Juego de palabras
Recuerdos de hombre vicioso
CONFESIONES DE CORNUDO CONVICTO Y CONFESO 4
JUEGO DE PALABRAS
Estamos ella y yo, los dos solos, una tarde de verano, en la azotea. Hablamos, nos reímos. Bebemos algo. El ambiente es caluroso, plomizo. ¡Hay que levantar el ánimo! De momento yo me voy a desnudar, cariño. Y los dos nos quedamos en pelotas. Le miro las tetas, me mira los ojos. Le miro de nuevo las tetas, siempre sus tetas, me fascinan sus tetas. Y ella sigue buscando con sus ojos a los míos. Así se va un buen rato, como en neblina de buena borrachera. Se me está ocurriendo un juego, le digo. ¿Qué juego? Un juego de palabras. ¡Maricón, ya te veo venir! ¿Qué quieres puta mía? ¿No sabes que tus tetas me soliviantan y me enardecen…? Por ese tiempo, al año o así de estar juntos, habíamos integrado en el lenguaje de los polvos nuestros bastantes palabras, de esas que se dicen sucias o groseras o puercas, de manera que el vocabulario obsceno sexual de la pareja era considerable. Y de ese lascivo comportamiento, que acabaría en costumbre, saqué la idea del juego. Mira, Carmen, consiste en que lo que tú y yo nos decimos, el uno al otro, follando; nos lo digamos ahora, alternando los dos los piropos que nos decimos, pero hacerlo rápido, pisándonos las palabras, sin poder repetirse ni usar una que haya utilizado el otro; y quien lo haga pierde y paga prenda. Lo entiendes, amor mío? ¡Qué remedio, cabrón! ¿Jugamos entonces? Venga, así por lo menos dejas de mirarme las tetas, y te enteras de que yo soy algo más que esta tetas; ¿quién empieza? ¡empieza tú, zorra! Ok. ¡Pedro eres maricón! ¡Carmen eres una puta! Pedro, eres el tío más cornudo que conozco! Carmen me encanta que seas así de guarra! ¡Hijo de puta! ¡Ramera! ¡Perro! ¡Cerda! ¡Bujarrón! ¡Furcia! ¡Ciervo! ¡Meretriz! ¡Mamón! ¡Buscona! ¡Esclavo de mi coño! ¡Y de tus tetas de golfa! ¡Pedro eres el mejor mamporrero del mundo! ¡Carmen, cuando pienso que en tu chocho han entrado más de quinientas pollas antes que la mía me enorgullezco de ti! ¡Pervertido! ¡Mamona! ¡Invertido! ¡Mantenida! ¡Cerdo! ¡Tortillera! ¡Impotente! ¡Viciosa! ¡Pajillero asqueroso! ¡Pájara de mierda! Hasta que la Carmen se cansó de tanto y tanto, se levantó y, poniéndome los pezones en la cara, me los refregó por ella y me comió la boca y me metió la lengua con su saliva tan caliente, diciéndome: ¡Maricón! eres Maricón, ya sé que repito palabra y pierdo el juego, pero no me importa, así tú ganas y me pones la prenda que quieras, pero este gusto de decirte Maricón no me lo quitas ahora tú, ni me lo pierdo. Yo sé que a ti te entusiasma que yo te lo diga, y cómo te lo digo, aunque a veces cansa, que lo sepas Maricón, de tan pesao como te pones, hijo de las siete mil putas de Babilonia; y me echo a pensar: ¿Pero qué hace una mujer como yo con un tío tan maricón? Tranquilamente, con aplomo y confianza, le pregunté entonces: Cariño, has terminado? Te toca pagar prenda, recuérdalo pecadora mía. Venga, aquí estoy, dime: qué quieres que haga? Siéntate en el sillón grande, abre las piernas, abre bien tus piernas, que yo me voy a poner de rodillas entre sus muslos, te los voy a lamer, te los voy a chupar, te los voy a acariciar; y cuando note su calentura voy a comerte el coño, los labios de tu coño, la pelambrera rizada y negra, morena, de tu coño, la raja abierta y chorreando de tu coño, hasta llegar y perderme en la maravillosa pipa de tu coño, y partirme en ella la lengua lamiendo para que levante de ti seis o siete orgasmos, maravillosas corridas de las que sueles, con tus muslos hirviendo, me abrazas la cabeza y me dejas sin aire, chocho, que un día asfixias al Maricón.