Juegos de una noche con mi esposa
Una salida nocturna que empieza con cena para dos y acaba con postre para tres
Juegos de una noche con mi esposa
Se había puesto el mono rojo, ese que le hacía que se le mezclaran los cachetes del culo y se le pegaran cuando caminaba. Tenía a todo el restaurante en vela. Cuando se levantaba al baño los hombres giraban la cabeza, también algunas mujeres, y ella regresaba caminando despacio, a propósito, para dejarse ver y acariciar con las miradas. Le gustaba sentirse deseada, porque era joven y estaba viviendo los mejores momentos de nuestro matrimonio. Es ahora cuando se hablaban las cosas con confianza, cuando se construían puentes entre ambos en lugar de reivindicar los espacios de cada quien. Cuando mejor estábamos era cuando salíamos juntos.
Le dije que mirara un joven que había frente a nosotros. Era un chico moreno, alto, con un cuerpo atlético, ojos negros, muy atractivo. Llevaba pantalón vaquero y camisa blanca. Se aburría con su acompañante que no paraba de hablar. Podía ser una primera cita, y ella, nerviosa, se había soltado un poco más de la cuenta con el vino. Mi mujer se reía con estas ideas, y le dije que si le gustaba le podría coquetear desde lejos. Ella, encantada, se levantó de nuevo para ir al baño y al pasar a su lado le regaló una bella sonrisa. El chico sonrió y hubo más complicidad aun cuando ella venía de regreso. Después, le dije a mi mujer que si quería podíamos invitarle a tomar algo.
- Pero si está con esa chica -contestó.
- Se aburre -dije yo- mejor dile algo, dale una nota con tu número.
Cuando estábamos pagando la cena fue él quien se levantó para ir al baño y yo mismo le entregué un papel donde había escrito número de mi mujer. Llámala, le dije. Te estamos esperando fuera.
Esperamos un rato en el bar de al lado. Mi mujer estaba nerviosa. Cuando llegó nos presentamos y pedimos una copa. Javier, que era su nombre, nos confirmó que su cita que había salido mal. Se deshizo de ella inmediatamente porque no podía dejar de pensar en mi mujer, su belleza extraña.
- Soy latina – le aclaró.
- Claro, se nota. Supongo que también bailas
- Me encanta.
Pagamos y fuimos a una sala de baile que no quedaba lejos. En veinte minutos estábamos pidiendo mojitos, bailando alternativamente con ella y disfrutando de una noche que podía ser muy distinta a la que habíamos vivido hasta ahora. A pesar de nuestra buena relación, ya estábamos atrapados por la rutina de la ciudad y no podíamos volar como realmente queríamos. Necesitábamos playas, discotecas, restaurantes, necesitábamos lucir y disfrutar de la belleza y de andar de fiesta. Esto era una fiesta, realmente. Empezábamos a sentirlo, y la liberación era tan maravillosa que aquel joven nos permitía ir más allá. Se acariciaban y se tocaban tímidamente mientras bailaban, y yo los miraba y mi corazón latía cada vez más fuerte.
En un apartado de la discoteca, una zona oscura, nos juntamos los tres y ella se quedó en medio de ambos, animándonos a tomarla entre ambos. Me besaba sacando la lengua y queriendo meterla hasta adentro, y luego hacía lo mismo con él. Necesitaba nuestras caricias. Javier tenía sus manos metidas por debajo del pantalón, acariciándole las nalgas. Yo le acariciaba el pecho, le humedecía los pezones mientras que ella seguía besándole, el cuello, acariciando su pelo… La gente pasaba por allí y no reparaba en nosotros porque estaba oscuro, pero en un momento determinado mi mujer se giró y me dijo que nos fuéramos porque quería follar.
Me sentía feliz por verla tan excitada, cuántas veces había soñado tener una situación parecida, y por fin estábamos a punto de lograrlo. Mis sentimientos, no obstante, eran contradictorios. El corazón me latía con fuerza, como si la química de mi cuerpo hubiera tomado su decisión, mientras que la cabeza me sacaba unos celos poderosos. Salimos de la disco y nos fuimos a un hotel. Ya no había vuelta atrás. En el cuarto echamos la ropa en la entrada, la íbamos dejando por cualquier lado porque mi mujer ya estaba sonriendo en la cama, sentada, y fue Javier el primero que desnudo se puso frente a ella para que le besara la cintura, las piernas, la verga dura y empinada. Ella lo disfrutaba despacio, le pajeaba lentamente mientras que le besaba el ombligo, los abdominales y le comía los pezones. Yo estaba acariciándome viendo, no podía sentirme mejor. Ella se levantó y se apoyó en la cama, se puso en cuatro, y dejó que Javier la penetrara completamente. Su cara era más que divina, vi el rubor que veía cuando éramos novios y nos revolcábamos en la alfombra de nuestro apartamento. La quería más aún. Ella sentía la penetración bien duro, sollozaba, me buscaba con la boca y con la mirada, pidiéndome que fuera a ponérsela en la boca como yo sabía que quería. Y eso hice. Caminé hacia ella masturbándome y le puse la verga cerca. Ella empujó el cuello hacia adelante y se la tragó. Lo estaba buscando tanto que gimió al sentir la punta. Después gimió más con las embestidas suaves pero constantes que recibía por atrás.
Javier empujaba por detrás, y sentía que ella estaba al límite. Seguía chupando, cada vez más obscena, más entregada si cabía, hasta que sentí que se aflojaba, que gemía fuerte y se iba aflojando, y que se estaba corriendo como lo hacía cuando era yo el que estaba dentro. Pero era otro; sacó la polla todavía dura y mojada y se la meneó duramente hasta que soltó un chorro de leche que cayó en la espalda de mi esposa sin que ella dejara de mirarme. Yo no pude contenerme y con los dos o tres lengüetazos que me dio le eché todo también en la cara, y quedamos los tres tumbados, saciados, colmados de tanta excitación que habíamos podido aplacar. Eran chorros de química echados a perder.
Al rato Javier se vistió y salió del cuarto. Yo me quedé viendo a mi mujer mientras dormía.
- ¿Es así como lo habías planeado? – me dijo al despertar.
- Exactamente igual que mi sueño.
- Bueno, luego no digas que no eres dichoso.
Lo era. Cómo no iba a serlo si podía vivir, salir, reír y follar con ella.