Jugando al abuelito
Una chica traviesa que se tienta al cuidado de un señor inmovilizado
Había estado buscando un trabajo para ayudar en mi casa. Un compañero del ingreso a la universidad me dijo que los tíos de un amigo estaban buscando a un chico para que cuidara a un hermano que estaba enfermo y que no podía valerse por sí mismo. Le dije que me interesaba y me presenté a la casa de estos señores una tarde de verano para una entrevista. El enfermo en cuestión se llamaba Julián y había tenido un accidente cerebro vascular del que no se pudo recuperar por lo que estaba en silla de ruedas y ausente de lo que lo rodeaba. Necesitaba cuidados todo el tiempo y la familia se turnaba para atenderlo, pero estaban buscando alguien que dos veces por semana estuviera las tardes con él, lo atendiera y lo bañara. Yo no era enfermero pero necesitaba el trabajo y el sueldo me convenía así que dije que si casi de inmediato.
Julián tendría unos cincuenta años y, por lo que pude saber había tenido una vida de atleta hasta los sucesos que lo habían dejado así. Su hermano y la mujer de este tenían más o menos la misma edad que el enfermo. La familia la completaban dos hijas adolescentes del matrimonio, apenas un poco más jóvenes que yo.
Las primeras tardes me fui acostumbrando a lo que se esperaba de mí, le daba de comer, lo atendía, pero la mayor parte del tiempo simplemente lo acompañaba, medio aburrido, sintiendo que las horas se demoraban hasta que llegaban a reemplazarme. Como estábamos solos, de a poco empecé a curiosear por la casa en el tiempo que tenía libre, que era mucho. Las dos chicas dormían en el mismo cuarto y desde el primer momento me atacó la curiosidad y el deseo, así que abrí cajones, descolgué vestidos, faldas y pantalones, lencería. Desde que tengo uso de razón que me siento atraído por transformarme en una chica. En cada ocasión que tuve me había dejado llevar por la excitación de verme vestida tan sexy como creía que podía ser. La verdad es que yo pienso que me veo bien y que por eso me gusta hacerlo. Pero ahora, como dicen, la oportunidad hacía al ladrón, y tenía tiempo y todo un guardarropa al alcance de la mano. Los primero días apenas lo atendí a Julián, que se pasaba solo en otra habitación sin que le prestara atención, de tan absorto con mi deseo que me encontraba. Las bombachitas se amoldaban a mi cola como un guante y los vestidos me arrancaban suspiros de placer en los suaves orgasmos en los que estallaba frotando mi cola contra los muebles y masturbándome.
Un día me animé. Me había depilado todo el cuerpo y me había enfundado en una tanga color cereza, minúscula, las pantys negras súper transparentes y unas botitas con plataforma. Me pinté los labios y me maquillé los ojos. Julián sería el primer hombre que me vería de chica. Me puse un vestido cortito que me encantaba y salí temblando de la habitación de las hermanas hasta el estar en el que estaba sentado mi hombre. Estaba temblando. Lo encaré:
—Hola, abu —le dije tímida pero sensual— Soy Gabi, la reemplazante del chico que lo cuida. Espero que esté de acuerdo con el cambio.
El hombre no se inmutó, la vista perdida en la pared. Apenas movió la cabeza.
Las semanas siguientes nos fuimos amoldando el uno al otro. Yo llegaba, me tomaba el tiempo para vestirme lo más linda que podía y lo atendía. Por momento me parecía que los ojos se le iluminaban. Cuando estaba de espaldas a él y lo miraba por el espejo de la sala, notaba que me miraba la cola con los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Aunque también podía ser mi imaginación, debo confesar
Poco a poco me fui animando a más. Me paseaba sensual frente a su silla, bailaba para erotizarlo, me levantaba la falda y le mostraba la cola desnuda adornada por el triangulito de la tanga. Lo usaba como conejillo de indias de mis experimentos. Me excitaba saber que estaba allí. Empecé a notar que en aquellos momentos se le enrojecían las mejillas y le temblaban las manos. A mí me encantaba dejarlo caliente.
Un día por semana lo tenía que lavar, como estaba convenido en mis tareas. Lo llevaba hasta el baño con la silla, lo ayudaba a pararse y lo desvestía mientras el agua tibia llenaba la tina. Después lo ayudaba a entrar y lo enjabonaba y le lavaba el pelo que lo tenía abundante y con rulos. El contacto le gustaba y se dejaba hacer, relajado.
Yo me iba cambiando los modelos y si un día le aparecía con una calza apretada que me separaba los globos de la cola, al otro lo hacía con una pollerita tableada minifalda y medias de red. Siempre maquillada y perfumada. Llenaba los corpiños con unos globitos con agua que me daban sensación de peso y me acercaba por detrás para frotárselos por los hombros o los costados de la cara hasta que lo sentía estremecerse.
Otras veces, me sentaba sobre sus rodillas y le daba besitos en la frente y le acariciaba la cara con las manos y lo provocaba con gusto:
—Abu, hoy en el cole un chico se frotó contra mí en la fila y me gustó. ¿Qué tengo que hacer?
Pero él no parecía darse cuenta más que por el brillo en los ojos y el temblequeo de las manos. Así que, cada vez más, me había dado por probar hasta donde podía llegar. Me divertía tenerlo a mi disposición. El hombre conservaba el cuerpo formado y musculoso que había forjado durante la vida. Y aunque estaba inerte y como ido, yo jugaba con él como si fuera un muñeco sexual al que quería despertar. Un día me senté en sus piernas y lo besé en la boca. Él no se movió pero yo le metí la lengua y me excité mucho con sus mejillas tibias.
—Abu, Hoy en el gimnasio el entrenador me metió la mano por dentro del pantaloncito y me dijo unas cosas sucias, ¿sabes? Así hizo —y le agarraba la mano y se la ponía en el medio de mi culo.
Una tarde me levante la faldita y me senté sobre él, mi cola en su entrepierna, y empecé a mover las caderas suavemente. Me estaba frotando con él, en un juego mío, personal, sin que esperara ninguna reacción, cuando sentí que algo se movía debajo de mí. Le tomé una de las manos y él dejó que la llevara hasta mi boca para chuparle los dedos. Después lo guié para que acariciara mis tetas. Me había pintado los labios y estaba muy caliente. Me salí de encima para comprobar que la tenía parada. En los ojos tenía una mirada rara que me asustó. ¿No habría ido demasiado lejos? En mis fantasías temía que un día despertara y contara que lo había estado abusando sin permiso. Me aterraban las consecuencias, pero no podía parar.
El miedo a que me descubrieran hizo que las dos semanas siguientes no hiciera nada y solamente lo traté profesionalmente, ni siquiera me deje llevar por el deseo de vestirme de chica.
Un martes llegué en el horario y los tíos me estaban esperando para hablar conmigo. Pensé lo peor, que había dejado alguna huella o que de alguna manera Julián me había delatado. Me sentaron en la sala y, con aire preocupada, la tía me preguntó qué había pasado, que a Julián lo notaban muy decaído y entristecido. Con aire profesional traté de explicarles que siempre teníamos las mismas rutinas y que no entendía lo que podía haber pasado, que iba a intentar levantarle un poco el ánimo, que yo creía saber cómo.
Cuando se fueron, me lancé a la habitación de las chicas y me vestí más sexy y seductora que nunca, con un body de lencería que empezaba por las medias con figuras y se pegaba en mi cuerpo envolviéndolo, ajustado y transparente. Me puse unos tacones y me pinté la boca con intención.
—Ay, abu —le susurré— ¿Así que estás triste? Yo te voy a alegrar, no sabés las ganas que tenía de jugar a la nieta perrita y al abuelo malo.
Me arrodillé frente a la silla y le arranqué la manta. Las manos le empezaron a temblar. Le descubrí la pija que ya le conocía y le empecé a dar besitos mientras le acariciaba lo huevos. Tenía los ojos brillosos y una lágrima se derramó hasta caer de la cara cuando mi lengua se la atrapó por debajo para metérmela toda entre los labios. Después de entrarla y sacarla un rato en mi boca roja y suave como una flor se le puso dura y de buen tamaño, bastante grande debo decir. Fui hasta el baño y me lubriqué la cola con una crema. Cuando volví lo encontré tenso, temblando y la cara roja.
—Ay, abuelito, que grande eso que tenes ahí. ¿Me puedo sentar?
Me acomodé para dejarlo en la entrada. La tenía dura y tibia. Bajé un poco y la cabeza se hundió en mis entrañas.
—Ay, abu, ¿qué haces? ¿Me estás abriendo la cola para meterte? Ay, abu, ¡está entrando entera! ¿Te gusta la colita de tu nenita?
Me deje caer del todo hasta quedar sentado pegado a él. Me había engullido la verga del viejo con un placer infinito. Empecé a cabalgarlo. La carne me llenaba y me excitaba tanto que yo mismo la tenía dura y me empecé a masturbar. Al mirar hacia atrás noté que los ojos se le habían puesto en blanco y se convulsionaba de tal forma que creí que se moría ahí. Se derramó adentro mío con un grito gutural, como un animal desgarrado, los ojos le volvieron a su lugar y dos lágrimas le corrieron por las mejillas.
Las semanas siguientes el color le volvió a la cara y los tíos me felicitaron aumentándome el sueldo por los resultados beneficiosos que había logrado.
Un mes después, una tarde de otoño, sonó el teléfono para avisarme que Julián había despertado y que no se necesitaría más de mis servicios. Nadie me recriminó nada.