Juegos perversos con la amiga de mi esposa
Desde pequeño nos enseñan que jugar es bueno... pero hay juegos mejores que otros.
Hay muchas historias que empiezan con un gran sueño. Una entrada perfecta para un relato donde todo es perfecto.
“Él, era el dueño de una compañía multimillonaria… Todos a su alrededor le idolatraban… Solo necesitaba entrar en un bar para, sin señalar siquiera, poder escoger entre el amplio abanico de mujeres que siempre le rondaban… y, sin embargo, de entre todas esas modelos y misses, se fijó en ella…”
Cada punto suspensivo sería una posible variación en ese punto de la novela. Un gran principio en el que querríamos vivir. Si somos el chico no tendríamos que preocuparnos por el dinero, ni por la seducción, ni siquiera por detalles nimios como el interés que pudiese llegar a tener la otra persona hacia nosotros; ya que, desde un principio, se siente halagada porque de entre todas esas bellezas que nos rodean, nos hayamos fijado en ella.
Si somos ella, podría llegar el caso de que lo que nos guste sea el hecho de captar la atención de alguien capaz de vernos en un mundo donde el engaño de la belleza artificial y vestidos caros, nublan el brillo de personalidades como la nuestra, inteligencia sin comparación, un morbo que ni cincuenta sombras podrían igualar y lealtad absoluta hacia aquellos que consideramos merecedores de la misma.
Una buena historia que… no es para mí. Tengo que trabajar duro para costearme el vicio asqueroso de comer todos los días, relacionarme con desconocidos para tener amigos y darlo todo seduciendo si lo que quiero es follar. Una vida muy complicada… vamos, como la de cualquiera.
Aunque por suerte para mí, no soy malo en ninguna de esas lides. Me desenvuelvo por el mundo como si mi mayor problema fuese no saber qué hacer con mi tiempo libre. Me gusta mi trabajo, tengo varios amigos disponibles siempre que los necesito y, de entre todas las cosas, la seducción es un arte del que nunca me canso.
Soy español, aunque resido en el extranjero desde que me casé con Adriana, una chica de pelo negro y sonrisa abierta. A mis cuarenta años no presumo de conquistas, las disfruto. Mi mirada penetrante de ojos verdes hace que la gente se sienta intimidada y mi sonrisa abierta y discreción, las hace sentirse cómodas y es entonces cuando se abren a mí.
El acento fuera de España siempre me facilita las cosas a la hora de relacionarme, así que no me resulta difícil hablar con cualquiera. Sin embargo, no me gusta cualquiera a la hora de relacionarme, así que prefiero una compañía interesante a conformarme con una persona que no me importe o no respeto; por muy guapa que sea o se crea.
Físicamente… me gustaría estar más en forma, pero en el lugar donde resido la vida transcurre en la carretera y el día no tiene tantas horas para poder estar tranquilo en un gimnasio. Así que… soy normal, ni gordo ni flaco, ni fuerte ni flojo, un afortunado de la genética que sin hacer nada se ve bien. Ódiame si quieres…
Sexualmente me siento fuera de lugar. En España, muchas veces, al tratar temas sexuales me siento como si estuviese hablando con niños en lugar de adultos. Imaginaros aquí donde, muchas veces, se sienten más que intimidados por los asuntos de cama.
Al tocar este tema obtengo, casi siempre, las mismas dos contestaciones:
*No soy una puta.
*Arderás en el infierno por pecador.
Lindas palabras para un cabrón como yo, lo sé. Así que lo normal, desde que llegué aquí, es que me aburra como un tigre en una jaula. Que me sienta como un ratón que busca desesperado la salida de este laberinto, donde no hay nada ni nadie interesante.
Porque seamos sinceros… follar, lo que se dice follar, se puede. Pero no me gusta. Bueno sí… a quién no le gusta un buen polvo, pero lo que de verdad me apasiona, lo que me excita y me enciende es el morbo. La perversión en su estado más puro. Y así me encuentro, ateo desde siempre, rezando a un Dios en el que no creo para ver si me manda alguna chica digna de atención; algo que me saque de la rutina.
Ya, sé lo que estáis pensando:
“—Disculpa… pero ¿tú no escribiste que estabas casado?”
No leéis con atención… lo escribí, sí… al igual que puse que soy un cabrón… Me gusta serlo.
Podría perder mi tiempo defendiéndome y asegurar que conozco a hombres fieles que hacen más daño que… bla bla bla. Podría mentir y decir que mi esposa no me quiere o que no me da lo que necesito y más bla bla bla… ¿A quién le importa? Cada uno es como es y todos tenemos fantasmas en nuestro armario.
No soy un hipócrita, así que puedo mirar a la cara de cualquiera y decir:
—Sí, amo el sexo. Perdón… mentí… lo que amo es el buen sexo. El morbo en su salsa es mi pan de cada día y, aunque me encanta un polvo fortuito como a cualquiera, lo que más disfruto es cuando alguien es capaz de cumplir mis expectativas y llevar mis fantasías a otro nivel, poniéndome la mente a cien.
Así soy. Bueno… así es el protagonista de este relato. Uno que no empezará con un rico millonario, porque no soy rico. Tampoco alguien que busca el amor en cualquiera de sus formas, ya que lo tengo cada noche cuando me voy a la cama. Ni siquiera podría empezar diciendo que soy especial y que por eso lo merezco, ya que soy el típico chico que no es digno de protagonizar esta historia que, por azar, tuve la suerte de que me tocase vivir.
Así que es así como inicia. Con alguien que no es especial, un cabrón de nombre inventado para que me saludéis por la calle sin saber que soy el protagonista de este momento digno de cualquiera de vuestras fantasías.
Todo comenzó en el mundial de futbol. Yo, aunque no os lo creáis, no soy amante de ese deporte; Sí, sí, lo sé… soy español y como tal… pero es que no me gusta, no lo aguanto. Todo lo contrario de mi esposa, que es una gran aficionada. Así que un día perdido frente al televisor para ver el mundial de España vs Rusia por un capricho suyo, no era algo que me tuviese de buen humor. Ni siquiera cuando invitó a Victoria, esa amiga suya con un culo tan brutal que cada vez que lo veo mejora el momento…
Así de malo era mi día.
Bueno… no del todo. Cuando llamó aquella diosa y entró con un vestido rosa, que realzaba sus pechos haciéndola parecer puta e inocente a la vez, con esa cara de modelo puertorriqueña, provocó en mí un estado de calentura instantáneo. El vestido en cuestión me tenía hipnotizado. Terminaba justo a la altura de sus pantorrillas y, cada vez que se movía, siempre parecía enseñar un poquito más de lo que realmente dejaba ver.
—¿No puedes tener mejor actitud? —me preguntó, mientras mi esposa arreglaba el salón y nosotros preparábamos la picadera en la cocina—. Estás estropeando el momento.
—Qué quieres que te diga… odio el futbol —gruñí malhumorado, por decimoquinta vez aquel día—. Odio perder mi tiempo aquí, me gustaría que lo vieseis solas y ya está… puedo ir a hacer cualquier otra cosa… no necesitáis hacerlo conmigo.
—¿Tan malo es que Adriana quiera compartir las cosas que le gustan con su marido? Muchas parejas estarían felices por ello.
—Pero podemos compartir las que nos agraden a los dos y dejar las que solo le gusten a uno de nosotros para hacerlo a solas.
Movió la boca en una mueca de desaprobación que, por algún motivo, me pareció muy sexi.
—Piensa que así pasas tiempo con ella, haciendo algo que le gusta y luego ella hará algo que te apetezca solo a ti.
Ojalá… no me molestaría ve el partido si mi dulce esposa accediese a hacer un trío con su queridísima amiga justo después.
—A otro perro con ese hueso. Ambos sabemos que los matrimonios no funcionan así. Y ya que, como buen marido, tengo que hacer lo que le guste a ella, por lo menos me reservo mi derecho de estar frustrado y enfadado porque no me apetece.
—Pero así nos vas a fastidiar la tarde a las dos —se quejó.
—¿Y qué quieres que le haga?
—¿Esforzarte? ¿Fingir si hace falta? —me pidió, acercándose hasta el punto de que sentí esos pechos en mi brazo.
Sé lo que estaba haciendo… pero no soy alguien al que se le pueda manipular tan fácil. Le miré a los ojos y dejé sus pechos tranquilos. A pesar de todo… sé que a mi esposa le hacía ilusión ese día. Nunca accedo a ir con ella a ningún partido… a lo mejor, verlo cómodamente en casa no era tan malo.
Era un suplicio. Pero bueno, podía intentarlo. Además, si me aburría, podía mirar las piernas a mi querida diosa.
—Vale…—accedí.
—Graciiiiaaas —comentó, dirigiéndome una sonrisa antes de salir de la cocina.
—Ya, ya, ya… —murmuré.
En mi defensa diré que fui al salón con toda la intención de poner mi mejor actitud. Lo que ocurre es que tengo una cara en la que se refleja lo que pienso, así que no pasaron ni cinco minutos antes de que mi esposa hiciera un comentario y Victoria, su amiga, me dirigiese una mirada de reproche.
Cuando se acercó a mí, supe que me tocaba aguantar otra queja.
—¿No sabes disimular mejor o qué? —me preguntó disimuladamente.
—No… —contesté ofendido.
—Hazlo por nosotras…
—Por vosotras voy a ver el dichoso partido —gruñí malhumorado.
El tono de fastidio fue inevitable. No quise parecer un borde. De hecho, lo normal es que hubiese sonreído y hubiese accedido a sus deseos en una fantasía donde me imaginaba que me lo agradecía de alguna manera pervertida. Pero hoy ya había cumplido mi cuota de sumisión y buena voluntad. No me sentía con ánimo de estar aguantando más comentarios sobre mi cara y mis pocas ganas de colaborar. Bastante tenía con una tarde haciendo algo que odio y una calentura del copón por culpa de un maldito vestido con vuelo, que acabaría en una mala paja en el baño.
Seguimos preparando todo, en silencio. Aunque sentía la mirada de Victoria constantemente sobre mí.
Al cabo de un rato, dio una excusa para llevarme a la cocina donde me enfrentó de nuevo.
—Está bien, odias el futbol… —murmuró resignada—… ¿y si lo hacemos más interesante?
Aquello me intrigó.
—¿Cómo?
—Una apuesta.
—¿Qué tipo de apuesta?
—Tú eliges…
Todas mis fantasías se agolparon en mi mente pugnando por salir a escape de entre mis labios. Ella supo leer mi mirada al instante.
—Ni se te ocurra decir lo que estás pensando, pervertido. Eres el esposo de mi mejor amiga.
—Eres tú la que me está pidiendo que alegre mi cara.
Ella se rio. Cómo broma no le desagradaba. Tomé nota mental de eso.
—De acuerdo. Si gana tu equipo te daré un beso…
—¡Y una mierda! —respondí al instante.
Eso la dejó desconcertada. Por un momento no supo reaccionar y yo decidí lanzarme a la yugular.
—Nada de apuestas chorras. Si gana mi equipo serás mi esclava sexual por un mes.
—¿Estás loco?
En parte debido a mi humor y, en parte, a mi soberana calentura continué como si no la hubiese oído.
—Y no una cualquiera… una de gama alta, de lujo, de esas que se adelantan a los deseos de sus clientes y, si gana tu equipo… —dejé la frase al aire un par de segundos en los que pude ver la curiosidad en su cara—… te compraré el bolso de Louis Vuitton del que hablabais el otro día.
Victoria me miró como si no me creyese.
—Es muy caro —argumentó.
—Una puta de lujo también… Quiero una apuesta equivalente y justa. —No tenía que echarse atrás... no quería que se retirase. Ahí estaba mi órdago—. Aunque… ¿Cómo sé que no te echarás atrás si gano? Deberías darme un adelanto de ese cuerpo que tienes, demostrando que vas en serio.
Victoria sonrió y dio un paso hacia mí. En ese instante, toda la sensualidad que siempre le rodeaba me golpeó de lleno y noté una erección como pocas veces he sentido. Acercó su boca a la mía como si fuese a besarme y la dejó a un solo centímetro.
—Eres un pervertido y esto, que tanto deseas, no lo vas a catar.
—A no ser que pierdas —le reté.
Se mordió la lengua mientras me miraba a los ojos, analizándome.
—No perderé…
—Entonces ¿aceptas la apuesta?
Desde el salón, una voz nos trajo a la realidad.
—Chicos, ya empieza —anunció Adriana.
Cogiendo un par de latas de cerveza, Victoria se dio la vuelta dirigiéndose a la puerta. Había estado tan cerca… si mi queridísima, y ahora mismo odiada, esposa no hubiese abierto su boca…
—Voto por España y yo escojo el bolso que más me guste.
No me lo podía creer. ¿Funcionó! Por suerte mi boca fua más rápida que mi cerebro estupefacto.
—Un mes completo, sin descanso los fines de semana.
Aquello la hizo sonreír, pero no de esa forma dulce que solía dedicarme, aquella era la sonrisa que dirigía un depredador a su presa.
—Eres un enfermo.
—Y tú serás una puta exquisita.
Salió sin volverse, pero deleitándome con ese culazo con el que tantas pajas me había hecho.
Mientras esperaba a que se me bajara la calentura, las oí hablar de algo en el salón y reírse. Ni por un segundo pensé que ella fuese a decirle nada de lo que había ocurrido, así que podéis imaginar la excitación, para no pensar en los peligros que estaba afrontando.
De hecho, tengo que concederle que tenía razón, el partido se volvió muchísimo más interesante. Mi cara cambió cada pocos minutos. Durante todo el partido España atacó a Rusia sin piedad demostrando un dominio en el juego durante todo el partido y yo grité, sufrí y, en definitiva, me divertí. Éramos tres locos disfrutando de un mundial como nunca había disfrutado de nada.
0-0
Final del partido.
Miré a Victoria con autentico sufrimiento. España había demostrado una superioridad en ataque que Rusia a duras penas había podido contener. Jugarlo a penaltis era… injusto.
Uno a uno los jugadores hicieron su mejor esfuerzo.
Y ocurrió lo impensable.
Gol de Rusia… pierde España.
Resulta que, incluso siendo español y pareciéndome injusta esa victoria, tampoco me importó tanto como creí. En lo único que podía pensar mientras toda España se hundía con la marea roja, era en la cara de mala ostia que se le había puesto a Victoria.
—Ya preparo yo la cena —comentó, con un tono malhumorado.
Adriana me dirigió una mirada extrañada, antes de darle un abrazo.
—No siempre se gana —alegó mi esposa, bastante contenta—. Además, debería ser el español el que estuviese molesto y mírale como sonríe —explicó, señalándome.
Se notó que el comentario la puso de peor humor. Sin decir nada, se fue a la cocina y empezamos a oír el ruido de los trastos.
—Sí que se lo ha tomado en serio —dije a mi mujer a modo de broma—. ¿Quiere que vaya a calmarla?
—Si te atreves…
¿Si me atrevía? Si ahora mismo hubiese una jaula con un león hambriento entre esa chica y yo, me hubiese metido sin dudar.
Lo reconozco, a medida que avanzaba estaba convencido de que encontraría mil excusas para no tener que pagar su apuesta, incluso llegar a amenazarme con delatarme si veía que intentaba sobrepasarme… con lo que al final todo quedarían en palabras y un juego “porque yo nunca…”. Pero la verdad es que los doce pasos escasos que me separaban de la cocina me estaban haciendo temblar de excitación y nerviosismo a partes iguales, mientras imaginaba las posibilidades.
Todo cambió tan pronto llegué al umbral.
Esperaba chantajes, excusas, lloros, súplicas… y allí estaba la mejor amiga de mi esposa batiendo unos huevos, completamente desnuda. Su vestido estaba tirado en el suelo y no había ni rastro de su ropa interior, quizás ni siquiera había llevado y yo ni me di cuenta. Tenía el culo en pompa hacia mí y la espalda arqueada en una postura completamente sexual.
Al acercarme, metí mi mano entre sus piernas y, para mi sorpresa, la encontré seca.
—No estás excitada —me quejé.
—Solo es una apuesta, no tiene por qué gustarme.
—Pero eres mi puta…
Sonrió de manera cruel.
—¿En serio crees que los gemidos de las putas son de placer? Casi ninguno de sus clientes sabe lo que tiene que hacer con la mujer que tienen delante.
Metí un dedo en su entrepierna. Esperaba alguna queja, algún signo de incomodidad. Algo que la hiciese parecer menos salvaje; más controlable. No se inmutó, tan solo abrió más las piernas y siguió batiendo los huevos preparando la cena.
Desde la sala el ruido de la televisión me tranquilizó. Mientras Adriana viese la televisión yo podría… aunque claro, con la tele encendida no oiría si ella…
Mi cabeza era un galimatías. Allí estaba yo, con el dedo metido en el coño de la mejor amiga de mi esposa, preocupado por si ahora se levantaba. Así no iba a disfrutar. Si me pillaba, me jodía y punto.
Empecé a moverme en su interior, mientras apretaba sus pechos, intentando calentarla un poco. Ella se dejaba hacer y apenas participaba. Lo que me tenía caliente y de mal humor.
—El trato es que fueses mi puta. Tienes que moverte.
Ella me miró con odio.
—Para nada. Esa no fue la apuesta.
—Si que lo fue, tú dijiste…
Me cortó con una sola mirada.
—La apuesta era que durante un mes sería una puta de lujo, no una de esas tontas que se vuelven locas porque les metan un dedo en el coño. Y no te quejes tanto, te garantizo que vas a disfrutar. Siempre pago mis deudas.
El rencor era patente, pero a pesar de que todos mis sentidos me gritaban para que huyese de allí antes de que fuese tarde, aquella mujer me mantenía inmóvil sin necesidad de decir o hacer algo.
Allí estaba yo, como un adolescente inexperto masturbando a la animadora de clase, mientras ella se encargaba de hacer la cena, ignorándome. Estaba molesto, estaba excitado, pero lo que sí era seguro es que lo estaba disfrutando. Ese toque de nervios de hacerla mía en contra de su voluntad y con la incertidumbre de cuando mi esposa se iba a levantar del sofá me tenía loco.
Me abrí el cierre del pantalón, saqué mi polla y me puse a su espalda. Quería que participase en el juego; que se humedeciese, excitarla, que perdiese el control como tantas veces había fantaseado, pero ella seguía cocinando como si yo no fuese más que una molestia que tuviese que aguantar.
Me molestó tanto que, sin pensarlo, se la metí de golpe. La agarré de las caderas y empecé a follármela con fuerza. Estoy seguro de que, si la tele no hubiese estado a ese volumen, mi esposa habría oído el golpe de mis caderas contra el culo perfecto de su querida amiga. Pero no… Ella estaba en su mundo mientras su querido marido se follaba el coño de la mujer que tanto había deseado a escasos metros de ella.
Victoria arqueó la espalda aún más, facilitándome la penetración y deleitándome con una visión que ni en mil películas porno había disfrutado. Me miró, pero en esta ocasión el desafío en su cara se fusionaba con el deseo que mostraban sus ojos. Empezó a acompasar sus movimientos con los míos y levantó su espalda para poder besarme.
Su lengua cobró vida en el interior de mi boca y, en aquel beso, nos devoramos ambos con el hambre que habíamos despertado.
—¿Te gusta follarte a la mejor amiga de tu esposa, mientras tu querida mujer espera pacientemente en la sala a que terminemos? —susurró, mirándome a los ojos.
Aceleró sus movimientos y pude sentir lo que era tocar el cielo con la punta de… mi polla.
—Mucho —confesé.
—¿Y estás dispuesto a aguantar que te exprima durante todo el mes como nunca has soñado?
—Sí.
Aquella forma de mirarme mientras movía sus caderas hundiéndome en su coño cada vez más profundo, me tenía malísimo. Podía oír el chapoteo entre sus piernas cada vez que entraba y salía de ella. Su respiración acompasada a nuestros movimientos, mientras arqueaba la espalda, consiguiendo una penetración más profunda y dejando escapar algún que otro ligero gemido.
—Entonces sabrás que no tenemos que tener prisa… —comentó.
Y, diciendo esto, sacó mi miembro de su interior.
Así me quedé. Con la boca abierta y la polla fuera en mitad de mi cocina, como un arbolito a medio adornar con las bolas colgando.
Quise matarla ahí mismo. Estaba en shock, sin saber que hacer o decir. Por un lado, no podía hacer ruido o mi esposa vendría a ver qué ocurría, por el otro, quería gritarla que se la volviese a meter dentro ahora mismo.
En todo lo que llevábamos de noche, esa fue la primera sonrisa sincera que me regaló.
—Alguien de por aquí está caliente… —bromeó.
—Que te jodan —murmuré cabreado.
—¿Es una invitación? —preguntó, mientras agarraba mi polla y comenzaba a masturbarme—. ¿Quieres joderme?
Las oleadas de placer que me invadieron me hicieron temblar.
—¡Sí!
Sin dejar de masturbarme, cogió el bol donde había estado batiendo los huevos y echó todo al fuego.
No dejó de masturbarme mientras la cena se hacía. Siempre mirándome a los ojos, sin decir nada. En el silencio podía incluso oír la serie que mi esposa veía en la televisión.
—¿Me pasas dos platos? —me preguntó, soltando mi entrepierna.
A regañadientes accedí. Ella sacó la tortilla y echó la siguiente.
Con el pie, colocó el vestido y se puso de rodillas sobre él.
Me provocó un infarto cuando levantó la voz.
—¡Amiga! —gritó, llamando a mi esposa, mientras se metía mi miembro en la boca y empezaba a chupar—. ¿Quieres queso en la tortilla?
Me miró a los ojos divertida, ante la cara de pánico que se me puso.
—¡Amigaaaaaaaaaaaaaaaaa! —gritó de nuevo, haciendo un sonoro ruido con su chupada y repitiéndolo un par de veces bastante sonoras antes de volver a preguntar—. ¿Quieres queso en la tortilla?
—Sí —contestó Adriana desde la sala.
Victoria me dirigió aquella mirada divertida otra vez, mientras, sacando la lengua, repasaba mi falo de arriba abajo con sus ojos clavados en mí.
—Esto está muy grande —comentó en voz demasiado alta, metiéndosela y sacándosela de la boca con rapidez y maestría—. ¿Te molesta si la compartimos?
—No, claro que no.
Oír a mi queridísima novia, con aquella jodida puta infernal haciéndome una mamada a toda velocidad, provocó que toda mi leche subiese hasta mis huevos y estuviese a punto del orgasmo.
—Ya lo has oído lo que ha dicho —me dijo desde el suelo, apoyando la punta de sus labios en mi glande y dedicándome una hermosa sonrisa—. A tu novia no le molesta compartir esta deliciosa polla conmigo. Y yo me muero porque me vea llena de tu semen… así que ¿a qué esperas?
No necesité más aliciente. Me corrí en sus labios, sobre su cara, sobre sus pechos. Me corrí como si hiciese mil años que no lo hubiese hecho. Y la cara de vicio que me dedicó mientras se extendía el semen por su cuerpo, provocó que no se me bajase la erección.
La agarré del pelo y le restregué mi polla de nuevo por sus labios hasta que los abrió y volvió a chupar dejándome bien limpio.
Quería volver a follármela. Deseaba tirarla al suelo y joderla ahí mismo, hasta que le doliese todo.
—Tu novia espera para comer… no querrás que nos descubra —comentó, leyendo mis intenciones.
Tenía razón. Aunque era una porquería de situación.
—Quiero tu coño ahora.
—Lo sé.
—Eres una puta.
—De lujo —puntualizó—. Durante un mes… Me pregunto si podrás volver a ser tú mismo después de ese tiempo…
No la respondí. Lo cierto es que hay polvos que no se olvidan y mujeres que nunca se dejan atrás.
A regañadientes, cogí una servilleta de papel y se lo di para que se limpiase. Me miró extrañada.
—¿Y eso?
—Para que te limpies.
—¿Estás insinuando que desperdicia algo tan bueno?
—¿A qué te refieres?
Cogió el semen de sus pechos con sus dedos y lo lanzó a la tortilla. Luego siguió con el resto que tenía por la cara y escupió sobre la cena.
—Por si quedaba algo de semen en mi boca —puntualizó, al verme como la miraba.
Se levantó, le echó queso y dejó que se derritiese sobre la superficie, dejando los restos de mi orgasmo casi invisibles.
Casi… porque yo veía claramente el rastro que no había tapado.
Cogí la servilleta y estaba a punto de limpiarme la polla cuando ella me detuvo.
—¿Qué haces?
—Limpiarme…
—¿Qué te dije? No derroches...
Partió media barra de pan, la abrió y luego, mirándome a los ojos, usó el pan para limpiarme la polla.
Bueno… limpiarme en una expresión muy amplia. Porque lo que hizo de verdad fue limpiar los restos de semen usando el pan para masturbarme.
—¿Mejor que una servilleta? —preguntó
—No sé, va a quedarme todo lleno de migas…
—No creo…
Sonrió, se puso de rodillas y volvió a engullir mi falo por completo. Movía la lengua haciéndome ver que hasta ahora nunca me habían dado una mamada de verdad.
Solo lo hizo unos segundos, pero que maravillosos segundos.
Cuando se levantó, me pasó un plato con mi cena y partió el otro bocadillo en dos. Recogió el vestido del suelo y lo analizó un instante, antes de ponérselo.
—Me temo que tu esposa me va a ver llena del semen caliente de su novio. Así que dime ¿cómo me queda? —me preguntó.
Había estado tan excitado que ni siquiera me había fijado quede que su vestido estaba en el suelo y, al correrme, se lo había manchado. Allí donde el semen había caído, unas vistosas manchas blancas eran imposibles de disimular.
—Oh Dios… —murmuré.
Victoria me miró a la cara desafiante, satisfecha. Provocadora.
—Durante un mes…
Diciendo eso, cogió los dos bocatas y salió al salón.
—¡Amiiiigaaaaa, mira lo que ha hecho tu novio a mi vestido! —se quejó.
Se me paró el corazón, ni siquiera me atreví a salir de la cocina para poder defenderme de aquella loca. Si mi mujer no me pedía el divorcio allí mismo, me iba a matar. Me quedé paralizado, preguntándome que tan cabrona podía ser Victoria.
Agucé el oído intentando oír por encima de los latidos de mi corazón.
—¿Qué pasó? —estaba preguntando Adriana.
—El manitas de tu novio… que mucho decir de ayudarme en la cocina, pero creo que tendrá que ayudarme solo en otros menesteres...
—Pero… ¿qué ocurrió?
—¿Qué que ocurrió? Ocurrió que quiero echarle un poco de leche a la cena de mi amiga para que quede más jugosa y es tan cabrón que… —movió las manos de manera rápida por todo su cuerpo en un gesto de frustración—… no sé ni cómo explicarme. ¡Solo mira cómo me dejó!
Oí una leve risita de parte de mi querida esposa que logró que mi vida se llenase de incertidumbre.
—¡Encima no te rías! —protestó Victoria, haciéndose la indignada—. Tu queridísimo marido salpicó por todas partes. Te garantizo que ahora mismo yo tengo más rastros de leche encima, que tú en la tortilla. Solo mira cómo me quedó el vestido…
Hizo un pequeño puchero de niña pequeña.
—Lo siento… —comenté, saliendo de la cocina con gesto arrepentido—. Fue sin querer.
—¡Miente! —aseguró Victoria—. Mírale a la cara, esa sonrisa de satisfacción... El muy cabrón lo ha disfrutado. Por si perder una apuesta no fuese, suficiente encima tengo que aguantar que me usen y abusen.
¡Se le había escapado!
Ahora Adriana le preguntaría cual era la apuesta y…
—Tú fuiste la que insistió —comentó mi esposa riéndose—. Yo solo accedí porque insististe en hacerlo más interesante.
Ahora el confundido era yo.
—¿Qué apuesta? —pregunté.
Mi esposa puso cara de culpable.
—Aposté a que perdía España… —La confusión que reflejé debía ser notable, porque enseguida se disculpó—. Lo siento cariño, sé que eres español, pero estaba convencida de que los rusos iban a hacerlo mejor.
—Jugaron peor… ganaron porque fueron a penaltis y…
—Esa fue su estrategia —argumentó Adriana—. Ganaron porque lo hicieron mejor.
—Vale, vale —claudiqué levantando las manos—. ¿Y qué apostaste?
—La perdedora tenía que ir a la cocina a hacer la cena para que la ganadora se pudiese quedar en el sofá sin moverse ni hacer nada.
Mi cabeza empezó a atar hilos. Miré a Victoria que me dedicó una mueca de soberbia. Por eso estaba tan calmada estando desnuda. Sabía que Adriana no iba a entrar.
No pude evitar reírme. De hecho, me reí tanto que se les contagio a las dos.
—Venga anda, deja ya de reírte y vamos a comer —comentó Victoria, pegándome un pequeño golpe en las costillas dirigiéndome una elocuente mirada—. No quiero que a tu novia se le enfríe la cena.
La miré con todo el deseo acumulado en un millón de vidas. Aquel era el primer día de un mes alucinante y no solo lo supe. Quedó demostrado cuando empezó a hablar.
—Hemos hecho la cena, te toca decir unas palabras de agradecimiento.
Adriana se levantó. Pensó un momento y empezó a hablar.
—Un brindis por la amistad, por esta rica cena y compartir muchos días así…
—Brindo por eso también —argumenté riéndome—. Quiero que todos los días sean así… Por las dos mujeres más hermosas, sexis e inteligentes del mundo Y por Rusia, que nunca pensé que me gustase que ganasen los jodidos. ¿Y tú, Victoria?
Estaba impaciente por oírla.
Ella bajó la cabeza y pensó un instante.
—Por seguir disfrutando frente a mi mejor amiga de locuras que nadie se atrevería a soñar y por tu casa, que considero mi segundo hogar; por mucho que tu novio le guste que me vaya de aquí con el vestido lleno de leche. Y sí… —argumentó haciendo un corte y moviendo las manos de manera exagerada—… después de decirlo en voz alta me doy cuenta de que no es tan gracioso como me había parecido y suena estúpido o demasiado porno... Así que, como prefiero ser puta a estúpida, pondré mi mejor cara de perra y confesaré que no importa cuantas veces quiera que me vaya de esta casa con manchas de semen después de un polvo rápido en la cocina, no conseguirá separarme de mi buena amiga ni que le mire a la cara con la satisfacción de todas mis apuestas cumplidas.
Era una descarada.
Adriana empezó a reírse, pero yo quería más.
—Cada uno dijo tres cosas, te falta una —argumenté, demasiado caliente.
—Yo que sé… —puso los ojos en blanco como si no se le ocurriese nada—. Porque la próxima vez te corras en mi culo, mis tetas, en mi cara o en mi boca; te puedes correr hasta en mi coño si prometes no volver a joderme otro vestido de doscientos dólares. —Luego, mirando a mi novia, preguntó—. ¿Te parece bien si brindo por eso?
—Yo no le perdonaría si me mancha un vestido, así que… lo entiendo. Me parece un buen deseo.
En la cara de Victoria al mirarme no podía haber más satisfacción.
—Ya has oído. Brindemos porque las próximas veces no me manches la ropa.
Bajo mi atenta mirada, las dos mujeres chocaron sus bocadillos y dieron un mordisco. Os juro que pude ver en los labios de ambas, el brillo del semen.
Hace tiempo que no me regalaba momentos perdidos entre el teclado y mis fantasías y ha sido refrescante. Una vez más, me permití el vicio de sucumbir a mis pecados y empezar una nueva historia. Si os ha gustado, ponedlo en los comentarios y valoradlo, que siempre nos sube la moral a los escritores y será más sencillo escribir una segunda parte en la que ya estoy trabajando. Si no os ha gustado… siempre podéis poner una crítica constructiva con lo que se pueda trabajar.
Un saludo desde el lado oscuro del deseo.