Juanito, el chico de barrio

Cada recuerdo que viene a la mente es una ocasión para deleitarme con las personas y experiencias vividas, no en vano se pasa por estas calles y se siente en la propia piel cada beso, cada orgasmo, cada caricia .... y encontrarse con alguien que vuelve del pasado reaviva la flama en una mente ocupada por la rutina y los días que pasan y pasan...

Juanito, el ingenuo chico del barrio

Cada recuerdo que viene a la mente es una ocasión para deleitarme con las personas y experiencias vividas, no en vano se pasa por estas calles y se siente en la propia piel cada beso, cada orgasmo, cada caricia .... y encontrarse con alguien que vuelve del pasado reaviva la flama en una mente ocupada por la rutina y los días que pasan y pasan.

Esto me lleva a recordar a Juanito, el ingenuo chiquillo que conocí hace algunos años. A Juanito lo conocí también a través del chat, conversando y excitándonos mientras intercambiábamos teléfonos y cosillas morbosas. No hubiera sido posible un encuentro si no fuera por su transparencia, desde las primeras conversaciones me había quedado claro que era un buen chico, tranquilo y de verdad sencillo, sin poses de divo ni manierismos de alocada jovencita. Me di el tiempo de concertar una cita para vernos.

Nos encontramos en el puente de la avenida Benavides, en un cruce de varias avenidas, carros y gentes, pero sería fácil divisarnos por las señales advertidas y previamente concertadas, además, estaríamos en cierto punto de aquel infernal cruce. Lo que sucedía era que su trabajo estaba ubicado en una zona alejada de la ciudad y tenía que movilizarse por alrededor de una hora y media para llegar hasta ese punto, y ya era algo tarde, pero decidí esperarlo.

Mientras lo hacía, fui tratando de ordenar mi mente en las cosas urgentes que tenía que hacer esos días, cosas tontas, cosas mías. En esa época yo estaba muy bien en mi trabajo y en lo personal estaba un poco distraído, ya que no hacía mucho había terminado una relación con un chico más o menos agradable, pero de costumbres desligadas de la honestidad, así que más con esfuerzo que con ganas, corté para no adornar mi cabeza con ornamentas innecesarias. De tanto pensar, y de ver a la gente pasar con prisa y sin disimulo, mi mente iba y venía, pero regresaba a Juanito y lo que me había contado de manera sucinta a través del internet. De cuando en vez me traicionaba mi deseo de conocerlo pronto, de sentir una piel fresca y poder tenerlo conmigo.

Abrí mis ojos, el ruido de la calle en hora punta puede ser también enloquecedor, y la gente que derrama sus miserias sobre el asfalto, rutinarios todos, son como locos deambulantes, seres inertes más de uno que no saben qué buscan ni qué son. Los abrí para recordar cómo me había contado que muy niño se descubrió mirando a sus amiguitos de barrio con otros ojos o los hijos de los otros vendedores de carne en el mercado sonde trabajaban sus padres, de cómo fue un profesor mayor, regordete y trastocado quien le dio los primeros besos y las primeras caricias pero sin dejar que pasara a más, y de cómo se había vuelto loquito cuando un compañero de su trabajo en esa funeraria le había dejado saber que era gay también.

Su primera experiencia había sucedido en el colegio, esa época en que todos los compañeros se molestan y exploran secretamente en sus mentes adolescentes buscando no saben qué ni mucho menos entre quiénes. Por esos años, cuando solo tenía 15, un profesor de su colegio, conocido en secreto compartido por gustar de acosar a algunos alumnos, le dijo que fuera a clases particulares. Juanito siempre fue un chiquillo delgado, lo cual sustentaba la forma en que siempre lo han llamado, así con diminutivo, por eso y por su linda carita de niño bueno. Incluso él mismo se había acostumbrado a llamarse a sí mismo de tal modo, porque después de todo le gustaba ser querido e inspirar ternura. Y este profesor no escapó a la morbosa atracción que sentía por los niños flacos. Ya es su casa, comenzó a tocarlo e insinuarse, a lo que Juanito accedió con algo de temor y mucho de vergüenza, pero más de curiosidad. Él mismo había escuchado más de una vez que este profesor de historia universal solía obsesionarse con sus alumnos. Y en esa casa estaba pasando algo raro, la curiosidad invadía su mente, pero su cuerpo rechazaba aquellas caricias obscenas viniendo de parte de ese gordo compulsivo. Se asustó y se odió por estar envuelto en esa locura terrorífica. Salió de la casa casi corriendo.

Aquel profesor no se dio por vencido, los días siguientes quiso acercarse para explicar lo acontecido y buscar una segunda oportunidad de desparramarse sobre ese frágil cuerpo quinceañero. Por supuesto que Juanito no quiso y no lo dejó, pero el vejete obsesivo no se quedaría tranquilo. Una mañana de sábado lo vio entrar al mercado y acercarse lentamente, como felino hambriento, hacia el puerto de sus padres. No sabía qué hacer. Trató de salir corriendo, pero se tranquilizó y prefirió enfrentar el problema de una vez, acto valiente para un chiquillo de apenas 15 años. Se animó a hablar con el hijo de un vecino vendedor, un muchacho de corpulencia y callejería ostensibles, amigo suyo desde muy niños en el mercado, y le pidió que lo ayudara, que luego le explicaría, tenía que asustar al profesor y espantarlo de su vida para siempre. Así lo hizo, no supo cómo, pero el muchachote arrastró al regordete hacia un lado y lo amenazó. Desde ese día, el profesor no volvió  molestarlo más.

El transporte seguía en demente ascenso, el cruce del puente de la Av. Benavides es muy transitado. Y Juanito no llegaba. Seguramente él también estaría ya ansioso, pensando en lo mismo que yo, en vernos, conocernos, pasar por la emoción del primer encuentro y ver qué pasaría. O tal vez iba pensando en su bus sobre las cosas que yo le había contado de mí, o a lo mejor estaba pensando en lo que los años habían hecho en él. Desde aquél chiquillo flaco de 15 que se escondió en un mercado asustado por la obsesión de un profesor morboso ahora solo quedaba el mismo temor a lo desconocido, la eterna curiosidad de la piel, la lujuria emanante, la avidez por la vida libre y encontrar, solo tal vez, el amor.

Pero Juanito prefería recordar secretamente a Iván, el joven apuesto que trabajaba con él en la funeraria y que significó el primer contacto con el amor, aunque frustrado y doloroso, pero amor, la primera vez que sentía algo por alguien con la fuerza y convulsión de la juventud y la plena conciencia de la propia naturaleza revuelta por las hormonas. En ese trabajo Juanito estuvo desde siempre, incluso desde antes de terminar el colegio. Con tan solo 16, se animó a hablar con su padre y decirle que quería trabajar en algo distinto, y la valentía de este chiquillo era motivo y fuerza de todos en su casa, así que fue aceptada su propuesta. Un compadre le dio trabajo al mocoso en su negocio mortuorio, primero como ayudante de carga, luego asistente de pedidos y cobranzas y rápidamente como brazo derecho, todo un logro que hacía vislumbrar que Juanito era un emprendedor jovencito que podía llegar lejos con su ímpetu luchador y de trabajo constante. Pasaron los cumpleaños y la confraternidad se acentuaba entre todos los trabajadores y ayudantes, pero había un joven de 26 años que había llegado no hacía mucho y que le llamó especialmente la atención. Iván era su nombre y tenía un cuerpo alto, provocadoramente atractivo a pesar de no ser bello, pero era su personalidad y su acento viril el que lo volvía loco. Ya para este momento, los 18 años de Juanito lo empujaban a sueños húmedos y sesiones mastrubatorias en el baño de la funeraria, completamente entregado a la fantasía de estar con Iván, desnudos los dos, haciendo de todo.

En uno de esos partidos de sábado por la tarde, las miradas que lanzaba en secreto y a veces furtivas hacia Iván tuvieron resultado. Luego de bañarse todos en el Club donde se reunían para su campeonato vinieron las cervezas y ya con el trago subido, Iván le dijo que lo acompañara a una fiesta. Juanito accedió porque supuestamente iban a ir más chicos del trabajo, pero al final descubrió ya en el departamento donde vivía Iván que era él el único invitado. Y ahí, en medio de la nada, sentado en la cama Juanito contempló el maravilloso cuadro de Iván saliendo del baño desnudo, con una toalla envolviendo sus pudendas partes y sonriéndole con cara extraña. Y precisamente ahí, parado frente a él, le sacó la enorme verga que ostentaba y se la sacudió exactamente frente a los ojos. Juanito sin saber qué hacer solo atinó a tomarla entre sus manos y meterla en su boca, siempre había querido hacer eso, pero esta vez era real y estaba sucediendo no es su afiebrada imaginación sino en un cuarto semiamoblado de un distrito lejano, con un muchacho que le llevaba 12 años. Pensando todo eso y sintiendo emociones desconocidas, pero extasiado por el perfume delicioso de esa verga inmensa y gruesa que ahora podía devorar lentamente y hacerle todo lo que desde hacía mucho había querido, siguió lamiéndole las bolas a Iván y aceptando los movimientos pélvicos contra sus labios. Lo miró y vio los ojos adormecido de Iván, pero aun así escuchó que le dijo que siempre le gustó, que lo miraba también en secreto y que quería que algo así pasara entre ambos. Juanito se conmovió tanto que decidió amarlo sin miedos ni resguardos, y ahí, en esa tarde noche, en medio de una mamada profusa, se enamoró como demente de un joven mayor que él, sin más límites que aquellos que el mismo Iván le pusiese, le entregó su corazón y su cuerpo. Iván abrió los ojos y le dijo que quería metérsela toda y Juanito aceptó, obvio, con los ojos encendidos de placer y el culito abierto de solo pensarlo.

Y así fue, esa misma tarde Juanito conoció todas las emociones juntas, ilusión, placer, éxtasis, deseo y dolor. Al final de la tarde, cuando ya habían terminado su sesión salvaje de sexo descarnado, Iván le dijo que  se fuera que quería dormir porque estaba borracho y que no se le ocurriera decirle a nadie lo que acababa de pasar si no él lo desenmascaraba públicamente y encima le rompía la cara. Juanito lloró esa noche, conoció tempranamente la decepción y el dolor profundo de su condición inhumana, lo hicieron sentirse el peor ser, el más miserable y entendió que iba a ser muy difícil confiar en la gente. Sin embargo, con sus mismos 18 años, con el tiempo compañero, estaba dispuesto a olvidar esa amarga experiencia y emprender la ruta de nuevo, sólo que esta vez él tomaba las riendas de su camino, nadie más le haría llorar de esa forma.

Vueltos de nuestros pensamientos ambos, el que baja del bus y yo que caminaba inquieto por el puente dichoso, cruzamos la mirada. Primero sin estar seguros y luego con más tranquilidad, quizás la gente que seguía alocada su paso por ese cruce era motivo de estupor, pero ya estábamos embarcados y debíamos dar el primer paso. Pero quién. Fui yo, no en vano ya tengo 30 y ya he vivido algo. Me acerqué y le hice la pregunta. Hola eres Juan? Juanito -me respondió-, y tu eres Gabriel? Sí –le dije-. Tenía un jean celeste focalizado, algo gastado, pero que le ceñía muy bien, a pesar de lo delgado que era. Traía una camiseta de color negro con mangas largas, zapatillas puma negras y la sonrisa abierta. Un muy buen trasero se advertía, marcadito y quebradito, lo que se veía muy bien. Sus brazos eran delgados pero marcados y firmes, igual que su pecho, dibujado a través de la polera.

Conversamos un poco, era bueno sentir que mi idea de él era correcta, era un chico lindo, de mirada transparente y cara de buena persona. Su cuerpo, aunque sumamente delgado, tenía muy bien definidas sus formas, hacía ejercicio y eso le hacía bien, pero era su contextura la de un chiquillo todavía, a pesar de no lo era. Y yo me sentía bien a su lado, tenía una linda sonrisa y me excitaba la forma en que me miraba, además la conversación se ponía por momentos muy fuerte y el juego sexual de las miradas y las palabras era realmente placentero, al punto de estar ambos tan excitados que nuestros bultos eran ostensibles, me sentía mojado y de seguro también él lo estaba. Y de rato en rato nos mirábamos abajo y sonreíamos. Definitivamente nos gustamos y conversamos largo rato y la noche nos sorprendió en un parque. Le dije que nos sentáramos a conversar. Fue ahí que nos contamos detalles de aquello que ya habíamos conversado por internet. Nos sentamos en el pasto, junto a un árbol, era una noche de verano, hacía calor, y la noche estaba muy fresca y el sexo estaba en el aire. Le dije para ir al cine, a ver el estreno de La Amenza Fantatasma, a lo cual él accedió.

Entramos en la sala que ya estaba a oscuras porque hacía 5 minutos que la función recién había comenzado. Nos acomodamos atrás porque no se podía ver más allá. LA película prometía mucho, pero más entusiasmados estábamos ambos, aunque sin decirlo, en lo que la oscuridad nos podía proveer. Y en medio del silencio del espacio y las diálogos de la película tomé la iniciativa de tocar su pierna, su frágil, pero tibia pierna. Tenía la piel caliente, porque a través del jean podía sentir el calor. Al tocarlo sentí su sobresalto, me gustó. Y él no se quedó, como si solamente hubiera estado esperando que yo diera la señal, en ese momento me colocó su mano sobre mi polla, que estaba hinchada y queriendo desbordar.

Nos seguimos acariciando un rato, lascivos y ardientes. Puse mi mano en su espalda, por ente el pantalón, la metí y llegué a tocar sus nalgas, era una sinfonía de placer, sentir su piel, aunque con esfuerzo, era una piel suave, un poco fría –acaso por la noche, acaso por la tensión- pero tersa. Su mano seguía en mi verga, corrió la cremallera y la sacó, estaba hinchada, gruesa, roja, como se pone cuando ya quiere que la chupen. Y se agachó sin más reparos y comenzó a mamarla, de bocados largos y redondos, lamiéndome a la vez con todos su pequeña lengua, disfrutando cada embestida, jugosa manzana que le incitaba a seguir. Y así siguió un largo rato, con su otra mano, me acariciaba los huevos por encima del pantalón, como si supiera que ese es mi punto débil y de sólo hacerlo empecé a sentir que la leche se venía. Se lo dije y no le importó. Se detuvo. Levantó su mirada. Me miró y me dijo muy quedo que le diera mi leche, quería sentirla en su boca, y yo me excité más y la pinga se me puso tan dura que no atiné a nada sino a seguir moviéndome sobre su garganta. De pronto sentí como la leche salía desde mis testículos y recorría lentamente el tronco de mi pene, calentándome las entrañas y saliendo a borbotones hacia el exterior. Se preparó porque sintió mis espasmos, estaba listo para recibir el chisguetazo final. Me vine dentro de su boca, un largo torrente de semen, caliente y salado, salió de mi pene y desbordó sus labios, pero lo disfrutaba, y yo con él. Se tragó hasta la última gota. No necesité nada para limpiarme porque él mismo se encargó con su lengua de darme la limpieza necesaria, con su lengua, con sus labios, recorrió y succionó cada milímetro de mi glande para que no quedara ni una sola gota de leche sin tomar. Fue delicioso. Nunca antes hab´´ia experimentado algo así. Y él tenía esa primicia. Obviamente, estábamos desaliñados y desparramados en las butacas, así que nos acomodamos para no hacernos notar más de lo debido y le dije al oído, vamos al parque, te la quiero meter. Me miró con los mismo ojos de picardía todavía adolescente y me dijo, yo también quiero, vamos.

Salimos presurosos del cine, rumbo al parque que habíamos dejado algunas pocas cuadras atrás. No miramos a nadie y salimos casi corriendo, como quien acaba de hacer alguna travesura. Llegamos al parque con prisa pero con emoción. Advertimos que para nuestro bien no había nadie, incluso la caseta del vigilante estaba vacía, tal vez por cambio de guardia o por turno de ronda en las cuadras aledañas. Teníamos entonces que darnos prisa porque cualquiera fuera la razón de su ausencia, ese vigilante volvería en algún momento y nos podía sorprender.

Buscamos acomodarnos en el centro del parque, la parte más oscura por estar dominada por un gran árbol y muchos arbustos a su alrededor, era sombrío, la luz de los postes no alcanzaba a llegar al centro, se quedaba solamente en el perímetro del pequeño parque con olor a verde en la noche fresca con el sexo en el aire. Mientras nos sentábamos me fue diciendo que le hubiera gustado tanto que fuera yo su primera vez y no ese tonto y mal sujeto de su trabajo que tan solamente se aprovechó de él y su inexperiencia. Le dije que agradecía ese cumplido, que yo era distinto, aunque me encantaba el sexo, me interesaba más no lastimar a nadie.

Me dijo, métemela, te quiero sentir dentro de mí, quiero tu leche en mi culo para que tenerte todo dentro de mí. Esas palabras fueron como la trompeta de la guerra o el llamado a la caza, me pusieron a mil y mi verga que acababa de arrojar sus jugos inernos estaba nuevamente dispuesta para la faena. Le desabroché la correa de su jean y quité el botón del pantalón. Metí mi mano por entre la polera y toqué su pecho, quería hacerlo desde que lo vi llegar y así se lo dije. Cerró sus ojos y pasó su lengua por entre sus labios, disfrutando de mi calor de piel,. Acaricié lentamente sus tetillas, estaban erectas y dispuestas a todo, pero el tiempo y la incomodidad eran nuestros enemigo, no podía demorar mucho en ese prolegómeno. Le abrí la cremallera y le bajé el pantalón un poco, para tener acceso a sus nalgas. Con su mano hizo lo propio conmigo, tomó mi pinga entre sus pequeñas manos calientes y suaves y la acarició, se agachó ligeramente y volvió a chupármela, pero suavemente, como preparando el camino para lo que vendría. Estábamos ansiosos ambos queríamos ya pasar al siguiente nivel. Era una sensación extraña, no sólo por estar en la calle, lo cual era muy emocionante y nos llenaba de adrenalina, sino porque era la primera vez que nos veíamos y era fuerte la atracción, tanto que estábamos allí, en medio de un parque oscuro, semi desnudos, calientes de placer y de ganas de estar juntos. Ya ebrios por la lascivia, me miró a los ojos y sin decir nada se volteó ligeramente encurvado hacia delante, yo me puse de rodillas y busqué su hueco pequeño y afiebrado, ahí estaba, riquísimo, tan cerrado, tan listo y tan mío. Con sus manos abrió sus nalgas para mí, y me puso saliva en el glande, me coloqué en la entrada, apenas tropezando su culito fresco para aumentar la excitación, y lo logré. Se retorcía ligeramente de lado a lado, moviendo sus pequeñas y frágiles caderas, oscilando, buscando mi pinga para clavársela él mismo. Lo hice, fue delicioso, ajustado pero suave, caliente pero fuerte, mojado pero hondo. Me moví lentamente para no hacer ruido ni advertirnos en medio del parque. Se pegó a mí, volteó su carita de ángel niño y me regaló una sonrisa de placer, con los ojos cerrados, buscó mi boca, le di un beso en los labios.

Me seguí moviendo con cuidados empujones pélvicos, quería eternizar el momento, pero sabía que no era posible, que tan solo teníamos unos minutos. Me apuré, algo que él agradeció, también quería sentir un poco de mi furia así como mi ternura. Le dediqué un poco de fuerza, arremetiendo con todo en cortos empujones contra su culo, sentía cómo entraba toda mi verga, entraba y salía, un placer total recorría mi columna, mis piernas parecían flotar en el aire, mi corazón apresuraba su marcha, sentía que era mío, lo abracé, él se estremeció, nunca antes había sentido esa sensaciones, ni siquiera imaginaba que existían. Me regaló más placer cuando extasiado por el momento se quitó la polera de su brinco, se pegó contra mi pecho y sentí su piel caliente, delicioso manjar que era mío y de nadie más y que podría tener cuantas veces quisiera. No pude más y comencé a moverme para vacearme, pero quise aumentar el placer así que con la polera extendida sobre el gras, lo empujé fuertemente contra el suelo hasta echarlo, y yo encima suyo, seguí moviéndome hasta sentir que la sangre la tenía en mi pene toda, él se movía con furia, hacia atrás, para tenerlo todo dentro. Me vine dentro de él, el placer era inmenso, que rico platillo me acababa de comer, ese culito ansioso, ese cuerpo suave y delgado, esa boca mamona, era muy rico. La leche salía sin parar, llenando su hueco de calor y de sexo.

Me quedé echado sobre su espalda un momento, para respirar y disfrutar el orgasmo. Él hizo lo propio, estirando sus manos sobre mi espalda y apretando fuerte para que no me fuera. Me sentí extasiado por esos gestos de entrega. Era indudable que había encontrado a alguien especial y que valía la pena seguir viendo y conociendo. Además, teníamos mucho más por experimentar. Nos dio frío y nos movimos. Se vistió rápidamente y yo me acomodé también. Tal vez para ese instante ya el vigilante habría regresado y nos había visto, tal vez no. Asustados pero emocionados nos pusimos de pie y salimos de a uno hacia el contorno del parque, para no llamar la atención. Nadie nos había visto al parecer. Salimos de ahí y fuimos hacia al paradero, ya era muy tarde y el frío de la noche aumentaba. Lo acompañé. Como nadie estaba en la calle a esa hora, lo abracé. Lo paré en seco y le di la vuelta, lo besé largamente. Me correspondió si miedo, entregado por completo. Me gustas, le dije, y tu a mí, me respondió. Fue un beso emotivo, suave, lingual y jugoso, sexual y tierno a la vez. Nos despedimos y prometimos volver a vernos. Esa es otra historia.

Lima, 30/07/2008