarle, le dejó con la palabra en la boca y me dijo rápidamente:
—¿Dónde has aparcado? Vámonos que si no no llego.
Una vez en el coche me preguntó:
—¿Qué hacías hablando con ese?
—No sé, me vino a hablar.
—Es un tío muy raro.
—¿Y eso?
—No sé, mira raro.
—¿Qué es mirar raro?
—Pues… raro, raro… sucio. Déjame aquí ya si quieres —dijo intentando evitar que me metiera en el tráfico que rodeaba a la estación. Nos dimos un rápido e insuficiente beso de despedida y se perdió en la distancia, apresurada y elegante.
Ya en la soledad de nuestra casa intenté buscar respuestas. Sobre todo respuesta a esa presión que sentía, que sentía que me ponía ella encima aunque fuera involuntariamente. Pensé que quizás fuera por la comparación, que ahora ella, al hacerlo, podría compararme con Edu, pero ¿y sus ex? Nunca me había obsesionado mucho con antiguas parejas de María, cosa que había impedido que yo me hubiera emparanoiado. Es decir, mi novia pudo haberme comparado con sus ex, quién sabe si lo había hecho y quizás en nuestros primeros encuentros sexuales sí había pensado yo que ella podría compararme con ellos, ni siquiera me acordaba, pero, desde luego si había sucedido lo había olvidado. Nunca me había afectado, pero ahora sí.
Vagando erráticamente por las redes sociales, aquella noche de viernes, comencé a interactuar con un buen amigo de la infancia. Uno de esos amigos que ves ya una vez al año, o incluso cada dos, pero que, cuando los ves, es como si no hubiera pasado el tiempo. Un amigo al que le cuentas cosas que no cuentas a amigos de más reciente adquisición. Y quise quedar con él al día siguiente, aun sin saber del todo si le contaría toda aquella locura.
Accedió encantado y fuimos a tomar una cerveza al barrio antiguo a media tarde. Mi amigo, Germán, era un chico de mi edad, 35 años, pero ya estaba casado y tenía dos hijas. La conversación fluía, como siempre, como en la esquina de atrás del colegio, como en los jueves universitarios. Yo sabía que no me iba a juzgar, nunca lo había hecho y sabía que ampliar el círculo que sabía aquello a una persona más, a él, no entrañaba peligro alguno. Ciertamente necesitaba sacarlo todo. Y se lo conté. Una cerveza tras otra entré en prácticamente todos los detalles excepto los estrictamente sexuales.
Él escuchaba atentamente, sin interrumpirme. Obviamente sorprendido, pero sin gestos llamativos. Me hizo algunas preguntas, cosas que no le habían quedado claras. Y yo no sabía si esperaba un veredicto o si solo quería soltarlo.
—Bueno, creo que puede haber soluciones —dijo tranquilizándome un poco— prosiguió:
—La primera y más simple es aprender a vivir con ello. Si todo en vuestra vida de pareja es un diez… o, digamos un ocho… porque la vida sexual sea un ¿cuatro? ¿tres? Pues mira, igual es algo con lo que hay que tirar para adelante. Y quizás la cosa vaya mejorando con el tiempo, vaya volviendo a la normalidad— No acababa de convencerme aquella especie de “no hacer nada” —Otra solución es buscar a otra persona. Es decir, si ella está insatisfecha y a ti te gusta mirar… no sé… por internet, por ejemplo, buscar a alguien serio… alguien que…
—Alguien que no sea Edu, quieres decir —interrumpí.
—Hombre, pues sí, alguien que no se haya reído de ti… que no haya humillado a María en el trabajo… alguien que no tenga fotos de María con las que pueda, dios no lo quiera, chantajearte… alguien que…
—Vale… vale… —dije solapando mis dos palabras con él diciendo “alguien que no trabaje con ella”.
Nos quedamos un momento en silencio, bebimos de nuestras cervezas y fui yo quién continuó:
—A ver… el problema es que, primero, no creo que ella aceptase conocer a alguien en internet para eso, y lo segundo es que, aunque te parezca surrealista a estas alturas, aun no sé si solo es con Edu, si me vale, si nos vale cualquiera.
—Bueno, me dijiste que en la boda le habías pedido que calentara a aquel… aquel que había cenado con vosotros.
—Marcos.
—Sí.
—Sí, pero, no sé. Era un tanteo. No sé, no sé hasta qué punto lo de Marcos iba en serio. Es que… joder… aun no sé si tiene que ser Edu a narices.
—Eso ya no lo sé. Si no tiene porque ser con Edu yo no veo complicado que… imagínate que encontráis a alguien serio para hacer eso, os gusta, y quedáis un par de veces al mes para hacer eso. Y… las demás veces del mes fantaseáis con lo vivido con él para… para excitaros.
Aquello, no dudaba que no tuviera sentido, pero no me acababa de convencer.
—Y, sobre ti, —prosiguió— te parecerá una estupidez, pero creo que igual deberías… buscar… A ver, se me acaba de ocurrir, eh, pero no sé, si tienes un problema de ego, de bloqueo, quizás… ahora tienes dinero, trabajáis los dos, no tenéis hijos, ella por ejemplo este fin de semana no está, pues llamas a una chica, le sueltas doscientos euros, o vas a donde tengas que ir y lo haces con ella tranquilo, sabiendo que no te va a juzgar— Aquello me gustó aun menos.
—María no me juzga —dije.
—María compara, según tú.
—No lo sé seguro.
—Ya… no sé. Se que suena a chorrada que... con una pedazo de mujer como María vayas un par de veces a un sitio así, pero me parece una posible forma de recuperar tu ego.
—Germán —dije en tono más bajo— no creo que follándome a una puta vaya a sentirme más hombre y vaya a llegar a casa con el ego en su sitio y las pilas cargadas.
Sabía que lo hacía por ayudarme, pero aquello había servido más como desahogo que como solución.
Lo de conocer a alguien por internet aun tenía un pase, pero no me veía llegando a casa y proponiéndole a María buscar a alguien para eso.
—Sobre lo de tu sueño, esa pesadilla de… querer parar a María, de… eso, de evitar que siguiera haciéndolo con otro hombre, pues no soy Freud, pero quizás venga a reflejar ese quiero, pero no quiero, con el que llevas meses… atormentado, por decirlo de alguna manera.
Me quedé un poco apesadumbrado. Ni a mi ni a él se nos ocurrían más soluciones que no hacer nada o que buscar a un tercero que no fuera Edu.
—¿Le has preguntado a María si tiene que ser con Edu?
—Emm… no son preguntas que yo le haga, la verdad.
—Quiero decir… decirle, mira, María, tú y yo sabemos, que al menos en este momento de la relación en la que estamos tú necesitas un amante mejor que yo, y a mí me pondría veros, si no tiene porque ser Edu necesariamente, buscamos a alguien y seguro que hay candidatos de sobra.
—No sé, Germán… me diría que estoy loco y que está plenamente satisfecha.
—Bueno, eso ya es cuestión de que lo habléis con mucha calma, lo que hoy parece imposible mañana puede que no lo sea tanto.
Me sentí un poco culpable por hablar tanto de mí, y solté un “¿y tú qué?” que nos hizo reír, qué contar después de aquello.
Las cervezas fueron aumentando en número. Cenamos juntos y el tema entraba y salía de forma aleatoria y casual. Finalmente no llegué a casa hasta pasadas las dos de la madrugada.
En mi cabeza una cosa estaba clara: tenía que aclarar si todo aquello tenía que ser con Edu o no, y de golpe caí en la cuenta y me pregunté: “¿Y si es Edu el que no quiere?”. Creo que cualquier hombre del mundo querría repetir con María, pero Edu era caso aparte,
Tumbado en el sofá. Mareado. Bastante borracho. Cogí mi móvil. Vi la última conversación con Edu, ¿de verdad me planteaba preguntarle qué quería? No era capaz. Sobre todo por María. No se merecía aquello.
Pensé en Víctor, en que podría, disimuladamente, averiguar qué sabía. Tenía curiosidad, más bien inquietud, por saber hasta qué punto Edu le contaba sobre aquello. También me podría servir de él para saber qué quería Edu.
Opté por escribirle, agradeciéndole que se hubiera ofrecido para ayudarme con mi portátil, pero con nula fe en que me respondiera, teniendo en cuenta las horas que eran.
Pero para mi sorpresa me respondió en seguida. Estuvimos chateando un rato hasta que la desesperación y el alcohol escribieron por mí, le acabé preguntando por la noche de la boda, de por qué se había ido al final, hasta que tecleé un ¿sabes qué pasó después entre María, Edu y yo?
Tardaba en responder. Y eso me ponía muy nervioso. Su respuesta no fue concluyente. Y yo, aun más desesperado, escribí:
—¿Sabes si Edu quiere… ya sabes?
—Repetir ¿dices? Jajaja —respondió y a mi me heló la sangre.
—Sí. —respondí sintiéndome algo humillado.
—No, no creo. ¿por qué? ¿ella quiere ¿no? Jaja.
Aquello me jodió sobremanera, pero no pude evitar seguir escribiendo:
—¿Sabes si tienen trato en el trabajo?
—No lo sé, pregúntale a ella, que te cuente, jeje.
No sabía qué coño hacía escribiéndome con aquel, de golpe, tremendamente desagradable cuarentón a las dos de la madrugada… Era de locos, me arrepentía, de golpe tenía un mal cuerpo terrible.
La conversación quedó ahí. Me fui a lavar los dientes. Me metí en la cama y le escribí un mensaje meloso a María. Ya en la oscuridad iba a posar mi móvil en la mesilla cuando leí en la pantalla:
Víctor: Por qué preguntas tanto? Buscáis a otro para que la joda bien y tú mires?