Jude y sus anillos 03
Los pechos comprimidos no le permitían relajarse. Estaba acostumbrada a llevarlos desnudos o casi desnudos. Los pezones horadaban el látex y éste los presionaba hacia dentro, algo a lo que tampoco estaba habituada. La ansiedad estaba haciendo presa en ella, sólo de pensar en ir a bailar con esos zapatos o volver caminando al hotel.
Capítulo 14. -
La alegría del chico de recepción parecía genuina. No todos los días se te acercaba una diosa sonriente. Jude no se entretuvo demasiado, se sentía mucho más desnuda en la recepción que en la piscina. Dejó los periódicos junto a una dormida Rebeca y se preguntó si debía ponerle bronceador. Pegó un buen repaso al cuerpo de su amada. Tenía casi cuarenta años. Se conservaba bien. Las piernas eran agradables a la vista y la silueta femenina. A pesar de ello, Jane sabía que si iban juntas la miraban a ella, no a su ama. También que no le faltaban pretendientes. Se acercó al agua. A medio camino recordó los tacones y decidió quitárselos al borde de la piscina. Resultarían llamativos, lo que, se dijo a sí misma, era fuente de regocijo para su jefa.
Al entrar en el agua notó como agujas en las plantas de los pies, en la zona del tanga y en la cara. Como si por estas zonas descargase toda la energía acumulada de estos días. Supuso que el aceite actuaba de aislante. Aprovechó para hacer ejercicio. Los mirones disfrutaron de lo lindo cuando nadó de espaldas, ofreciendo los pechos, sobresaliendo verticalmente del agua. Miraba hacia Rebeca por si se despertaba. Se quedó todo lo que pudo chapoteando.
Comenzó a subir por la escalerilla. Se excitó pensando en como volvía a estar expuestas a la mirada de todos los presentes. Y empezó a notar pinchazos de nuevo en la planta de los pies y lo que es peor, en la vagina. Y en la raja encadenada de atrás. El agua es un dipolo eléctrico y el tejido de Jude actuando de acumulador llevaba rato llevando energía a la zona entre sus piernas. Al salir, con el cambio de polaridad trataba de buscar los lugares de mayor potencial. Debido al aceite, los mejores puntos eran la cara y la planta de los pies. Sobre todo las suelas pues el peso del cuerpo estaba alternativamente echado hacia cada uno de pies mientras ascendía. La postura de rodilla elevada tampoco ayudaba, pues el contacto de la tela con el muslo contrario y la vagina quedaba acentuado. A duras penas pudo aparentar indiferencia antes los inesperados estímulos. Olvidó los tacones y fue hacia la tumbona de Rebeca, todavía somnolienta. Jude, con los pies doloridos por el efecto eléctrico, se sentó en la tumbona de al lado y levantó los talones. Su tanga no le perdonó en la nueva posición. Rebeca señaló hacia el lado contrario y Jude vio con claridad los tacones destacando junto a la escalerilla. Y supo lo que quería su ama, regresar a por ellos. Con los talones levantados le escucho decir cuando ya se había puesto de pie.
Si las pocas decenas de metros hasta los zapatos le parecieron kilómetros, decidir cómo ponerse los tacones resultaron eternos. Apostó por lo menos conveniente para ella y más satisfactorio para todos los demás, inclinarse hacia delante hasta tocarse los dedos de los pies lo que llevo al culo a quedar en alto. La cadenita trasera mandó parte de la energía a la vulva y a través de la piernas a los pies que Jude se estaba mirando. Se incorporó con lentitud y volvió con Rebeca. El agua, la excitación, el exhibicionismo o las corrientes, quién sabe qué, ya habían aplacado el dolor en sus pechos. Esto obligaba a un beso pasional. Rebeca lo aceptó encantada, indicando a su pupila lo satisfecha de su actuación. Como los conos estaban en la habitación, tuvo que ir a buscarlos, inquieta por si se los pondría en la piscina, delante de todos.
Así que el recepcionista tuvo oportunidad de contemplar a Jude y su hipnotizante culo mientras esperaba el ascensor. Justo cuando llegó, cambió de opinión y fue hacia las escaleras. El chico estupefacto tuvo tiempo de sobra para admirar como unas perfectas nalgas se elevaban escalón a escalón seguido de unas estupendas piernas alargadas por los tacones de vértigo. Si lo que pretendía era llamar la atención, lo había conseguido. Llegó a la habitación agotada. Subir las escaleras supuso un esfuerzo mayor de lo que se había imaginado, sumando el ir de puntillas tanto tiempo más el ejercicio en la piscina. Los conos seguían en la mesilla de noche. Buscó algo dónde llevarlos. Revolviendo por los armarios encontró una bolsa color crema. Dentro había tres consoladores de diferentes tamaños y colores. Volvió a dejarlos dónde estaban. Creía que su lengua era lo único que daba placer a Rebeca. Y tuvo celos de los objetos, pulcros, relucientes y alargados, aumentando su determinación por agradar y complacer a su ama. Terminó poniendo los temidos conos en su bolsa de aseo, pensando que no llamaría demasiado la atención.
Salió de la habitación y recordó la sensación que tuvo antes al hacer lo mismo. Se encontraba tan expuesta, culos y tetas al aire, con los tacones ayudando a exhibirlos con sus giros inesperados y convertidos en involuntarios focos de atención. Decidió bajar por las escaleras y cuando llegó abajo estaba frustrada y molesta consigo misma. Saludó con un gesto rápido al chico de recepción y ya con su caminar habitual fue a la piscina. El sentir del bamboleo de sus caderas, el golpeteo de los tacones y el sonido de los cascabeles la llevaron a calmarse. En cuanto llegó junto a Rebeca, le dio otro beso pasional y notó la corriente en sus pezones, su vagina y en sus pies calzados.
Rebeca se sintió encantada por este nuevo beso y por la perspectiva de volver a jugar con los pechos de su concubina. Faltaba encontrar el lugar apropiado. A falta de un sitio mejor, entraron en los vestuarios y como no había nadie más empezó a pellizcar a Jude sin esperar a que llevase los brazos a la nuca o cerrase los ojos. Le cogió la bolsa y esperó a que se pusiera en la postura adecuada. Corrigió su postura, elevándola la barbilla y forzándole los hombros hacia atrás. Sonríe y extiende los pechos al máximo . Llegó el habitual ciclo de dolor y ardor. Las corrientes llevaron las partículas cargadas de los pezones al clítoris y a los pies.
En la piscina, Rebeca le recordó que su ungüento protector debía estar perdiendo fuerza. Jude comprobó que era así. Además notaba mucho más la corriente provocada por las hebras, probablemente al no haber aceite ejerciendo de aislante. Debía poner las manos en la nuca y esperar que le rociase. Rebeca se tomó su tiempo antes volver a dejar la piel de Jude esplendorosa y aceitosa. Y esperó de pie a que Jude empezase su peregrinación al borde del agua antes de tumbarse a seguir leyendo los periódicos. Diez minutos después con los pies ya cansados de llevar los talones levantados, se acerca a Rebeca y le cuchicheó algo al oído. Y entró en el hotel de nuevo.
Capítulo 15. -
Determinada a aprender a bajar y subir escaleras con tacones imposibles, Jude se encamina con paso firme, casi al trote, hacia la recepción. Esta vez se para hablar con el chaval, apiadándose de él, para que disfrute de el mismo espectáculo que los demás obtienen gratis en la piscina. Se siente adulada por su mirada, por mucho que trata de negarse a sí misma que está encantada de excitarlo. Le dice que no ha hecho ejercicio ese día. Subirá la escalera varias a veces para tonificarse. El chico se lo toma como lo más habitual del mundo, una especie de playmate semidesnuda en tacones ilimitados justificándose. Con cierta timidez, le recalca que no aprecia ni un átomo de grasa. Jude le sonríe, le da las gracias por el piropo y se vuelve hacia las escaleras. En esta ocasión, el chico le acompaña indicándole que va a encender las luces. La torneada Jude comienza el reto dándose cuenta de el espectáculo de curvas que está ofreciendo, lo que inevitablemente alcanza por arte de magia a sus pezones y su vagina. Como si la mirada eléctrica del chico se convirtiera en energía nerviosa en su piel. Cuando vuelve a bajar, el chico está esperando con ojos agradecidos. No puede dejar de apreciar la sincera admiración del joven. Nota como la energía masculina es un afrodisíaco retador. Al finalizar con el último escalón, mira a su apasionado observador y se atreve a preguntarle que tal lo ha hecho. Se sorprende cuando le contesta que fatal. Resulta que tiene varias hermanas mayores y siempre se ha divertido observándolas cuando se ponían tacones para ir a la discoteca. Su casa es de dos plantas y bajar con tacones es algo que las chicas no parecen aprender intuitivamente. Le explica que debe bajar despacio, mejor agarrada de alguien. Debe considerar los tacones como elementos de atadura, que le impiden o coartan hacer ciertas cosas sola. De la misma manera que correr es casi imposible correr en esos zapatos también lo es intentar bajar con aplomo. Es misión de su acompañante ayudarla. Y como recompensa, a la hora de subir, adelantarse para permitir que sus piernas y su culo se puedan contemplar con tranquilidad y deleite. Al bajar, sus pies y piernas hasta los muslos se exhiben sin reparo, permitiendo al amigo recrearse y apreciar la perfección desnuda.
Jude reconoce que se merece toda esa palabrería seductora, ella ha sido la primera en tentar al muchacho. No viendo mala intención, le sugiere que le muestre la manera de hacerlo. Sube las escaleras una vez más y su acompañante, a tres escalones de distancia, le sigue. Jude siente los ojos que detrás suyo están contemplando su cuerpo semidesnudo, las caderas girando con cada peldaño. Con la energía masculina atravesando su cuerpo, no le cuesta demasiado llegar hasta la última planta, en el quinto piso. Se vuelve para esperar a su instructor quién aprovecha al tener los ojos a la altura de sus rodillas para disfrutar del frontal exhibido, desde tan cerca que Jude se ruboriza. Su galante príncipe, ya a su altura, también se da la vuelta y le comenta que para bajar también es ella la que debe mantener la iniciativa, pero siempre pedirle a su acompañante que la ayude, que irán despacio y que mientras ella tantea los escalones, su acompañante, cómodamente calzado, sólo debe convertirse en un bastón con ojos, disfrutando de las piernas exhibidas. Jude no cree que el chaval se haya inventando algo así y le pregunta en qué página web lo ha leído. El chico, ufano, le dice que siempre ha tenido una fantasía desbordante y cierto poder mental. Se remitió a las pruebas: el cuerpo exuberante que tenía junto a su lado. Jude se estaba divirtiendo de lo lindo. Supo la diferencia entre los dos sexos. Para las mujeres, el orgullo de tener un cuerpo sexy y atractivo, para los hombres, un cerebro capaz de seducir.
Comenzaron la bajada, consciente de sus piernas exhibidas y tratando de mover los pies de forma fluida. Su príncipe le instó a apoyar el pie con una pequeña inclinación a la izquierda para desplazar el centro de gravedad y que el peso quedase repartido lateralmente. Y no trasladar la otra pierna dos peldaños sino bajar sólo uno. Como si una cadena invisible impidiese un recorrido mayor. Entendido el concepto, Jude descendió despacio, permitiendo el disfrute de sus piernas y otorgando a su pareja el derecho a ayudarla. Los cascabeles sonaban muy poco, como un vals, un, dos, tres. Pie derecho abajo, pie izquierdo abajo., Giro al otro lado. Y vuelta a empezar. Todas las veces necesarias hasta alcanzar la perfección. El chico, encantado, no quiso aprovecharse. Le indicó que había sido perfecto. Jude negó con la cabeza, con el efecto secundario del sonido de algún cascabel mucho más audibles en el silencio del edificio. Se dispuso a subir de nuevo. Que le siguiese a tres peldaños de distancia.
Las piernas agotadas de Jude no la disuadieron de continuar seis veces más. En una de las bajadas, Jude trató de mirar al frente, creyendo resuelto el resto de los problemas. El chico le prohibió hacerlo. No sólo era peligroso, también rompía el hechizo de la sumisión. Las cadenas invisibles la invitaban a mirar hacia abajo, el peligro físico también. Y su dueño no consentiría ponerla en peligro.
Agotada, Jude se permitió darle un suave beso en los labios a su amante virtual y se fue otra vez hacia la piscina sin dejar de agradecerle sus lecciones. Dejó los tacones junto a la escalerilla, se tiró y después del pertinaz juego de electrones salió orgullosa y altiva. Con los tacones puestos, después de haberse vuelto a doblar por la cintura, se acercó a Rebeca, que se había vuelto a dormir. Se los quitó y se echó agotada en la tumbona de al lado, satisfecha de haber hecho feliz a un hombre otra vez, después de tanto tiempo. Ese día aprendió algo muy importante, nunca descubierto en sus relaciones anteriores. Los hombres buscan reconocimiento y admiración, como todos los niños. Ella se sentía como una niña con zapatos nuevos. O pies nuevos. Encadenados.
Capítulo 16. -
Rebeca la llevó a rastras a la habitación para que siguiera durmiendo, tan cansada que estaba. Usó el ascensor. Le quitó los zapatos pues se desplomó en la cama en cuanto la vislumbró. Con exquisita ternura también le quitó el tanga. A la mañana siguiente, Rebeca recibió sus orgasmos, una inquieta Jude se esforzó al máximo preocupada por los consoladores que había visto y su necesidad de dar placer a su ama. Tardó en darse cuenta de que debía arrodillarse y dejar las nalgas pegadas al suelo con el cuerpo erguido y las manos a la espalda. Cuando Rebeca aceptó, le puso los conos y sólo se los quitó cuando terminaron la sesión de placer.
Bajaron a desayunar, una resuelta concubina, alegre en sus zapatos altos y sexys y su esbelta pareja. Jude le pidió a Rebeca paciencia mientras bajaban las escaleras, paso a paso, tratando de disfrutar y hacer disfrutar a su amante saciada. Senos y nalgas bien exhibidas en el comedor, objetos de su amante. La mañana transcurrió de forma parecida a la anterior. Jude aprovechó algún que otro momento para hacer su ejercicio diario en la piscina y en la escalera. Consiguió bajar sola con cuidado, pues el timorato príncipe no había aparecido, estando en su lugar una chica de miradas desaprobadoras. Así es el mundo de la competencia femenina. Con más soltura que el día anterior, mirando todo el tiempo para abajo, tuvo tiempo de contemplar sus henchidos y doloridos pezones tal y como se los presentaba a los demás. Sus piernas doradas y adoradas brillaban con luz propia, gracias al ungüento. Le incitaba a contemplarse y le provocaba pensamientos masturbatorios, instándose a reprimirlos como una adolescente cuando es pillada por su padres. Retornó la mente a la sumisión requerida por su ama.
El descanso vespertino las llevó a la habitación donde repitieron el ciclo de besos, conos en los pechos y orgasmos de Rebeca. Se quedaron dormidas abrazadas. Al despertarse, Jude fue a la ducha otra vez, pues el sudor había aparecido de nuevo. Al salir del baño, un vestido y unos zapatos esperaban en la cama. Rebeca, ya vestida, le ayudó a ponerse la prenda, cuyo tejido era de una sustancia como de caucho muy fino. Lo primero que sintió Jude cuando Rebeca se lo subió fue que tanto el borde superior como el inferior tenían un reborde de plata. El borde superior fue dejando un halo eléctrico parecido a un latigazo a medida que atravesaba su cuerpo hacia arriba. Tratando de contener un orgasmo, sólo pudo salvarse cuando los pezones, todavía algo doloridos rozaron la cinta de plata y emitieron un quejumbroso torrente electrónico hacia todas partes. El vestido no llevaba sujeción, salvo la tira de plata. Quedaba ligeramente por encima de los pezones, amenazándolos. El escote era sensacional, quedando los pechos comprimidos. La tela no perdonaba. La sensación de tener los pechos encerrados en un cárcel soliviantaron a una enardecida Jude. El reborde inferior quedaba a mitad de los muslos. Jude se extrañó de llevar un vestido tan largo, lejos de sus habituales faldas ultracortas.
Con esta disposición los muslos encerrados en su prisión de goma se calentaron. La banda de plata que recubría el borde inferior del vestido emitió su potencial eléctrico, promoviendo el deseo de ser penetrada. Cuando se calmó su respiración, se dispuso a colocarse los zapatos. Sabiendo que con la estrechez del atuendo sería casi imposible doblarse hasta el suelo, levantó el pie derecho para colocarse el zapato. La cinta del muslo presionó la piel intimidando con nuevas sensaciones. Los tacones le quedaban demasiado pequeños, encajonando los pies, encerrados en un estrecho y corto calabozo. Además sólo tenían doce centímetros de alto y los músculos acortados de las pantorrillas protestaron ante la contracción. Rebeca dedicó unos minutos a maquillar minuciosamente a Jude. Sus labios color pasión exudaban hambre de sexo, acorde al vestido que enfundaba. Para rematar, unos aros de plástico rojos acabados en una cadenita de plata. Sintió el contacto de las cadenitas en el hueco entre cada hombro al ser demasiado largas. Llegaban casi hasta la base de los pechos, realzados por el asfixiante látex. Al mover la cabeza, las cadenitas rápidamente se movieron de lado a lado, refregando la piel. Jude las sentía como si le acariciasen el hueco entre los hombros. Condenadamente sutil y sugerente.
En cuanto dio dos pasos los pies empezaron a dolerle. Pronto tuvo que pedirle a Rebeca que aminorase el paso. Y el pánico se apoderó de ella al ver las escaleras. Haciendo tripas corazón rogó a que la ayudase a bajar indicándole que aprovechase para disfrutar de sus piernas. Cuando llegaron abajo, estaba a punto de llorar. Cada paso se convirtió en una tortura al apoyar el peso en los dedos de los pies mientras trataba de olvidar el dolor en las pantorrillas. Aparentando seguridad, soltó su brazo agarrado a Rebeca y se dispuso a seguirla.
Mientras Rebeca disfrutaba de la cena y la conversación, Jude a duras penas saboreó los platos. La falda era demasiado estrecha para subirla completamente, mientras el material le provocaba calor e irritación. La banda de plata inferior quedaba muy arriba en las nalgas, la única manera de sentarse consistió en arremangar la falda lo máximo posible. Los pendientes cada vez que tomaba un bocado se movían y acariciaban sus hombros o su espalda, la pequeña corriente iba directamente a sus pezones, ya que por arriba los aros de plástico no trasladaban la electricidad. Los pechos comprimidos no le permitían relajarse. Estaba acostumbrada a llevarlos desnudos o casi desnudos. Los pezones horadaban el látex y éste los presionaba hacia dentro, algo a lo que tampoco estaba habituada. La ansiedad estaba haciendo presa en ella, sólo de pensar en ir a bailar con esos zapatos o volver caminando al hotel. Se sinceró con Rebeca, quién divertida y por fin con Jude arrinconada, le contó que sabía lo de las escaleras y su atractivo ligue. Jude también comenzó a reírse de su ama, viéndola celosa. Y le habló de los consoladores.
Jude no podía aguantar más el calor y suplicó ir a otro sitio más fresco. Con los pies de nuevo doloridos y las señales emitidas por las bandas, buscó rápidamente un lugar oscuro, dónde colocó sus manos en la nuca y cerró los ojos. Rebeca le bajó el top y la banda plateada recorrió todo el pecho estimulando los pezones antes de situarse en la cintura. Le subió la falda a toda velocidad a través de la banda. Jude sintió como sus muslos recibían la descarga eléctrica como si de un latigazo se tratara. Ahora empezó a sentir calor desde la cintura hasta la cadera y frescor en el resto del cuerpo. Los pies agarrotados con sólo estar de pie. Rebeca se dio cuenta de esto último y le indicó que se los quitase. Jude, agradecida, deshizo la postura, se sacó los horrendos zapatos y volvió a la postura anterior. Como las pantorrillas le dolían todavía más estando descalza, elevó los talones y los cansados dedos de los pies volvieron a protestar. Recibió el beso mientras los dedos de Rebeca agarraban los pezones y los subían. Esto obligó a Jude a mantener los talones levantados y con las manos detrás de la cabeza. Pronto se quedó sin respiración, mientras que Rebeca cómodamente calzada y asentada, sin calor acumulado en su cuerpo, aguantaba y disfrutaba de un beso eterno. Se despidió pellizcándole fuertemente los pezones y Jude bajó al instante los talones por agotamiento. Las músculos de las pantorrillas mostraron su descontento. Las fibras alargadas ya no podían soportar el estiramiento. Jude debía elegir el menor de dos males. Se mantuvo así para no castigar más a los dedos de sus pies. Rebeca le bajó la falda lo más rápidamente que pudo enviando otro latigazo eléctrico a los muslos de Jude e hizo lo propio con el top, cuya banda superior recorrió todo el pecho de su concubina, para terminar comprimiéndoles y exhibiéndoles por la parte superior. Los pezones doloridos después del trato recibido, recibieron su propio zurriagazo. Jude bajó los brazos también cansados. Rebeca le conmino a ponerse los zapatos, ahora con los pies cansados e hinchados.
Si a la ida, los pies de Jude quedaron doloridos, a la vuelta fue mucho peor. Su ama le besaba cada cinco minutos y buscaba un rincón solitario dónde practicar el boca a boca . En cada parada realizaba la misma rutina de inspección y control. Cuando llegaron al hotel, Jude, rendida de cansancio y con todo el cuerpo quejumbroso, tuvo que subir las escaleras mientras su ama la observaba tres escalones por detrás. Las pantorrillas le dolían tanto que paró en cada planta un par de minutos. El cuerpo repleto de sudor. En la habitación, Rebeca le quitó los trapitos, el top por arriba y la falda por abajo manteniendo las bandas pegadas al cuerpo de Jude. Ahora sólo llevaba los zapatos y los pendientes. Rebeca se desnudó y dejo a Jude esperando de pie. Volvió con una toalla mojada, limpiando con suavidad el cuerpo agarrotado de su pareja. Se sentó al borde de la cama, abrió las piernas y Jude se arrodillo, llevó sus brazos hacia atrás en la postura del rezo y empezó a dar placer a su ama sintiendo sus pies al inclinarse. Mientras Rebeca conseguía el clímax, su concubina recibía nuevos estímulos dolorosos en sus pechos y en sus pies.
Capítulo 17. -
Se despertó cuando su ama le introdujo el dedo por la vagina seca. Una de las uñas raspaba las paredes provocando irritación en Jude, medio dormida. Abrió las piernas para facilitar la tarea de Rebeca y justo cuando empezó a humedecerse, el dedo se retiró. Empezó un suave tirón del clítoris y de sus alrededores. Suponía que podía tener un orgasmo, pero no se atrevía sin orden previa. Ya había puesto las manos detrás en forma de rezo y le dolían pues una mano le conminó a echarse de espaldas. Su propio cuerpo aplastaba manos y brazos. Los dedos abandonaron el clítoris para desesperación de Jude, ahora completamente húmeda y hambrienta de deseo. No había tardado más de un par de minutos en llegar a ese estado. Rebeca le dio un suave beso y le dijo que al tercer pellizco le rozaría el clítoris con la uña y entonces podía tener su orgasmo. Sólo cuando sintiese la piel raspada por la uña, no antes. Jude esperaba ansiosa los pellizcos, pero Rebeca se dedicó a acariciarla por todo el pecho y los pezones. Recibió el primero, fuerte como siempre y sus terminaciones nerviosas enviaron la señal hacia abajo. Volvió a recibir caricias durante otro instante interminable. Recibió el segundo pellizco e inmediatamente después el tercero. Sintió la uña laminar su clítoris y tuvo su orgasmo. Gritó llena de éxtasis, tal y como estaba entrenada. Y besó a su amada de igual forma. Entonces recordó que eso suponía pedir los conos. Raquel, con un ligero gesto, aprobó que fuera a buscarlos. Sin tiempo a disfrutar. Al retornar, se quedó arrodillada para que le fuese más cómodo colocárselos. Rebeca volvió a juguetear con los pezones mientras Jude esperaba en su postura habitual de manos en la nuca y ojos cerrados. En esta ocasión, con los pezones tan sensibles después del orgasmo, le resultó más insufrible que nunca. Se durmieron abrazadas, los duros pezones de Jude rozaban la piel desnuda de Rebeca que los sentía calientes, mientras su esclava los sentía arder. Se besaron mientras se volvían a dormir, con Jude estaba completamente empapada entre sus piernas.
A la mañana siguiente, en el comedor Jude supo que se iban de turismo. Llevaba su tanga habitual con los tacones como era habitual. Se habían pegado un chapuzón en la piscina antes de desayunar. La piel de Jude, sin necesidad del ungüento, aparecía brillante. Y un observador sutil quizás hubiera apreciado su orgasmo nocturno.
Subieron a la habitación por las escaleras y se colocó en posición de esclava de placer. Besó a su dueña, recibió los conos con su ritual correspondiente y se inclinó ansiosa por dar placer. Sonó el teléfono. El coche estaba listo. Jude terminó de limpiar a su ama y se quedó en posición erecta con las piernas en el suelo. Su tanga molestaba bastante en esta posición, sobre todo en la grieta del culo. Y con la sensibilidad a flor de piel, su vagina pedía nuevas atenciones. Al notar las manos de Rebeca en sus pezones doloridos, volvió a besarla, como le gustaba hacer después de darle placer y, apresuradamente, volvió a realizar el ritual de pellizcos y conos. Está vez se los dejó puestos y llevó su dedo medio al agujero húmedo de su concubina. Comprobó la humedad y al sacarlo jugueteó con el clítoris, para terminar con el gesto del raspado. Jude, recordando las instrucciones de la noche, obtuvo un nuevo clímax. Con los tubitos aprisionando los pezones, hinchados de placer y sus puntas expandidas.
Se vistieron deprisa. Rebeca en un cómodo atuendo veraniego de algodón y mocasines abiertos. Jude retornó a su plumaje caótico y salvaje. Los tacones de diecisiete centímetros y el intensificador en el tobillo. Sintió la corriente ir de los pies a la vagina distendida, al culo y a los pezones. Antes de maquillarse con un tono rojo cálido, Rebeca le puso unos pendientes oscuros y alargados. Se agarraban a los lóbulos por medio de unas pinzas. Le resultaron más molestas que dolorosas. Sintió como la sangre dejaba de acudir al punto final de sus orejas y la sensaciones fluyeron hasta los pezones y más abajo. Casi percibió el contacto en los dedos de los pies. Los zapatos volvían a sus andadas.
De los pendientes surgían tres hebras doradas, de distintas longitudes. La más corta apenas rozaba los hombres. La segunda se aposentaba en la piel brillante antes de los pechos y la tercera llegaba casi hasta las plumas que cubrían el excitado busto de Jude. Notó la corriente recorrer el camino de los pezones a las hebras. Hubiera preferido que los pendientes hubieran sido metálicos, pero el material entre la pinza y la hebra era de azabache. El dolor creciente en los lóbulos se mantendría, la excitación en su piel descubierta por encima de los pechos no apagaría las señales.
Bajaron por el ascensor, como novedad. Y al disponerse a entrar en el coche, se llevó la segunda sorpresa del día, después de su inesperado orgasmo matutino. El conductor era el jovencito seductor. Éste es Pierre, creo que ya lo conoces . Jude, cohibida, saludó mientras se subía la falda para colocarse en el asiento. Las plumas danzaron y se ajustaron milimétricamente a la vagina y a la grieta del culo. El reciente orgasmo sólo empeoraba las cosas, los estímulos no cesaban. Consciente del espectáculo que estaba dando, entre suspiros y agónicos deseos de ser penetrada, le cogió la mano a Rebeca, en un intento de obtener compasión.
Jude dedicó esos minutos a serenarse. Como primera medida, trató de respirar a través del ombligo y no mover los pechos para evitar estimular sus pezones, con el doble problema que tenía de tratar de no mover las plumas o comprobar la resistencia del metal de los tubitos con la dureza de los pezones. Recordó el látex del día anterior con desespero. Calor y frío eran las constantes de su cuerpo. La vagina asediada por el cosquilleo del plumaje era soportable si mantenía las piernas abiertas, mientras que la cortedad de la falda le impedía abrirlas en exceso. Así que sentía los muslos dolorosamente juntos y separados al mismo tiempo. Una mano agarrada a Rebeca y la otra junto a su muslo izquierdo, su piel inalcanzable para ella y exhibida seductoramente para su ama. Recobrada la calma, su mente se volvió a sus lóbulos ávidos de riego sanguíneo y al roce forzoso de las hebras colgando desde los hombros para abajo. Mantenía la barbilla elevada y mirando ligeramente a la izquierda y sólo cuando Pierre les indicaba mirar hacia un monumento, una plaza o un parque, se permitía el lujo de mover la cabeza con lentitud aguijoneándose.
Capítulo 18 . -
Si los impulsos químicos eran dueños de las sensaciones eróticas de Jude, sus hormonas parecían regir sus pensamientos. Cada vez que salían del coche sólo tenía algo en mente: el falo de Pierre a la altura de sus ojos, disimulado en un pantalón sospechosamente ajustado en la zona de la cremallera. Para evitar mostrar en demasía sus piernas y lo que protegían en su interior, se giraba y se alzaba con rapidez. Pasar de la quietud a la agitación en unos instantes sólo ayudaba a exacerbar las caricias del plumaje, sin olvidar los péndulos que suponían sus pendientes, cariñosos como un amante gentil e incitadores cuando menos hacía falta. El ansiado respiro llegaba cuando Rebeca o Jude veían el cartel universal de los aseos, al final del día fijado en la memoria de Jude. El beso pasional de la concubina marcaba el comienzo de un periplo buscando un baño libre para que Jude a toda velocidad se colocase en la posición correcta con las manos en la nuca, los ojos cerrados, los pechos bien hinchados y las piernas bien abiertas. Continuaba con el ritual de la retirada de los conos para llevar el ardor de su vagina hacia los pezones pellizcados, solícitos y suplicantes. Cuando los conos volvían a su estante habitual, Jude confiaba en recibir un orgasmo, aún a sabiendas que eso sólo sería fuente de problemas. La satisfacción sólo duraba el tiempo justo de sentir las plumas acomodándose una vez y su vagina húmeda a pesar de haber sido secada concienzudamente en cada ocasión por su amante. Su grito después de cada orgasmo provocaba reacciones de diversa índole si había otras usuarias en los urinarios, incluso las más escandalizadas esperaban a que la puerta del aseo se abriese para contemplar a las dos mujeres, resultando evidente quién había proferido el suspiro gigante. Contemplaban la cara divertida o de estupefacción de las mujeres que disimulaba mirando por el espejo, mientras simulaban que se retocaban el maquillaje. Rebeca aprovechaba esos instantes para corregir invisibles defectos de tono o color en la humillada concubina.
Jude olvidaba al momento el nombre del pintor o del escultor cuya obra contemplaba, incluso con sus sentidos alertados. No olvidó las miradas de excitación que provocaba mientras los turistas se engañaban. Las cámaras resultaban el camuflaje perfecto, aparentando buscar enfoques imposibles, permitiendo a seres ávidos de arte disfrutar del talento de la naturaleza encarnado en unas piernas femeninas, resplandecientes de pasión. Y una cara extasiada. Alguno, hipnotizado con tanta belleza, se acercaba torpemente a Jude, aspirando a obtener alguna recompensa. Jude entonces miraba hacia su ama, parada a lo lejos junto alguna pintura. El casual viajero se encogía de hombros o se disculpaba. Jude le compensaba con una de sus seductoras sonrisas. Un hombre maduro, que de manera inteligente la abordó mientras le explicaba el valor artístico de un obra, sutilmente le echó un piropo: De algunas cosas valoramos su decrépita vejez, de otras su brillante juventud .
Jude pensó en lo acertado de la frase y resolvió presentar al personaje a su ama. Le cogió del brazo y retornó sus pasos a la sala anterior. No tardó Rebeca en apreciar el regalo y entablar conversación con el culto galán. Al encaminarse a la cafetería del museo, Jude le recordó a un posible desfallecido Pierre, esperando en el coche. Rebeca le indicó que fuese buscarle rápidamente, en parte para no recriminarse su olvido y en parte para jugar con su concubina. Jude tuvo que corretear por los amplios pasillos, sus tacones repiqueteando. Cuando llegó hasta el coche, los pezones le dolían por la hinchazón entre los tubitos asfixiantes y las plumas incansables.
A Jude le costó bastante convencer a Pierre para que comiese con ellas. Pensó bajarse el top como argumento e hizo un esfuerzo para evitarlo sabiendo que no era buena ideas. Le persuadió cuando le dijo que pensaba quedarse ahí de pie al sol hasta que bajase del coche y que con los tacones cada vez le dolerían más los pies. Debería considerarse culpable de hacerle daño. La mirada de Pierre estaba a la altura del pubis recubierto de plumas de Jude y no se imaginaba la finura de las mismas o la excitación que surgía desde detrás de la delgada membrana.
Resultó que el maduro galán era catedrático de arte y cautivó a Rebeca en cuanto empezó a hablar, de la misma manera que Pierre excitaba a Jude sólo con mirarla. Para evitar males mayores, se mantuvo bien erecta y se movió lo menos posible para "no excitar a sus plumas", tal y como lo decía a sí misma en un afán de trasladar su atención desde su piel al exterior. Mientras los demás tenían una pequeña tertulia sobre la belleza, se dedicaba a meditar sobre qué podía considerarse tortura. Quería sentir un pene, o mejor varios, dedicados a ella. Había estado rodeada de hombres estos años, pero no había sentido nada igual. Quizás era la excitación, provocadora de una sensibilidad aguda al esperma o la testosterona. O su impúdica exhibición permanente. Lamentaba su reacción, un simple pensamiento fugaz, al encontrar los consoladores de Rebeca. No sólo tenía todo el derecho del mundo a jugar con ellos o a buscar hombres en sus viajes, ella también tenía el derecho a excitarse pensando en el jovencito que miraba encandilado. No se iría con él sin permiso explícito, pero no sublimaría su deseo. Le hacía sentir viva. Necesitaba volver a estar con un hombre.