Jugando con fuego (Libro 2, Capítulos 23 y 24)

Continúa la historia.

CAPÍTULO 23

Tuve que darle bastantes vueltas para descubrir qué era lo que había cambiado, por qué lo que hacíamos tenía una magnitud diferente a lo vivido meses atrás. Y es que usar aquel aparato a la vez que fantaseábamos con otra persona lo veníamos haciendo un tiempo, otro miembro que sustituía al mío, otro chico. Edu por Álvaro, nuestro primer consolador por aquel arnés. Pero mi sensación era completamente diferente.

Medio dormido, frente a la máquina de café de mi oficina, de aquel viernes de diciembre, sentía, absurdamente, que la gente me miraba. Como cuando uno liga en la universidad y después va a clase y siente que todos le miran, que saben que ha triunfado, cuando en realidad nadie lo sabe, ni le importa. Y me preguntaba, por qué aquella sensación de éxito, casi desconocida, si objetivamente casi nada había cambiado. Es más, quién supiera que a mi novia se la había follado, en mi presencia, un compañero suyo de trabajo, dos meses atrás, y que desde entonces aquello no había vuelto a ocurrir, y ni siquiera habíamos estado cerca de que volviera a ocurrir, pensaría que estábamos dando pasos atrás, o que estábamos estancados, y yo me preguntaba por qué mi sensación era completamente contraria a eso.

Sorbía mínimamente de aquel café amargo, que rozaba lo desagradable, y que seguramente tuviera más placebo que cafeína, cuando desfiló por mi lado, en dirección al pasillo, una chica de mi oficina, de las pocas chicas que había allí. Mis ojos se fueron a sus zapatos de tacón, a sus piernas largas, a su falda, e, irremediablemente mi mente voló a María y a sus medias nuevas. ¿Por qué? Y de sus medias mi mente fue a sus zapatos, zapatos de tacón que ella, después de llevar en casa una hora o más no se había quitado, y se había escrito con Álvaro, y masturbado pensando en él, sin quitárselos, ¿por qué? Y de eso salté al sábado anterior, en la casa rural, cuando María, mientras yo me disponía a ponerme aquel arnés por primera vez, me había preguntado si quería, para follar, que se pusiera unas medias o unos zapatos. De pronto tuve una sospecha, por no decir certeza, de que aquella propuesta, para excitarme, quizás fuera para excitarse ella. Por qué, si no, iba a imitar ese atuendo en la soledad del salón, estando ella a solas con su móvil, con Álvaro.

Eso podría ser un detalle aislado, pero sumado a lo sucedido en aquel bar, con aquellos hombres admirándola, lo del chico en el sofá... Sospechaba, de nuevo, o volvía a tener casi la certeza, de que María estaba descubriendo, o disfrutando, de su sexualidad, y cuando decía sexualidad me refería también al poder, al abuso, que producía en los hombres. No era tanto provocación como sapiencia, conocimiento. Sabía que los mataba, y comenzaba a disfrutar de ello.

A ese despertar de María había que añadir que, cuando fantaseábamos con Edu, meses atrás, más parecía un favor que me hacía que un disfrute puro de ella. Ahora, sin embargo, mientras fantaseábamos, ella apenas se acordaba de mí. Vivía realmente que era Álvaro quién la follaba. Y su manera de disfrutar de nuestra polla de plástico era la de una mujer que folla por ella y para ella. Y recordé como montaba aquello enorme y se acariciaba las tetas, gustándose, vanagloriándose de su potencia y de su feminidad, disfrutando, con orgullo de su cuerpo y de su sexualidad.

Y sus orgasmos, sin necesidad de estimular su clíroris para alcanzar el clímax. Su excitación, las dimensiones de lo que se introducía o un mayor conocimiento de su cuerpo, le permitían alcanzar el orgasmo, o varios, de una manera hasta entonces desconocida.

Y ya no se avergonzaba, ya no, tras acabar, se intentaba justificar con que había dicho cosas que no sentía. Se follaba aquella polla enorme llamándome Álvaro, y se quedaba dormida plácidamente.

Lo único que podría ser similar, era que ella ya se había escrito con Edu frases subidas de tono, interactuaciones guarras, como con Álvaro, pero había de aquella una culpa, un "me niego a que me excite" que ahora había desaparecido.

Toda esa suma de cosas me parecía que suponían un avance infinitamente más importante que que hubiera vuelto a follar con Edu y que , tras hacerlo, se arrepintiese y dijera que había sido una locura, que no volvería a pasar jamás. Aquel despertar paulatino de María me excitaba, y me tenía más en vilo, que una infidelidad aislada, con su arrepentimiento posterior.

Sin embargo no todo era control, seguían habiendo cosas que se me escapaban, y es que yo seguía sintiendo que una cosa no me cuadraba, y, ese sentimiento, con tintes, lo sabía, quizás algo paranoicos, se acentuó al día siguiente, sábado.

Aquella mañana habíamos quedado con una pareja, amigos desde hace tiempo, para desayunar. Aunque, realmente, la invitación de su amiga consistía en un, palabras textuales... brunch...

Mi momento con María, era espectacular, inmejorable, seguramente el mejor en nuestros... justo en aquel momento, cinco años y medio de relación. Mi novia se fue a la ducha a media mañana y yo acabé entrando con ella, con intención cariñosa, pues era Pablo, no Álvaro, y Pablo ya no follaba con María. Querer que Pablo follase con María allí, sería ponerla en un auténtico compromiso. El caso es que nos enjabonábamos y surgió el tema de Álvaro, que casi con certeza saldría esa noche, que quizás le escribiría... y yo, seguramente porque tenía permanentemente en la cabeza la duda de qué pasaba con Edu, le planteé fantasear con él en lugar de con Álvaro, quizás representar lo sucedido en su habitación el día de la boda. Pues, sin más ni más, se desencadenó una bronca, o más bien, ella se enfadó tremendamente conmigo. Que me olvidara de Edu, que qué coño me pasaba con él, que ya me había dicho que si pasaba algo con él ella misma me lo diría.

Estalló en una retahíla completamente absurda, desproporcionada, y, sobre todo, impropia. Impropia de una María que si algo la caracterizaba era su cordura y su personalidad poco dada a altibajos. Desde luego ella y enfados sin motivo eran completamente antagónicos.

Afortunadamente no tardamos ni quince minutos en arreglarlo. No hubo falta ni palabras. En el salón, María, en pantalones pitillo y jersey enorme y rojo, de cuello vuelto, cogía su bolso y se recogía el pelo en una cola. Me vio llegar, ya listo para salir, y me miró dulcemente, de reojo, señal suficiente, inequívoca entre nosotros, para que me acercara. La abracé por detrás y cogimos aire a la vez... le besé en la mejilla mientras la aprisionaba. Sentía su olor. Su amor. Y ella sonrió, casi rió, y se auto inculpó, graciosa, que se le había ido la olla totalmente en la ducha. No le dije nada. Solo me limité a disfrutar de su olor, de su tacto y de su gracia. Pero, no por su disculpa, por otro lado inusual en ella, me quedé más tranquilo, ni desapareció de mi mente el germen de una idea que, no es que me tuviera alarmado, pero, digamos, estaba ahí.

Ese brunch estaba siendo agradable y, habría sido tranquilo, si no fuera porqué María, aprovechando un momento en el que la otra pareja se enredaba en quién era el elegido para contar una anécdota, me enseñó su móvil disimuladamente. Pronto descubrí que, no solo habría que disimular, si no que prácticamente me tenía que escorar hacia la pared y mirar en todas direcciones para que nadie pudiera ver la pantalla, pues le había escrito Álvaro, y lo último que aparecía en la conversación era aquella foto que si en casa era impactante, en un espacio público lo era infinitamente más... adornada abajo además con aquel “Para que veas cómo me pones, ZORRA”. Debajo de aquella frase había ahora una nueva, un simple: “¿Esta noche sales?”, que María y yo sabíamos entrañaba un tácito: “Ojalá salgas esta noche, me muero por follarte”.

Apagué la pantalla y le devolví el móvil con total disimulo. Durante un par de minutos escuchábamos a nuestros amigos pero María y yo estábamos más conectados, el uno con el otro, que con nuestros interlocutores. Eran instantes de complicidad, de secreto, de conexión, sin necesidad siquiera de mirarnos.

Mi novia podría dejar aquella pregunta de Álvaro sin responder horas o incluso días, y no le quise proponer nada.

Era media tarde y no sabíamos si salir a cenar o ya quedarnos en casa. Por un lado hacía bastante frío, pero por otro cuantas más horas pasásemos en casa más corto se haría el fin de semana, y yo, a pesar de ser aun sábado, ya empezaba a sentir la losa del lunes pendiente de una fina cuerda. Al final decidimos ir a cenar a una ciudad cercana. Una vez sentados en el restaurante y con los móviles de ambos en la mesa, el suyo se iluminó. Su cara me indicó que era Álvaro quién le había escrito.

María se aclaró la voz y anunció en tono bajo y con encanto:

—Dice… nuestro amigo Álvaro…

Marcó los tiempos, queriendo jugar conmigo, queriendo crear intriga.

—¿Qué dice…? .pregunté en voz baja, como si fuera secreto de estado, información confidencial.

—Pues dice… con su… educación y… tacto… mesura… habitual…

Sonreí. Y ella prosiguió:

—Dice… ¿Entonces sales o no? —dijo ella y posó de nuevo el teléfono sobre la mesa.

—¿Solo eso?

—Sí…

—¿Y qué le vas a decir?

—Lo primero que se espere un poquito —dijo ella, juguetona, ya algo achispada, acabando la primera copa de vino.

Me llamaron entonces por teléfono, era del trabajo, sábado por la noche… en la pantalla aparecía el nombre de uno de mis jefes. Me quedé blanco. Intenté fingir tranquilidad, más que para María, para engañarme a mí mismo, y mientras me levantaba para ir a hablar fuera dije: “Es mi jefe, o me llama sin querer o se ha muerto alguien”.

Como casi siempre que algo parece que va a ser un problema al final no lo es, y, en este caso, todo lo contrario. Mi jefe estaba en la cena de empresa a la que solo iban los jefes de departamento y se había enterado de que pensaban en mí para otro puesto mucho más importante que el que yo tenía. La conversación continuó y aun mejoró más, pues no solo era que pensaban en mí, si no que era, de largo, el que más opciones tenía. Se lo agradecí enormemente. Además, el hecho de llamarme inmediatamente, denotaba un afecto que en el mundo laboral suele escasear.

Volví al salón y vi a María, en tacones, medias, falda negra y blusa granate de lunares. Vestida para cenar siempre llamaba la atención aunque no quisiera. No había marido, padre o camarero que no la escanease de arriba abajo. Me gustaba, sobre todo, cuando entraba una pareja, de esas que se ve que no tienen confianza, quizás la primera cita… en la que el hombre entra ilusionado por la velada que le espera y, al ver a María y comparar con lo que le acompaña, su júbilo baja considerablemente. Se sienta con su cita y mira de reojo a María, deseándola… y, lo que es más cruel, extrañando lo animado que estaba con su de golpe, tremendamente mediocre ligue, antes de ver a María.

Quise retrasar la noticia, pero mi novia me lo impidió. No paró hasta que tuve que representarle la conversación con mi jefe casi palabra por palabra. La alegría de María era tan intensa que, aunque fueran noticias para mí, siempre acababa pareciendo más contenta que yo, y, quizás fuera así.

A pesar de mi alegría contenida, maldije no poder beber para celebrarlo, pues me esperaba media hora de coche, y le dije a María que bebiera por mí. Le brillaban los ojos por el alcohol y por mis buenas noticias y yo no quise desaprovechar ese buen humor para preguntarle si no le iba a responder a Álvaro.

—Igual le digo que no salgo y ya está.

—¿Sí? ¿No quieres… decirle que quizás sí salgas?

No conseguí convencerla. Tampoco insistí mucho, pues en seguida vi que no estaba por la labor. Parecía que su alegría despertaba su vena compasiva y no quería calentar al chico para nada.

Finalmente le respondió con un conciso: “Hola. No, no salgo”. Que el chico, en línea, leyó al momento y se contuvo de insistir más.

No fue hasta el momento justo en el que entramos en casa, y María dejó su bolso sobre el sofá y sacó el móvil, que me dijo:

—Me ha escrito otra vez.

Me lo dio a leer. Simplemente ponía: “Pues es una pena”.

Justo acabé de leer y le iba a devolver el móvil cuando María me dijo:

—Voy al baño un segundo. Pregúntale que por qué es una pena. Y ponte eso. Que yo voy en seguida.

CAPÍTULO 24

Desfiló hacia el cuarto de baño con un porte abusivo, que rondaba la arrogancia. Dejándome al mando de su móvil y de aquella conversación que podría quedar en nada o dispararse. Por un lado me reconfortaba esa confianza para que yo me hiciera pasar por ella, pero por otro disfrutaba más cuando ella volaba libre en aquel tonteo, por no decir provocación.

Escribí exactamente lo que me pidió y me fui al dormitorio. Comencé a desnudarme mientras miraba de reojo si respondía. No me había quitado la parte de arriba y ya veía el móvil iluminarse:

—Es una pena porque me gustaría verte el culo —respondió y yo me quedé pensativo. Nervioso. Intenté imitar los tiempos de María, suplantarla exactamente, y acabé escribiendo un “pues mala suerte...”

Me quité los pantalones y pasó algo que no esperaba para nada. De todas las cosas que podría imaginar que podría responder, en absoluto podría pensar que yo apareciera en la conversación. Y es que leí:

—No habrás quedado con el chico aquel al que le gusta mirar.

Qué responder a eso… Desde luego la conversación no iba por los derroteros esperados.

Me desnudé completamente. María no podría tardar mucho más. Y busqué aquel arnés.

Mi novia entró en el dormitorio en el momento justo en el que lo acoplaba a mi cintura. Pero ella, al entrar, no se fijó en mí, si no que fue al móvil que yacía sobre la cama y comenzó a leer las pocas frases que nos habíamos escrito.

También se quedó pensativa unos segundos, tras los cuales la vi teclear.

—¿Qué le pones? —pregunté ansioso.

Ella seguía escribiendo, escribía bastante, sin responderme, y yo hacía tiempo ajustando del todo aquello, aquel cilindro, que me costaba más encajarlo al no tener el miembro demasiado erecto.

Finalmente no me dijo de palabra lo que le respondía, si no que me lo dio a leer: “Eso a ti no te importa. Y yo creo que quieres que salga para algo más que para verme el culo”. El chico le había respondido: “Claro que no solo para vértelo, para metértela por el culo también”.

Sentí mi miembro repuntar en el interior de aquella goma, miembro que parecía leer más rápido que el resto de mi cuerpo. De golpe María sabía jugar con él de una forma sorpresiva, como si guardase un saber innato. Álvaro escribió entonces: “¿Quieres más?” Y me quedé esperando su continuación un tiempo, en el que se podía leer, en la parte superior de la pantalla, la palabra “escribiendo”, así que se venía, seguramente, uno de aquellos párrafos enormes y explícitos en los que Álvaro daba rienda suelta a su imaginación y no escatimaba en vocabulario soez. Y yo no daba crédito a que fuera el mismo chico de las primeras frases, en las que parecía imposible que escribiera nada, siquiera, mínimamente picante.

Quise que fuera María la encargada de leer aquello que, cuanto más tardaba en plasmarse en la pantalla, más prometía. Vi que ella ya se había desecho de su falda, que colocaba sobre una silla con sumo cuidado, sin haberse quitado los tacones, y le devolví el móvil y me recosté en la cama, con aquel tremendo cilindro apuntando al techo. María caminaba por el dormitorio, fingiendo indiferencia, pero yo sabía que estaba tensa mientras esperaba la ansiada respuesta. Con una mano sujetaba el móvil y con la otra iba desabrochando los botones de su camisa de lunares. Supe el momento justo en el que le entró el mensaje, por su cara, de sorpresa, seguramente por el tamaño del texto, o quizás el texto contuviera alguna foto. Detuvo su paseo aleatorio y errante debajo del marco de la puerta de la habitación, y allí, de cara a mi, se apoyó y comenzó a leer. Leía nerviosa, tocándose el pelo. Inquieta. Podía notar como sus mejillas subían de temperatura y cómo su mano hasta le temblaba un poco. Su dedo descendía por la pantalla y me regaló una imagen que me dejó sin respiración:

Echó su cabeza a un lado, moviendo su melena bruscamente y acabó por desabrochar todos los botones de su camisa, mostrando un sujetador negro, de encaje, impactante, por elegante y por voluptuoso, con unas copas firmes que tenían la dura tarea de reprimir aquellas extraordinarias tetas. Y, no contenta con eso… una vez esa mano acabó su trabajo… la bajó, la coló bajo sus bragas negras… y supe el instante exacto en el que sus dedos alcanzaron su coño. Mi polla creció hasta el máximo, de nuevo en aquella prisión, y yo no sabía si ella leía o releía… pero comenzaba a masturbarse lentamente, allí, de pie, apoyada contra el marco de la puerta, en zapatos de tacón, medias, bragas y camisa abierta. De nuevo con aquellas medias de guarra. De nuevo sin quitarse los zapatos de tacón para leerle. De nuevo con la camisa abierta, y con su cara enrojecida. Con su mano que sujetaba el móvil, temblorosa… y con la otra mano hurgando… dándose gusto, placer… Creía que sería un momento, un calentamiento, que aquella paja era solo un preludio. Pero no: Cerró los ojos y dejó caer muerto el brazo que sujetaba el móvil. Y allí, de pie, con los ojos cerrados, como si yo no existiera, siguió y siguió masturbándose, dándome un espectáculo privado, aunque no daba la sensación, en absoluto, que se acordara de mí. Tres, cuatro minutos… flexionaba un poco las piernas… comenzaba a abrir la boca… y yo no daba crédito a que se fuera a correr así. Su mano aceleró, parecía usar dos dedos para frotarse el clítoris, veía su mano bajo sus bragas moviéndose con una maestría pletórica. Tras un “Mmmmm… ¡Ooh!” Dicho a toda velocidad, comenzaba un orgasmo, desvergonzado, pero a la vez discreto, con jadeos casi silenciosos, abriendo y cerrando la boca mínimamente y temblándole las piernas en el momento del clímax de una manera que llegaba casi a asustar.

Acabó por abrir los ojos. Y mirarme. Estaban llorosos del gusto que se había dado. A qué clase de seguridad había llegado para hacer alarde de semejante espectáculo. A qué nivel de conformidad con su cuerpo había llegado para gustarse así… En qué punto superlativo de conocimiento de su coño, de su cuerpo, había llegado para correrse de aquella manera…

Volvió en sí. Pensé que quizás había tenido suficiente. Miró su móvil otra vez. Escribió algo, rápidamente, y yo pensé que esperaría la respuesta, pero se acercó a mí y me preguntó si quería leer. Cogí su móvil y lo primero que leí fue la última frase de ella, que entrañaba una queja que nadie se podía creer: “Eres un guarro, hoy te has pasado de grosero”.

Subí por la conversación hacia arriba y comencé a leer, casi en diagonal. El chico le había escrito un un montón de cosas, de propuestas, pero llegué a una, quizás la más guarra, que parecía que tocara las teclas justas de María; volvía a incidir en follársela por el culo y volvía a insistir en que la follaría en el salón de su casa delante de todos sus amigos, pero esta vez ellos no solo miraban: “Te pondría a cuatro patas en el sofá, te rompería el culo, y mis amigos te irían metiendo la polla en la boca, uno por uno, durante horas”.

—Joder… —suspiré sin querer. Tremendamente excitado.

El chico no respondía, quizás se hiciera el duro, pues no me podía creer que se creyera que a María le hubiera molestado lo que le había escrito. Lo que vino después fue sencilla y llanamente la nueva María, o María la calienta pollas, como la llegaba a llamar durante el acto. Ella me llamó Álvaro desde el primer beso y nos volcamos en la sesión más larga y quizás más intensa que hubiera tenido nunca con ella. Gracias a aquel arnés follamos casi tres horas, en los que volví a penetrarla a cuatro patas mientras le metía un dedo en el culo. Su agujero estrecho acogía mi dedo con ansia mientras de su boca acababa gritando “¡Vamos, Álvaro! ¡Rómpeme… joder! ¡Rómpeme el culo!”. No contentos con eso acabamos por hacer uso también de nuestro primer consolador, el cual tenía aquella ventosa en la base, que nunca habíamos usado. Pegamos la ventosa al cabecero de la cama y yo me follaba a María como a una perra mientras ella comía la otra polla, y fingíamos que Álvaro la ensartaba desde atrás mientras sus amigos le follaban la boca sin parar. Yo veía como ella, con los ojos cerrados, gemía, completamente ida, y acogía la mitad de aquel otro miembro como podía... y le caía saliva por la comisura de sus labios, sobre la almohada, de una manera grotesca y abundante.

Durante las tres horas que follamos no se quitó las medias ni los zapatos. Yo fingí que era un favor que ella me hacía, cuando sabía que era al contrario. María tuvo varios orgasmos, cada cual más brutal, cada cual más salvaje, y de nuestras bocas salieron frases que yo creía que nunca pronunciaríamos ni escucharíamos.

Cuando ya no podíamos más la penetré sin arnés, como era costumbre, sintiendo, o no sintiendo, aquella amplitud que me humillaba, aquel silencio vejatorio. En misionero la embestía haciendo uso de las pocas fuerzas que me quedaban, nuestros cuerpos eran todo sudor, sudor que se había hasta enfriado. María subía las piernas y se agarraba a mis nalgas en silencio y yo me agarraba a las suyas y las sentía empapadas y casi frías. Llegó a subir las piernas aún más, y las flexionaba, para que la penetrase mejor, y hasta así, en una postura, con sus piernas tan arriba, que pudiera parecer ridícula, ella parecía mantener aquella elegancia. De nuevo guarra y elegante a partes iguales.

Tras tres horas de sexo, parecía imposible que pudiera correrme, pues el rozamiento era nulo, y María, sabiéndolo, acabó por proponerme que me corriera en sus tetas, la fantasía de Álvaro, pero finalmente conseguí vaciarme dentro… sintiendo un placer y una conexión inmensa. Y nos dio igual que mi polla, al encogerse, se saliera y se derramara semen por la cama… nos dormimos así, prácticamente con un cuerpo dentro del otro y María sin quitarse las medias y los zapatos.

Aquello acabó por convertirse no solo en lo habitual, si no en el único tipo de sexo que teníamos.