Juego peligroso

Después del episodio vivido con los jardineros, la pícara costumbre de la excitación por medio de la provocación se convirtió en un juego tan morboso como peligroso, demasiado atrevido a veces.

Me presento para aquellos que no hayáis leído el primero de mis relatos. Mi nombre es Laura, tengo 35 años, y como ya dije la otra vez, de mi físico prefiero no hablar, quizás es simple rubor literario, y quiero dejar que sea la imaginación de cada uno quien me dibuje a su gusto en la cabeza. Solamente comentar que mi figura es una de las armas con las que disfruto disparar a los incautos que caen rendidos a mis pies cada vez que comienza el juego.

Las vacaciones tocaron a su fin y Mario y yo no volvimos a hablar de lo sucedido en aquella casa de alquiler, una tarde que decidí pasearme desnuda delante de dos extraños que habían venido a segar el jardín. Sin embargo, aquel día disfrutamos tanto, que fue como si la semilla del morbo se hubiese plantado en nuestras vidas y esperase ser regada con frecuencia para ir creciendo poco a poco, y con ella el placer sexual, aunque a veces como digo, el juego se volviese un tanto peligroso.

Eso fue lo que sucedió un fin de semana de ese mismo verano en el que como tantas otras veces, decidimos hacer una escapada a un pueblo cercano de nuestra localidad de residencia —entenderéis que no diga su nombre, no fuera a ser que algún conocido esté leyendo este relato—. La idea era sencilla; salir a cenar los dos solos, tomar un par de copas más tarde, y dormir en un hotelito céntrico sin coger el coche, despreocupándonos por completo en el caso de haber bebido algo más de la cuenta. Esa tarde en concreto, después del riguroso baño solar en una playa de la zona y una ducha refrescante más tarde en el hotel, salimos hacia las ocho con la intención de tomar algo antes de cenar en la terraza de un restaurante próximo al puerto en el que habíamos reservado una mesa. Para la ocasión, como el sitio al que habíamos pensado ir era un tanto elegante, quizás confiando más de la cuenta en mi buen juicio para elegir la ropa adecuada,  esa semana decidí pedir por internet un vestido nuevo, que me llegó a casa justo el mismo día que nos marchamos, así que no tuve tiempo ni de probarlo.  Verde de algodón y tirantes, abotonado de arriba abajo y ajustadísimo. Era tan corto y escotado, que cuando me lo puse y me miré al espejo me pareció demasiado atrevido para salir a la calle y decidí ponerme entonces una camiseta blanca de manga corta por debajo de los tirantes. Es cierto que le restaba bastante glamur a la prenda, pero aunque no evitaba que se me viera el tanga a poco que flexionase las rodillas, sí que al menos impediría que mis pechos se saliesen de la tela cada vez que levantara los brazos por encima de la cabeza.

Durante las dos horas previas a la cita en el restaurante y la propia cena no pasó nada especialmente destacable. Simplemente decir que el vino fue haciendo su trabajo, y alrededor de la media noche, cuando dejamos del restaurante, los efectos del alcohol comenzaron a ser perceptibles, sobre todo en mí, que la tolerancia que tengo para soportarlo sin que se me note es sensiblemente inferior a la de Mario. En cualquier caso, como tampoco era para tanto, seguimos con el plan marcado y nos fuimos a tomar una copa a uno de los PUB’s de moda que hay en el pueblo. Uno de estos que además de una enorme pista de baile, cuenta con una generosa terraza en la que sentarse tranquilamente a tomar algo mientras escuchas la música de fondo. Cuando entramos, directamente en la zona de la terraza, seguramente por la hora temprana, el local estaba prácticamente vacío.

—¿Dónde nos sentamos? —me preguntó Mario lanzando la vista por toda la terraza.

A un lado se encontraba la barra, varias mesas repartidas justo en frente, y al fondo, en una especie de tarima dos escalones más arriba, otra pequeña terraza anexa, con no más de media docena de estas mesitas bajas en las que a pesar de estar sentada tienes que inclinarte cada vez que coges tú copa, rodeadas cada una por varias butacas de madera sin respaldo.

—No sé, esto está un poco muerto —le respondí un tanto decepcionada por el aspecto que presentaba el local.

—Bueno, por lo menos la música está bien. Podemos sentarnos aquí mismo —sugirió señalando una de las mesas frente a la barra.

Yo no respondí al instante, sino que lancé de nuevo la mirada por la terraza hasta que mis ojos se clavaron en la única mesa que estaba ocupada en esa terracita adosada al fondo, en la que cuatro chicos sentados alrededor charlaban tranquilamente ajenos por completo a nosotros que acabábamos de llegar.

—Vamos mejor a aquella —le propuse señalando una que estaba junto a la de los chicos, prácticamente arrinconada entre esa y la pared última de la terraza.

—¿Allí apretados? —me preguntó extrañado—. Si está todo el local vacío.

—Ya, por eso mismo, así no parece que estemos solos —le dije justificando vagamente mi elección.

Mario levantó los hombros conforme y echamos a caminar en dirección a la mesa. No sé qué fue lo que me pasó entonces, tal vez el vino que habíamos bebido antes, o puede que el recuerdo reciente de la experiencia vivida ese mismo verano, pero a cada paso que dábamos acercándonos a ese grupeto que charlaba distraído, fui notando un cosquilleo en el estómago que cada vez se hacía más intenso, y que provocó que, justo antes de comenzar a subir los dos escalones que daban a acceso a la terracita, me detuviese de golpe y sin decir nada.

—¿Qué ocurre? —me preguntó Mario sorprendido por mi parada repentina.

—Eh… Tengo que ir al baño —respondí dubitativa.

—Vale…, pues vete —añadió sonriendo.

—Pídeme un Gin-tonic, anda —le dije.

El asintió y siguió caminando hasta la mesa, mientras yo me giraba y desaparecía por el pasillo que conducía a los servicios. Cuando entré en el baño me situé frente a un espejo y como si estuviese poseída, con el corazón latiéndome desbocado por la agitación que me embriagaba casi más que el propio alcohol, rápidamente me bajé los tirantes del vestido, me quité la camiseta primero, el sujetador después, y me volví a colocar el vestido en su sitio. Me quedé entonces unos segundos contemplando mi figura en el espejo, viendo como mis pechos apenas se sujetaban detrás de la tela. Como mis pezones, endurecidos a más no poder, se marcaban obscenos justo por debajo de la frontera que formaba la costura del escote con mi propia piel. Aun así, borracha de excitación, me pareció poco, y con un rápido ademán lancé las manos por debajo de la falda y me quité las braguitas. Lo guardé todo con agilidad en mi bolso, y justo antes de salir, para rematar la faena pero sin ni siquiera atreverme después a mirarme una vez más en el espejo, me desbroché un botón en el pecho y dos en la falda, dejando solamente tres abrochados en el centro, y provocando que dos canales temerarios se abriesen en el vestido. Uno entre mis pechos que al momento se sintieron liberados de la presión que ejercía la tela sobre ellos, y el otro entre las piernas, justo hasta la altura de los muslos en la que la seducción se convierte en completa locura.

Salí del baño atacada de los nervios. Me temblaban las piernas mientras caminaba en dirección a la mesa en la que Mario se encontraba hablando con un camarero. Cuando llegué hasta ellos y me vieron, la cara que pusieron ambos fue toda una oda al estupor, sobre todo la de Mario, que casi se cae de la silla. El camarero por su parte, un veinteañero bien parecido, me escrutó acelerado de arriba abajo, y lo hizo con una mirada tan lasciva, que pensé que iba a saltar sobre mí allí mismo y arrancarme el vestido con los dientes. Pasé junto a él sonriéndole con malicia y me senté en una de las butacas vacías.

—¿Ya pediste? —le pregunté a Mario como si tal cosa, obviando por completo su cara de alelado y el hecho de que me acababa de sentar casi desnuda en un local público.

—Eh…—no dejaba de mirarme asustado.

—¿Qué te pasa? Parece que hayas visto un fantasma —añadí sin borrar la sonrisa pícara. El camarero no se había movido de nuestro lado— Yo quería un Gin-tonic —le dije al chico levantando la cabeza hacia él.

El camarero me miraba embelesado y carialegre sin dejar de recorrer mi cuerpo con la vista. De hecho, noté claramente como sus ojos se detenían más de la cuenta en mis muslos y yo misma bajé la mirada hacia ellos y descubrí la causa de su exceso de atención. Entre mis piernas, apoyadas rectas con las rodillas juntas, debido a la escasa longitud del vestido, a lo ajustado que era, y a la osadía de haber soltado los dos últimos botones, se mostraba exultante y sin recato el hilillo de vello púbico que me encanta dejar perfilado con esmero cada vez que depilo esa parte de mi cuerpo. Me tapé con las manos y volví a mirar hacia el camarero sonriente, que al instante se sintió un tanto avergonzado, asintió aceptando mi comanda, y se fue hacia la barra a preparar las bebidas.

—Dime algo, te has quedado pasmado —le dije a Mario volviendo la cabeza hacia él.

—Es que… —no acertaba a decir nada.

—Es que tenía calor —afirmé yo enganchando su frase inconclusa—. Pero si quieres vuelvo a ponerme la camiseta —le propuse girando las rodillas hacia él y separando las piernas para que pudiese ver que me había quitado las braguitas.

Mario abrió los ojos como platos y negó agitando la cabeza muy lentamente, sin poder desenganchar la vista de mi entrepierna.

La cuestión es que, al igual que él pudo disfrutar ampliamente de mi tesoro desnudo, también lo hizo uno de los chicos de la otra mesa que estaba sentado en su misma posición. No dijo nada, pero pude ver como su rostro se transformaba por el estupor, y el cigarrillo que sujetaba con los labios se caía cuando abrió la boca hipnotizado. En ese momento, sabedora del efecto que estaba causando en los dos hombres, uno mi chico y otro un completo extraño sentado a poco más de dos metros de donde yo estaba, la excitación se apoderó de mí. Sin dejar de sonreír, mirando de manera alternativa hacia ambos, levanté los brazos muy despacio y me llevé las dos manos a la cabeza para hacer que me atusaba el pelo, notando como con el movimiento mis pezones salían liberados de la tela y se mostraban al mundo en todo su esplendor. Creo que me mantuve en esa postura más de la cuenta, con las piernas separadas, los brazos en alto, sonriendo, con los pechos al descubierto, porque mientras me acariciaba el pelo, apareció por un costado el camarero con las bebidas y a punto estuvo de tirarme la bandeja por encima. Yo, en lugar de cesar la actuación, aunque bajé los brazos, me giré hacia él sin juntar las piernas ni recoger mis pechos tras el vestido, y esperé a que terminara de colocar tembloroso los vasos sobre la mesa. El tipo lo hizo tan lentamente, que casi llegaron a derretirse los hielos antes de que se marchara. Fue Mario quien lo sacó del embotamiento ofreciéndole un billete para que se cobrara la comanda, y claro, interpelado por el guardián de la chica que se exhibía desnuda frente a él, no tuvo más remedio que abandonar el espectáculo.

El que no había sido capaz de retirar la mirada de mi cuerpo era el chico de la otra mesa. Incluso el que se sentaba al lado, extrañado por el comportamiento de su colega, no tardó en descubrir que junto a ellos había una mujer luciendo sus encantos como Dios la trajo al mundo. A este segundo, enseguida le siguieron los otros dos que, aunque su caso la vista no era tan directa, sobre todo uno de ellos que me estaba dando la espalda, no dudaron un segundo en girarse lo necesario para ver qué era aquello que tanto había llamado la atención de sus dos amigos.

Al momento me sentí el centro de atención, y aunque una pizca de rubor me hizo levantar un par de centímetros el vestido para tapar mis pezones y juntar de nuevo las rodillas, la excitación que tenía era tan grande, que casi de manera automática, fue un acto reflejo, mi lengua se escabulló entre mis labios y los recorrió lentamente humedeciéndolos a su paso, y provocando un halo de admiración en el público que me contemplaba embelesado.

Cogí mi vaso, le di un largo trago, me giré hacia Mario, y comencé a hablar con él de cualquier cosa de la que ya ni me acuerdo. Estaba tan cachonda, que aunque las palabras salían de mi boca tratando de disimular con cualquier tema insulso que Mario no escuchaba, mi atención estaba tan centrada en la otra mesa que no era capaz de concretarme ni en lo que yo misma estaba diciendo. Me limité a parlotear nerviosa durante varios minutos, riéndome de vez en cuando, separando las piernas una y otra vez incapaz de aguantar el calor que abrasaba mi coñito desnudo, dejando que mi mano se escapase de vez en cuando y de manera disimulada sobre uno o incluso mis dos pechos para tirar de un vestido que no tapaba nada, mirando intermitentemente hacia la mesa de al lado en la que los cuatro tipos continuaban contemplándome atónitos igual que lo hacía Mario.

Tal fue el estado de turbación sexual que alcancé, que sin esperarlo, empecé a notar un cosquilleo fluido entre los labios de mi vagina que llegó incluso a mojar la cara interior de mis muslos. Cuando sucedió esto, me levanté asustada de la butaca, y sin decir nada me marché apurada al cuarto de baño, notando como la mirada de los chicos me seguían mientras me alejaba.

Lo que sucedió a continuación nunca lo hubiese imaginado. El chico de la otra mesa que me había visto a la vez que Mario, decidió levantarse y sin pensárselo dos veces salió detrás de mí y me siguió hasta los servicios. A los pocos minutos, un tiempo breve pero que más tarde descubriría que a Mario le pareció una eternidad, regresé yo sola, con el vestido abrochado al completo, y el pelo suelto y un tanto enmarañado. Me acerqué a la mesa y sin decir nada, cogí a mi chico de la mano y tiré de él para que se levantara. Lo llevé prácticamente en volandas hasta el hotel y ya en la habitación me quité el vestido, lo tiré sobre la cama y me lo follé con vehemencia, mientras le contaba extasiada como aquel desconocido entraba en el servicio, me empujaba contra una pared, me levantaba la falda, y me metía la lengua hasta la campanilla al mismo tiempo que dos de los dedos de su mano derecha me penetraban el coño con tanta fuerza, que apunto estuve de correrme cuando sentí el primero de los golpes de su mano contra mi clítoris. Por suerte, no para él, después de varios empellones, un instante de cordura aterrizó en mi cabeza y acerté a empujarlo y separarlo de mi lado, abrocharme el vestido, y salir disparada hacia la mesa para huir de aquel bar antes de que el juego terminase de escapárseme de las manos.

Bueno, hasta aquí la segunda de mis historias. Como ya dije la otra vez, esto fue solo el comienzo, y si os ha gustado, no dudéis en añadir algún comentario que me haga creer que merece la pena seguir contándolas, ahora que he descubierto que hablar de ellas me produce casi tanto placer como vivirlas.