Juegos Sexuales de Róterdam 2020
Todos los juegos sexuales del adolescente Miguel antes de su primer polvo con Sheva, una holandesa nalgona.
Di la luz de la amplia habitación en el chalet de Chimney Rock y lo primero que vio la nalgona holandesa, con la que yo ya estaba en pareja desde hacía ya más de un año, fue la cama inmensa de matrimonio de mi madre. Cuando la vio, se le escapó un gemido gutural. Yo le pregunté a qué había venido ese bufido tan vehemente, tan sonoro y así de gracioso. Ella se sonrojó y me confesó que es que ya estaba pensando en mí y en mis pelotas, pero, sobre todo, en el que iba a ser nuestro primer apareamiento sexual.
Sobre el cabecero de nogal claro de la cama, había un mapa enmarcado; era un mapa muy antiguo y en blanco y negro de las primeras navegaciones españolas por el mundo. Sobre este mismo mapa, el pasado verano como a finales de julio del 91, Sheva de Róterdam, que así se llamaba esta deslumbrante hembra de los Países Bajos que en ese tiempo era ya mi novia, había posado todo su culete, dejando las marcas de todas las partes que lo componían; elementos como sus glúteos grandes, sus muslos, su ano diminuto y su perineo (por aquí os dejo tres apuntes sobre esta zona del suelo pélvico femenino: el perineo en las mujeres es la zona que va desde el final de sus rajas hasta sus ojetes, el perineo de Sheva, según se apreciaba de forma inequívoca en el mapa de mi madre, tenía forma de un inmenso rombo y, por último, Sheva llamaría luego a su perineo el frontón, porque era donde rebotaban las pelotas de quiénes nos la follábamos). Todos estos elementos del culo de la adolescente holandesa (Sheva tenía diecinueve años en aquel verano del 92, el año de los Juegos de Barcelona) eran perfectamente reconocibles entre los contornos, estos sí que dibujados con tinta china negra y no marcados con el sudor seco de Sheva, de las bahías y de los golfos, de los ríos y de las montañas de aquellas islas tan australes, como eran las Malvinas.
-¿Lo reconoces? -la pregunté a la hembra del norte de Europa, al ver que se había quedado pasmada, mirando de pie el mapa preferido de mi madre.
-Sí, es el pliego donde me senté para hacerte mi primer pajote.
-Correcto, y posaste tu pandero gordo y empapado de sudor sobre él. Tu sudor se secó y dejó los contornos de todos los sitios de tu culo -la confirmé muy divertido-. Mira, esa línea gruesa que rebosa los límites de la isla de Sansón, es tu nalga derecha.
-¿Y ese círculo ten pequeño y algo ridículo? -me inquirió Sheva, con indisimulada curiosidad.
-¿Ese que está justo en el centro del mapa?
-Sí.
-Ese es uno que, francamente, a mi madre no le gusta nada -le dije, sonriéndola-. Es tu ojete.
-¡¡No!! -exclamó espantada la de las nalgotas y, en menos de veinte segundos, tenía la cara roja como un tomate.
Pero, rápidamente, luego se refugió en mí, me dio un beso profundísimo y, acariciándome varias veces mi bolsita escrotal con su mano izquierda, muy suavemente por dentro de mi ajustado calzoncillo, me susurró al oído sin separarse de mí y clavándome sus dos manzanitas: "Venga, Miguel, vamos a echar nuestro primer kiki. Que ya sabes que nadie ha entrado antes dentro de mí y nadie ha metido su pilila en mi cueva rosa -me confió, orgullosa de entregarme su virginidad-. Ve calentando la cama, cariño, que yo voy ahora. Voy a ponerme aún más guapa, aprovechando el cuarto de baño de tu madre. ¡Qué gustazo maquillarme en el espejo de María José! ¡Con lo poco que me quiere esa mujer! ¡Ay, mi suegri!
Me fui a la cama grande de mi madre para empezar a desnudarme pero, antes de hacerlo, no pude evitar girarme. Mejor no haberlo hecho. Vi que ella ya había dejado caer su minifalda naranja al parqué del cuarto y que caminaba en pelota picada de cintura para abajo hacia el umbral luminoso del baño de mi madre, que franqueaba el paso a un rectángulo rebosante de luz natural y muy soleado durante todo el día, debido a un pequeño ventanal que en él se abría. Sus descomunales nalgotas blancas se balanceaban armoniosamente. Claramente, el de Sheva siempre fue el culo de mujer más impresionante que he visto en mi vida. En esta ocasión, llevaba puesto una tanga que era la mínima expresión y que le dejaba como un 98% de su culete al aire, con una cinta rosa palo que pude ver que se le metía entre la rajota profunda que le separaba sus dos lunas llenas, redondas y gemelas, y que desaparecía por completo para no verse nada de ella, hasta que la volvía a asomar por delante, metida un poco entre sus pegados y sonrosados labios vaginales, que daban entrada a la vagina hasta entonces inexplorada de la holandesa. Sin embargo, aunque hubiera llevado puestas unas bragas normales o incluso una faja pequeña o mediana, hubiera dado igual, porque la adolescente, con ese volumen brutal en sus dos carrillos del culo y con esa línea honda que le partía su sandía en dos grandes mitades, las hubiera transformado, sin duda, en una tanga más; esta chica se ponía un bañador y, por arte de magia, su increíble culo lo convertía en pocos minutos en un microbikini de cuerda.
Por eso, no es de extrañar que, cuando Sheva salía del agua de la piscina de La Cerca de los Pinos, la que estaba casi tocando con las vías del tren que viene de Madrid a las montañas cercanas, y andaba por su borde para ir a la ducha o, simple e inocentemente, para secarse un poco su cuerpo al aire que solía mecer los setos de arizónicas y los sauces llorones, cundiese el pánico de forma atroz entre los quinceañeros con bañadores ajustados, esos de tipo turbo, por las frecuentes erecciones desbocadas que la visión de su trasero les provocaba casi a diario. Una verdadera tortura para el pudor de todos los chicos, de los ya adolescentes y en la pubertad, pero incluso y muy sorprendentemente, también de muchos niños, cuyos diminutos penes se hinchaban al paso del culo de la holandesa, algunos hasta duplicando su tamaño delante de los ojos asustados y, a la par, escandalizados, de sus madres, con las que bajaban al césped. Además de otra tortura mucho peor en forma de dolor y de imprevisibles y agudísimos pinchazos en los tubos de las pollas de todos ellos. Yo nunca había visto nada igual. Algunos chicos de su urba ya evitaban abiertamente el horario de bajada de Sheva a la piscina para no acabar haciendo el ridículo con sus penes tiesos delante de sus padres o de otros familiares. Otros intentaban camuflarlo todo poniéndose toallas, camisetas y todo tipo de ropa, como gorras o pañuelos, tapando sus bañadores y sus bermudas involuntariamente abultados por la poderosa influencia del culo de la joven que vino de Róterdam. Era solo ver a la nalgona holandesa levantar el cierre metálico de la verja verde para entrar al recinto de la piscina de La Cerca de los Pinos y una ola de pánico cundía entre los bañistas masculinos; algunos, incluso, se iban a jugar o a hacer que jugaban, al cuarto comunitario del billar y de los futbolines. Aquello, cuando Sheva y su grandioso culo decidían bajar a la piscina, parecía ya la aparición en el rectángulo de agua de la misma de un voraz y despiadado tiburón gran blanco.
Así que, no fue en absoluto nada de extrañar que, cuando mi novia llegó a la puerta del baño particular de mi madre y encendió la luz del gran espejo para luego cerrar por dentro, yo, solo de contemplar los ocho pasos que ella había dado en microtanga por el parqué del cuarto e iluminado todo su cuerpo que quitaba el hipo por los rayos de sol tamizados tenuemente por los cristales de los amplios ventanales, ya tuviese la polla como un canto, tres o cuatro venas marcadas en el tubo de mi cola y pinchazos agudos por todo el tejido cavernoso de dicho tubo.
Me desnudé y me metí en la gran cama de matrimonio, con mi colita tiesísima abultando unos diez centímetros la sábana áspera, haciendo el conocido efecto de tienda de campaña (tienda sujeta única y exclusivamente por mi pene enhiesto). Después de lo visto, a mí ya me daba igual la vagina de Sheva, la cuevecita rosa, como ella la llamaba, la cavidad de los deseos o como quisieras nombrarla. Yo lo único que quería, y en lo único que pensaba obsesivamente en esos momentos, era en introducir todo mi pene mi pene tumefacto y erecto, pero por completo y hasta su base y hasta sentir el contacto duradero de sus glúteos pétreos con mis blandos huevos, entre aquellas dos nalgotas de cine, abrirme paso con mi glande rosa entre sus tripas, tocar con la punta de mi polla el inicio de su colon y quedarme así, pegado al culete de la de Róterdam y sin salirme de él durante, por lo menos, cinco horas. Solo sintiendo el roce duro y a la vez suavísimo de la piel tersa e hidratada de sus dos glúteos de mármol blanco.
A los diez minutos, Sheva salió del baño solo con la bata corta de seda favorita de mi madre sobre su cuerpo. Estaba guapísima. Con unos toques superficiales de maquillaje en su cara angelical, casi como de niña, pero, por otro lado, con algunos rasgos de mujer despuntando en su rostro de diecinueve años. Rostro en el que brillaban, destacando mucho, dos grandes ojos almendrados de color miel. Por lo que, me pareció descubrir aquella mañana, pese a lo temprano que era, de repente e igual que si la viese por primera vez pero con una fuerza arrolladora, que Sheva de Róterdam era la mujer más bella del mundo. Mi novia o, simplemente, “la queso Gouda”, como yo la llamaba en las líneas ocultas de mi diario secreto para resaltar lo buena que estaba, se percató de todo lo que me había gustado al salir arreglada del cuarto de baño, solo enseñándome su cara, y estaba absolutamente feliz.
Yo recordé que había visto un documental de La 2, que afirmaba que los holandeses son el pueblo más alto y guapo de todos los europeos y yo estaba absolutamente de acuerdo. Y hablando de gustos y de belleza, sobre esto voy a decir una cosa: a mí no me gustan las mujeres aniñadas, de esas que les chiflan a algunos hombres. Me gustan las mujeres con expresión y rasgos de mujer, incluso, a principios de los noventa, en la época del kiki que os contaré en mi próximo relato, cuando yo tenía dieciocho o veinte años, ya me gustaban más así. Por poner un ejemplo, una mujer de la Lombardía, de Milán, o una turca de Estambul, con rasgos claros de mujer, morenas y con curvas, me hubieran gustado mucho, me hubieran vuelto loco, pero tanto ahora en 2020 como ya en el final de mi adolescencia.
No obstante y siendo sincero en profundidad, esa mañana despejada y clara de agosto, en la habitación de mi madre en el chalet de Chimney Rock, que fue la mañana de mi primera vez con Sheva y que para ella fue la primera vez de todas con un chico y que significó la pérdida de su virginidad, mi novia adolescente venida a España desde los Países Bajos, con su cara aniñada y con su pelo castaño claro que le enmarcaba el rostro de forma perfecta, bastante largo y que le caía completamente liso y brillante hasta algo más de la mitad de su espalda, me dejó noqueado por completo, totalmente maravillado de poder contemplarla por unos segundos y en un profundo shock.
La mezcla de su cara de ángel con el cuerpo de infarto, que cubría de forma minimísima con la bata predilecta de mi madre, de seda fina y blanca con ribetes dorados, con brillos múltiples y con algunos vivos tonos naranjas en zonas localizadas, como en las hombreras, me pareció lo más explosivo que yo había visto nunca. Una bomba sexual en movimiento y un grupo de curvas absolutamente turbador. Por todo lo cual, mi corazón desbocado bombeó un poco más sangre a mi polla.
El sol de la mañana de aquel rutinario y común domingo de verano, con todo el disco solar ascendiendo por el cielo totalmente raso, todavía no pegaba con ninguna fuerza y no hacía nada de calor. Sus rayos solares se colaban por el ventanal del gran mirador acristalado que sobresalía de Chimney Rock por la pared sur, en el segundo piso del chalet exento y único situado en la urbanización de Mataespesa, de Z. Su sombra se proyectaba, sobre la piscina curvilínea y con una gran escalera de obra que se sumergía en el agua por el lateral de los pinos, como un gran porche.
La adolescente holandesa empezó a aparecerme una aparición sobrenatural por su extrema guapura y su sensualidad, y por todos aquellos brillos de luces doradas que su escultural físico desprendía delante de mis ojos. Aunque, yo sabía que era de carne y hueso, lo que era aún mucho más turbador y desasosegante, sobre todo, para mi atónita colita. Sheva, al ver que me había gustado muchísimo con todo tapado, tiró con fuerza de la cinta de seda naranja que se anudaba a su cintura y dejó caer la exigua bata de mi madre de golpe al suelo claro y enmaderado; creo que para ver si con su todo su cuerpo desnudo me continuaba gustando también mucho.
Sus tetas redonditas y de mediano tamaño, como unas turgentes manzanas verdes recién cogidas de un árbol, sus piernas con muchos volúmenes pero torneadas y, en especial, el corte de su chichi completamente depilado, me excitaron hasta casi ponerme al nivel sexual de un chimpancé dominante. Ahora, ya no reparaba en su cara sensual y atractiva, que sonreía desde la profunda inocencia, sino que yo solo veía un larguísimo corte vertical de bordes rosáceos que se juntaban ofreciendo solo una deliciosa ranura, un corte muy largo encuadrado en unas estratégicas marcas solares muy pronunciadas de blanco y de bronceado que se alternaban entre sus dos interminables ingles rasuradas con mucho cuidado. Recuerdo que, semitumbado en la cama gigante de mi madre, me rocé en ese instante de la contemplación del físico desnudo de Sheva accidentalmente con la sábana, que raspaba por su aspereza, en todo el saco escrotal que yo también tenía totalmente depilado y a la vez me rozaba con la misma sábana áspera dos o tres veces sin querer en la punta de la polla. Con lo que casi me corro de un modo brutal.
En un resumen de todo esto: la visión del cuerpo en pelotas de la nalgona holandesa delante de mí, su cara aniñada sonriéndome abiertamente y llena de sugerencias y el roce repetido y áspero como una lija de la sábana de la cama contra la piel suavísima de mis gónadas, me provocaron algunos espasmos en las bolas como si empezase una eyaculación no deseada. Solo el deseo incontenible y profundamente primitivo, que me inundó la mente en ese momento, de rellenar el cuerpo de ella como si no fuera otra cosa que un odre de los de contener y almacenar vino, pero en este caso con mi semen, solo con este pensamiento clarísimo, pude contenerme, frenar las contracciones ya iniciadas de mis bolas para eyacular y hacer que no lo echase todo por mi colita, que continuaba tiesa entre las sábanas de la gran cama. -¿Te gusto, Miguel?- me preguntó con infinita curiosidad Sheva, entonces.
Como respuesta a la pregunta de la de Róterdam, me levanté de la gran cama como un resorte, la así con fuerza por sus hombros desnudos y la intenté encholar de golpe y con una solo embestida bestial, desprovista de ningún cuidado, mi polla por su raja. Pero la adolescente de las nalgotas del norte de Europa estaba con ganas de jugar esa fresca mañana despejada de agosto. Muy divertida porque sabía que me estaba infartando con lo de tener su cuerpo totalmente desnudo delante de mí durante tanto rato y con todos sus atributos exuberantes al aire, se movió rápido y de repente y esquivó el ataque violento de mi pene y que falló, golpeándola con la punta, ya en esos momentos durísima, de mi glande rosa en una de sus ingles bronceadas.
-¡¡¡Uuuuuy, casi!!! -se burló la holandesa-. La tienes como un palo de madera, mi vida. Casi, casi, me la clavas.
Yo, sujetándola más fuerte aún por los hombros, fui a meterle todo mi pene entero y de una sola vez por su expuesto corte vertical, que se movía con viveza frente a mi miembro ávido de un lado a otro pero dando sus últimos estertores. Muy seguro de no fallar en este segundo intento y de introducirle a Sheva dentro suyo todo mi apéndice duro, la sujeté un poco más y la golpeé frontalmente con toda la brutalidad de que fui capaz con mi pelvis en la suya.
Solo un poco antes, ella había abierto ya sus piernas y había separado un poco sus voluminosos musletes, en claro signo de rendición a mi palo de madera y de resignación ante lo inevitable, que en este caso era que se la metiese hasta el ombligo. Y, después de mi acometida salvaje, los cerró. De golpe y con suma fuerza. Aprisionando a mi pene hinchadísimo, sin misericordia y ni ningún tipo de miramiento, entre ellos.
-¡Ahivá! - exclamó Sheva de Róterdam-. ¿Dónde crees tú, cariño, que está ahora tu frankfurt? -me preguntó, mostrándose muy seria, de repente.
Instintivamente, miré entonces para abajo y vi que mi grueso y largo tallo de carne desaparecía por debajo de rajón depilado. Como se metía entre sus dos musletes, que ahora estaban cerrados herméticamente y muy juntos, hasta casi tocarse, lo que hacía que sometiesen a mi pobre pene a una presión impresionante e insoportable. Mi pene estaba también en contacto íntimo por arriba con los bordes labiales externos y rositas de la vagina virgen de Sheva y un poco más adentro, en el centro del cepo de la holandesa de las nalgotas, estaba en contacto, además, mi pobre pene con el frontón firme y duro, con una característica forma romboidal de Sheva, y ya, la puntita de mi pene estaba tocándoles el inicio de sus mullidas nalgotas a la adolescente. Por todo lo cual, mi corazón desbocado bombeó un poco más sangre a mi polla.
Después de casi cinco minutos de tirones de tentativas de escape por mi parte y de presiones, risas y fricciones por parte de ella, repartidos alternativamente, llegué a un punto en el que creí que el tubo de mi pene y la piel dilatada por mi erección que me lo envolvía todo él, estallarían, sin más, por la creciente presión sanguínea procedente de mi excitación y por la presión de los musletes de la adolescente. Fue ahí cuando Sheva dejó de apretarme bestialmente para pasar a frotar sus dos musletes voluminosos y turgentes contra mi pobre pene. Entre lo que me dolía por el exceso de sangre en él, exceso increíble del que os he venido hablando desde hace ya muchos renglones de mi relato de lo sucedido con mi novia en el ya lejanísimo verano de 1992 y que con las fricciones eróticas de Sheva no iba a aguantar ni quince segundos de reloj en correrme entre sus dos musletes pero, en definitiva, fuera del odre, fuera de mi novia, intenté sacar mi pene de ahí, del terrible cepo de carne de la holandesa, cuanto antes. Tiré firme y convencido esta vez de que mi pene fuese libre otra vez. Lo hice mirando para abajo hacia la rajita de Sheva y vi que mi pene no salió de medio centímetro de su posición entre sus musletes. La adolescente había vuelto a apretar con todas sus fuerzas las piernas. La vi que apretaba otra vez y levanté la vista y la miré. El bombón me sonrió ligeramente. A continuación, volvió a frotarme los laterales de mi pobre pene con los laterales durísimos de sus musletes. A punto de correrme y con el pene que se me caía a trozos, supe en ese momento que no podría sacar de ahí y que eran del todo inútiles mis tirones.
-Sheva, me duele el pene -la confesé, mirándola a la cara otra vez.
-¿Sí? -me preguntó ella, como para que se lo confirmase, para luego añadir-. Bueno, pero ya no queda nada. Ya terminamos, cielo.
Cuando la nalgona holandesa acabó de decir esto, separó sus muslos y liberó, por fin, a mi pene. El Nautilus, como a veces, yo llamaba a mi apéndice favorito en las páginas secretas de mi diario clandestino (por cierto, publicaré regularmente más adelante relatos junto con reflexiones mías, que tengo en ese diario oculto y nunca difundido, todo preparado para vosotros, los pocos lectores que me seguís). Un Nautilus que no había recibido daños estructurales graves ni irreparables en todo su armazón durante su fondeamiento obligado en el perineo de Sheva, donde estuvo muy guarecido de otros ataques externos pero también donde el oleaje era endiabladamente fuerte por ambos laterales haciendo sufrir muchísimo al casco exterior del submarino.
Shevita, en ese instante, me asió con firmeza y sin pensárselo dos veces con sus manos por mis nalgas, mucho más pequeñas que sus extremas nalgotas, y me restregó hasta tres veces seguidas su ojete, su frontón romboidal, su raja depilada y su vientre hasta el ombligo, por este orden, por toda la superficie de mi pene. Al terminar, me soltó el culo, se separó un poco de mí y me miró a los ojos, expectante. Era como si Sheva esperarse que sucediese algo. Algo que ella y yo sabíamos con una seguridad abrumadora que solo solo podía ser la hecatombe de mi frankfurt, como mi novia lo había llamado en el momento más importante de los preliminares y del jugueteo desatado entre la de Holanda y yo, espontáneamente, antes de nuestro primer kiki. Y, efectivamente, así fue y así sucedió. Yo ya no pude más y reventé, anunciándole a mi novia mi rendición sin condiciones.
-Voy a eyacular -la solté, de pronto, a la cara.
Ella ya debía de saberlo, que yo iba a echar hasta la primera papilla, porque me había posado de forma estratégica y anticipándose a mis sensaciones la palma suave de su mano en la base de mi bolsa escrotal, en contacto directo con mis bolitas, y debió de sentir que ambas empezaron a contraerse acompasadamente y con extrema fiereza (pero siempre sin perder su correcta fijación mediante mis cordones espermáticos a su posición fija, a la que siempre tienen que volver, dentro de mi escroto).
-Vale, cariño, muy bien -me respondió la adolescente, parecía que muy tranquila y sonriéndome-. Pero, mejor, me lo echas todo en el culete. ¿Te parece?
Me propuso Sheva con una sonrisa de oreja a oreja, partiéndose de risa internamente, porque ella sabía con toda claridad, como Vito Corleone, en su momento, con los mafiosos que le rodeaban cuando les convocaba en su mansión de Staten Island que, aunque me lo había consultado, solo lo había hecho de forma retórica, ya que la suya era una proposición que yo no podría rechazar. Y se giró hasta ponerme sus nalgotas descomunales enfrente justo del final de mi balanceante pene, de forma que la punta hinchadísima de mi miembro masculino se le metió un poco a Sheva en el comienzo de la apretadísima y prieta raja de su culo, y se encajó allí, entre el inicio de los dos carrillos del trasero de la adolescente.
En un santiamén y cuando me quise dar cuenta ya tenía yo de nuevo el culo gordo de la de Róterdam delante de mis pelotas, completamente quieto y ahí estacionado, como si Sheva hubiera estacionado su vehículo y no su pandero, para eyacular yo a mi antojo. Esto, para mí, fue un clarísimo e inequívoco "déja vu"; me acordé, de inmediato, de cuando Sheva vino por primera vez al misterioso Chimney Rock de mi madre, hacía casi de eso un año exacto, y me cascó dos pajotes en el chalet en una misma tarde. El último de ellos, el más desbocado y placentero para mí y mis genitales, fue en la caseta de Hassan, el jardinero magrebí de mi madre. ¡Pobre nalgona, es muy buena! Aunque sexualmente casi todas las veces le gusta empezar a jugar y a provocar al varón, luego, acaba siendo siempre lo que es: un pedazo de pan, y aflorando su fondo inevitable de buena persona. Me acuerdo, como si fuera ayer y con tada claridad, como si mi recuerdo fuera un fotografía archivada en mi cerebro, que, en esa ocasión, la nalgona, que casi no me conocía, me ofreció con total entrega y confianza su culazo para que eyaculara todo en él, y yo creo que hasta calculó el punto justo del final de la punta de mi polla en relación con el centro geográfico de su culo, para que yo no fallara ni echara una sola gota del blanco contenido de mis pelotas fuera de su trasero de diez.
Luego, como mi último chorro blanco se me descontroló y se me fue a todos los gayumbos usados de Hassan, y que él guardaba en su caseta desde solo sabe Dios cuándo (qué cerdo, el tío), pues a Sheva fue cuando le dio ese punto tan raro e inesperado, aquel anochecer de agosto del año pasado, y lamió todos los gayumbos sucios de Hassan de arriba a abajo. Como os conté en otro relato, creo que fue en el segundo que pasé de mi diario secreto a ordenador y de ahí a un pen y a enviarlo a publicar a esta web de relatos eróticos, lo que yo no voy a olvidar nunca es aquel gesto de profundo asco y de una total sumisión de Sheva de Róterdam dibujado en su cara preciosa de niña-ángel, mientras lamía muy obediente y dedicada los calzoncillos usados y hasta acartonados del viejo jardinero magrebí contratado por Chimney Rock, recuerdo que hasta pasando su lengua detalladamente por cada mancha que se encontraba delante de su mirada atenta y haciendo lo propio con sus labios gruesos, por cada una de las costuras de los gayumbos sucísimos de aquel varón marroquí, que trabajó una temporada larga para nosotros, sin guardar ninguna higiene personal y siendo un profundo guarro. No lo pude olvidar ni en los noventa, cuando ella y yo empezamos a estar juntos y a ser pareja, ni ahora, que es mi esposa y tenemos dos hijas pequeñas. Ni creo que nunca, en toda mi vida, vaya a poder olvidarla así, en esa tarea tan bochornosa. Ni borrar de mi pensamiento esa imagen clara de la cara compungida por el asco de Sheva de Róterdam, lamiendo aquella prenda masculina espantosa, entregada por completo a su labor repugnante, y toda ella, y ante todo como mujer, mostrándome una sumisión total a mi voluntad, como así fue en esa ocasión y por espacio de más media hora, que fue el tiempo que la nalgona lamió y limpió, tragándoselo todo y sin rechistar, los calzoncillos de aquel varón.
Por eso y por otras cosas de relevancia posteriores, que fueron surgiendo y pasando en nuestra convivencia diaria, os puedo asegurar que la nalgona es buena. Bueno y para ser más exactos, es buena y está buena. Siempre ha estado como un queso Gouda. Yo creo que mi esposa está así de buena desde que la creció definitivamente su culo. Aunque, es verdad que eso no lo puedo constatar, porque yo siempre se lo vi ya gordo. Siempre lo recuerdo con ese tamaño tan impresionante, en especial, para nosotros, los hombres. Pero sin perder en ningún momento ninguna pizca de su elegancia habitual ni de su armoniosa apariencia tan natural. Aquel "déja vu" tan claro que tuve antes de nuestro primer polvo, en el verano del 92, me lo provocó, sin duda, la situación repetida de tener otra vez el culazo desnudo de la de Róterdam como una diana gigantesca situada a escasos centímetros de la boquita de mi polla y de mis propias pelotas para vaciarlas como yo quisiera sobre toda la tremenda blanca y tersa extensión del trasero de mi novia. Así pues, de ese "déja vu" tan consciente para mí, salí poco a poco, volviendo mi mente a la mañana despejada del primer kiki que Sheva y yo echamos juntos.
Cuando abrí los ojos, solo vi una cosa frente a mí: un culo desnudo de mujer. Me los froté incrédulo y confundido. Fue cuando, sin saber para nada lo que hacía, con la consciencia muy debilitada y bajo cero y con el piloto automático puesto en aquel juego sexual previo a la que iba a ser nuestra primera vez. Todo esto provocado porque ella me había destrozado la polla con sus muslos, al tenerla atrapada y frotada por ambos durante más de diez minutos, y con la colaboración en esa cruel tarea de demolición de su frontón romboidal, su raja depilada y el comienzo mullido de sus dos nalgas de mujer. Así que, me aferré con firmeza a las nalgotas desnudas que la holandesa me ofrecía absolutamente entregada, para no caerme por mi total falta de fuerza y, de una forma totalmente maquinal, empecé a eyacularla. Para su completa felicidad y su realización como mujer. Y como odre.
Los dos primeros chorros fueron a parar a la espalda de Sheva, porque salieron disparados con demasiada potencia y sortearon toda la longitud exagerada de los dos glúteos de la holandesa, delimitados, por cierto, por la marca muy sexy que había dejado una tanga casi a mitad de los mismos. La rocié con mi semen inmaculado tanto su columna vertebral en unas cuantas vertebras como la parte final de su cabella muy cuidada y lisa cabellera clarita. Luego, pude rectificar y bajé el punto de mira del tubo de mi polla, arqueando mi pelvis y ya comencé a acertar en su gran culo. La llené de líneas blancas y espesas sus dos nalgotas (esto es solo es un decir, una forma de expresarme, porque llenarle de lefa las nalgas con rigor a la de Róterdam era una misión tan inacabable por su dimensión como una Piedad de Miguel Ángel). Sea como fuera, cuando acabé de rociarle las nalgas a Sheva, recuerdo que vi que el contraste del blanco níveo de mi lefa contra el moreno que ella exhibía en gran parte de sus nalgotas, le daba un aspecto final al gran culo como si fuera la grupa de una cebra. Sheva, en un momento dado, se dio la vuelta, porque estando aún de espaldas me palpó de nuevo las pelotas y su bolsa exterior que me las guardaba, y vio que las dos pequeñas glándulas ovaladas ya no se contraían.
-Me has puesto perdida, mi vida -me dijo la nalgona, mirándose y viendo que estaba llena de gotas blancas que le corrían por su piel bronceada, con algunas que la resbalaban e iban a parar al parqué claro de madera de roble americano.
No sabía que contestarla, ni tenía fuerzas para hacerlo. Entonces, mis pelotas, una vez más, me ayudaron, porque se contrajeron aún un poco más de forma espasmódica y acalambrada eyaculando, muy dolorosamente para el varón que esto le pasa, en ese caso a mí, unos chorros más en su muslo derecho, en la ingle de ese mismo lado y en la rajita.
-¡Cielo, eres como un aspersor de los del parque de la estación! —exclamó la nalgona, maravillada de que yo fuera tan abundante (yo nunca había sido nada abundante de lefa en mis eyaculaciones pero estaba notando, de un tiempo para acá, que la presencia cercana de la holandesa y de cuerpo de infarto, muchas veces desnuda o en tanga, estaba trastocando silenciosamente pero, a la larga, sin descanso, la fórmula química de mis pelotas. De forma, que yo sentía un hormigueo casi constante en las dos gónadas colgadas de mi perineo, lo que significaba que mis dos fábricas de esperma funcionaban ahora a toda máquina durante una gran parte de mis veinticuatro horas vitales. De hecho, yo, en algunas ocasiones, me notaba las pelotas pesadas y hasta doloridas, deseando que mi novia me las ordeñara y me las vaciara para aliviarme esa pesadez insoportable en mi par más importante de formas ovaladas).
Aclarada la causa de mi nueva abundancia, os diré que, para acabar, la de las nalgotas holandesas se puso en cuclillas frente a mi cintura, se introdujo mi polla en la boca y el último chorro mío de semen la humedeció la campanilla de su garganta.
-Ahora, echamos el kiki -fue lo primero que se le ocurrió y que dijo aquella máquina sexual venida de los Países Bajos, cuando ya se lo había tragado todo.
Pensé, mirándola con mis ojos como platos, que la fogosa adolescente bromeaba con muy mal gusto, porque yo estaba exhausto, agotado y destruido y con constantes pinchazos por todas mis enrojecidas gónadas. Además de con contracciones involuntarias en las dos pelotas, por otro lado, ya más que vacías.
-Yo ahora no puedo, Sheva. Te la meto todo lo que quieras esta noche.
-Te hago el amor yo, mi vida -fue su réplica casi inmediata-. Casualmente, prefiero hacerlo arriba.
Me dio un decidido empujoncito y me caí boca arriba sobre la cama de mi madre. Ella, mientras, se limpió todo el cuerpo: sus nalgotas, el frontón, el largo corte vertical, su muslo derecho, la columna vertebral, su pelo liso y brillante y hasta un poco la cara y una oreja, gastando para ello siete clínex que fue arrugando y tirando al suelo de parqué del cuarto de mi madre. Cuando la holandesa se fue al baño a mear, de nuevo la miré tumbado y, entonces, me di cuenta de que la nacida en Róterdam ya no era aquella adolescente desgarbada, que es cierto que poseía un gran culo pero que, por lo demás, sus tetas eran normales o tirando a pequeñas, su rostro bastante corriente y su expresión algo graciosa. Ahora, Sheva era un pibón espectacular. Una mujer a la que, solo con verla desnuda frente a ti, podías ponerte, perfectamente, a eyacular. En consecuencia, di gracias al cielo de que la de Róterdam fuera mi novia. Por ello, cuando ella acabó de mear, no me pude negar y me dispuse a dejar que me follara y, si pudiese ser, muy despacio.
Sonó el teléfono en el despacho de mi mamá y Sheva, en pelotas y hecha todo un conjunto de perfectas curvas, me lo trajo amablemente. Era mi madre.
-Hola, mamá. Estoy esta mañana con Sheva de Róterdam, que ha venido a casa. Estamos pensando que, a lo mejor, si nos da la nota de Selectividad a los dos, nos meteríamos juntos a hacer Geografía en la Complutense. Y nos hemos puesto a mirar un rato el programa de asignaturas de esta carrera sobre tu cama, debajo del gran mapa de las Islas Malvinas, que veo que has colgado encima de tu cabecero.
-¿Esa fue la que puso su grosero agujerito del culo sudado sobre el papel de mi mapa y me dejó la marca? -me preguntó mi madre a bocajarro, creo que sin reparar en nada de lo que yo la acababa de decir.
-Sí, mamá, es esta. Pero aquello que pasó y que tuvo todo que ver con el ojete de Sheva, fue un accidente. Todo por las prisas que teníamos con una cosa que mi amiga holandesa se traía entre manos.
-Ya. Mira, hijo, estás obsesionado con tu cerdita de Holanda. Te la llevas a la casita de San Pedro del Pinatar, a la playa. Ahora te vas a matricular para hacer una carrera extraña con esta tal Sheva. No sé si estás saliendo ya con ella, porque como no me cuentas nada de tu intimidad, de las cosas importantes que te afectan y que me tendrías que contar porque soy tu madre. Tampoco te quiero decir que la dejes, más que nada porque te he parido y te conozco, y sé que no lo vas a hacer y menos si te lo digo yo, con lo tozudo y caprichoso que tú eres, Míguel. Pero lo que sí que podrías hacer, hijo, y te vendría que ni pintado para madurar y hacerte un hombre, es sacar, por lo menos un poquito, unos centímetros aunque solo sea, tu cabeza de entre sus gordas nalgotas. Así, verías un poco más el mundo, sobre todo, el que te rodea y te atañe, para mirar más allá de los límites finales de los dos glúteos del culo de tu amiga Sheva, la que llegó de Róterdam y te obnubiló, y que puedas pensar tú solo y por ti mismo. Ya sé que el culo de Sheva es muy grande pero te sorprenderías de las dimensiones del universo, cariño. Te lo digo todo por tu bien -me dijo mi madre, utilizando en su perorata moral toda la brutalidad que ella siempre empleaba cuando ya se cabreaba y, sobre todo, cuando ella consideraba que me estaba enchochando con una de mis novias.
Yo, más que nada, estaba preocupado por el mal rollo entre mi madre y mi novia, que era un mal rollo solo unidireccional porque Sheva era muy amable siempre con ella y se desvivía en cada detalle de su relación como madre de su chico, intentando ganársela a cada instante o en cada situación que se daba. Lo del ojete de la holandesa, que me gustaba desde el verano anterior cuando la conocí en aquel pueblo de la Sierra de Madrid, dejando su contorno sudoroso en el mapa predilecto y más valioso de la colección de mi madre, había sido nefasto y, probablemente, decisivo e insalvable en esa relación. No sabía cómo se arreglaría eso, ni yo podía hacer ya gran cosa a favor de mi novia holandesa y se convirtió en un tema que me tuvo muy preocupado durante una época larga. No obstante, una cosa estaba clara para mí y para mi polla. No pensábamos sacar ninguno de los dos nuestras cabezas a la de Róterdam de su espectacular, descomunal y maravilloso culete. Nos encantaba. Era, sin ningún lugar a dudas, el mejor culo de mujer del mundo.
-Mamá, Sheva la cagó de lleno con lo de su ano en tu mapa. Pero ya te ha pedido disculpas que yo sepa, por lo menos, dos veces y está muy avergonzada. Tienes que hacer un esfuerzo y perdonarla. Y ahora te tengo que dejar que hemos acabado justo de repasar el programa académico de Geografía y vamos a jugar un poco con la consola de videojuegos. Voy a enseñar a mi amiga holandesa a manejar mi mando, que no es nada fácil, porque es un joystick nuevo que tengo ahora y que tiene nuevas funciones especiales. Así que, ¡adiós! Que sepas que te quiero. Luego, nos vemos tarde para la cena.
Mi madre me mandó un beso y colgó.
-¿Cómo que vas a enseñarme a manejar tu mando? -me preguntó la nalgona holandesa con una sonrisa abierta y de forma irónica.
Después, me cogió la polla con una mano y cerrándola con una gran suavidad, añadió muy seria: "Pero si yo con un mando de estos en mi poder tengo un nivel 29. Además, cualquiera sabe o por lo menos lo piensa, se da cuenta o lo supone, todo esto hasta el más gilipollas de nuestra pandilla y de todo Z, que si me pongo yo a jugar, por ejemplo, al Super Mario Bros, pero también a otros muchos videojuegos, con un mando como este modelo tuyo, que mola mucho, o algunos que, solamente, se le parezcan un poco, lo hago crecer en menos de diez segundos de cronómetro a mi entero antojo y luego, cuando a mí se me emperegila o me da la real gana, lo hago echar leche blanca y espesa por su punta. ¿Estas son las dos novísimas funciones para la consola de tu joystick recién comprado que le has comentado a tu madre, cielo?
Yo, como única respuesta a la pregunta de mi nalgona novia, natural de Róterdam, bombeé sangre con fuerza a la polla que estaba ahora en sus manos y fue cierto que, en menos de diez segundos tomados por un cronómetro, esta estaba más dura que una piedra.
NOTA DEL AUTOR: Esta es la cuarta entrega de la saga dedicada a la holandesa de nombre, Sheva de Róterdam, y a su culo de campeonato, que siempre ha sido tan desasosegante para los hombres. Con lo que consigo acordarme de aquellos años, ya lejanos, de principios de los noventa, yo voy escribiendo, procurando hacer relatos independientes que faciliten su lectura, con todo lo que pasó. Las lagunas actuales en mi memoria sobre estos hechos y también que haya decidido incluir en mis relatos algunos detalles, adornos o ciertas exageraciones que puedan hacerlos aún más interesantes (siempre con cuidado de no pasarme, para no deformar la realidad) no quita para que os pueda asegurar que los actos, las personas y muchos de los lugares que aparecen estos relatos, fueron, en su gran mayoría, reales. Además, en esta cuarta entrega de las historias vividas por la holandesa de las nalgotas, a lo largo de los años noventa en la zona de Madrid, voy a suprimir la figura del narrador que aparecía en las otras tres entregas anteriores y voy a contaros todo lo que recuerdo que nos sucedió, en primera persona. El culo de la de Róterdam y las emociones que despertaba se lo merecen.