Juegos de seducción

Prolegómenos a una primera vez

Por experiencia propia, sé que las malas experiencias que no somos capaces de superar, son las que más terminan erosionando nuestra auto estima y más evidente hacen la vulnerabilidad que, en mayor o menor medida, todos albergamos en nuestro interior.  Una debilidad que nos empeñamos en esconder bajo capas de maquillada fortaleza, como si fuera un defecto de fabricación en nuestro ADN, como si esta maldita sociedad nos impusiera implícitamente  el rol de tipo duro y tuviéramos la obligación de salir de una pieza de nuestras peores vivencias.

Si hay un sentimiento positivo que, por encima de los demás, hace patente nuestras flaquezas a ojos de los demás, ese es el amor. Capaz de dártelo y de quitártelo todo con la misma facilidad.

El amor tiene la capacidad de transformarnos en los seres más felices del mundo cuando hace su aparición y en los más desgraciados cuando se marcha. “La tristeza se cuela por la ventana cuando el amor sale por la puerta”.

En toda relación de pareja existe una etapa en la cual  la necesidad de estar con alguien se convierte en una especie de droga,  un momento en el que el  raciocinio de los enamorados  se nubla y su  voluntad se hace  tan pequeña que se confunden el cariño con el deseo. Es esa la fase en la que se empieza a hablar de nosotros, como si los dos componentes de la pareja hubieran perdido su identidad y fueran capaces de pensar como un solo ente. Sacrificando la individualidad por algo que creemos que es un bien mayor: la pareja.

Es ese tramo cuando algunos nos dejamos llevar de manera irresponsable hacia situaciones  que, ni en sueños, nos atreveríamos acometer por iniciativa propia. Todo parece tan maravilloso y nos sentimos tan respaldados por el cariño de la persona amada, que no hay muros infranqueables y el mañana se nos presenta como una puerta hacia lo imposible.

A veces, como fue mi caso, estamos tan ciegos ante los encantos de nuestra pareja que somos incapaces de ver más allá. No aceptamos que con quien queremos compartir nuestra vida, posea imperfección alguna y, con las piezas que tenemos de él,  construimos para nuestro uso propio a alguien que es solo un dechado de virtudes, un ser que nada tiene que ver con la realidad y que, como cualquier espejismo, más tarde o más temprano nos terminamos dando de bruces con la realidad.

No obstante, si eres de los que  te entregas sin reservas y no de los que te dejas querer, más pronto se te romperán las alas de la ilusión y te darás de morros contra el suelo, pues  el fantasma del desencanto aparece sin que lo llamen. Sera en esa fase que, pese a que lo habíamos negado efusivamente, éramos consciente de que el desorbitado deseo dejó de estar presente y las ganas de más tiempo para nosotros mismos empezó a ser una carencia. Sin apenas darnos cuenta, las mariposas dejaron de bailarnos en la barriga y la pasión habrá sido sustituida por una rutinaria costumbre.

De lo maravilloso de vivir cada momento como si fuera único, pasamos a una sensación de “Deja vu” constante. Las palabras y las sonrisas que poseían la magia de la novedad, se terminan convirtiendo en gestos que resuman el sopor de la cotidianidad.

En el momento que el desamor llega a convertirse en un protagonista importante  dentro de la relación, hemos bajado tanto la guardia que nuestra indefensión es absoluta y los momentos de alegría que hemos vivido, no compensan lo frustrante que es sentirse rechazado, no cumplir las expectativas de la persona que, aunque nos pese, continua estando en el centro de nuestro pequeño universo.

En mi caso, mi mala experiencia está fuertemente ligada al nombre propio de  mi ex,  Enrique.  Un individuo despreciable que, en pos de su propio y único beneficio, me manipuló de la peor manera. El día que nuestra historia de amor llegó a su fin, pasó de ser la persona que más alegría me daba, a ser quien, su mera mención, me sumía en los estados de mayor tristeza.

Lo peor es que me gustaría culpar de todo a él, pero en mi fuero interno sé que ni nunca fui tan ingenuo como para no darme cuenta de que las cosas no eran como yo pensaba y  simplemente me aferré a lo que creía era la historia de amor de mi vida, cuando en realidad era otra cosa bien distinta.

Lo más nefasto es que, en el momento que creo que he pasado página, que  todo aquellos nefastos sucesos sons una sombra en un ayer que prefiero olvidar y, simplemente  oír hablar de él, se convierte en una patada en el estómago, una tenaza que me oprime el pecho y tengo que hacer un enorme esfuerzo para no echarme a llorar como un colegial. «¿Cuándo demonios superaré todo esto y podré salir del lodazal en el que metí?».

Lo peor es  yo era de los que pensaba que estas cosas nunca me pasarían a mí. Que  eso de que te destrozaran por dentro y por fuera era cosa de débiles que yo era una personas fuerte que estaba por encima de estupideces tales como que te partan el corazón. Me creía  distinto, pero al final cometí el mismo error que la mayoría de la gente: enamorarme de la persona equivocada.

Nos enseñan desde pequeños que a mayor sacrificio, mayor recompensa. Que si queremos ser alguien en la vida, debemos esforzarnos al máximo. Esto, como si fuera un dogma escrito en piedra, lo extrapolamos al campo de encontrar tu media naranja y, a veces, no nos damos cuenta de que procuramos tanto estar a la altura del ser amado, que no nos comportamos como realmente somos.

En mi caso, me empeñe tanto  en ser mejor un  persona para Enrique que al final me olvidé de mi verdadero yo. Alguien que escondí durante todo el tiempo que duró nuestra relación y, cuando lo dejamos, se me hizo casi imposible volver a encontrarlo.

JJ,  quien a veces se pasa de frívolo, ha sacado a mi ex a coalición con la intención de contar  un chiste con él y  en vez de unas risas, lo que ha conseguido su broma es sumirme en una pequeña depresión. «¿Cuándo coño dejaré de comerme toda la mierda que me dio como si fuera el rol que me toca en la vida?».

Mi amigo, al darse cuenta de su metedura de pata,  se ha quedado sin palabras y yo he apretado los dientes para no decirle algo de lo que me pueda arrepentir. Guillermo, quien conduce de camino a la playa, ha puesto la radio más fuerte para que el momento sea menos tenso. Circunstancia que yo he aprovechado para sumirme en los recuerdos de mis cinco largos años de noviazgo con Enrique. Como si enfrentarlo con la perspectiva que da haber dejado ya de quererlo, fuera hacer las veces de terapia.

Navidades del 2001

Los días posteriores a nuestro primer encuentro sexual, me encontraba como en una especie de nube y más distraído de lo habitual en mí. Pese a que no habíamos hecho nada que yo no hubiera practicado  ya antes, me sentía como si el momento que habíamos compartido fuera único y tuviera una especial trascendencia en mi realidad personal. Me sentía el protagonista de una de esas comedias románticas de Hollywood, en la que los protagonistas reciben un flechazo de cupido al coger el mismo libro de la biblioteca. ¡Qué idiota puedo llegar a ser a veces!

Analizándolo fríamente, todo lo extraordinario de nuestra primera vez había estado en mi cabeza. Fue un polvo rápido y mecánico, una simple mamada de lo más vulgar. Tan ordinaria que Enrique ni se había tomado el trabajo de decirme que se venía y se terminó corrido en mi boca. Tan tosca que ni se había preocupado por otra cosa que no fuera su placer personal y tuve que terminar masturbándome de una manera casi suplicante; de rodillas ante su entrepierna.

Aunque en aquel momento me pareció la cosa más maravillosa del mundo, hoy en día no puedo pensar en ello sin sentirme la persona más patética del mundo.

No obstante, tengo que admitir que probar el sabor de su sexo y de su esencia vital fue un acicate para mí. Me sentía tan enamorado que ni analizaba los pro y los contra de mis actos, simplemente me dejaba llevar. Como si los sentimientos que surgían en mi interior me hicieran invulnerable, como si nada ni nadie me pudiera dañar.

La euforia me dominaba y no fui ni lo más mínimamente cauteloso. En ningún momento imaginé que al volar tan alto, me llevaría cerca del sol y su calor terminaría por derretir mis alas.

Una de las decisiones impetuosas que había tomado en aquellos días fue la de que, llegado el momento, me dejaría penetrar por Enrique. Algo que se convirtió en gasolina para nuestra relación, él estaba entusiasmado con ser el primero, yo también. Aunque más que una genuina emoción, lo que me embargaba era pánico. Un miedo atroz no tanto a que me doliera, sino a no saber estar a la altura de lo que se requería de mí. Afrontaba mi estreno en esa variedad sexual, como un reto que debía superar y no   como algo de lo que debía disfrutar plenamente.

En mi educación sexista, había asumido el rol sumiso y dejaba que mi ex llevara las riendas de nuestra relación, del modo que gran parte de la sociedad espera que haga el hombre en las relaciones heterosexuales.  En parte porque me era más cómodo, en parte porque, dándole el papel que prefería, creía que él sería más feliz.

De nuevo, no sé si porque Enrique precisaba despertar expectativas en mí o porque realmente le importaba lo que yo sintiera al respecto, nos volvimos a cerrar a cualquier otro encuentro íntimo. En esta ocasión, la excusa no fue otra que los compromisos familiares y las reuniones con las amistades que son habituales en  las semanas previas a las fiestas navideñas.

Durante aquellos días nuestras vidas transcurrieron  como si fuéramos dos barcos a la deriva, dos trenes circulando por vías paralelas, condenados no encontrarse. Por mi parte, me había montado una empanada mental con mis inseguridades e intentaba alargar la fecha de nuestra primera vez, como si fuera una especie de examen de final de carrera universitaria.

Enrique, por lo que sé ahora de él, aprovechando que los estudiantes tienen vacaciones en esas fechas, tiraría de agenda e intentaría cosechar en pastos más jóvenes. ¡Cómo si lo estuviera viendo!

Sin embargo, las excusas que ambos nos dimos para no encarar la realidad con el otro, fueron de lo más variopinta y vagas. Hoy porque yo había quedado con unos amigos de toda la vida, mañana porque él se iba a Baena a pasar unos días con la familia…

Un montón de mentiras que fueron levantando un muro de secretos entre Enrique y yo. Secretos que nunca debieron existir y que ambos, en nuestro egoísmo, dejamos que enraizaran en el interior de la relación, como la mala hierba.

El tiempo fue pasando y el momento que yo tanto aguardaba y temía con la misma intensidad, no llegaba. Lo peor, como ambos estábamos dentro del armario, no cenamos juntos ni en Nochebuena, ni en ninguna otra fiesta, todo fuera por evitar que nuestras familias sacaran acertadas conclusiones. Algo que quitó normalidad a lo que ambos compartíamos y le dio, todavía más, un halo de furtividad que ninguno de los dos deseábamos en el fondo.

Dado nuestros amplios compromisos personales, tomamos la decisión sobre que todavía era muy precipitado para mezclar nuestros mundos y tomamos la forzada decisión vernos un poco menos durante aquellas semanas. Limitando prácticamente nuestro contacto a un café o una cerveza apresuradas y cortas conversaciones furtivas por teléfono. Todo en el mayor secretismo y lejos de miradas no deseadas.

Desde que comencé mi relación con él, había dejado de sentir la agobiante sensación de la soledad. No obstante, fue no tenerlo a él como imaginario apoyo y la melancolía me golpeó de forma demoledora. Volvía a creerme una isla en un mar lleno de gente y volvía a sellar mis labios con el peso de un secreto que me había auto impuesto.

El amor había aterrizado en mi vida y los convencionalismos estereotipados, más mis miedos al rechazo, me impedían compartirlo con mis seres más allegados.

Como siempre que estaba anímicamente mal, recurrí a JJ. Era la única persona que conocía aspectos de mí que ocultaba a todos y de los que, por qué no decirlo, de la que no me sentía demasiado orgulloso, por más asumido e interiorizado que lo tuviera.

Ni que decir tiene que cuando lo conté lo que me pasaba,  se echó las manos a la cabeza, pues no daba crédito a lo que escuchaba.

—Hijo mío, lo tuyo es para escribir un libro. Me dices que está tan enamorado de Enrique que no te importa aceptar el papel de pasivo, pero a la vez me dices que todavía no tienes huevos para enfrentarte a tu familia.

—Dicho así suena fatal.

—Si quieres, hijo mío,  para que suene más bonito te lo canto a ritmo del último musical de Disney, pero, como dirían Murder y Scally, la verdad está ahí fuera.

—¿Por qué tienes que ser siempre tan borde? —Dije a la vez que agriaba mi semblante y enarcaba las cejas —No sé, ni porque te cuento nada, porque en vez de ayudarme lo que haces es que me cabree más todavía conmigo mismo.

—Lo mismo es porque no tienes nadie quien te pueda escuchar. Te has empeñado tanto en esconder tu homosexualidad, que en el camino has apartado a toda la gente que te importa de tu lado —El tono cortante de JJ era un revulsivo que me hacía sentir peor  a cada momento que pasaba—. Si recurres a mí, no es porque yo sea la persona más comprensiva del mundo, que también, sino porque no tienes nadie más a quien contárselo. ¿Enrique que te dice de esto? Porque supongo que estas cosas las hablará con él. ¿O simplemente se miráis a los ojos y se decís cosas preciosas como en las películas de Julia Roberts?

Si algo aborrezco y admiro por igual, es la capacidad de JJ de ponerme el espejo ante la cara y mostrarme lo que yo me empeño en no querer ver.  Sin embargo, en aquel preciso momento, yo lo único que necesitaba era alguien que me lamiera las heridas y me dijera que todo iba a salir estupendamente, no un cursillo de autoayuda para aceptar mi homosexualidad, por lo que fiel al lema de que la mejor defensa es un buen  ataque, respondí de la forma más inadecuada. Un modo que mi amigo, por muy bocazas que fuera, no se merecía, pues fue un golpe de lo más bajo.

—¿Qué sabrás tú de esas cosas? Si a ti las parejas te duran dos telediarios…

JJ se me quedó mirando durante unos segundos y cabeceó levemente. Me había zarandeado para que me despertara del estúpido sueño en el que me estaba sumergiendo y yo me lo tomé como un ataque personal. Hoy, sabiendo lo que sé, tengo claro que tuvo que hacer un gran esfuerzo por no soltarme una fresca. En cambio, tras tomar un trago de café, me dijo:

—No, yo no sé mucho de esas cosas. ¿Y tú?  Tú gran experiencia con el amor en mayúsculas son dos maravillosos meses con un príncipe azul, al que apenas conoces y de quien te has construido una imagen idílica que no responde para nada a la realidad. —Hizo una pausa para tragar saliva y me lanzó una incisiva pregunta — ¿Sabes dónde te estás metiendo?

No aguardó a que le dijera nada, se levantó de la mesa, dejó un billete de diez euros en la mesa y me dijo:

—¡Qué te vaya bien! ¡Nos vemos!

Estaba tan seguro en aquel momento que estaba en posesión de la razón absoluta que dejé que se marchara y  ni  dije ni hice nada para impedírselo.

En aquel momento creía que las motivaciones de su comportamiento tenían mucho que ver con la envidia y con los celos. Hoy sé que si no me dijo nada más sobre Enrique, era porque estaba tan ciego con él, que cualquier crítica que hiciera al que era mi pareja en aquel momento, acabaría de pleno con nuestra amistad.

Estaba tan encerrado en la fantasía que me había construido, que ni siquiera le di la oportunidad de advertirme sobre la buena prenda que estaba hecho mi ex. No me entra en la cabeza que, con lo que él conoce el mundo del ambiente gay, no supiera que lo que verdaderamente le iba al que fuera mi novio, eran los jovencitos. En unos límites que, me atrevería a decir, rozaban lo ilegal. ¡Un puto asaltacunas!

Aquella misma noche me llamó, me contó cuatro bobadas de las suyas y, aunque no mencionó para nada nuestro pequeño encontronazo, por la forma de hablar, me dejó claro que no mr guardaba rencor. Es más, ni siquiera parecía enfadado conmigo. Yo tampoco lo estaba con él, sin embargo, no sé por qué, tuve claro que ya no podría quedar más con él para desahogarme de mis problemas con Enrique.

No obstante, estaba tan a gusto en la cárcel de oro de mi noviazgo, que no fui consecuente con que estaba derribando todos los puentes que me unían a mi verdadera realidad. Sin JJ para tenderme una mano, me convertí en más manipulable si cabe.


Con el año nuevo, se terminaron las reuniones navideñas y volví a quedar más asiduamente con mi ex o lo que es lo mismo, cada vez que nuestras respectivas ocupaciones nos permitían un rato libre. Enrique era como una droga para mí, una adicción a la que me costaba mucho esfuerzo renunciar y, conforme iban pasando los días, estaba más enganchado.

Me gustaría poder responsabilizar  a él de que nuestra relación no funcionara, pero tengo que entonar un “mea culpa”, pues yo, por mi inexperiencia, por mi sentido del pecado tan católico y por no querer complicar las cosas, propicié que muchas de las cosas que fallaron entre nosotros. Una de ellas, y muy importante, fue la de no tener el valor de compartir con él mis inquietudes, las zozobras que me quemaban por dentro.

El sábado posterior a la fiesta de Reyes, después de cenar, me invitó a subir a tomar una copa en su casa. Aunque explícitamente no me dijo nada, yo tenía muy claro que había llegado el gran momento.

Al contrario que la primera vez que entré en su piso, no se abalanzó sobre mí para darme un muerdo, sino que simplemente, de una forma extremadamente educada, me invitó a tomar asiento.

Aunque yo lo ignoraba, Enrique tenía preparada la escena de mi desfloramiento al dedillo, como si se tratara de una función teatral y el único actor que estaba improvisando era yo.

El sofá negro de cuero de su salón me pareció el lugar más frio del universo, mientras él me preguntaba desde la cocina que quería tomar, tuve la sensación de estar en la consulta de un dentista. Hasta estuve tentado, para matar la angustia, de coger alguna de las publicaciones de decoración que descansaban en el interior del revistero cercano.

Tras unos minutos que se me hicieron interminable, me dio el Gin-tonic y se sentó frente a mí. Yo rodeé el vaso con mis manos, como si fuera una especie de salvavidas para enfrentarme al momento y pegué un trago.  Dejé que el efervescente y acido sabor de la bebida inundara por completo mis papilas gustativas, mientras aguardaba que Enrique fuera quien tomara la iniciativa.

Para terminar de confundirme aún más, mi ex se puso a hablar de temas triviales que, porque no decirlo, me las traían al pairo. En aquel momento lo ignoraba, pero lo tenía todo hábilmente planeado.

Simplemente lo que hacía era tensar la cuerda, para llevarme a donde quería y así poder manipular mis emociones mucho mejor.  Él había preparado la caña meticulosamente, solo quedaba que yo picara y me tragara por completo el anzuelo.

Un torbellino de inquietud me reconcomía por dentro, intentaba parecer sereno, pero mis nervios terminaban aflorando de manera inevitable. Una sonrisa forzada, una pierna que no dejaba de taconear temblorosamente, unas manos sudorosas… La inseguridad se había apoderado de mí y estaba al borde de perder los papeles por completo.

Enrique siguió con su pequeña comedia, empujándome con su indiferencia a que yo fuera quien sacara el tema, para así verse libre de toda responsabilidad si algo salía mal. Era como una araña tejiendo su red.

Sin embargo, con lo que no contaba mi ex era con mi eterna indecisión. Se había parado tan poco a conocerme y tanto en deslumbrarme con su artificioso mundo, que ni se percató de que mi mayor defecto es mi irresolución de los problemas, mi santa paciencia para esperar que las cosas se solucionen por sí solas. Mi eterno dejarme llevar, para no hacerme responsable de nada.

Algo que no beneficiaba para nada a su pequeño gran montaje, pues si yo no picaba, él no podría tirar del sedal.

Como a pesar de que me tenía entre la espada y la pared no daba señales de caer en su trampa. Mi ex tuvo que tomar la iniciativa, lo hizo con mucha sutileza, como intentando reconducirme. Tampoco tuvo éxito, por lo que tendió a ser más explícito.

Solo recordar lo meloso que se puso para conseguir su objetivo y me entran ganas de vomitar.

Dejó la copa sobre la mesita que estaba junto a nosotros, resbaló su cuerpo por el butacón sobre el que estaba sentado y, progresivamente, fue aproximando sus piernas a las mías. Cuando nuestras rodillas se rozaron, me quitó el vaso de la mano y, adoptando una pose condescendiente, cogió mis muñecas.

—Tenías unas ganas locas de que terminara las navidades. Está muy bien eso de ver a los amigos, a la familia… Pero te he echado muchísimo de menos.

Sus enormes ojos me miraron de forma aduladora y me sonrió. En aquel momento me pareció la persona más sincera y más honesta del mundo. Le devolví el gesto y musité un tímido: «Yo también».

Hoy, sabiendo lo que sé, me aventuro a pensar que, aunque nunca llegó a hacerlo del modo y forma que yo a él, me consuela pensar que, a su egoísta modo, Enrique me quiso y alguna verdad, por muy ínfima que fuera,  habría en sus palabras.

Normalmente no me suelo arrepentir de nada, soy de las personas que piensan que en cada momento tomamos la decisión adecuada, que nuestro destino está de algún modo escrito y no creamos bifurcaciones en el camino determinando si hacer  una cosa u otra. Sin embargo, más de una vez me he preguntado qué habría pasado si Dios hubiera permitido que abriera los ojos con Enrique y no hubiera estado tan ciego.

Dicen que los palos de la vida son los que te hacen madurar, yo no creo que fuera así. El único beneficio que saque de los cinco años que compartí mi vida con él, fue aprender a ser más desconfiado y entregarme menos a la gente. Algo que, en mi opinión, no me ha hecho mejor persona y mucho más infeliz, sobre todo cuando pienso el tiempo que perdí y lo tonto que fui.

No fui capaz de ver que tras sus hermosos ojos verdes y su sonrisa de encantador de serpientes no había nada más. Que si sentía algo por mí, era mucho mayor la pasión, el deseo por ser el primero que profanara mis entrañas que el cariño que me pudiera tener.

Comenzó a acariciar con sus dedos el torso de mis manos y aquel tierno gesto consiguió que se me acelerara el pulso. Busque su mirada e, irremediablemente, nos besamos.

Lo peor de cuando quieres mucho a alguien es que, por muy mal que acabe la cosa y por muchas putadas que nos hagan, las cosas que nos gustan de él siguen estando ahí. Enrique besaba estupendamente y el sabor de sus labios, entre dulce y acido, era algo a lo que yo no me podía resistir.

Su lengua danzó con la mía en un torbellino de pasión y mi capacidad de razonar se plegó para dejar paso al placer.

Antes de que me quisiera dar cuenta, fuimos invadiendo progresivamente el espacio vital del otro. Nuestros torsos se juntaron como uno solo, plegué mis brazos alrededor de su cuello y me colgué de él como si fuera el péndulo del que dependiera mi existencia.  Recorrí con la yema de mis dedos su espalda, como si quisiera retener la esencia de su cuerpo en la punta de mis dedos.

Introdujo sus pulgares en la cinturilla de mi pantalón, me sacó la camisa por fuera y comenzó a acariciar mi zona abdominal. Fue tanta la maestría con la que me tocaba que no puede reprimir un quejido de placer.

Era tal el poder de sugestión que tenía sobre mí que, por unos segundos, me olvidé de mis miedos y me deje llevar como si estuviera sumido en una especie de éxtasis alucinógeno.

Incitado por mi bronco suspiro, metió las manos bajo mi camisa y, sin dejar de besarme cada vez más apasionadamente, buscó mis tetillas, cuando las encontró, apretó ambos pezones entre su pulgar y su índice hasta que me arranco un gritito de dolor.

No se podía negar que  había una enorme química entre los dos y cuando el deseo surgía, segregábamos feromonas del modo más brutal. Era a partir de aquel momento cuando ambos abandonamos cualquier sutileza y nos sumergíamos de lleno en los campos de la lujuria.

Su boca resbaló desde mi lóbulo  hasta el cuello. A la vez que me mordía suavemente, pegó su pelvis a la mía. Sentir la dureza de su entrepierna propició que mi erección se volviera más insoportable, casi dolorosa.

Comprobar que yo estaba tan excitado como él, le sirvió de acicate para quitar las manos de mis tetillas y llevarlas a mi trasero.

En un principio magreó mis glúteos por encima de la tela. Cuando no le fue suficiente, me desabrochó el cinturón y el pantalón, metió sus manos dentro de mis slips y clavó la punta de sus dedos sobre mis nalgas.

Pese a que una punzada de dolor recorrió mi espalda, estaba disfrutando tanto con todo aquello y quería tanto a aquel hombre que me pareció solamente un pequeño peaje para el viaje al placer que me disponía hacer.

Sin pensármelo le metí mano al paquete y apreté su virilidad entre mis dedos. Impulsivamente, saqué su polla de su encierro y comencé a masturbarla suavemente.

Enrique por su parte, se había ensalivado la punta de los dedos y la paseaba por mi ojete. Si hay algo que recuerdo de aquel momento es que fue muy delicado, como si temiera hacerme daño y terminara echándome para atrás.

Excitado como estaba, terminé agachándome ante su entrepierna y de modo sumiso introduje su miembro viril en mi cavidad bucal.

No sé si porque ya esperaba su tremenda anchura, abrí la boca todo lo que pude. Sobre todo ni me quería atorar, ni quería hacerle daño con los dientes.  Quería ser para mi ex lo que él significaba para mí: el mejor amante que se pudiera tener.

En esta ocasión su olor y su sabor me pareció maná caído del cielo de los pecados. Intente tragármela hasta el fondo, pero no pude. Aun así, no debí hacerlo muy mal. Pues Enrique, por primera vez desde que empezamos nuestra pequeña coreografía sexual, rompió el silencio.

—¡Qué bien la chupas, cabrón! Pero no sigas, porque esta noche quiero probar ese culito.

Fue escuchar sus palabras y un miedo a no estar a las alturas atenazó mi pecho.

Continuará (En cuanto pueda subiré la continuación, lo prometo)

La semana  que viene publicaré un relato  que llevará por título “Identidad virtual”, será en la categoría Micro relatos. ¡No me falten!

Estimado lector, si te gustó esta historia, puedes pinchar en mi perfil donde encontrarás algunas más que te pueden gustar, la gran mayoría  de temática gay. Sirvan mis relatos para apaciguar el aburrimiento en estos días que no podemos hacer todo lo que queremos.

Un abrazo a todos los que me seguís.