Jugando con fuego (Libro 2, Capítulos 27, 28 y 29)
Continúa la historia.
CAPÍTULO 27
Intentaba ordenar toda aquella información simultáneamente a intentar descifrar si aquel enfado de María era real o todo aquello obedecía a una sobre actuación para que dejara de preguntarle.
Era lógico y normal que le pareciese mal que Víctor lo supiera. Entendía la humillación que tenía que suponer tener de jefe a alguien como Edu, para el cual María no parecía ser más que una medalla más que colgarse, y, para colmo tener que encontrarse de vez en cuando con Víctor. Dentro de esa parte yo no sabía si María era conocedora de que Víctor seguramente supiera que yo había estado delante, consintiendo los cuernos. Seguramente no.
Y digo que no sabía si María no exageraba un poco el enfado, porque era bastante de esperar que Edu se lo contase por lo menos a una o dos personas. Creo que tanto mi novia como yo habríamos firmado que Edu se lo hubiera dicho, dentro del despacho, solo a Víctor. Y si quién le dijo que Víctor lo sabía, seguramente Paula, no sabía de nadie más que lo supiera, ni ella había notado cosas raras de nadie más, en el fondo hasta se podría decir que eran buenas noticias.
Si es complicado reconciliarse tras un enfado, más lo es tras algo que no sabes si ha sido un enfado realmente, pues creo que ambos fingíamos estar enfadados, ella para acabar con el tercer grado y yo para esconder mi verdadero sentimiento que era el de desconcierto.
Nos quedamos en silencio un largo rato. Hasta que un movimiento de gente, en busca de la puerta de embarque, nos hizo volver al mundo real.
Ya sentados en el avión yo miraba por la ventanilla cómo nos alejábamos de tierra firme, mientras luchaba internamente por creer a María. Ella, al omitir que hubiera tanteado a Edu, venía a decirme tácitamente que Víctor me había mentido. Pero era claro que algo había pasado la primera semana de diciembre, aquella semana tras nuestra escapada a la casa rural, en la que había decidido esperar a ver si ella proponía volver a follar con el arnés y finalmente lo hizo, cinco días más tarde, eligiendo a Álvaro para nuestro juego, para que yo fuera él. Dos días después de eso le había propuesto fantasear con Edu y ella había montado en cólera, es decir, unos nueve o diez días después de que ella me hubiera confesado como Edu la había follado…
Era ciertamente extraño que tras aquella descripción minuciosa, tras aquel polvo tremendo recordándolo todo, diez días más tarde, solo por hablarle de él se enfadase de aquella manera. Algo tenía que faltar en medio.
Seguía y seguía dándole vueltas a la cabeza, intentando buscar posibilidades, verdades a medias de Víctor y de María, y llegué a pensar que quizás en esa semana nombraran a Edu jefe de María, ella al ver que tendrían mucho más trato le habría propuesto hablar con él para zanjar el tema y dejar las cosas claras y él, siendo un creído como era, lo hubiera interpretado como un tanteo. Era uno de los pocos supuestos que se me ocurrían en los que ella salía bien parada.
No hubo un momento concreto en el que volvimos a ser nosotros. Que ella se quedase dormida sobre mi hombro, que yo me riera de su jersey, pues con él parecía más un peluche que una persona… que su compañero de fila ocupase asiento y medio y yo aceptase intercambiar el sitio con ella para que pudiera estar más cómoda…. Fueron elementos que, sumados a la ilusión del viaje, acabaron por minar poco a poco nuestra distancia.
Una vez en nuestro destino alquilamos un coche y casi no parábamos de movernos. En cierto modo nos llegamos a arrepentir de haber montado el viaje de aquella forma tan estresante. Apenas en algún hotel estuvimos más de una noche… Y, casi siempre llegábamos rendidos a la cama… Pasaban los días y seguíamos de un lado para otro, alimentándonos de comida rápida, y creo que a los dos nos hubiera gustado alguna cena más tranquila y sobre todo elegante, y a mi, en particular, algo que diera pie a aquel incipiente exhibicionismo de María.
Había que entender que no estábamos en un contexto sexual como el de la mayoría de las parejas. El sexo no surgía de abrazarse por la noche o en la cama por la mañana. Si no que requería de mensajes de Álvaro, que aun no llegaban, o elementos morbosos exhibicionistas, que nos impulsasen a que yo me pusiera aquel arnés. Nuestros polvos eran salvajes pero no con una periodicidad muy alta, pues requerían de muchos elementos.
Esa mini abstinencia sexual sumado a mi estrés porque había programado la pedida para casi el final del viaje a veces me tenía un poco tenso. Hasta dudé en adelantar mi propuesta para un momento más inmediato, pero, día a día, conseguía mantener mi plan.
No tuvimos noticias de Álvaro, el cual obviamente no sabía nada del viaje de María, hasta que un día, atardeciendo, mi novia recibió un par de párrafos enormes de los suyos. Por la diferencia horaria él lo habría escrito de madrugada, volviendo de salir de noche, pero nosotros aun no estábamos en el contexto para leerlo detenidamente, así que decidimos dejarlo para cuando llegásemos tarde al hotel.
Tantos días sin sexo y la promesa de aquel texto nos tenía inquietos, pero cuando lo leímos nos sentimos un poco decepcionados. Yo ya me había puesto aquella polla de plástico y aquella noche estábamos bastante descansados, por lo que tuvimos una buena sesión de sexo a su costa, pero nos acabamos basando más en sus fotos y textos anteriores que a lo escrito aquel día. Tras aquel polvo de más de una hora, María, cansada, y quizás con ánimo de provocar para que la próxima vez estuviera más ocurrente, le escribió si es que nunca conseguía ligar con nadie para llegar así de cachondo de madrugada. El chico, que parecía no dormir nunca, le escribió que es que tenía el listón muy alto, que si quisiera una cualquiera lo tendría fácil. María le dijo que no se creía esas fanfarronadas y él le acabó respondiendo: “Igual cuando te escribí acababa de follarme a una, no sería la primera vez”. Y no le acabamos de creer, pero tampoco tenía, cien por cien, porque ser mentira.
Al día siguiente era sábado, por lo que en el fondo María y yo esperábamos otro de aquellos mensajes de Álvaro. Pero éste no llegó. Pasaban los días y no escribía nada. Lo cierto era que habían pasado aproximadamente dos meses desde la única vez que se habían visto en persona, y alguna vez el chico se tendría que cansar. Además, María no le daba apenas ni una frase que pudiera recargar sus pilas.
Habíamos intentado que cuadrara “Nuestra Nochevieja” para el día 31 de enero y así hacerla exactamente un mes después de lo que tocaba, pero ese día estaríamos de ruta, así que lo adelantamos al viernes anterior. Además, era de las pocas veces que pasábamos varias noches en el mismo sitio y estábamos más centrados y descansados. Esa noche decidimos cenar en el hotel, ya que en la planta baja tenía un gran restaurante, muy diáfano, al que iba a cenar bastante gente aunque no estuviera hospedada.
Por fin pudimos ducharnos con calma, arreglarnos un poco y crear un poco de ambiente que aumentara nuestra excitación. Yo había metido una americana en la maleta, para, por lo menos, cenar vestido de forma algo elegante esa noche, pero no esperaba lo que me encontré al ver a María.
Salí de la ducha, me sequé con calma y me vestí dentro del propio cuarto de baño. Cuando salí y la vi sencillamente aluciné. Llevaba puesta una americana larga de color verde agua, que le llegaba hasta la mitad del muslo, lo suficientemente abajo como para que no se viera la mini falda que, supuse, llevaría debajo. Tampoco se veía nada que llevara en la parte de arriba, seguramente alguna camiseta o algún top, pero no se veía. Además vestía unas botas altas, hasta la rodilla, con un estampado como de serpiente, que al parecer estaban de moda y María me había enseñado en la víspera del viaje y, sin hacerle mucho caso, me habían parecido una horterada, pero así puestas encajaban perfectamente y tampoco eran tan llamativas. Lo que era llamativo, hasta dejar sin aire, era que parecía que solo llevaba la americana y las botas.
Mi cara debió de ser un poema pues no me preguntó qué tal. De hecho llegó a ruborizarse un poco y me dijo que si bajábamos ya.
Otra vez en la cena aquella mágica sensación de ver el deseo en los ojos de todos los hombres que la avistaban. Era un hormigueo constante y maravilloso. Y cada vez era más obvio que ella era consciente de aquel poder, que llegaba a disfrutar de aquellas miradas de los casados y de los comentarios en voz baja, y en cualquier idioma, de los solteros. Además era una provocación sutil, apenas se le marcaban las curvas que tenía, no era vulgar, todo lo contrario, con su americana remangada lo justo y alguna pulsera discreta.
A veces me parecía que cuanto más sobria vestía, incluso algo masculina, como esa noche con aquella americana recta, más feminidad irradiaba.
Y me volvía loco cada vez que algún camarero se acercaba, y más cuando se levantó para ir al baño, y más cuando el champagne fue bajando… Hasta el punto que llegó un momento en el que no pude evitar susurrarle:
—Te miran todos…
Su respuesta ya no fue como habría sido meses atrás. Ya no había rastro de aquellos: “estás loco”, “la gente está a lo suyo”, ni aquellos “tú crees que todos quieren… conmigo”. No. Su respuesta fue: “Pues que miren”, dicho con una seguridad y una auto conciencia imponente.
Salimos de la cena con la intención de tomar una copa por allí cerca. Fuimos hacia recepción a preguntar por algún sitio y yo caminaba al lado de María, y se me hacía raro verla en botas altas, pero las llevaba como si las vistiera a diario. El chico de recepción nos dijo que al ser viernes y zona de negocios no habría mucho ambiente, pero nos indicó un local no muy lejano, pero al que había que ir en taxi. Nos inclinamos por esa opción, tampoco teníamos otra. Además, así no tendríamos que abrigarnos, al ir de puerta a puerta. Y pronto íbamos en el coche y parecía un poco una ciudad fantasma, noche cerrada, pero, afortunadamente, cuando llegamos al sitio indicado descubrimos que al menos allí, para tomar una copa o dos estaríamos bien. El local estaba casi completamente ocupado por hombres y mujeres de negocios que trabajarían en oficinas cercanas y tenía pinta de que no cerraría demasiado tarde. Yo, de nuevo, volví a disfrutar de las miradas furtivas y de los cuellos torcidos… pero nos faltaba algo. Algo más.
Tras hablar un poco del viaje, de programar lo siguiente y ordenar un poco lo que nos quedaba, cambié bruscamente de tema:
—Sabes que puede parecer que no llevas nada debajo, ¿no? —le susurré, los dos sentados en unos taburetes junto a una mínima y bastante alta mesa redonda.
—Es un vestido americana, se lleva así.
—Bueno, eso no cambia que pueda parecer que no lleves nada debajo...
—Pues te puedo asegurar que algo llevo —rió, y la noté más tocada por el champagne y el vino de lo esperado.
Me quedé mirándola. Le brillaban los ojos. Se le humedecían los labios cada vez que sorbía del cocktail. Hablamos de que había merecido la pena postergar nuestra Nochevieja. Y el viaje, en el fondo, estaba yendo genial, como lo esperado o incluso mejor. Recordamos varias anécdotas que habíamos tenido conduciendo, ambos hablábamos bastante bien inglés, pero eso no había evitado que nos hubiéramos perdido varias veces... enfadándonos… De esos mini enfados de quince segundos que ahora nos hacían reír.
Tras un breve silencio me dijo:
—¿Sabes qué?
—Qué.
—Que llevo debajo cosas… pero no todas…
Me quedé extrañado. Gratamente extrañado. Desde luego no era muy dada a esas sorpresas.
Le indiqué con la mirada que era todo oídos, o todo ojos, y ella desabrochó el único botón que mantenía su americana larga cerrada. Ante mí apareció un top lencero sedoso, negro… satinado… que deslumbraba a pesar de su oscuridad… Y no había que ser muy avispado, más bien no había que estar a menos de diez metros, para saber que bajo aquel top no había nada más que dos tetas imponentes y dos pezones tremendos que maltrataban la seda sin ningún complejo. Alucinaba como mantenía aquellas tetas erguidas a pesar de su tamaño… era un escándalo, y pensé que había tenido que disimular a propósito, todo aquel tiempo, para que no se notase que iba sin sujetador, a pesar de la americana tapándola; quizás había planeado desde el principio no mostrarme aquel secreto hasta aquel momento.
—Joder, María… —dije y ella cerró un poco la americana.
—Qué… —dijo intranquila, mirando disimuladamente a izquierda y derecha.
—¿Y eso…? ¿Y… bragas…? —pregunté mirando hacia abajo, viendo que lo que llevaba debajo no era una mini falda si no unos shorts también negros y de textura similar al top, y que parecían finísimos; más parecían un pantalón corto de pijama.
—Bragas sí… ¿No te llega? —preguntó tonteando.
—Claro que sí… Ábretela otra vez.
—¿No es… un poco desmadre...? —preguntó, pero daba la sensación de que en el fondo deseaba obedecer.
—No nos conoce nadie.
María se abrió de nuevo la americana y las tetas bajo la tela aun me parecieron más tremendas, el relieve que formaban era escandaloso y cómo se le marcaban los pezones un abuso. Y no solo era eso, el escote dejaba sin aire, se veía no solo el nacimiento de sus pechos, si no bastante mas… y un canalillo ancho… La libertad de sus pechos era casi total...
Bebíamos en silencio… Yo la devoraba con la mirada. Pero aun faltaba algo. Los dos lo sabíamos. Era tan obvio que, tras un par de minutos, ella, sin cerrarse la americana, dijo:
—¿Qué hora es allí? ¿Le escribo?
Me subió un cosquilleo por el cuerpo. Aquella pregunta llevaba implícita una necesidad de jugar. Inevitable. Me acerqué a ella… Llevé mi cara cerca de la suya… Me embriagué del olor de su melena espesa que me envolvió de arriba abajo, estuve tentado de acariciar su pecho, pero me contuve, y le respondí:
—Allí serán… como los 5 o 6 de la madrugada.
Abrió su bolso, cogió su móvil y entró en los chats. Entró en la conversación con él. No hacia mucho que se había conectado. María me miró como pidiéndome ideas. Hacía una semana que no escribía. Yo no sabía qué decir. Ni sabía si estaría despierto, ni si volvería a picar otra vez. Besé su mejilla y rocé disimuladamente su pecho, con el dorso de la mano, roce que se me hizo insuficiente, así que opté por palpar su teta más cercana a mí, recogerla con mi mano sobre la tela, levantarla un poco, sentir su pezón en el medio de la palma, y dejar caer su teta otra vez.
—Shhh… para… —dijo encantadora, en un susurro, apartándome disimuladamente la mano. Para llevar entonces ambas manos a su móvil y teclear.
Besaba lentamente su cara y su cuello. Y ella se dejaba y escribía. Acabé por girar mi cara y leer en la pantalla algo que desde luego no esperaba. Quizás María temiera tanto como yo que ya no iba a ser posible que el chico cayera más en la trampa. O quizás fuera el alcohol, o que al estar de viaje le diera todo más igual. Leí:
—Si esta noche eres original te mando foto.
—¿Qué te parece? —me preguntó antes de que pudiera digerir lo que acababa de leer.
—¿Foto de qué? —alcancé a preguntar.
—No sé. Ya veremos. A ver como se porta.
La excitación. La tensión. La intriga… sumado a ver a María marcando tetas de aquella manera, me estaba volviendo loco. No suficiente con eso, me daba la sensación de que unos tres o cuatro señores, que pasaban de los cincuenta, que estaban en una mesa cercana a la nuestra, eran conscientes de lo que María no llevaba.
Álvaro no solo no respondía, si no que no se conectaba. La espera era insoportable. Las copas fueron bajando y nos empezábamos a desesperar. Realmente lo necesitábamos, necesitábamos aquello. Y me daba la sensación de que ella aún lo necesitaba más que yo.
Estábamos a punto de desistir, a punto de irnos. A pesar de mi calentón por el exhibicionismo de María, quizás la cosa se enfriase de camino al hotel y ni llegásemos a follar. Podríamos releer los párrafos de Álvaro, pero por algún motivo no era igual si la interactuación no era prácticamente simultánea.
María posó su copa. Acabada. Y ya nos íbamos, hasta que, en ese preciso momento, uno de aquellos hombres de la mesa de al lado pasó por nuestro lado, por el lado de María, y le dijo algo.
Al principio pensé que era un comentario, quizás desagradable por cómo llevaba una hora marcando tetas a escasos metros de ellos. En un primer impulso pensé que sería algo así y que pasaría de largo. Pero no. María le dijo que no le había entendido. Y él se lo repitió. Y María lo entendió, y yo lo escuché.
Le dijo, en inglés, que por qué no se unía a su mesa. Al usar la palabra “you”, yo no sabía si la propuesta era solo para ella o también para mí. Pero era obvio que la querían a ella.
CAPÍTULO 28
No pude ni reaccionar. Ni María tampoco. Antes de que se diera cuenta, se veía obligada a bajar de su taburete, pues aquel hombre, educadamente, casi solemnemente, le pedía disculpas por no haberse presentado. Miraba de reojo como se estrechaban la mano mientras yo era abordado por sus dos colegas que hacían lo propio conmigo. Viéndome obligado también a bajarme de mi asiento y estrecharles la mano.
A un lado de la mesa sus amigos invadían mi espacio, y al otro, aquel hombre le hablaba distendidamete, mientras María, ocultaba con su americana sus pechos de forma que pretendía ser disimulada, pero más bien conseguía lo contrario.
Todo había ocurrido en medio minuto. Cuando me pude dar cuenta mis nuevos amigos tenían sus cocktails posados en nuestra mesa y me preguntaban de qué parte de Europa era.
Aquel asalto, aunque con un poso cortés, había sido ciertamente violento, y yo intentaba escucharles a la vez que tenía puesto el oído en la conversación de María con el otro hombre. Llegué a girar la cabeza un momento mientras fingía interés por lo que me contaban, y me pude fijar mejor en aquel hombre que le hablaba a María con voz seria y madura, pero limpia. Tendría unos cincuenta y pocos años, o incluso algo más. Con el pelo íntegramente canoso y barba también blanca y recortada meticulosamente. Tenía mucha planta, mucho porte. Era grande pero proporcionado, fornido, no desgarbado. Su traje no tenía pinta de ser barato y su chaqueta parecía, cuando me daba un poco la espalda, una manta enorme.
Recibía las frases de aquellos hombres por lo que, al tener que prestarles atención, me impedían obtener el tiempo necesario para fijarme también en María. Me contaban que eran de una ciudad cercana, cercana para las distancias de allí, lo cual a mí me parecía lo contrario, y estaban allí por negocios. No me dijeron el motivo de su intromisión, pero parecía claro. Le estaban haciendo la cobertura a su colega de forma descarada. Y yo no alcanzaba a entender cómo estando conmigo, incluso habiéndola besado en la mejilla en su presencia en algún momento, habían tenido el descaro de abordarnos.
Yo estaba nervioso. Suponía que en cualquier momento escucharía un “vámonos” de María, pero no se producía. Antes de que me pudiera dar cuenta, mientras uno me entretenía, su amigo había ido a la barra y había vuelto con los cocktails exactos que María y yo habíamos estado tomando.
Intenté mirar a María cuando uno de ellos levantó la voz, captando mi atención, haciéndome una pregunta que me vi obligado a responder. Cuando me pude dar cuenta hablaban, y yo escuchaba e intentaba participar, para disimular, de California y de Europa, de diferencias culturales y de forma de vida. Me llamaba la atención de que no hablaban de España y Estados Unidos, si no que la comparación la enfocaban de aquella manera.
Tuvieron que pasar más de cinco minutos hasta que yo pudiera colocarme, alrededor de aquella mesa, de forma que pudiera escuchar algo de la conversación de María con aquel hombre. Escuchaba frases sueltas. De él. La estaba adulando.
Yo seguía sometido a mi marcaje, pero no daba la impresión de que el cortejador de María tuviese con ella una actitud tan invasiva, si no todo lo contrario, le daba su espacio y por lo que podía ver de reojo del lenguaje corporal de María, ella estaba más relajada. Sorbía de su copa que posaba de nuevo en la mesa, sonreía nerviosa cuando él hablaba de ella y asentía serena cuando hablaban de otra cosa. Se dejaba cortejar con entereza. Sin prisa por cortarle. Tampoco él parecía apresurado, si no todo lo contrario.
Parecía una especie de intento de conquista a la antigua. Pero no se desprendía que fuera impostado. Y escuché otro halago por su parte y conseguí mirarla, mirarle a la cara, y lo que vi me disparó las pulsaciones, su expresión facial, sobre todos sus ojos… Aquel hombre la atraía.
Fue chocante. Me sorprendí a mi mismo, tan seguro de mi cábala, solo por aquella mirada. Pero es que… era muy inequívoca. Cuando su lenguaje gestual aun parecía seguro, pero sus ojos enfocaban con semejante intensidad… Es que no tenía ninguna duda. El paso de creer que pasaría de él inmediatamente a ver aquella mirada me sorprendió y me impactó, por insospechado, y por relevante.
Mis manos comenzaron a temblar. Aquello lo cambiaba todo. Todo estaba pasando demasiado rápido. Otra vez aquella sensación de descontrol. En teoría aquel viaje iba a ser un oasis en medio de tanta tensión emocional como consecuencia de nuestro juego. Y, de golpe, me veía en medio de aquello, sin haber planeado nada, sin verlo venir, y, sin saber cómo reaccionar. Otra vez aquellos nervios… y aquel hormigueo, por ver a María siendo el objetivo claro de otro hombre. Pero, sobre todo, era su semblante, su mirada de que sí, de que aquel hombre le atraía, era lo que más me mataba.
Apenas conseguía articular ninguna palabra coherente, para colmo en otro idioma, mientras buscaba a María con la mirada, mirada que no encontraba. Aquel hombre seguía adulándola, pero sin hacerla sentir incómoda del todo. Pero yo la conocía, y notaba en sus gestos que, a pesar de estar a gusto, se sentía un poco intimidada. Tenía aquella mirada mansa, de no sentirse con el poder, con el control del cortejo. Acostumbrada como estaba a dominar hasta el maltrato a Álvaro, lo vivido con aquel otro niño en la casa rural, que de niño que era no habíamos vuelto a hablar de él, como si fuera un tabú implícito, y de golpe se veía atacada, educada y sutilmente, por un hombre veinte años mayor, con aquel temple, en otro país… con aquella percha, aquella planta imponente, que parecía embelesarla.
Fueron pasando los minutos hasta que conseguí por fin conectar mis ojos con los de María. Su mirada no la entendí. Mostraba tranquilidad, eso sí. Pero no estaba seguro de si me estaba pidiendo permiso para hacer algo. Suponía que no, sobre todo porque a aquellas alturas era obvio que yo siempre iba a querer que pasase algo… pero me pilló por sorpresa, porque empecé a pensar precisamente en eso, en si realmente podría pasar algo.
Dudé en excusarme para ir al cuarto de baño y así a la vuelta poder colocarme otra vez de tal forma que pudiera escucharles. Sopesaba eso mientras seguía mi conversación banal con mis captores e intentaba volver a mirar a los ojos de María, la cual, con los ojos grandes y achispados bebía de aquel cocktail, con la mirada profunda, clavada en él, sin perder ni un detalle de lo que le decía, con una atención y una intensidad que a cualquiera le abrumaría. Allí plantada, con las botas ancladas al suelo y aquella americana algo abierta… lo suficiente para que se le vieran los shorts y el canalillo, pero no lo insuficiente como para que se le viera la silueta de las tetas y los pezones maltratando la seda negra… que era lo que no solo yo sabía, si no todos sabíamos, como consecuencia de su exhibicionismo previo. María, allí, era una auténtica bomba, contenida, por detonar, que a mí me estaba matando, pues no me decía nada y yo hacía tiempo que empezaba a necesitar saber qué quería.
Finalmente pude recolocarme casi al lado de ella, con la pequeña mesa en medio, pero, en paralelo, les alcanzaba a escuchar. Ella sonreía y sorbía de su pajita y aquel hombre no cambiaba el semblante. Era como un martillo, constante y sin duda perspicaz para captar así la atención de María. Cuanto más me fijaba, quizás por las complexiones y por el lenguaje corporal, más vulnerable me parecía ella y más imponente me parecía él; y quise observarle bien, con imparcialidad, y apartando las reticencias por la edad, acabé por rendirme: era un hombre maduro ciertamente atractivo.
Otra vez uno de mis asaltantes solapó las voces de ellos de tal manera que no podía captar tres frases seguidas que me iluminasen sobre el contenido real de la conversación de María con aquel hombre, y yo maldije que no pudieran ser como una radio a la que apagar. Su bloqueo era exhaustivo y yo no alcanzaba a entender cómo, por mucho que le cubriesen, podían plantearse aquel tipo de asalto a una mujer, estando su novio al lado.
María posó su copa por última vez. Yo hacía tiempo que había terminado la mía y le preguntaba al que nos había invitado cuanto le debía. El hombre me decía que no le debía nada y cambiaba de tema, mientras yo ya esperaba que María me dijera que se quería ir, cuando pude por fin escuchar sus frases con él de manera más continuada.
Quizás al ver nuestras copas finiquitadas aquel hombre quiso intentar un cambio de ritmo, pues llegué a escuchar perfectamente cómo le decía que era la chica más guapa que había visto en mucho tiempo. Me quedé sorprendido. Quieto por un momento. Como si por quedarme así pudiera escuchar mejor.
María no le respondió a aquello y no pude ver si le había respondido de gesto, así que me giré para verlos, aprovechando que, por una vez, ninguno de los otros dos hombres me hablaba.
Cuando, entonces, aquel hombre le puso la mano en la mejilla a María, que se sonrojó, y yo me quedé helado. Su mano, que en otra persona parecería forzada, en él no. Todos los gestos que hacía podrían ser peculiares pero se veían auténticos. Su mano allí daba una impresión de sobre protección, pero también de dominio. Le dijo algo al oído que no escuché. Al ver sus caras tan cerca me infarté. María no me buscaba con la mirada y aquel hombre retiró su cara de su oído y su mano de su mejilla, y le dijo en voz baja, aunque lo pude escuchar:
—¿Seguro que es tu novio?
A mí me subió algo tremendo por el cuerpo, aun más. Y no tuve tiempo a sentir más hasta que María respondió:
—Si.
—¿Y por qué no lo parece?
El hombre hablaba claro y seguro. Con una dicción y con una elocuencia que seducía.
—¿Cómo que no lo parece? —respondió ella, incómoda, sin saber ni dónde poner las manos.
—No sé, llevaba un rato observándoos. Hay algo raro.
—No hay nada raro. —replicó ella, más incómoda, llegando a llevar una de sus manos a apartar un pelo que no molestaba, de forma automática y precipitada.
—Hay algo raro y mandas tú. —dijo aquel hombre categóricamente.
—¿Yo? Yo no no mando nada —sonrió María, intentando quitar tensión, fuera como fuera.
Se hizo un silencio terrible. La mano de aquel hombre fue hasta acariciar con el dorso la mejilla y cuello de María. Mano que ella no apartaba. Y finalmente él dijo:
—Sí que mandas. Las mujeres guapas siempre mandan. Mandas en él. Mandas en mi. Mandas en todo este sitio…
Yo estaba siendo testigo de aquel cortejo extraño, inusual, y estaba bloqueado, como bloqueada parecía estar María, que solo respondía con silencios. Silencios que aun calentaban más el ambiente y asfixiaban más que las propias frases de aquel hombre, el cual parecía querer llegar hasta el final.
—¿Si no es tu novio porque parece que ahora podría besarte? —preguntó, y aquella pregunta cayó como un proyectil en mi cuerpo, en el de María, y alrededor de toda la mesa.
Se hizo otro silencio irrespirable. Pensé que ella me miraría, pero no lo hacia, no reaccionaba. Y los otros dos hombres hablaban entre ellos y María seguía con su semblante que había pasado de nervioso a sobre pasado, pero intentó fingir arrogancia:
—No puedes —susurró
—¿Seguro?
—No, no puedes —repitió en un susurro más tenue.
El hombre se acercó lentamente, posó su otra mano en el otro lado de la cara de María, acercó su cara a la suya, llevó sus labios a los suyos y ella cerró los ojos lentamente, en una caída de ojos eterna y cuando me pude dar cuenta sus labios se juntaron, los brazos de María caían muertos y rectos hasta que la lengua de aquel hombre invadió su boca y sus manos fueron a la cintura de aquel hombre. Que besaba a un metro de mí, allí de pie, a María, delante de mi y de sus dos colegas, le metía la lengua a María y disfrutaba de su lengua y de su boca, y ella se dejaba humedecer los labios, se dejaba invadir… se dejaba besar y mantenía sus manos con sutileza en la cintura de él y no hacía por parar aquel beso eterno que me partía el alma a la vez que me mataba del morbo, por la humillación que entrañaba aquel acto, aquella desfachatez de conquistarla paso a paso en mi presencia, hasta besarla, hasta fundirse con ella en su boca. Así. Tan fácil. Se comía la boca de María y yo infartado y bloqueado quería morirme, de celos y de morbo. Y le odiaba a él por su osadía, le envidiaba por su seguridad y… amaba a María como solo la amaba en aquellos momentos…
Acabó por separarse de ella y abrieron los ojos. Mantenían las manos en sus respectivos sitios y yo esperaba la mirada de María, la mirada hacia mí, creo que todos la esperábamos. Y se produjo:
Giró la cabeza hacia mí, pero no le dio tiempo a mostrarme nada con sus ojos, pues su mejilla fue atacada frontalmente por un beso, suficiente para que entrecerrara los ojos. Las manos de aquel hombre abandonaron la cara y el cuello de ella para postrarse en la cintura de María, por dentro de la americana. Completamente pegados, su boca fue de su mejilla a su cuello y ahí ella cerró los ojos completamente.
No fui capaz de seguir mirando. Pero aun apartando la mirada seguía viendo la imagen de María entre cerrando los ojos acosada por aquel beso en su cuello. Tan vulnerable, de repente, ante aquel hombre. Y yo no podía ni resoplar para quitarme aquella tensión. Mi cuerpo decidía cuando respirar y cuando no. Sin querer mi mirada acabó topando con la mirada de los otros dos hombres que inexpresivos parecía que habían cumplido su misión y ya no se veían en la necesidad de hablarme.
Volví a mirar a María y de nuevo se dejaba besar. Unos besos que empezaban y acababan cuando él decidía. Pero lo que más me mataba no era cuando su lengua la invadía, ni cuando la caída de ojos de María mostraba placer y además clemencia, si no que cuando él cortaba el beso, María parecía recriminarle con la mirada que no siguiera matándola con su lengua…
Sus colegas apartados, ellos besándose, él besándola con aquella suma lentitud y delicadeza y yo, en el medio, sentía un sentimiento de humillación tremendo... me sentía tan cornudo, pero a la vez tan excitado, que me parecía imposible llegar a sentir algo con semejante intensidad.
María seguía sin mover las manos de la cintura de su exitoso conquistador. Y las de él la acariciaban, siempre con sosiego y ternura y siempre en zonas accesibles y no prohibidas. Haciendo gala de no tener prisa y de no querer forzar a María, la cual recibía aquellas caricias y aquellos besos con entrega contenida, dejándose hacer, como llevaba toda la noche haciendo. Dejándose conquistar, dejándose besar… dejándose acariciar en una actitud dócil y hasta sumisa, que yo no veía desde el día de la boda.
Hubo un beso en el que sus lenguas se fundieron ligeramente fuera de la boca de María, y sentí un golpe en el pecho. Y tras ese beso ella llevó una de sus manos a su melena y la colocó, presumida, sin llegar a abrir los ojos, para besarse otra vez. La vi guapísima, radiante, elegante… El premio que se llevaba aquel hombre no tenía precio… Y él tras aquel beso le dijo algo al oído y ella asintió. A los pocos segundos María cogía su bolso y se iba con él a la barra. La sensación de que se la llevaba, de que me la arrancaba, me destrozaba, a la vez que me excitaba. La conducía con la mano por su espalda, a la altura de la cintura, pero parecía que hasta sin tocarla… Y yo me quedé solo en la mesa. Destrozado, pero a la vez con un sentimiento agradable tremendamente extraño.
Los observaba en la distancia. María, acodada en la barra, con aquellas botas, con la americana que parecía que no llevaba nada debajo... Cualquiera que los viera pensaría: “vaya preciosidad de chica se ha ligado este maduro” o en una versión más grosera: “vaya pedazo de hembra se va a follar esta noche este viejo”.
Y la palabra follar cayó como un rayo sobre mi cuerpo. ¿Y si era posible? Había visto el deseo en sus ojos, y aquel hombre sabía lo que hacía, y estaba claro que no iba a parar.
CAPÍTULO 29
Yo sufría. Literalmente agonizaba. Ellos ahora no se besaban y bebían y hablaban otra vez. María no me buscaba con la mirada. Y no me parecía mal. De hecho llegaba a disfrutar de que no lo hiciera.
Mi soledad me hacía sentir más si cabe todo. En mi cabeza seguían rebotando las imágenes de la boca invadida por la lengua de aquel hombre. La imagen de los ojos cerrados y entregados de María, sus manos posadas en su cintura, con cuidado, sorprendida, vulnerable… no hacían si no aumentar mis celos… mi humillación, y también mi excitación.
Volví a mirarles y él le dijo algo al oído y ella rió, y aquella sonrisa que le mostró me mató más que un beso. Sentí que, de celos, me podría desmayar allí mismo. No sé si fui yo, con mi mente, quien dio la orden, o fue mi propio cuerpo, como si tuviera un mecanismo de supervivencia, un botón que pulsar de forma automática en el momento justo antes de entrar en colapso. Cuando me quise dar cuenta caminaba erráticamente hacia la barra y me colocaba a la espalda de María. En aquel momento el hombre volvió a colar las manos por dentro de la americana de ella, sujetándola por la cintura, sobre la seda de su top negro, mientras introducía su lengua otra vez en su boca. Aquello era sadismo. Sadismo puro. Sadismo de él. Y sadismo el mío.
María no era consciente de que yo estaba a su espalda. De que podía sentir a través de ella como disfrutaba de nuevo de otro beso… Mi novia, indudablemente caliente, se dejaba besar una y otra y otra vez por aquel hombre que de nuevo cortaba los besos cuando quería y tras hacerlo la miraba, a la cara, y yo no me podía creer que su mirada no fuera a su escote de vez en cuando. Ella se cerraba la chaqueta con frecuencia, pero, entre beso y beso, irremediablemente aquello se abría, y yo podía imaginar la visión de los pechos de María que tendría aquel hombre. Sus pezones seguramente erectos. Su escote descarado… sus tetas bajo la tela pidiendo a gritos ser descubiertas. Si la tenía así de encendida por unos besos, si la acariciase en otras zonas se podría iniciar algo que a mi me mataría… que yo pensaba que aquel osado no se merecía… y que a mi novia quizás acabara por encenderla.
Pero no lo hacía. No entendía cómo era capaz, pero parecía no querer cruzar aquella línea.
De nuevo la hizo reír y eso produjo que la cara de María se girara hacia la barra y pudiera percibirme de reojo. Algo dentro de mí aprovechó aquello y decidió que no podía más, y pronunció su nombre:
—María. María, me voy al hotel.
Ella se quedó en silencio. El hombre bebía de su copa, sin interrumpir, sin ponerse nervioso en absoluto. María se giró del todo, me miró y no me dijo nada. Y yo proseguí:
—Tú quédate.
—¿Estás seguro? —dijo.
—Sí, llámame con cualquier cosa.
—¿Seguro? —repitió. Pero el deseo estaba allí, se sabía, todos sabíamos que aquellos ojos irradiaban un deseo que impresionaba… Su pregunta era casi retórica, no me pidió realmente que me quedara, no me dijo que no se fiaba de aquel desconocido y que no quería que la dejara sola… No. Y aquello me dolió, lo suficiente como para irme sin decir nada más.
Es indescriptible la sensación, los sentimientos, el agobio, la asfixia, que sentía en el taxi, en la recepción del hotel, en el ascensor, en el pasillo, en la habitación…
Desesperación. Mareos. El silencio más absoluto en nuestra habitación de hotel me mataba. Ahora los nervios por esperar un mensaje de Álvaro me parecían surrealistas. Nervios, morbo… En mi mente se cruzaban imágenes de ellos dos… salteadas… dispersas… aleatorias… Era alucinante la seguridad con la que la había abordado aquel hombre. E impactante la mirada de rendición, tan inusual y casi antes de empezar, de María.
Me dolía todo el cuerpo a la vez que mi mente no dejaba de imaginar, de suponer, de adivinar lo que podrían estar haciendo. Mi imaginación volaba a una velocidad que mi mente no era capaz de digerir y mi polla no era capaz de tolerar.
Me desnudé. Temblando. Miraba el móvil constantemente a pesar de tenerlo con el sonido activado. Completamente desnudo me senté al borde de la cama y me llevé las manos a la cara. Con la polla parcialmente erecta y todos mis músculos palpitando, con escalofríos, tiritando. No sabía si tenía calor o frío. No sabía si podría dormir, caer rendido por la tensión o sería totalmente imposible… Solo quería saber, saber lo que estaba pasando.
Me preguntaba cómo aquel hombre había adivinado que tenía vía libre para intentarlo con ella, que su novio lo toleraría, que extraña imagen podríamos dar para que lo pudiera adivinar. Llegué a plantearme que pudiera ser que María le hubiera echado algún tipo de mirada, pero me parecía extraño… Quizás simplemente había sido suerte… No tenía la cabeza para llegar a ninguna conclusión, y lo cierto era que no me importaba. Solo me importaba saber. Saber qué estaba haciendo María. Por mi cabeza se seguían cruzando las escenas más dolorosas y morbosas a partes iguales que mi cuerpo podía tolerar.
Estuve casi media hora en aquella postura. Como si fuera un drogadicto intentando superar la abstinencia. Temblando en espasmos involuntarios. Cuando escuché el ascensor abrirse en mi planta. Mis manos se apartaron de mi cara y mi cabeza se irguió. Escuché unos tacones y una voz femenina, hablando con alguien. No era ella.
Dejé caer mi torso hacia atrás. Mi polla caía rendida, sin entender nada e impregnando todo lo que rozaba con aquel líquido transparente que solo conocía de la parte morbosa de lo que estaba pasando. No conocía de mi desasosiego, de mi humillación, de mis celos…
Miré el móvil. Hacía una hora que los había dejado solos. Me moría allí. En aquel castigo voluntario. Encerrado entre aquellas cuatro paredes que parecían reírse de mí, de mi locura, de mi tensión, de mi masoquismo.
Cuando había pasado lo de Edu no había llegado a sentir eso. Cuando estaba en la habitación de Paula no había sentido esa desazón. Quizás porque entonces lo sabía. Sabía que Edu se la estaba follando, pero ahora no, ahora no podía estar seguro, y esa intriga me tenía permanentemente al borde de un síncope fatal.
Había pasado una hora y media. Aquel local no cerraría tan tarde. Si María no había vuelto era porque pasaría la noche en el hotel de él. Estaba claro. Mi mente, al pasar aquella hora y media, vio clarísimo que María, mientras yo me compungía, temblando masoquista en aquella cama, estaba disfrutando, entregándose a aquel hombre, que ya la estaría penetrando en todas las posturas posibles. Deleitándose con el cuerpo de María, follándola sin entender, pero sin importarle, cómo yo podría ser tan idiota de entregarle semejante mujer. Me imaginaba a María completamente desnuda, sudando, cabalgando la polla dura de aquel hombre, gritando entregada hasta perturbar a los vecinos de habitación de aquel hotel. Me imaginaba a aquel hombre yendo a besar y a morder aquellas tetas preciosas y excelsas sin entender y sin importarle cómo yo se las había entregado. María, muerta de placer degustaría la polla de aquel hombre con su boca, cada vez, al cambiar de postura, se la comería y le miraría a la cara… y ella no pensaría en mí, solo tendría ojos para aquel hombre, como había demostrado durante casi toda la noche.
En esas ensoñaciones, que me parecían absolutas certezas, me encontraba, cuando escuché de nuevo la puerta del ascensor. Miré el móvil. Habían pasado casi dos horas.
Escuché pasos. Pasos de tacones. Hacía mi lado del pasillo. No hablaba con nadie. Y parecían solo pasos de una persona. Lo cierto era que deseaba que fuera ella, que viniera, que hubiera hecho lo que hubiera deseado, pero que viniera a salvarme. Unos nudillos golpearon mi puerta. Y me alegré. Sentí un alivio tremendo que me permitió ponerme en pie con por lo menos algo de entereza.
No sé por qué abrí un poco la puerta y me retiré y me planté de pie, desnudo, con la polla semi erecta…. en el medio de la habitación.
María entró. Visiblemente ebria. Colorada. Con la melena revuelta y desordenada. Y me miró y avanzó, tocada, pero decidida. Dejó caer el bolso sobre la cama. Y se me acercó. Frente a frente no llegó a mirarme a la cara y me dijo al oído:
—Fóllame…
—Qué ha pasado… —pregunté inmediatamente y en su mismo tono.
—Fóllame… por favor… —suplicó en un suspiro, con los ojos cerrados, rendida.
—Pero qué pasó… —volví a insistir, mientras me atreví a acariciar su cara con una mano infartada.
Los dos con los ojos cerrados nos tocábamos aleatoriamente. En la cara, en la cintura, en el torso. Yo le repetía una y otra vez que me contara qué había pasado…
Su americana cayó al suelo y mi polla lagrimeante impregnaba, sin control, sus shorts y su camiseta… y ella mantenía sus ojos cerrados, implorándome, seguramente como nunca, que la follara.
Besé su cuello y su escote… y comencé a descender. Si ella me pedía por favor que la calmase yo le pedía por favor que me contase qué había hecho con él… qué había hecho él con ella…
Seguí reptando hacia abajo… Solté un tirante de su top negro lencero, lo dejé caer por uno de sus brazos y salió a la luz un pecho enorme e hinchado. Lo toqué, estaba durísimo y más erguido que nunca. El pezón parecía querer salir de su cuerpo y la areola me pareció colosalmente extensa… Con aquella teta al descubierto María gimió… y susurró:
—... No pasó… nada…
—Cuéntamelo… María… —Yo no la podía creer.
Llegué a descender hasta arrodillarme delante de ella. Y llevé mi cara a sus shorts. Posé allí mi nariz sobre la seda de aquel pantalón corto y María subida a aquellas botas y con aquel pecho al descubierto llevó sus manos a mi pelo, enredó allí sus dedos y gimió en un suspiro… repitiéndome:
—No pasó... nada…
Levanté la mirada. Y ella me miró. Allí abajo. Sumiso y abandonado a ella. Desesperado por su confesión.
—Solo… lo que viste… nos besamos… —dijo con la mirada ida de deseo.
Tiré de sus shorts hacia abajo y los conseguí sacar por sus botas gracias a que su cintura era bastante elástica, y quise oler sus bragas sin quitárselas. María flexionó un poco las rodillas, facilitando que yo pudiera incrustar mi nariz en su entrepierna y embriagarme de forma tremenda de unas bragas que olían a sexo de una manera infartante. Le hice saber que sus bragas olían a coño. Le hice saber que sus bragas estaban mojadas… Ella, al escucharme, enredaba con más fuerza sus dedos en mi pelo… Le excitaba la confirmación de su humedad… aunque sin duda ya lo sabía.
Llevé mis manos a sus bragas y las bajé un poco. Me quedé boquiabierto, allí arrodillado, al descubrir que un hilillo transparente y espeso que emanaba de su coño no quería abandonar aquellas bragas… y un circulo más oscuro sobre la seda negra delataba una excitación extrema. No parecían las bragas de la chica elegante que había salido horas antes de aquella habitación, parecían las bragas de una hembra en celo, tremendamente cachonda.
Con sus bragas en mis manos hundí literalmente mi nariz en su coño, casi pude sentir sus labios tiernos y dados de sí acariciar mi cara… y olí de nuevo aquel olor a mujer… aquel olor a coño excitado y abierto por otro hombre.
—Cómo te huele, María… —resoplé extasiado…
—¿Sí… ? —preguntó en un suspiro mientras echaba su cabeza hacia atrás…
—Sí… —respondí y saqué mi lengua y noté un sabor salado y maravilloso, como si estuviera bebiendo literalmente de su coño… —Joder… cómo te huele... —susurré, casi para mi mismo… mientras ella flexionaba más las piernas para que mi lengua pudiera llegar más lejos…
Le estuve un rato comiendo el coño, allí, arrodillado, casi a cuatro patas, con mis manos yendo a su culo desnudo para sostenerme, mientras ella, con aquellas botas enormes y aquella teta colosal, que le daba una imagen tremendamente sexual e impactante, se acariciaba aquella teta, gustándose, mientras me sujetaba la cabeza con la otra mano para que la comiera más adentro. Ella susurraba unos “cómemelo...” totalmente desvergonzados y hasta me llegaba a marcar el ritmo de la comida de su coño con su mano… Yo seguía absorbiendo de aquel coño que parecía querer salirse de su cuerpo y cada vez que me apartaba un poco lo observaba con los labios más separados… enterraba mi nariz en su vello púbico, que era todo él un charco espeso y volvía a sacar mi lengua para alcanzar las partes más húmedas de su interior.
Me aparté. La miré. Ella con los ojos entrecerrados, no dejaba de acariciar su teta, pero no liberaba la otra, dando una imagen de guarra increíble. De nuevo ella parecía vanagloriarse de aquella exhibición, de aquel erotismo brutal que sabía que irradiaba. Allí, arrodillado, mirándonos, alargué mi mano para buscar introducirlo en su interior, en su coño, dicho dedo entró de una forma bestial, sin resistencia alguna. Y usé otro dedo… de forma similar… como si nada, absolutamente como si nada…
—Estás abiertísima… —susurré y ella me volvió a repetir en una súplica:
—Fóllame… fóllame, Pablo, fóllame por lo que más quieras.
Me puse de pie, frente a ella, y mis labios fueron a su mejilla, y fueron besando su cara lentamente hasta encontrarse con unos labios cálidos, que venían de besar innumerables veces a otro hombre, y que se fundieron con los míos, impregnándose entonces de lo que yo traía de su interior. Y los dos nos fundimos en un beso tremendamente guarro, que sabía a nuestras bocas, pero a la vez sabía a su coño, y ella no rehusó el beso, si no que saboreó a través de mi, su coño empapado, su coño empapado por otro, su coño empapado por un culpable, que no era yo.
Le insistí. Allí de pie. Cara con cara. Mientras soltaba su otro tirante y su top se iba bajando lentamente hasta enrollarse en su cintura. Acariciaba sus tetas tibias con las yemas de mis dedos, le soplaba en el oído mientras la besaba, y le suplicaba que me contase qué había pasado.
Ella, por fin… llevó sus manos a mi miembro, demostrándome que cuando estaba excitadísima sí lo tocaba, y comenzó a acariciarlo de forma tremendamente sutil, mientras me contaba que habían estado hablando y besándose en la barra hasta que el local había cerrado.
—¿Y allí no te tocó más?
—No…
—¿No te acarició las tetas…? ¿Cómo yo ahora…?
—No… No… No nos tocábamos más de lo que tú viste… Y… —me susurró en el oído mientras echaba la piel de mi polla hacia atrás con una delicadeza imposible— y… salimos fuera y me preguntó si quería que me dejara en mi hotel… o si quería ir al suyo…
Mis manos seguían acariciando sus tetas con dulzura y cuanto más sutil era más me parecía que se endurecían sus pezones… Sentía unos nervios casi insoportables por su narración a la vez que, al sentir sus manos acariciando mi polla, me aliviaba y me reconfortaba.
—¿Y qué le dijiste? —pregunté.
—Le dije que me iba en taxi a mi hotel…
—¿Y por qué…? ¿Por qué le dijiste eso…? —pregunté sin saber qué quería escuchar.
—No lo sé… —respondió, con los ojos cerrados, con su cara en mi cara…
—¿Por qué? —insistí y ella no respondió— ¿No querías… que te follara…? —pregunté en su oído, gimiendo por la paja que comenzaba a hacerme y temblando de nervios por saberlo todo ya.
—No lo sé…
—¿No sabías si querías que te follara…?
—No…
—¿Y qué pasó después?
—Pues… insistió en traerme él.
—Y aceptaste…
—Sí…
—¿Vinisteis en su coche?
—Sí…
—¿Y qué pasó…?
—Me trajo hasta aquí… y ya…
—¿Ya…?
—Sí… nos despedimos fuera del coche.
—¿No os tocasteis en el coche?
—No…
—¿Ni al parar el coche?
—No…
—Y os besasteis al final
—Sí…
—¿Y no te tocó…? ¿Ni al final…?
—No… —dijo en un tono diferente, algo despechado, apretándome la polla con un poco más de fuerza.
—¿Y querrías que te hubiera tocado…?
—Sí… joder, sí… Dios, Pablo, fóllame ya…
—¿Y cómo llegaste así… tan cachonda? Estabas abiertísima…
—Ya…
—¿Lo sabías…?
—Sí… joder… me… me toqué en el ascensor…
—¿Qué? —pregunté extasiado e incrédulo.
—Ahora… al subir… joder… me toqué un momento… y aluciné… Pablo, dios, fóllame de una vez —volvió a implorarme en el oído.
Me imaginé a María en el ascensor, apoyada en el lado opuesto del espejo, viéndose en él, despeinada acalorada, excitada, y colando una mano bajo sus bragas y sus shorts… mirándose… muerta de deseo… jodida por no haber sido siquiera tocada… flexionando las rodillas para comprobarse mejor… mirándose, orgullosa de su cuerpo, pero decepcionada por no no haber sido usada… con sus tetas enormes queriendo escapar de aquel top y sin entender nada… sin entender cómo no había querido tocarlas… lamerlas… y su coño sin entender por qué aquellos dedos conocidos la palpaban en aquel ascensor, en lugar de estar siendo invadido y destrozado por la polla de aquel hombre.
María no aguantó más e hizo porque ambos cayéramos sobre la cama.
—Me pongo eso —dije yendo a por el arnés.
—No, no te pongas nada… métemela, métemela ya. —dijo sorprendiéndome, tumbada boca arriba, con los tacones de las botas clavadas en las sábanas, pareciendo más grandes y bastas en aquel contexto.
Me tumbé sobre ella y ella inmediatamente me la cogió para dirigirla, para penetrarse. No tardó ni dos segundos en apuntar correctamente y tiró de mi para que la invadiese. Necesitada. Hambrienta. Quería meterse aquello y me usaba, tirando de mí. Comencé a deslizarme entonces por su interior, hasta el final… y senté un calor y una humedad inmensas… cerré los ojos al fundirme con ella… la besé en la cara, en el cuello… y ella jadeó levemente… en un suspiro insuficiente. Esperaba un alivio y no encontró casi ni consuelo. Comencé a ir hacia adelante y atrás, con cuidado de no salirme, pero no le llegaba, estaba claro que no le llegaba, e intentó ser paciente, pero acabó por pedirme que le diera más fuerte. Aceleré el ritmo, intentado buscar así más rozamiento, pero apenas sentía nada… su coño, otra vez tremendamente abierto, era demasiado que colmar para mi miembro… y ella apenas suspiraba y estaba muy lejos de gemir.
Seguía moviendo mi cadera adelante y atrás, ya con frenesí. Sus manos fueron a mi culo para ayudarme en aquel ritmo y mis codos se apoyaban a ambos lados de su cuerpo para sostenerme. La cadencia no podía ser más alta, pero ella seguía apenas sin jadear… Tuve que parar el ritmo… hasta casi parar del todo, pues no podía más y ella me pidió entonces que me pusiera el arnés.
Implícitamente me estaba diciendo que no sentía nada. Que su coño, tan abierto porque otro hombre la había puesto terriblemente cachonda… era demasiado para mi exigua polla… Otra vez aquella sensación de que María sexualmente estaba a otro nivel con respecto a mí… y que llevaba años conformándose cuando sabía que podría conseguir cuando quisiera el amante que, no solo quisiera, si no que seguramente se merecía.
Me retiré, de nuevo tocado en mi orgullo, inseguro… Buscando en aquella polla ficticia una seguridad que me hiciera complacerla. Mientras me la ajustaba veía como María, sin quitarse las botas, se daba la vuelta y se ponía a cuatro patas, esperándome, mirando hacia el cabecero de la cama, sin más ropa que el top enredado en su cintura y aquellas botas que clavaban la punta en las sábanas. Su imagen era brutal, tremenda, y casi grotesca, con aquellas botas hasta las rodillas y aquel coño abiertísimo, esperándome… pero esperándole a él, a aquel hombre del que yo no sabía ni su nombre, pero a buen seguro María iba a pensar en él cuando la penetrase. A buen seguro iba a imaginar que era aquel atractivo maduro quién la estaba follando… y quién sabe si no se estaría arrepintiendo de tener que usar la imaginación y aquella polla impostada… cuando podría haber tenido al original, montándola y destrozándola, en su habitación de hotel, durante toda la noche.
Me coloqué tras ella y ella levantó su cabeza, hacia adelante. Queriendo saborear, ahora sí, una buena polla abriéndose paso en su interior. Yo, con aquello puesto, más seguro, marqué más los tiempos, apoyé una mano en su cadera y apunté con la otra mano… Intenté penetrarla, pero no encontraba el punto exacto. Llevé entonces mi mano a sus nalgas… para separarlas y abrir así mejor su coño y apunté de nuevo… María se desesperaba, inquieta, no aguantaba más sin ser invadida. Movía su cabeza y echaba su pelo a un lado, para que cayera toda su melena por el lado izquierdo de su cuello. Conseguí embocar la punta y pude sentir su suspiro y cómo cerraba los ojos. Solo la punta de aquello tenía una anchura que duplicaba, o más, mi miembro, y ella lo agradeció infinitamente.
Me deslicé hasta la mitad por su interior y ella ronroneaba complacida… Soltó un “dios… qué gusto...” y yo me seguí enterrando en su interior, centímetro a centímetro, con aquella polla que no tenía final, con aquel coño que no tenía fin… Hasta que la empalé por completo y ella, como otras veces, movió su cadera en un círculo para sentirse plena.
Comencé a penetrarla lentamente… para después acelerar más. Ella al principio jadeaba, pero después gemía… y cuando la sentí excitada, a la vez que complacida, sí me atreví a susurrarle:
—Querrías que te hubiera follado…
Ella no respondía y echaba su cuerpo hacia atrás con violencia, para metérsela más y más, hasta el fondo.
La sujeté por la cadera, para que no se moviera, y la volví a penetrar lentamente, para que pudiera escucharme:
—No entiendes por qué no ha insistido… Si te lo hubiera propuesto solo una vez más ahora te estaría follando… —le dije mientras la sujetaba y ella apoyaba sus codos en la cama y enterraba su cara cerca de la almohada.
—Dame… joder… ¡dame más fuerte…! —me pedía ella, entregada y molesta porque hubiera aminorado el ritmo.
—Te tendría que estar follando ahora… ¿Te imaginas?
—Mmm… dame, ¡Dame, joder…! —volvía a protestar porque no aceleraba.
—Joder ,María… lo querías… lo queríamos todos… y él también quería follarte….
—Mmmm sii… joder… dame… no seas cabrón…
Entonces sí aceleré el ritmo. Sin previo aviso. Frenéticamente. Comencé a follarla salvajemente. Con tanta violencia que tenía que agarrar un poco la cinta del arnés con una mano para que no se descolocara… María comenzó a gemir, a gritar, produciendo un auténtico escándalo que tenía que estar escuchándose prácticamente en toda la planta del hotel. Ella se levantó un poco, para apoyarse no con sus codos si no con las palmas de sus manos y yo la embestía tan fuerte que sus tetas rebotaban entre sí por la violencia con la que la empujaba. Sus ¡!Ahhh! ¡dioos! se hicieron cada vez más sonoros y cada vez más frecuentes, pero ella erguía la cabeza, orgullosa.. y se imaginaba seguro que era aquel hombre quién la follaba, aquel hombre corpulento, la destrozaba en su hotel y la follaba como a una puta, como a una guarra cualquiera que acababa de conocer… y ella se retorcía del gusto imaginándolo… y yo la sentía cerca del orgasmo y le llegué a insistir una vez más que me confesase que había estado a una sola frase de él de haber acabado en su hotel. Y se la metí hasta el fondo y me quedé dentro de ella, quieto, para que fuera ella la que se moviese adelante y atrás y así buscase su orgasmo… pero no lo hizo. Se quedó quieta un instante. Pensé que estaría recuperando fuerzas para comenzar a moverse, para comenzar a penetrarse y buscar su orgasmo, pero no, se salió, lentamente, hacia adelante, sin culminar su orgasmo, y dejando un reguero brutal y viscoso que embadurnaba aquel cilindro color carne. Se salió y yo pude ver el agujero de su coño, tremendo… Una oquedad alucinante…
Y ella dijo sin voltearse:
—Métemela tú… méteme tu polla en el culo.
—¿Cómo? ¿Qué? Pregunté sin entender nada.
—Dios, Pablo… necesito una polla… una polla caliente… Méteme la tuya en el culo, necesito sentir algo caliente dentro. Necesito… una polla caliente… y unos huevos golpeándome… No puedo más con esto… —no era una petición, era una súplica. Y lo decía sin mirarme… sin querer ser juzgada...
Comencé a quitarme el arnés. Alucinado. Incrédulo. Lo dejé sobre la cama y me puse de rodillas tras ella. Mi polla bastante erecta y enrojecida recibió a mi mano que intentaba ponerla completamente a punto, intentaba ponerla completamente dura para darle por el culo a María.
Me masturbaba tras ella, pero ella no tenía más paciencia:
—Méteme un dedo —pidió, siempre sin girarse, avergonzada, mientras yo me pajeaba.
Introduje con cuidado, poco a poco, en su interior, en su ano, un dedo que entró con relativa facilidad. Ella bajaba la cabeza y erguía sus nalgas para que la penetración fuera más fácil.
Intenté un segundo dedo y comenzó a quejarse. Se quejaba pero no me pedía que parase. Llegué a meter casi el segundo dedo en su interior, pero se quejó otra vez, y un “Auu… para… para..” salió de su boca.
Decidí intentarlo. Me incorporé un poco más, poniendo las plantas de mis pies sobre la cama, y me puse como de cuclillas, dirigiendo mi miembro a la entrada de su ano. María no levantaba la cabeza y erguía la cadera para facilitarme la entrada. Llevé la punta a su culo y empujé con cuidado. Nunca lo había hecho. Ni María, según me había dicho. La intenté penetrar… me moría de morbo a la vez que sentía unos nervios terribles por no estar a la altura y desaprovechar aquella oportunidad, a la vez que decepcionarla. Lo intenté con más fuerza pero no conseguía abrirme camino y mi miembro perdió dureza, hasta el punto de doblarse un poco al empujar. Me salí y di un par de golpes con mi polla en sus nalgas para endurecerla. Me salió automático y me vi raro y me puse más nervioso. Cuando ella susurró:
—Métemela… Pablo… métemela en el culo… dios... como puedas… —me suplicó María, casi llorosa, y aquello no hizo si no meterme más presión… Lo volví a intentar, sin tenerla completamente dura y se volvió a doblar. Y María resopló. Desesperada. Y aquel resoplido me mató.
Y lo que vino después me mató aun más. Se dio la vuelta y cogió la polla de plástico que yo había dejado sobre la cama. Me pidió que apagara la luz y se tumbó, boca arriba, en un lado de la cama. Yo no la veía bien, pero podía sentirla. Me tumbé a su lado y sentía como boca arriba, con las piernas abiertas y con las botas clavadas en la cama, se introducía aquella polla en su interior, y buscaba un orgasmo, pensando en aquel hombre, que al menos la calmara un poco.
Comencé a escucharla jadear. Yo inmóvil. A su lado. Escuchaba su respiración agitada y rebotaba en mi cabeza aquella frase suya, aquella súplica en la que pedía una polla caliente en su interior, una buena polla dura y caliente, y unos huevos golpeándola… No mi miembro mínimo y nuestro gélido consolador...
Era una humillación tremenda sentir como comenzaba gemir, a mi lado, clavándose aquello, ensartándose ella misma aquella polla mientras pensaba en aquel hombre. Arrepintiéndose, seguro, de haberle dicho que no, arrepintiéndose de que aquel hombre no le hubiera insistido, una vez más, solo una vez más.
María gimoteó un “Ahhh…. Ahhmmm” contenido, discreto, pero a la vez claramente audible, sin importarle que yo la escuchara claramente, y la cama comenzó a temblar con ella… durante unos segundos aquellos temblores delataban un orgasmo, ansiado, pero insuficiente, una triste sombra de lo que podría haber vivido, y de lo que seguro estaba imaginando, mientras se maltrataba con aquella goma inerte.
Mi novia acabó de correrse, y suspiró, al menos algo calmada. Y yo me preguntaba si se arrepentía… si tras aquel penoso orgasmo que había tenido con aquel frio cilindro se arrepentía de no haber pasado la noche con aquel hombre al cual había besado y había mirado con indisimulable deseo…
Noté como se quitaba las botas, que caían, pesadas, sobre suelo. Y María se giró, dándome la espalda, dejando en mí un vacío y un silencio asfixiante. Cerré los ojos y no sabía ni qué sentir después de todo lo que había vivido aquella noche.