Juego de Sangre

Este cuento es fruto del reto de otro autor de TD. Debía contener vampiros, cazadores y víctimas inocentes. Y eso contiene: oscuridad, sangre, sexo, muerte y amor. Espero que os guste.

PRÓLOGO

-Recuerda. Dos inocentes. ¿Aceptas?

-Sí.

-Excelente. Que comience el Juego.

CAPÍTULO I

“La muchacha miró a su espalda, asustada, y aceleró el paso. Sentía una presencia, observándola. Unos ojos la contemplaban desde la oscuridad y una maligna sonrisa que, cruel, se curvaba ante la presencia de su presa, saboreando el fatal deslenac…”

¡Joder! ¡Puta dislexia! Los dedos de Ana se deslizaron a toda velocidad por el teclado de su portátil, pulsando repetidas veces la tecla de Delete , corrigiendo el error. Era tarde e iba retrasada, y debía presentar el encargo al día siguiente.

Ana se quitó de los oídos los auriculares, que escupieron música a un elevado volumen. Inspiró y expiró un par de veces, mientras se quitaba las gafas y se frotaba los ojos. Quiso prepararse un té para relajarse un poco, pero no tenía tiempo. Todavía le quedaban poco menos de cien folios. Folios que se publicarían en breve bajo un nombre que no era el suyo.

Ana era medio escritora. ¿Medio? Sí, podía decirse así. Era escritora de libros por encargo. Un eufemismo para designar un negro literario, aquel que escribe libros que luego firmarán otros. Algo temporal, se repetía una y otra vez. Hasta que en alguna editorial aceptaran publicar alguna de sus novelas propias. Por el momento, debía resignarse a desarrollar los paupérrimos guiones que su agente le enviaba y que ella convertía en malas novelas baratas de terror, libros de autoayuda o incluso memorias de algún famosillo.

Sabía que en el fondo no podía quejarse. Su trabajo no estaba muy mal pagado, llegando en el mejor de los casos hasta cinco euros el folio, aunque, claro, podía olvidarse de seguridad social o de recibir un mísero euro de derechos de autor. Y su agente era especialmente tiránico.

-Juan, coño, es que el último guion que me pasaste era una bazofia. El cliente habla de viajes de extraterrestres en la antigüedad y pone como prueba el astronauta en la fachada de la Catedral de Salamanca. ¡Pero si todo el mundo sabe que lo hicieron hace poco, que lo añadieron en la restauración de hace unos años!

-Me cago en la leche, Ana, ¿quién te has creído que eres? ¿Una crítica literaria? ¿Una experta en arte? Eres una escritora, Ana, una escritora de mierda. Y las condiciones son las que son. Si no te interesa, ya sabes lo que hay. En la editorial puedo encontrar más negros que no se quejen tanto. ¿Lo tomas o lo dejas?

-Ya sabes que lo tomo. Necesito la pasta.

-Pues ya sabes lo que toca. Cuatro días. Para el domingo quiero verte aquí con el pendrive y el fichero con la puñetera novela escrita.

Ana estiró los dedos y los movió para desentumecerlos, mientras bostezaba. Se arremangó su cómodo pijama, pasó su mano por su corto pelo castaño y se preparó para proseguir la novela.

¿Por dónde iba…?

-¡Buuu!

Ana no pudo evitar gritar cuando sintió una mano que la agarraba por detrás. Se dio la vuelta bruscamente, casi derribando el portátil. Ante ella, una joven mujer de largo pelo negro recogido en una coleta se reía a carcajada limpia. Vestía un traje gris de chaqueta y falda corta. No la había oído entrar.

-¡¿Pero eres boba?! ¡Me has dado un susto de muerte!

-Lo sé, tendrías que haberte visto la cara, ojazos. –La mujer apenas podía hablar de la risa.

Ana, a su pesar, sintió como su enfado desaparecía y sonreía con malicia. Clara siempre conseguía ese efecto en ella. Aquella mujer pequeñaja y vivaracha era su compañera de piso. Y su amante.

-Te ha parecido divertido, ¿verdad, cabrona? Pues ahora me las vas a pagar. Voy a vengarme.

-¡No, no! Ten cuidado con el traje… vas a arrugármelo.

Sin dejar de reír, Clara intentó huir por la habitación. La “persecución” fue corta pues el piso alquilado que ambas mujeres compartían era bastante pequeño. Entre risas y gritos ambas cayeron sobre la cama.

Durante un largo momento, nadie dijo nada. Se limitaron a mirarse, sonrientes, con la respiración agitada. Ana acarició la mejilla de Clara con la mano, suave y lentamente. Después, poco a poco, como en una progresión lógica, los labios de ambas mujeres fueron acercándose y se unieron en un beso.

-Espera… -dijo Clara, implorante- déjame ducharme. Llevo todo el día para arriba y para abajo. Por favor, por favor… Debo apestar…

-Ni hablar, tú no te mueves de ahí.

Con rapidez, Ana desnudó a Clara, dejándola con su blusa y en ropa interior, sin permitir que se levantara de la cama. Ana se colocó a horcajadas y liberó los pechos del sujetador, sin desabrocharlo. Con ambas manos los masajeó y juntó, jugando con los pezones con los dedos.

-Me encanta verte las tetas apretadas…

Clara no contestó. Se limitó a gemir, jadeante de anticipación y excitación. La boca de Ana se abalanzó sobre uno de sus pezones, que pareció erguirse, expectante. Las caderas de ambas mujeres se movían, como si exigieran más y más y, paulatinamente, como si obedeciera, el rostro de Ana fue bajando hasta estar enfrente del sexo de Clara.

Ana apartó suavemente las braguitas, ya húmedas, y contempló el sexo palpitante de su amiga, comenzando ella misma a sentir como el suyo propio latía. Su lengua lo recorrió arriba y abajo, juntando labios con labios. Clara mascullaba frases sin sentido, gimiendo de puro placer, hasta que sus gemidos crecieron hasta convertirse en una especie de lamento gimoteante.

-Mmm… ¿Te he dicho que me encanta tu olor…? -Ana aspiró vigorosamente.

-Eres… una… guarra…

Ana no le dio tregua, su lengua recorría con fuerza la dulce y tierna carne, paladeando la deliciosa humedad, hasta que una mano de Clara se posó en su cabeza, como si necesitara sujetarse para no caer. Su cuerpo comenzó a convulsionarse sobre la cama, mientras Ana, sin levantar la cabeza del pubis de Clara, sujetaba sus caderas y notaba la humedad fluyendo por sus labios.

Paulatinamente, los espasmos de Clara fueron cesando y sus gemidos convirtiéndose en una respiración agitada. Ana contempló el rostro de su amante, todavía sonrojado por el orgasmo, con algún mechón de su oscuro cabello pegado a su frente por el sudor de la contienda amorosa.

-Ha sido maravilloso… -dijo Clara, todavía jadeando.

-Yo todavía no me he corrido. –Respondió Ana con voz falsamente malhumorada.

-Es tu turno, entonces. –Sonrió Clara.

Ambas mujeres comenzaron a abrazarse y entrelazarse, mientras juntaban sus labios de nuevo.


Clara salió del baño, ajustándose la toalla. Sus piernas todavía temblaban mientras se acercó a Ana que, sentada, seguía tecleando a gran velocidad. Clara depositó un suave beso en la nuca de la muchacha.

-¿Qué tal hoy en el trabajo? –Dijo Ana apartando los ojos de la pantalla.

-Bufff… La misma historia de siempre, es la vida de la eterna becaria de periodismo. Pero en fin, prefiero no pensar en ello y deprimirme. Por lo menos estarás tú para mantenerme… En cuanto publiquen tus novelas, serás rica y famosa.

-Díselo a las editoriales. Sólo me llaman para trabajar de negro.

-Vamos, ojazos, no desesperes. Es sólo cuestión de tiempo. Yo me he leído todas tus novelas y ya te he dicho que soy tu fan número uno.

-Tú no eres objetiva.

-¡Sí que lo soy! –replicó Clara hundiendo su rostro en el cuello de Ana. –Sólo porque me acueste contigo no significa que no lo sea. Eres la mejor, ojazos.

Ana rio por las cosquillas al sentir los labios de su amiga en el cuello. Aprovechó para hacer una pausa y desperezarse y estirar los brazos.

Clara señaló la pantalla con la barbilla. -¿Este es el último guion? ¿De qué va esta vez?

-Vampiros, como el último. Ya sabes, desde que Stephanie Meyer publicó esa porquería de Crepúsculo, se han vuelto a poner de moda.

-¿Vampiros? Qué casualidad, hace un par de horas he quedado con una loca que me ha estado hablando de vampiros. Estaba como una cabra, me ha puesto la cabeza loca con un rollo de chupasangres que dominan el mundo en la sombra, que ella era una cazadora que luchaba contra ellos y cosas por el estilo.

Ana se quitó las gafas con expresión de interés.

-Cuéntame, soy toda oídos.

-Ya sabía yo que te iba a interesar. El caso es que esta mañana recibí una llamada de una mujer que quería hablar sobre las muchachas desaparecidas, ¿te acuerdas? Participé en el artículo que publicamos en el periódico hace un par de días. La mujer de la llamada, no sé quién coño le pasaría mi número de móvil, me dijo que si accedía a verla me daría nueva información en su poder, así que quedamos en una cafetería a las siete.

-Bufff… ¿Y si hubiera sido una loca peligrosa? No sé si deberías haber…

-Vamos, mujer, era un sitio público, el único riesgo era perder una hora hablando con una loca, como fue el caso.

-Sigue, sigue.

-Bueno, cuando llegué al bar me senté en una mesa vacía. El sitio era asqueroso, un tugurio de mala muerte de la zona de centro. No tuve que esperar mucho. Una mujer se sentó a mi lado.

-¿Cómo era? ¿Tenía aspecto de pirada?

-La verdad es que no. De hecho, era bastante atractiva. Una chica morena, un poco mayor que nosotras, en la treintena, con el pelo largo y ensortijado y la piel de tono acaramelado. Lo cierto es que su cuerpo era atlético, musculado, parecía en plena forma.

-¡Oye! Creí que habías ido a recabar información, no a ligar. –Dijo Ana con fingida indignación.

-¿Celosa?

-¿Yooo? Ya sabes que no. Los celos son para las inseguras. Yo sé que me amas y que no puedes vivir sin mí.

-Presuntuosa… si no fuera por lo buena que estás, ojazos, ¿quién te iba a soportar? –esta vez fue el turno de Clara de bromear, y de esquivar el cojín que Ana le arrojó.

-Bueno, prosigo. La mujer se presentó como Alicia y me tendió un par de fotos. En ellas se veía la entrada de una discoteca llamada “La Catedral de la Sangre” y a varias mujeres entrando junto con una muchacha, que tenía un gran parecido con una de las chicas desaparecidas. Me dijo que “ellos” disponían de varios locales de ese estilo, donde llevaban a sus víctimas.

-¿Ellos?

-Vampiros –Clara se encogió de hombros –Le pregunté por qué no había acudido a la policía y me contestó que los vampiros eran muy poderosos y que sus tentáculos controlaban casi toda la sociedad.

Ana hizo una mueca.

-La gente está chalada. ¿Qué más te dijo?

-La verdad es que no mucho más. Creo que debió ver mi incredulidad reflejada en mi cara, así que me dijo que la gente como yo no quería creer, que vivía feliz, en una realidad falsa. Pero me aseguró que no duraría mucho. Recogió sus fotos y se largó.

-Mmm… qué agorera. Por cierto, esas fotografías… ¿qué se veía en ellas?

-Otras tres mujeres, la verdad es que de aspecto siniestro, sí.

-¿Te dijo la tal Alicia si eran vampiros?

-Sí, eso me dijo.

La sonrisa de Ana creció, visiblemente satisfecha.

-Pues ahí está el primer error. Según la tradición popular, los vampiros no se reflejan en espejos ni salen en fotografías.

-¡Pero qué lista eres, ojazos!

-He tenido que leer mucho sobre mitos de vampiros para las porquerías de mis clientes. Podría decirse que soy toda una experta. –Dijo Ana con aires teatrales, bromeando.

-Sí, bueno, lo curioso es que… Bueno, el rostro de la fotografía sí que se parecía al de la muchacha desaparecida, Cristina se llamaba. Quizás, esa mujer sí tenga razón, no en lo de los vampiros, claro, pero sí en lo de los secuestros.

-Ahí ya no me meto, el asunto sale de mi jurisdicción de erudita en criaturas de la noche.

Clara permaneció un buen rato meditabunda. Ana la observó en silencio y luego dijo:

-No me parece buena idea.

-¿Perdona? ¿Qué?

-No me parece buena idea que vayas a esa discoteca esta noche.

-¿Pero cómo has sabido…?

-Te conozco como si te hubiera parido, Clara. Ya son muchos meses juntas.

-Sí, la verdad es que estaba pensando ir. Es una tontería, ya lo sé, pero me quedaría más tranquila. No por el tema de los vampiros, son desvaríos de una loca, pero ¿y si de verdad ese bar tiene algo que ver con el secuestro de las chicas desaparecidas?

-Pues precisamente por eso no deberías ir. Podría ser peligroso. Llama a la policía, que para eso están.

-Vamos, no les puedo decir que una loca me ha dicho que unos vampiros secuestran y chupan la sangre de jovencitas en ese antro. Seguramente todo serán tonterías, sólo me pasaría y echaría un vistazo, para descartar.

-Eres una cabezota. Espérate, me visto y nos vamos.

-No hace falta que me acompañes, además, tienes que terminar tu novela. Quédate aquí, volveré antes de que te des cuenta.

-¿Seguro que no te importa?

-Pues claro que no, cariño. Cuando vuelva nos reiremos de todo eso.

Ana intentó sonreír, pero se sintió intranquila mientras contemplaba cómo Clara se vestía con unos raídos vaqueros, una camiseta blanca de un grupo de heavy metal alemán y una cazadora de cuero.

-Vestida para matar. Hasta luego, ojazos, estaré aquí en un par de horas. No te daré tiempo ni de que me eches de menos.

Ambas mujeres se besaron antes de que Clara cerrara la puerta tras de sí. En silencio, Ana todavía contemplaba la puerta mientras un escalofrío recorría su columna vertebral. Habló en voz alta, como si quisiera espantar a sus miedos.

-Bah, no seas tonta, Ana, ponte a trabajar que todavía te queda mucho.

La mujer se sentó frente al portátil, pero no pudo concentrarse. Una sensación, vaga y desasosegante, le atenazaba el estómago, como si nunca más fuera a ver a Clara.

CAPÍTULO II

Clara contempló el fondo de su vaso. Estaba vacío. Por un momento pensó en pedir otro vodka con naranja pero desechó la idea enseguida. Hora de retirarse.

La visita a la discoteca “La Catedral de la Sangre” había sido una completa pérdida de tiempo. Tanto como lo había sido la entrevista con la tal Alicia, la supuesta cazadora de vampiros. Miró a su alrededor. El bar no era más que el típico local de ambiente gótico, música alta, poco iluminado, poblado de jóvenes con atuendos oscuros, bebiendo, riendo y escuchando sus bandas favoritas. Ella misma había frecuentado hacía pocos años ese tipo de garitos. Nada anormal. Ana había tenido razón, como siempre.

Clara hizo ademán de llevarse el vaso a los labios, antes de darse cuenta de que estaba vacío. Pensó en Ana. Clara tenía miedo, sí. A pesar de comportarse de forma alegre y optimista, Clara era pura fachada, siempre había sido una persona muy insegura. Lo cierto es que creía que su vida era un desastre. Acababa de cumplir veintiocho años y todavía trabajaba de becaria en un periódico de escasa tirada. Cuando terminó la carrera pensaba que se comería el mundo, pero no había hecho más que encadenar trabajos basura y conseguir un par de puestos de trabajo de becaria. El sueldo que ganaba era ínfimo, ni siquiera alcanzaba para pagar los trajes que la redacción imponía a sus trabajadores. Su currículum era espantoso, y cada año que pasaba veía alejarse más y más las grandes oportunidades del mercado laboral. ¿Y si en un par de años seguía en la misma situación? ¿Y si cumplía los cuarenta y seguía igual? Clara tragó saliva, angustiada. ¿Y si el problema era que era una persona mediocre, una inútil incapaz de conseguir un buen puesto en la redacción del periódico o en cualquier otro sitio?

Clara se apartó de la barra cuando un grupo de chicas se acercaron para pedir alguna copa. Miró distraída a su alrededor, algo mareada.

Por lo menos su vida sentimental no era tan desastrosa como su vida profesional. Estaba con Ana, lo mejor que le había pasado en su vida. Todavía recordaba cómo hacía ya más de dos años la había conocido en una fiesta. Todavía se quedaba sin respiración cuando rememoraba aquellos ojazos negros de aquella chica que se acercó con dos copas y le tendió una de ellas. Todavía se preguntaba, como en aquel entonces, cómo es que una chica como ella podía haberse fijado en una pazguata como ella misma. Y todavía recordaba las mariposas en su estómago cuando, unos meses después, Ana le propuso compartir piso con ella.

Ana era brillante. Ella lo sabía de buena tinta, había leído sus novelas, las propias y aquellas que escribía para que las firmara otra gente. Era muy buena. Era cuestión de tiempo que una editorial le hiciera una muy buena oferta. Pero… ¿y qué sucedería entonces? ¿Seguiría Ana fijándose en ella? ¿La dejaría por alguien que no fuera una mindundi como ella?

¿Quizás por eso había acudido a aquella discoteca? ¿Por la oportunidad de escribir un reportaje de investigación sobre las desaparecidas que le abriese las puertas a un puesto fijo en el periódico? ¿Para que Ana estuviera orgullosa de ella?

Clara sacudió la cabeza. Quizás la copa de vodka se le hubiera subido demasiado deprisa. En todo caso, como ya había pensado, era hora de retirarse. Se dirigió hacia la salida.

Fue entonces cuando se fijó en dos chicas que pasaron a su lado. Parpadeó varias veces. ¿Quizás hubiera sido efecto del vodka o de su imaginación? No. Estaba completamente segura. Clara hubiera apostado su vida.

Una de ellas era Cristina, la chica desaparecida.

La reconoció perfectamente de las fotos que seleccionó para el reportaje del periódico, aunque quizás su aspecto fuese algo distinto. Sus pómulos más marcados, sus ojos más duros. Estaba segura al cien por cien. Era ella.

Pero aquello no tenía sentido. Aquella chica no parecía estar allí contra su voluntad. Se movía libremente entre el gentío, podía haber abandonado el local en cualquier momento. Su actitud, además, era dominante, su mirada severa. No parecía una chica que hubiera sido secuestrada.

Antes de que Clara acertara a reaccionar, la muchacha se dirigió con su acompañante hacia un pasillo cercano a la barra y desaparecieron. Clara se mordió el labio nerviosamente. ¿Qué debía hacer? Quizás todo fuese un malentendido. Quizás Cristina no había sido secuestrada sino que desapareció porque se fugó de casa de sus padres y ahora, simplemente, había regresado. Quizás ni siquiera se tratase de Cristina.

Tras un momento de vacilación, Clara enfiló hacia el oscuro pasillo. Un impulso la obligaba a buscar la verdad. El instinto del sabueso periodista la poseyó. Sin que nadie reparase en ella se escabulló por el pasillo. Una puerta sin ningún rótulo le impedía el paso. Quizás fuese el almacén o algún recinto privado. Decidió entrar. ¿Y si la pillaban? Bueno, siempre podía decir que se había perdido buscando los servicios.

Con el nerviosismo a flor de piel, Clara abrió la puerta y la cerró tras de sí. Unas escaleras descendían hacia algún tipo de sótano. Un fuerte olor a humedad invadió sus fosas nasales. Y a algo más. Algo indistinguible, como a cerrado y antiguo. Apenas había luz, salvo algún fluorescente ocasional, pero una extraña fosforescencia iluminaba de forma tenue su alrededor, aunque no llegaba a vislumbrar el final de los peldaños, como si los engullera la oscuridad. Con aprensión comenzó a descender.

Tras unos minutos bajando las escaleras, Clara tuvo la agobiante sensación de que aquella escalera no tenía fin. La música por encima de ella había ido disminuyendo hasta apagarse completamente, siendo sustituida por un estruendoso silencio. ¿Cuánto tiempo llevaba descendiendo? Era absurdo, como si se adentrara en el centro de la tierra. Un par de segundos después, como si le hubieran leído el pensamiento, la escalera se transformó en una oscura habitación.

Con recelo, Clara observó su alrededor. Estaba vacía. Tuvo la sensación de que los muros eran de piedra, como unas antiguas catacumbas. ¿Qué debía hacer ahora? Se aproximó a una puerta de madera y apoyó la mano en el pomo.

-Hola .

Al escuchar la susurrante voz, Clara casi gritó del susto y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que el corazón no escapase por la boca. A su derecha, una cortina púrpura se había descorrido y una figura la observaba.

Clara abrió los ojos como platos. Su interlocutora era la mujer más alta que jamás hubiese visto, superando con creces los dos metros. De una edad indeterminada, era muy pálida, con un lacio cabello tan rubio que parecía casi blanco. Iba ataviada con un sobrio vestido negro de tirantes que no ocultaba su extremada delgadez. Su rostro era desasosegante, intimidante, demasiado alargado y afilado, sin cejas, y sus labios tan finos que parecían no existir.

-Ho… hola… Ufff… yo… yo… disculpe… me ha dado usted un susto de muerte…

El rostro de la mujer no varió un ápice. Permaneció en silencio, inquisitiva, mientras juntaba y frotaba sus manos. Sus dedos eran imposiblemente largos y huesudos.

-Yo… Yo… buscaba…

- No parece usted socia, señorita…

La voz era sibilante, casi se diría que… inhumana. Clara, sin pensarlo siquiera, respondió:

-Ehhh… Susana… Susana Gómez. No… no soy socia, no.

Los finos labios de la extraña mujer se curvaron en una sonrisa que dejó al descubierto una espantosa dentadura. Quizá fuese un efecto de la escasa luz, pero sus dientes parecían demasiado largos y afilados. Avanzó un paso hacia ella, como si flotase hacia Clara, quien no pudo evitar retroceder, asustada. Su voz adquirió un leve matiz burlón.

- Sí, claro… Susana Gómez… Sin duda podemos hacer una excepción esta noche. ¿Desea usted entrar? El espectáculo está a punto de comenzar. Sin duda, lo encontrará sumamente… estimulante .

Una vocecilla apareció en la cabeza de Clara. “Huye, huye mientras puedas”. Las novelas de vampiros que Ana escribía por encargo aparecieron en su cabeza, como un invitado no deseado. Tragó saliva, asustada, tentada de dar media vuelta y huir. Pero quizás ante ella estuviera el reportaje de su vida. Necesitaba saber, necesitaba demostrarse a sí misma que era una verdadera periodista, necesitaba que Ana estuviera orgullosa de ella.

-Yo… Sí, me gustaría.

La sonrisa de la mujer se acentuó.

-Pase usted… - una larga pausa - …Susana. Bienvenida a la Catedral de la Sangre.

La puerta se cerró tras ella, como una losa en un sarcófago.


Como en un sueño, Clara se adentró en una intrincada red de túneles y galerías. Varios metros por encima de su cabeza pudo atisbar grandes vidrieras de colores, iluminadas por cientos de velas. ¿Dónde demonios se estaba metiendo?

Pero no estaba sola. Ocasionalmente se cruzaba con alguna persona que parecía no reparar en ella. La mayoría vestía con normalidad, otros iban ataviados con largas túnicas encapuchadas que ocultaban sus rostros y algunos incluso con atuendos que imitaban vestidos de otras épocas.

Clara se calmó. Aquello no tenía nada de sobrenatural. Probablemente todo aquello no fuera más que una especie de club de gente peculiar que acudía allí a satisfacer sus estrambóticos gustos.

El pasillo terminó en una amplia estancia iluminada por antorchas con una veintena de individuos. Parecía un escenario, enmarcado por grandes telones de color negro y púrpura. Pronto, Clara se encontró rodeada por un buen número de personas que observaban, expectantes, el vacío escenario.

Súbitamente, varios focos se encendieron, iluminando el escenario. Clara bizqueó, deslumbrada por la potente luz. Un segundo antes, la plataforma parecía estar vacía. En el momento siguiente, una muchacha permanecía delante de los oscuros telones. Era muy joven, de unos dieciocho años. Rubia, pecosa, con cara de ángel. Parecía estar asustada y miraba a su alrededor con ojos de carnero degollado. Estaba completamente desnuda.

Una mujer joven hizo acto de aparición en el escenario, tras ella. Su pelo era del color de la noche y su piel pálida como la leche era destacada por una atrevida lencería negra que dejaba al descubierto nalgas y pubis. Sonriente, como un tiburón, se acercó a la muchacha, lentamente, haciéndola retroceder tambaleante hasta casi chocar con ella. Ninguna dijo nada. El silencio era total.

Clara apreció la belleza de ambas. Una angelical, inocente, la otra malévola, como una diablesa. El día y la noche. Su mente decidió llamarlas, evidentemente, Rubia y Morena.

En un momento dado, la mano de Morena agarró el pelo de Rubia y la condujo hasta su rostro, uniendo ambos labios en un beso feroz. La muchacha cerró los ojos con fuerza, como si se resistiera, aunque su cuerpo no opuso la menor resistencia. De hecho, pareció temblar de deseo cuando la otra mano de Morena se cerró como una presa sobre uno de sus pechos, con fuerza. Un gemido de dolor escapó de su deliciosa garganta, y pareció ser absorbida por la boca de su torturadora.

Tras unos largos minutos, las bocas de ambas mujeres se separaron, un hilillo de saliva todavía uniendo sus labios. Rubia jadeaba, quizás de deseo contenido. Morena sonrió, como un femenino gato de Chesire y se dio la vuelta, pausada e insinuantemente. Permaneció quieta, en silencio, como si esperase algo.

No tuvo que aguardar mucho. Rubia se arrodilló lentamente hasta quedar a la altura del precioso culo de su adversaria escénica. Reverencialmente, como si fuera un altar sagrado, los labios de la chica se posaron en una de las nalgas de Morena y luego en la otra, depositando pequeños y húmedos besos. Clara se dio cuenta de que ella misma llevaba un buen rato conteniendo la respiración, como si no se atreviera a pensar siquiera, a romper la magia, a formular el deseo de lo que quería que sucediera a continuación.

Y su deseo se cumplió. Algo que nunca se había atrevido a exteriorizar, ni siquiera se lo había confesado a Ana, su amada, por vergüenza; algo que siempre le había excitado hasta lo indecible, algo sucio, prohibido, maravilloso, delicioso.

La lengua de Rubia acarició la regata de las nalgas de Morena hasta el punto de que Clara casi imaginó el raspar de las papilas contra los poros de la piel.

Clara miró a derecha e izquierda con los ojos como platos, observando la reacción de la gente a su alrededor. Nada. Nadie parecía ofendido o escandalizado. Todos seguían contemplando el escenario, codiciosamente, con hambre en los ojos.

Clara comenzó a excitarse rápidamente. La indefensión e inocencia de la muchacha, unida a la aparente dominación a la que estaba siendo sometida por la otra mujer empezó a provocar cosquillas en su sexo y una creciente humedad. Su fantasía más oculta. Clara contuvo el impulso urgente de acariciarse alguna parte de su cuerpo. Cualquiera. La que fuera.

Rubia lamía ávidamente toda la nalga, desde arriba, donde la espalda pierde su nombre, hasta abajo, en el pliegue donde comienza el muslo.

Clara gimió por la sorpresa cuando notó una presión contra su espalda, unos pechos aplastándose contra ella y un cálido aliento que acarició su oreja.

-¿Te gusta lo que ves, pequeña?

-Sss… sí.

La mano de su interlocutora comenzó a acariciar su brazo y luego, de forma desvergonzada, se deslizó bajo su camiseta blanca. Clara no se quejó, estaba demasiado excitada, como en un sueño. Por un momento se imaginó a Ana tras ella, amasando sus pechos, besando su cuello.

En el escenario, la lengua de la chica proseguía su trabajo, recorriendo la brecha entre las nalgas, hasta que con unas manos temblorosas de deseo, separó las nalgas, descubriendo un delicioso y arrugado orificio. Clara creyó desmayarse.

La lengua de Rubia comenzó a lamer, a humedecer. La punta de la carne se introducía un poco más cada vez, en una progresión casi imperceptible. Hasta que el ano de Morena acogía ya en su interior más de media lengua, serpenteando y chapoteando.

El rostro de Morena estaba retorcido de placer. Debía morderse los labios para no aullar de placer. Clara intentó tocarse, pero la misteriosa mujer a su espalda se lo impidió, reteniendo con delicadeza sus manos, mientras una de las suyas culebreaba como una serpiente hacia sus vaqueros y desabrochaba sus botones con maestría.

Una mano se introdujo debajo de sus braguitas y rozó la intimidad de los labios de su sexo. Clara gimió, implorante, sumida en una ardiente neblina rojiza, meneando las caderas para incitar a esos dedos para que avanzaran más. Miró a su alrededor, avergonzada, pero nadie parecía reparar en ella. Todos se habían abandonado a sus más bajos instintos y se besaban o acariciaban impúdicamente, como en una monumental orgia.

En el escenario, Rubia había perdido su virginal contención. Su rostro estaba sonrojado y perlado por el sudor mientras se masturbaba impúdicamente, sin dejar de lamer las nalgas y el ano de Morena. Clara pudo discernir sin dificultad la humedad entre sus labios rezumantes.

Finalmente, la muchacha se corrió, gruñendo como un animal. Clara hubiera deseado unirse a su placer, subirse al escenario y besarla, besar a ambas mujeres. Pero la desconocida a su espalda la retenía, tocando muy suavemente sus mojados labios, sumiéndola en una insoportable y abrasadora agonía.

-Po… Por favor…

-¿Sí?

-Necesito… necesito… correrme…

-Todavía no, pequeña. Disfruta de lo que ves .

Clara quiso quejarse, rebelarse. Se mordió los labios, pero la mujer, cruel, no cejó en su empeño de esquivar su orgasmo. Se sintió como si fuera una muñeca indefensa, una esclava que sólo podía obtener placer si su dueña se lo permitía. Sintió unos labios en su cuello, lamiendo, besando, mordisqueando suavemente. El placer creció, mientras notaba el sudor recorriendo su frente.

En el escenario, Rubia había caído como una marioneta desmadejada, exhausta por el orgasmo sufrido. Pero Morena parecía lejos de permitir que descansase. Masajeó su precioso culito blanco. A Clara le pareció que extendía algo, algún tipo de aceite transparente, esparciéndolo hasta dejar sus nalgas brillantes y lubricadas. La mano de Morena se recreó en nalgas, pliegues vaginales, muslos, perineo y alrededores del ano.

Súbitamente, como si se tratase de un truco de magia, un dedo de la mujer desapareció en los labios vaginales de Rubia, arrancándola un suspiro. Pronto, otro dedo siguió su camino. Y otro más.

Clara, gimió mientras un par de los dedos de la mujer parecieron imitar a los de la muchacha en el escenario y se internaron en el interior de su encharcada gruta.

En el escenario, ya eran cuatro dedos los que, con dificultad, entraban y salían del esponjoso interior de Rubia, enormemente dilatado. El rostro de Rubia era una mezcla indiscernible de placer y dolor, imposible saber dónde aparecía uno y terminaba el otro. Un dedo de Morena se posó sobre su ano y comenzó a introducirlo lentamente, mientras el esfínter se dilataba para hacerle hueco, explorando sus entrañas.

Clara creyó morir de placer. Los expertos dedos de la desconocida mujer chapoteaban entre los húmedos labios de su sexo, entrando y saliendo en una danza ritual que la catapultaban al más profundo de los clímax. Los labios en su cuello mordisqueaban, provocándola un doloroso placer. Por fin, sintió próximo el orgasmo.

Abrió los ojos y sintió que algo iba mal.

Toda la gente la miraba a ella. La concurrencia había formado un círculo en torno suyo y la observaba, aguardando. Decenas de capuchas, de máscaras de carnaval, de rostros expectantes y hambrientos, todos habían girado y la contemplaban. Incluso en el escenario, Rubia y Morena la miraban con enigmáticas sonrisas. Un presentimiento –no, una certeza- se abrió paso en su obnubilada cabeza, una realidad que le golpeó como una dolorosa piedra. El espectáculo no estaba en el escenario. El espectáculo de aquella noche era ella.

El dolor se acrecentó. Clara distinguió horrorizada el reguero rojo que, manando de su cuello, teñía de carmesí su camiseta blanca. Intentó moverse, resistirse, pero estaba demasiado débil.

El dolor se volvió insoportable, ahogando el orgasmo que la envolvía. Una agonía lacerante penetró en su cuerpo como un cuchillo helado. El miedo la dominó, inundándola, mientras la susurrante voz de la misteriosa mujer a su espalda penetró en sus oídos como un témpano de hielo.

-Grita, Clara, grita para mí.

Y un grito desgarrador inundó los oscuros pasillos.


Ana, con dedos temblorosos, volvió a pulsar el botón de llamada del móvil. Había permanecido toda la noche en vela.

-Vamos, contesta, maldita seas, ¿dónde coño estás, Clara? Contesta, contesta, contesta…

Lejos, muy lejos de allí, ignorado, un móvil vibraba en un frío suelo de piedra.

CAPÍTULO III

-Sss…sí… es ella.

La voz de Ana se quebró en sollozos, mientras la visión del pálido cadáver de Clara tumbado en la fría camilla metálica del Instituto Anatómico Forense comenzó a emborronarse por las lágrimas. El sonido de la voz del policía a su lado le llegaba distorsionada, como si no fuera más que una pesadilla.

-¿Señorita? ¿Se encuentra bien?

-Sí. –Mintió Ana, mientras las lágrimas corrían por su mejilla.

-Lamento de verdad haberla hecho venir, señorita, pero desconocíamos el domicilio de los padres de la fallecida. Creo que es mejor que vaya usted a su casa a descansar y dejemos para pasado mañana la declaración en la Brigada, si a usted le parece bien.

Ana asintió, sin entender realmente de qué estaba hablando el policía. Miró de nuevo el cuerpo de Clara. Parecía que dormía, como si en cualquier momento fuera a levantarse de golpe y disculparse riendo por aquella broma macabra.

-¿Cómo… cómo… qué es lo que…?

-Todavía no sabemos nada, a falta de que se practique la autopsia. Parece ser que se desangró por esa herida en el cuello. Por ahora no debe preocuparse, le mantendremos informada. Si le parece, puedo llamar a un coche para que le acerque a…

-No… no hace falta… Pediré un taxi.

La puerta se cerró detrás de Ana. Ni siquiera recordaba bien cómo había llegado a su piso. Estaba completamente ida. Contempló a su alrededor. Percibió el olor de su amante, como si todavía estuviera en casa. Encima de la mesa del recibidor, una estatuilla horrible de un perro que Clara se había empeñado en comprar, sobre la mesa enfrente del televisor, una revista de cine abierta todavía por la página en la que su amada había abandonado la lectura.

Nunca más volvería a ver a Clara.

Ana cayó al suelo, incapaz de nada excepto de temblar convulsivamente y llorar.

Y todo era culpa suya. Si la hubiera acompañado, si la hubiera impedido que acudiera a aquel maldito sitio, ella todavía estaría viva. Tuvo un presentimiento, supo que algo malo sucedería. ¿Por qué dejo entonces que se marchara?

Ana golpeó la pared. Una, dos, tres, cuatro veces, hasta que la mano le dolió de verdad. Se asustó cuando escuchó un gemido ahogado a su alrededor hasta que comprendió que era ella misma la que lo provocaba.

-Clara… perdóname… Clara… ¿por qué…?

Como pudo, fue hasta la cocina y se miró la mano. Estaba algo hinchada. Ana se tomó un par de valiums y se tumbó en la cama. La almohada todavía estaba impregnada del olor de Clara. Su cabeza le pareció muy pesada y sintió como si cayera a un pozo negro, antes de que la oscuridad la tragase.

Ana despertó poco a poco. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Se levantó como pudo, rascando su corto pelo castaño. Tuvo la sensación de que una estampida de búfalos atronaba dentro de su cabeza. Su corazón casi escapa por su boca cuando, volviendo la cabeza atrás, vio a alguien en su cama. A pesar de la oscuridad, se distinguió a si misma, durmiendo.

Estaba soñando.

Como impulsada por una fuerza incontrolable, se volvió lentamente hacia la ventana. Un rostro la contemplaba desde el exterior.

Clara.

Sí, era Clara. Pero quizás una Clara más pálida, más demacrada, con unas oscuras ojeras que contrastaban con la viveza de su mirada. Sonreía.

Ana estuvo a punto de llorar. Lo sabía. Sabía que su amada no podía estar muerta. Ni siquiera pensó en que horas antes había contemplado su cadáver. Ni siquiera pensó en cómo Clara podía estar flotando por fuera de la ventana de un cuarto piso.

Con lentitud, ignorando una pequeña vocecilla en su cabeza que susurraba “Peligro”, se acercó a la ventana y la abrió. La sonrisa de Clara se acentuó y comenzó a avanzar hacia ella.

Ana despertó sobresaltada. Su móvil estaba sonando.

Como pudo, a oscuras, se bajó de la cama, casi tropezando y cayendo al suelo. Sacó el móvil de su bolso y se lo llevó mecánicamente hasta su oído. Se sentía abotargada, soñolienta, incapaz de pensar en nada.

-¿Sí?

-¿Ana?

-¿Quién… quién es?

-Mi nombre es Alicia. Tienes que escucharme, lo que te voy a decir es de importancia vital.

-¿Quién es us…?

-Escúchame. Tu amiga, Clara, no ha muerto, mejor dicho, no ha muerto del todo. Ha sido convertida en un vampiro, una criatura de la oscuridad. Estás en pel…

Una furia creciente comenzó a invadir a Ana.

-¡Dígame quién coño es usted!

-Me llamo Alicia. Hablé con Clara antes de morir.

-¡Usted es la loca del bar, la cazavampiros! ¿¡Cómo coño ha conseguido mi número!?

-Eso no tiene ahora importancia. Corres peligro, Clara...

-¡Pero está usted loca! ¡Por el amor de Dios! ¡Mi novia acaba de morir y usted me llama y me dice que… que ella…!

La voz de Ana se fue apagando hasta convertirse en sollozos.

-Escúchame, te lo ruego. Tu novia ya no es la Clara que conociste. Ahora es un monstruo sediento de sangre. Los vampiros atacan primero a aquellos que amaban en vida. Esta misma noche irá a por ti.

-Por favor… no me torture más, déjeme en paz… Déjeme…

-Debes encerrarte en tu casa. Sobre todo, no la dejes pasar, te diga lo que te diga. No dejes que ella entre en tu casa o estarás perdida. Debes…

Ana colgó el teléfono y lo arrojó al suelo, incapaz de dejar de sollozar. Se sentó en el suelo, acurrucada contra una esquina de la habitación.

El móvil volvió a sonar. Ana pulsó la tecla de descolgar con rabia.

-¡Sí! ¿Es que no es usted capaz de…?

-Disculpe, soy Roberto, el policía que ha estado hablando con usted esta mañana.

Ana suspiró, mientras se limpiaba con el dorso de la mano las lágrimas de los ojos. Sorbió lágrimas y mucosidades antes de responder.

-Perdone, creí que era otra persona.

-Lamento molestarla a estas horas, pero agradecería que mañana se pasara por la Comisaría para que prestara declaración. Me acaban de avisar que esta noche acaban de robar el cadáver de Clara del Anatómico y creemos que ambos hechos pueden estar relacionados. ¿Puede usted pasarse a las 10:00?

-S… Sí.

-Allí la espero. Hasta mañana.

La línea quedó muerta, mientras un miedo irracional comenzaba a invadir a Ana.

Menuda estupidez, se dijo. Los vampiros no existen. Chorradas propias de supersticiosos. Sus ojos se clavaron en la ventana abierta de su dormitorio. En el exterior, las luces de la ciudad despedían un fulgor naranja que se reflejaba en las nubes que cubrían el cielo, inundando la habitación con un halo que, en otras circunstancias, le hubiera parecido mágico, casi íntimo. La cortina se movió, mecida por la brisa.

La muchacha permaneció paralizada, sin atreverse a mover.

-Ana.

La helada voz no provino de su izquierda, ni su derecha, ni siquiera de detrás suyo. Provenía de… arriba.

Muy, muy lentamente, paralizada por el terror, fue alzando su cabeza, poco a poco. A pesar de la oscuridad, pudo verla. En una de las esquinas del techo, desnuda, agazapada como una araña humana, estaba Clara. Su postura, a cuatro patas, era antinatural, desafiando la gravedad y todas las leyes de la lógica. Sus ojos eran completamente negros, como su cabello, contrastando con su piel blanca como la nieve. Sus largos colmillos parecían relucir entre sus sonrientes fauces.

Ana gritó como nunca lo había hecho. Quizás fue eso lo que rompió su parálisis y lo que le permitió huir.

Ana tropezó cuan larga era en el pasillo, mientras escuchaba el raspar de las garras de Clara, deslizándose a toda velocidad por el techo y las paredes. Su cerebro, embotado por los calmantes, se despejó a toda prisa, incapaz de pensar racionalmente y concentrándose en huir de la cosa que había sido su amante.

Pronto se dio cuenta de su error cuando entró en el cuarto de baño. Ella misma se había metido en un callejón sin salida. A gatas, se aplastó contra la pared, mientras observaba la puerta con ojos desorbitados por el horror. No podía contemplar el pasillo, pues hacía esquina, pero pudo escuchar claramente, por encima de su respiración jadeante, los pasos de pies desnudos que se acercaban lentamente, como si no necesitaran apresurarse, sabedores de que su presa estaba acorralada. Indefensa.

De pronto, Ana recordó aquellos libros de vampiros que había leído. Había cosas que ahuyentaban a los seres de la oscuridad: ajos, estacas, cruces… y agua corriente. Los vampiros no podían cruzar el agua en movimiento.

Una mano blanca se apoyó en el marco de la puerta.

-Ana…

Ana se metió dentro de la mampara de la ducha y giró el grifo del agua. Gritó cuando un chorro de agua fría surgió de la alcachofa de la ducha y golpeó contra su cuerpo, empapando el pijama que llevaba puesto.

Clara había entrado ya en el cuarto de baño. Su caminar era lento, sensual. Ana no pudo evitar rememorar las veces que habían hecho el amor con ella allí mismo. La belleza de Clara, en la muerte, había parecido aumentar. Sus pálidos pechos parecían más tersos y suaves y su pubis, enloquecedor. Sonreía, sabedora de la atracción que estaba causando a Ana. Sus movimientos eran lentos y felinos, como los de un letal depredador. Se detuvo a escasos centímetros del chorro de agua, con su mirada negra clavada en ella. Sus labios se curvaron en una mueca de contrariedad, como si algo evitara que pudiera seguir avanzando. Ana se pegó todo lo que pudo a la pared, asustada de mover un músculo siquiera, mientras el agua la calaba.

-Ana, por favor, ven…

Ana gimió, asustada. Su primer impulso fue abandonar la ducha y avanzar hacia ella, pero logró contenerse. Sollozó. El agua de la ducha escocía sus ojos pero no podía dejar de mirar al ser ante ella, horriblemente fascinada.

-Por favor, por favor, vete…

- Ana, tengo frío… Por favor, abrázame…

La voz de Clara tenía una lenta y extraña rigidez, como si estuviera pronunciando frases de una obra de teatro que no había tenido tiempo suficiente para ensayar.

-Ana, yo te amo… ven conmigo… estaremos juntas para siempre. Ven… bésame, Ana, bésame…

Mientras su cabeza se nublaba, el cuerpo de Ana comenzó a moverse involuntariamente, como si quisiera avanzar, dejar atrás el chorro del agua de la ducha, abrazar a su antigua amante, coger a Clara entre sus brazos y llevarla hasta la cama, donde la tumbaría rudamente y se colocaría sobre ella, frotando ambos cuerpos hasta que Clara gritara extenuada de placer.

Su mano avanzó hacia Clara, quien sonrió como si hubiera ganado alguna especie de oscuro juego.

-Te amo, Ana, ven… ven conmigo… Será maravilloso…

El sonido del timbre sacó a Ana de su sopor. El sonido de una voz femenina se dejó oír desde el descansillo de la escalera.

-¿Ana? ¿Estás ahí?

El rostro de Clara se contrajo en una mueca de furia, siseando de rabia como un gato bufando. Ana chilló.

-¡Ana! ¡Soy Alicia! ¡¿Estás dentro?! ¡¿Puedes abrirme?!

Ana no dejó de gritar a pleno pulmón.

-¡Ana, apártate de la puerta!

El estruendo de un disparo ensordeció a Ana, que siguió chillando mientras se cubría con los brazos. Clara miró con rabia hacia la puerta, como si su presa se escapara de sus garras. Una mujer apareció en el quicio de la puerta con un revolver en la mano. Ana no tenía ni idea de armas. Tan sólo le pareció una enorme y peligrosa pistola que debía pesar una enormidad. La mujer que la sostenía, era una mujer morena de unos treinta años. ¿Era la cazadora?

Clara siseaba mientras la recién llegada elevaba su arma. El primer impacto se incrustó en los azulejos del cuarto de baño, el segundo disparo destrozó el hombro del vampiro. Ana se tapó los oídos cuando un chillido inhumano inundó la habitación. La mujer alzó de nuevo el arma.

-¡No!

Ana abandonó la ducha y se lanzó sobre el brazo de Alicia. El disparo falló por centímetros. Antes de que ninguna de las dos pudiera reaccionar, el ser que había sido Clara huyó por el pasillo como una sombra pálida que se desvaneció por la ventana.

-¡Joder, ¿estás loca?! ¡Me has hecho fallar!

Ana se quedó mirando estúpidamente a la cazadora, sin saber qué decir.

-Pero… era… era Clara.

-¡Esa ya no es Clara, joder! Ya te lo dije. Dejó de ser tu amiga en cuanto murió. Ahora es uno de ellos, un vampiro. Un monstruo.

-Pero… Clara…

La mujer ahogó una blasfemia y miró por la ventana. Ni rastro del vampiro. La oscuridad de la noche empezó a romperse cuando muchas ventanas comenzaron a iluminarse, sin duda, vecinos alertados por el ruido de los disparos.

-Ya no tiene remedio. Debemos largarnos ya. Llegarán enseguida.

Ana temblaba, empapada por el agua de la ducha. Estaba completamente desorientada. El mundo en el que creía vivir se había roto en mil pedazos en menos de doce horas. Sus dientes castañeteaban del frío.

-¿Cómo…? Yo…

La mujer pareció impacientarse.

-Tienes un minuto para coger dinero y algo de ropa. Si tardas más, te dejaré atrás. Tú decides.


Continuará...