Juan el tabernero

Una chica bien, con una vida monótona. Todo se rompe cuando encuentra la chispa de la vida.

Mi nombre es Miriam. Os quería contar algo que viví hace un tiempo. Por entonces yo tenía 25 años y hacía pocos meses que había comenzado a trabajar en las oficinas de una empresa farmacéutica en el centro de Barcelona.

Soy una chica mona: mido 1,73, peso 53kg, delgadita pero no plana, pelo rubio largo y ondulado, ojos verdes, risueña,… Hija única en una familia acomodada. Con facilidad para los idiomas porque mi padre es inglés. Me gusta ser coqueta, ir bien peinada, maquillada lo mínimo posible, siempre con tacones y adoro los vestidos y las faldas para lucir piernas. Nunca me han faltado chicos aunque no siempre he sido afortunada en el amor. He tenido mis fracasos y mis fracasos absolutos. Supongo que cuando te han engañado y decepcionado muchas veces aprendes a apreciar la sinceridad y la bondad.

Pues eso, por aquel entonces compartía piso en la zona alta de Barcelona con una amiga. Yo tenía un novio pijo que vivía fuera de la ciudad. Solía pasar los fines de semana con él. Me cuidaba bien y procuraba que no me faltase de nada, pero yo sabía que era un bribón y tenía sus escarceos. Me importaba poco la verdad, simplemente estaba con él por comodidad y porque su familia era amiga de la mía. Con tal de no tener que escuchar las desaprobaciones de mis padres por el chico con el que estaba ya me era suficiente. Álex, como se llamaba mi novio, podría ser bueno ligando y flirteando, pero en la cama era muy tedioso y melómano, se pensaba que era un gran amante pero el sexo con él tenía menos emoción que un tupper de lentejas.

En el nuevo trabajo estaba muy bien. Pese a llevar poco tiempo me encargaba de tratar con los clientes extranjeros porque era la única con inglés nativo. Simplemente hacía de secretaria del director y canalizaba las peticiones entre los departamentos encargados de ejecutarlas. Tenía horario europeo: de 8 a 15 h. Eso me dejaba todas las tardes libres. Las aprovechaba para ir un par de tardes al gimnasio, otras dos tardes para quedar con amigos, ir de tiendas, al cine, divertirme… Los viernes ya me tocaba pasar todo el fin de semana con Álex. Pese a que aprovechábamos para hacer escapadas y actividades eran los días más aburridos de la semana.

Yo era la más joven en la empresa. No fueron pocos los cuarentones que intentaron aparentar y quedar bien ante mí, pero tenía suerte de tener el despacho del jefe delante para evitar los moscardones. La media de edad de la empresa era alta, y me cargaban mucho las conversaciones con mujeres angustiadas por su vida familiar, sus desdichas y que sólo podían hablar de las proezas de sus hijos, el clima que hacía y lo delgadas que estaban antes de parir. Además, por mi forma de vestir con tacones y vestidos, no fueron pocas las veces que sentí miradas de desaprobación y algún comentario envidioso por su parte.

Pero al cabo de unos meses la empresa tuvo un nuevo socio estadounidense y se incrementó la carga de trabajo. Mi jefe me explicó que por la diferencia horaria necesitaba de mí por las tardes. Mi nuevo horario fue de 9 a 19 h, pero la modificación del sueldo fue tan generosa que no me importó renunciar a mi libre albedrío de las tardes. Además, salir a las 19 h no te quita la vida. Fue ese cambio el que conllevaría un cambio en mi vida, aunque eso yo aún no lo sabía.

Depende del día tenía entre una y dos horas para comer. Al principio era metódica y me preparaba la comida en casa e iba al comedor del trabajo. Pero entre lo poco variado que era mi recetario y el olor a comida recalentada en ese sótano sin ventanas al que habían llamado comedor, así como el hastío de las conversaciones con los compañeros, decidí ir a comer a algún restaurante cerca del trabajo. Total, no me faltaba el dinero.

Así fue como comencé un tour que me llevó a conocerme en unos meses todos los restaurantes cercanos a mi trabajo. A veces sola, a veces con amigos y, pocas veces, con algún compañero de trabajo o mi jefe. Hasta que un día, vagando por las calles, entré en una pequeña tasca. Había pasado mil veces por delante y nunca me había fijado en ella. Era estrecha y alargada, sin mesas, con tan solo dos barras donde comer. Oscura y sin aire acondicionado. No cabrían más de 15 personas teniendo que comer codo con codo. Sólo por curiosidad, y por la aventura de comer en un sitio sin mantel (vamos, barato), decidí entrar. Encontré un sitio libre donde sentarme, así como la mirada fija del camarero:

  • Miriam: Hola. Es la primera vez que vengo…
  • Camarero: Sí, claro, si hubieses venido antes te recordaría.

Me sonrojé. No esperaba un piropo. El camarero era un hombre de más de 60 años. Calvete, rechoncho. Camisa blanca, pantalón negro. Ojos saltones y sonrisa perenne.

  • M: No sé qué puedo pedir…
  • C: Puedes pedir los platos que ves en el expositor. Uno, dos o tres platos. Con postre o sin. Debes pedir una bebida. Al final te digo cuánto vale.

No era una forma muy aclaratoria. Pero ya que estaba pedí. Ese día comí observando como el camarero no dejaba de prestarme atención pese a que era hora punta e iba desbordado atendiendo las peticiones de los comensales. Me sentía especial en medio de la marabunta. Me fijé que en la cocina había otro hombre. En el rato que estuve hubo más de 50 comensales. Estaba claro que el sitio era para comer rápido y volver a las oficinas.

Cautivada por la atención decidí volver al día siguiente, pero a una hora más temprana para evitar el bullicio.

  • C: Hola guapa, ¿qué tal estas? Supongo que ayer te gustó la comida, por eso vuelves hoy.
  • M: Sí, sí. Claro, la comida está muy buena.

La verdad es que no sabía por qué había vuelto a ir a aquel sitio. La comida era casera pero no buena. Grasienta y recalentada. El local era muy incómodo. Pero estaba allí por la atención que me prestaba el camarero. Su mirada siempre me buscaba en cuanto tenía oportunidad. Incluso ese segundo día fui con una camisa con un botón desabrochado de más. No me costó mucho fijarme en como miraba mi escote.

Por el comentario de otro cliente supe que el camarero se llamaba Juan. Al acabar de comer y pagar le dije:

  • M: Hasta otra Juan.
  • J: Hasta otra… - y se me quedó mirando esperando mi respuesta.
  • M: Miriam, me llamo Miriam. Y supongo que me veras a menudo por aquí.
  • J: Pues hasta pronto Miriam – dijo con un tono melancólico. No me miraban así desde que algún niño se había enamorado de mí en el colegio.

Me hice habitual de la taberna. Llevé allí a algunos amigos y compañeros del trabajo. Otras veces iba sola. Si pasaban un par de días sin ir, Juan me preguntaba qué había pasado cuando me volvía a ver.

Llegó agosto y me fui todo el mes de vacaciones. En septiembre hubo otro pico de trabajo y estuve cerca de un mes comiendo delante del ordenador. La compensación en días extras de vacaciones. Los utilicé y me fui un par de semanas de descanso. Entre las vacaciones y eso estuve cerca de tres meses sin ver a Juan. El día que volví a finales de octubre a comer a la tasca, al verme, Juan salió de tras la barra y me abrazó. Fue la primera vez que tuve contacto físico con él.

  • J: Vaya, la chica desaparecida. Pensaba que ya no te iba a volver a ver.
  • M: He estado ocupada.
  • J: Claro, si debes tener un montón de cosas que hacer. Por eso nos alegra tanto que te pases por aquí – lo dijo en un plural mayestático que incluía a Manolo, un hombretón gallego que era el cocinero.
  • M: ¿Y tú qué tal estas? – pregunté cortésmente.
  • J: Pues hasta ahora triste, pero ahora encantado de volver a verte.

A lo largo de un par de semanas volví a ser habitual. Hasta que un día que se me complicó el trabajo, y salí a las 21h, decidí pasar por la tasca. Me encontré a Juan echando el cierre. En una oscura y solitaria calle peatonal se sobredimensionó el sonido de la persiana bajando.

  • M: Buenas noches Juan. ¿Qué tal?
  • J: Vaya, que sorpresa. Aquí, yéndome ya para casa. ¿Y qué haces tú rondando por aquí a estas horas?
  • M: Nada, acabo de salir de trabajar y me apetecía caminar y tomar algo.
  • J: Pues aquí ya no va a poder ser, pero conozco un bar aquí al lado donde se está muy bien. Si gustas…
  • M: ¡Claro que sí!

Sin decir nada más, echo el cerrojo, y fuimos caminando un centenar de metros calle arriba.

  • J: Me encantaría poder invitarte a tomar algo.
  • M: Podemos tomar algo sin necesidad de que me invites.

Entramos al bar y pedimos unas cervezas. Por lo que vi Juan era un habitual, y siempre que salía del bar pasaba por allí a tomar algo.

Estuvimos hablando de nuestras cosas. Era la primera vez que estábamos a solas. Me preguntó sobre mi vida. Supo que compartía piso con una amiga, que hacía tiempo que tenía novio, dónde trabajaba y qué hacía. Yo también aproveché para saber algo más de Juan, pero era muy esquivo y evasivo en la conversación de su intimidad. No pude más que saber que vivía cerca del bar y que era viudo. Y que sus hijos residían fuera de la ciudad y no se hablaba con ellos. Me sorprendió que me hablase muy afectuosamente de Manolo, el cocinero gallego. Supe que se había convertido en su mejor y casi único amigo.

Después de un par de cervezas más me despedí de manera cordial. Me había gustado el rato que había pasado con Juan. Al salir le di un par de besos y pude sentir su generosidad al recibirlos. Yo todavía no sabía por qué motivo me estaba relacionando con él y me sentía bien compartiendo su tiempo.

Pasé otro mes yendo de vez en cuando al bar y sintiendo el deseo de Juan. Y sus recriminaciones por no ir más a menudo. A final de año hubo otro incremento de trabajo que me dejó sin poder pasarme por el bar otro tiempo. A principios de febrero repetí la fórmula de pasarme a verle a la hora del cierre. Esta vez llegué tarde porque la persiana ya estaba bajada. Decidí acercarme al bar donde habíamos estado y me lo pude encontrar bebiendo y jugando a las máquinas tragaperras.

  • M: Hola. ¿Cómo estás? – al oírme supo que era yo, y al verme me mostro una mirada entre emocionada y frustrada.
  • J: Hola Miriam, ¿cómo tú por aquí? – me dijo en un tono que denotaba su embriaguez.
  • M: Pues acabo de salir de trabajar y había pensado en verte.
  • J: Vaya, es un honor que te acuerdes de mí.

Nos sentamos juntos en una mesa y tomamos algo. Al salir a la calle noté que le costaba caminar.

  • M: Ya es hora de que vayas a casa. Es tarde, hace frío, mañana tienes que trabajar y creo que ya has bebido bastante.
  • J: Estoy bien Miriam, tu vete a tu casa y deja que haga lo que tenga que hacer.
  • M: No puedo dejar que sigas bebiendo. No te hace ningún bien. Me dijiste que vivías cerca de aquí ¿no?
  • J: A tres calles de aquí.
  • M: Pues vamos, te acompaño.

Cogidos del brazo caminamos por las húmedas y oscuras calles del barrio de Gracia. Llegamos frente al portal de una antigua finca, de cuatro alturas y estrecha.

  • M: ¿Es aquí dónde vives?
  • J: Sí.
  • M: Deja que te acompañe hasta tu piso.
  • J: No, no es necesario.
  • M: Sí, así me quedaré tranquila.
  • J: Está todo por el medio y te causará una mala impresión.
  • M: Tranquilo, no me asustaré…
  • J: Bueno, pero si subes, tómate algo…

Subimos por unas angostas escaleras. La finca, pese a ser estrecha, tenía tres puertas por rellano. Eso me hacía suponer que el piso sería pequeño. Al llegar al tercero, Juan abrió. Al entrar noté olor a humedad. Encendió una tenue luz que más que iluminar la estancia la hacía todavía más lúgubre. Estaba todo muy dejado. Había ropa sucia sobre el sofá, restos de comida por el suelo, botellas de alcohol vacías en estanterías y rincones. No era muy agradable estar allí.

Pude ver que el piso no era más que ese comedor cuadrado de 4x4 metros, una cocina estrecha donde no cabía más de una persona, un aseo con plato de ducha y una habitación donde no cabía más que una cama y un armario.

  • J: El piso es muy pequeño. Lo tenía alquilado mi tío cuando llegué a Barcelona con 16 años. Me pasaba el día trabajando y sólo venía a dormir. Mi tío trabajaba por las noches, así que nos rotábamos la cama. Luego él se fue, y a mí me fue bien y lo pude comprar. Antes sólo había un piso por planta, pero en los 60 partían las fincas para hacer negocio con los recién llegados – Juan era muy parlanchín cuando iba contento.
  • M: El barrio es bonito – fue lo único que acerté a decir.
  • J: Cuando me casé con mi mujer lo alquilamos, y nosotros rentamos otro mucho más grande en San Andrés. Luego, cuando mis hijos fueron mayores y mi mujer murió, volví aquí.
  • M: Lo único que necesita es un poco de limpieza – le recriminé con el tono más bondadoso que supe.
  • J: Lo que necesito es tomarme la última copa…Y tú también.
  • M: No puedo Juan. Es tarde y debo volver a casa.

Antes de salir volví a mirar el piso. Cuanta más atención prestaba más desperfectos y suciedad veía. Me despedí con otro par de besos.

De vuelta a casa no dejaba de pensar en que debía de ayudar a Juan. No sabía por qué él me había prestado tanta atención, y tampoco sabía por qué me gustaba pasar tiempo juntos.

Estuve un par de días evitando ir a ver a Juan. Hasta que fui a comer a la tasca. Todo fue normal, hasta que salí. En la calle noté que alguien me agarraba del brazo y me giré. Era Manolo, el cocinero.

  • Manolo: Escucha niña, yo no soy nadie para decirte lo que tienes o lo que no tienes que hacer. Pero me parece mal que vayas jugando con Juan. Últimamente bebe demasiado y eso no es bueno para el bar – me dijo con una voz ruda y marcado acento gallego. Su voz me imponía.
  • Mi: Yo no he hecho nada…
  • Ma: Eso mismo. Vienes aquí, descolocas a Juan, y no haces nada. Sólo quería decirte que yo aprecio mucho a Juan. Hace muchos años me dio cobijo en su bar. Yo tenía problemas en mi pueblo de Galicia, y al llegar a Barcelona me dio trabajo y me cuidó como a un hermano. Estoy en deuda con él y no puedo dejar que sufra por nada. Porque él ya ha sufrido demasiado.
  • Mi: Ya, claro, lo de su mujer…
  • Ma: Tú no tienes ni idea de lo que ha pasado Juan. Su mujer, al poco de tener su segundo hijo le abandonó y se fue con otro hombre. Fue Juan quien solo tuvo que cuidar y educar a sus hijos mientras trabajaba todo el día en el bar. Y encima le ha tocado tener unos hijos desagradecidos, que a la que pudieron le quitaron casi todo el dinero que tenía y lo dejaron solo. Hace años que no sabe nada de ellos. Además, su exmujer, se dio a la mala vida. Pero cayó enferma de cáncer, y fue Juan quien estuvo cuidándola los últimos años de su vida.

Yo no sabía nada de lo que me estaba contando Manolo. Simplemente podía sentir una profunda tristeza dentro de mí. No supe hacer otra cosa que irme sin decir nada.

Ese fin de semana mi novio me avisó de que no estaríamos juntos porque se iba con unos amigos. No me importaba en absoluto. Lo solía hacer unas veces él y otras yo. Así que llegó el sábado por la mañana y no tenía nada que hacer. Me puse unas mallas y una camiseta deportiva con mis zapatillas de marca y salí a caminar. Al cabo de media hora, sin saber bien por qué, llegué al bar de Juan y Manolo. Tonta de mí. El bar cerraba los fines de semana. Al estar en una zona de oficinas no les valía la pena abrir los fines de semana. Así que sin pensarlo mucho eché a caminar en dirección a casa de Juan. No sabía el número exacto, pero cuando pasé por delante de la fachada de la finca la reconocí. Justo salía una vecina y aproveché para entrar y subir.

En el tercer piso piqué a la puerta de Juan. No serían más que las diez de la mañana. La primera vez no pasó nada pero la segunda vez que piqué si pude oír movimiento dentro del piso. Temía haber ido y que no hubiese nadie. Volví a insistir y finalmente se abrió la puerta. Lo hizo mínimamente, porque estaba echada la cadena de seguridad.

M: ¡Buenos días Juan! – dije con un tono jovial.

J: ¿Qué haces aquí? – contestó él con voz ronca pareciendo un ogro.

M: Pasaba por aquí y he subido a verte.

J: Vete Miriam, no estoy muy bien.

M: ¿Estas resacoso no? – volví a decir en tono conciliador.

J: Necesito estar solo.

M: Venga Juan, déjame entrar – le dije haciendo de niña buena y guiñándole un ojo.

Juan cerró la puerta. No sabía si me había echado o estaba haciendo algo. Escuche como hacía algo dentro del piso y al momento abrió la puerta. Estaba hecho un desastre. No llevaba más que una camiseta de tirantes blanca bastante sucia, y en la que sospechaba que había restos de vómito. Iba con unos calzoncillos anchos en los que no costaba advertir restos de orina. Era obvio que se había emborrachado la noche anterior. Era difícil pero el piso estaba más sucio que la primera vez que lo visité.

Sin pensarlo, y haciendo de tripas corazón, levanté la persiana del comedor para dejar entrar la máxima luz posible. Y también abrí las tres únicas ventanas que había en el piso para ventilarlo.

M: Venga Juan, vamos a poner un poco de orden aquí – le inquirí. ¿Dónde tienes los productos de limpieza?

J: Creo que en la cocina.

Al ver que lo que tenía en la cocina no era gran cosa decidí bajar al bazar chino que había cerca y comprar todo lo necesario. Lo primero que hice fue llenar cuatro bolsas grandes de basura con todos los desperdicios que tenía repartidos por el piso. A la vez iba recogiendo toda la ropa que encontraba, lo que supuso llenar hasta tres veces la lavadora. Le cambié la ropa de cama, que tenía pinta de haberla usado durante meses. Mientras yo hacía todo eso le obligué a que se duchara y se pusiera ropa limpia.

Mientras vaciaba las estanterías del comedor me encontré con unas cuantas películas porno, que seguro que le servían de consuelo. En su habitación también había una buena colección de revistas para hombres.

También me dio tiempo de limpiar vasos y platos y dejarlos bien ordenados en su sitio. Por último, y lo más desagradable, fue limpiar el baño, gastando todos los desinfectantes químicos que había comprado.

Completamente agotada, pero satisfecha por el trabajo hecho, me di cuenta de que ya casi había pasado la hora de comer.

M: ¿Cuál es tu comida favorita?

J: La paella.

M: ¿Y sabes si por aquí cerca hay algún restaurante que la haga buena?

J: Si, justo en la plaza de aquí al lado.

M: Pues vamos.

Salimos del piso y caminamos hasta la plaza cogidos del brazo. Aprovechamos que hacía un buen día para comer en la terraza. Comimos, hablamos y reímos. Vi en Juan un brillo en los ojos de felicidad y eso me ilusionó.

Al acabar volvimos a su piso. Me quería enseñar un álbum de fotos. Aprovechó para explicarme la historia de su vida, que yo ya sabía gracias a Manolo, pero Juan la explicó de una manera más disociada de la realidad, como si su mujer nunca le hubiese abandonado y aún tuviese contacto con sus hijos. Yo sabía que mentía, pero no le dije nada. Entre las fotos del álbum una me llamó especialmente la atención. Era de Juan con su mujer antes de casarse. Ambos tenían 18 años. Su mujer de joven era muy parecida físicamente a mí. En ese momento pude entender que la admiración que me profesaba Juan era debido a que yo le recordaba a su mujer. Yo era una réplica de ella. Señalando la foto me dijo que fueron de viaje a Ibiza, y allí su mujer se quedó embarazada de su primer hijo. Me dijo que esa semana en la isla fue la mejor de su vida.

Estábamos sentado juntos en el sofá. Pude ver que le caían un par de lágrimas de los ojos. Pasé mi mano sobre su cara para secárselas. Pero ese gesto se convirtió en una suave caricia. Fue en ese momento donde todo se salió de madre. Juan me miró, y sin decir nada me besó. Al principio solo juntó sus labios con los míos. Luego se abalanzó sobre mí dejándome atrapada entre su cuerpo y el sofá, y metiendo su lengua en mi boca. Yo, absorta, no sabía qué hacer, y por eso no hice nada. Sentí como con sus manos aprovechó para recorrer mi cuello, mis pechos, mi cintura,… Con los ojos cerrados Juan me besaba y me magreaba, además de frotar su polla contra mi entrepierna. En poco menos de un minuto sentí como se desvanecía jadeante sobre mí. Se había corrido sin ni siquiera haberse desabrochado el pantalón. Se recostó en la otra parte del sofá sin decir nada y me liberó.

El silencio era muy incómodo. Juan no había controlado sus impulsos e hizo lo que pudo conmigo, siendo yo poco más que un ser casi inerte. Sin saber cómo afrontar la situación me levanté y me fui.

Ya en la calle me sentía angustiada. No sabía si yo había propiciado los actos de Juan. No sabía si me había agradado o disgustado su actitud. Y en caso de haber querido llegar a besarnos no había hecho nada por corresponderle. Lo único que quería es que Juan no se sintiese mal por la situación. Él no había hecho nada malo. Pero lo que había pasado no había sido bueno.

Estaba anocheciendo. Estaba sola en la calle. Estaba hecha un lío.

Entré a un bar a tomar algo y a pensar. Sólo sabía que la situación no podía quedar así. Al salir, volví a ir a casa de Juan. Mientras más me acercaba más rápido me palpitaba el corazón. Tuve suerte de encontrarme la puerta de la finca abierta. Subí.

Juan abrió la puerta y se sorprendió de verme ahí. Tenía cara de culpabilidad. Intentó balbucear alguna cosa pero le mandé callar poniendo mi dedo índice sobre sus labios. Luego le besé. Fue el beso más dulce y sincero que había dado en mi vida. Nos abrazamos y entrelazamos nuestros cuerpos mientras nuestras lenguas jugueteaban. Me separé de él, cerré la puerta, le cogí de la mano y le tiré hasta obligarle a sentarse en el sofá. Él sentado, yo de pie; le volví a besar. Mientras, con mis manos, le desabroché la camisa primero, y el pantalón después. Poco a poco le desnudé. Al bajarle los calzoncillos pude notar como estaban pringosos por el resto de semen que había soltado poco antes.

Su polla estaba completamente dura. No era muy grande, poco más de diez centímetros. Gordita, peluda y con un glande generoso. Estaba pringosa, así que decidí limpiársela. Pero no lo hice enseguida. Le quise hacer gozar, así que fui besando su boca, su cuello, su peludo torso, su abultada barriga. Al final, arrodillada frente a él, agarré su polla mientras besaba sus testículos. Juan estaba vencido, se dejaba hacer. Notaba como le temblaban las piernas. Y cuando dejé de lamer el tronco de su polla para engullirla y meterla entera dentro de mi boca pude notar como palpitaba. Un par de sacudidas más y saboreé el semen de Juan. Fueron unas pocas gotas, las suficientes para acentuar el gusto desagradable que ya tenía en la boca pero que me ponía muy cachonda. No las desaproveché y me las tragué.

Me levanté y me fui desnudando completamente mientras le miraba a los ojos. Nos sentamos juntos y nos abrazamos.

M: ¿Cómo te ha gustado correrte más? ¿Cómo antes o ahora?

J: Miriam… - me dijo con ojos vidriosos y con la respiración acelerada - Esto que me has hecho tú nunca me lo habían hecho antes… Ha sido un placer enorme.

M: A mí también me ha gustado mucho, mira – le cogí la mano y la acerqué hasta mi entrepierna, donde pudo notar lo caliente y húmeda que estaba. – Ahora te toca a ti…

Nos levantamos y fuimos besándonos hastaa la cama. Me tumbé y Juan lo hizo sobre mí. Entre su lengua y sus manos recorrieron todo mi cuerpo. Me provocaba un morbo enorme esa situación. Y él era muy habilidoso. Finalmente, cuando me tenía bien caliente, abrí mis piernas facilitando que pudiese jugar con mi clítoris. Lo hacía de maravilla y controlaba el ritmo de mi placer. Besándonos entre jadeos consiguió que me corriese de tal manera que generó espasmos en mi cuerpo y que no pudiese controlar mis gritos de placer. Tenía el clítoris totalmente inflamado, nunca lo había sentido así de caliente. Tenía un ardor tremendo entre las piernas.

Estaba rendida sobre la cama. Con los ojos cerrados. Y sólo sabía advertir la presencia cercana de Juan. Pocas veces había gozado tanto. Me quedé dormida.

Los primeros rayos de sol de una templada mañana de noviembre se colaron por la vetusta y pequeña ventana de la habitación. Mientras yo me situaba y recordaba todo lo que había pasado, mi amante seguía dormido. Pensé que si alguien de mi familia o de mis amigos supiese lo que estaba haciendo me repudiaría o me tomaría por una desviada sexual. Pero la única verdad es que hacía lo que me pedía el cuerpo. Y estaba encantada.

Me levanté, busqué mi ropa interior, las mallas y la camiseta que llevaba desde la mañana anterior. Junto a la puerta encontré las llaves del piso. Bajé a la calle en busca de algún horno de pan. Compré algo de bollería recién hecha y pan. De vuelta, también me hice con algo de leche, zumo y café instantáneo. No confiaba en que Juan dispusiera de nada de eso para desayunar, y si lo tenía mejor no probarlo. Cuando llegué prepararé la mesa y dispuse el desayuno de la manera más apetecible posible. Juan se despertó con el olor a pan tostado y café instantáneo recién espolvoreado sobre leche caliente. Me congratuló mucho ver en sus ojos la misma felicidad y sorpresa cual niño pequeño al ver los regalos de Navidad.

Comimos, charlamos y nos reímos. Me confesó que hacía tiempo que no lo pasaba tan bien y se sentía tan feliz. Yo me sentía especial y estaba muy a gusto a su lado. Al acabar le dije que ya recogía yo la mesa y él aprovechó para ducharse. Poco antes de que acabase me desnudé y me metí en la ducha. En un metro cuadrado mi presencia provocó que él no tardase en reaccionar y pude ver su polla otra vez al máximo. Nos besamos, nos enjabonamos, rozamos nuestros cuerpos,… hasta que le dije que debía de irme.

Me gustó dejarle con las ganas. No quería que probase todo el banquete en una sola vez. Tras secarme, me volví a vestir, nos besamos y me fui advirtiéndole que pasarían unos días antes de vernos.

Al llegar a casa, mi compañera de piso me preguntó dónde me había metido, que quería haber salido de fiesta conmigo la noche de antes y no había dado señales de vida. Solo por mi sonrisa comprendió que me lo había pasado en grande. Ella se imaginaba a un chico joven y apuesto pero mi cuerpo lo había disfrutado un viejo tabernero.

Esa misma semana hablé con mi novio para decirle que lo nuestro había acabado. Sin muchos rodeos le hice saber que sabía que había estado con otras chicas y que me olvidase. Me hice la mártir recibiendo el consuelo de familia y amigos por mi cornamenta. No era la primera vez que me pasaba. Lo que no sabían ellos era que la niña buena de Miriam era un volcán a punto de estallar.

El jueves por la mañana, a primera hora, me presenté en el bar de Juan. Iba vestida para trabajar: pantalones de pinza, tacones, camisa blanca y una chaqueta americana para guarecerme del frío matinal. No eran más de las seis y media. Estuve esperando un rato en la oscuridad de la calle hasta que le vi llegar y levantar la persiana. Entré tras él.

M: Buenos días.

J: ¡Vaya susto hija! Me alegra verte, pero otra vez no hagas esos que no tengo el corazón para espantos…

M: Sólo venía a verte.

Me acerqué y nos enrolamos en un largo y húmedo beso. Las manos de Juan nunca estaban quietas. No tardó mucho en despojarme de la americana y la camisa. Tampoco fue impedimento para él el cierre del sujetador, con una sola mano le bastó para dejar libres mis pechos… Yo, mientras, le había metido la mano por la bragueta y, tras conseguir poner dura su polla, le bajé totalmente los pantalones. Él sentado sobre un taburete y recostado en la barra del bar empezó a recibir la comida de polla que le tenía preparada.

Era muy morboso hacer eso en un lugar que dentro de poco estaría muy concurrido. Esta vez fue Juan quien cogiéndome de la cabeza marcó el ritmo con el que quería que le hiciera la felación. Yo succionaba lo máximo posible y humedecía con mi lengua su polla. Mis tetas se bamboleaban. Al final Juan se corrió y así me lo hizo saber con un grito de placer y dándome su leche. Era el mejor desayuno posible. Cuando su pene ya se ablandó y yo acabé de lamerlo, me incorporé y me di cuenta de que Manolo ya había llegado al bar. Desconocía cuanto tiempo llevaba observándonos, pero estaba segura de dos cosas: no dejaba de mirar mis pechos y tenía un gran bulto bajo el pantalón. No pude más que mirarle con una sonrisa, coger mi ropa e ir al baño a asearme y vestirme.

Al salir estaban los dos hombres chismorreando. Le pedí a Juan si podía hablar con él. A solas. Manolo se metió en la cocina.

M: He dejado a mi novio. No es que te vaya a pedir ningún compromiso. Simplemente lo tenía que hacer.

J: Bueno, si es lo que quieres.

M: También he mirado un pequeño hotel en la Costa Brava para pasar este fin de semana. En esta época va poca gente y lo podríamos pasar bien los dos juntos.

J: Es una buena idea, yo correré con los gastos. Y te compraré todo lo que quieras.

M: No, esto no va así. Iremos juntos y lo pasaremos bien juntos. No quiero tu dinero, quiero tu compañía. Si estás de acuerdo nos vemos el sábado a las 8 en la estación de tren.

J: Juan, sí, estoy de acuerdo.

Le di un papel donde había apuntado mi número de teléfono móvil. Él me correspondió con el suyo. Nos volvimos a besar y me fui a trabajar.

Llegó el sábado por la mañana. Juan fue puntual a la cita y a las 8 estaba en el punto de encuentro. Me presenté vestida de la manera más cómoda: tejanos, zapatillas y sudadera. También llevaba el pelo recogido con una coleta, lo que me daba un aspecto más juvenil. Juan siempre vestía como un camarero aunque no estuviera en el bar.

Le había citado con antelación para tener una excusa y desayunar juntos en el bar de la estación. Volvimos a congeniar y a pasarlo bien hablando el uno con el otro. A las 9 empezamos el viaje en tren. Tras más de dos horas llegamos a nuestro destino. El tiempo se pasó rápido gracias a una buena charla y a los preciosos paisajes de la costa. Caminamos diez minutos hasta llegar al hotel.

El hotel era uno de los mejores de la zona y no le faltaba ningún tipo de lujo. Además al tener las máximas estrellas proporcionaba discrecionalidad por parte del servicio. En estos sitios no suelen faltar los hombres mayores acompañados de chicas jóvenes. O las mujeres mayores acompañadas de fornidos chicos. La habitación era tal como la anunciaban: cama extra grande, vistas al mar desde una amplia terraza y jacuzzi. Era el sitio ideal para que Juan me follase por primera vez.

Pese a ser noviembre, hacía un día templado. Así que aproveché para ponerme más coqueta: un vestido de manga larga pero escotado, ceñido a la cintura y con falda de vuelo, una rebeca y unos botines. Además, me solté el pelo luciendo mi melena rizada. Dejamos nuestros bártulos en la habitación y salimos a pasear cerca del mar hasta la hora de comer. Cogidos del brazo la gente nos tomaba como padre e hija. Estaban muy equivocados ya que nuestro amor era lujurioso y no fraternal.

Comimos pescado fresco en una terraza frente al mar. Luego aprovechamos para acercarnos al puerto y ver como mercadeaban con el género recién capturado. Allí mismo alquilamos una pequeña barca con patrón para navegar un rato frente a la costa. Nos estuvimos besando y magreando hasta contemplar la puesta de sol. Brindamos unas cuantas veces con una botella de cava bien fresquita. El patrón del barco no perdía ojo de nuestras acciones, pero no le costó entender que él no pintaba nada allí, que no había ninguna provocación para que él actuase. Era la segunda vez que jugueteaba con Juan delante de alguien y me daba mucho morbo sentirme observada.

De vuelta a tierra tomamos unas cuantas copas de vino y algunas tapas en una terraza cercana al hotel. Las horas se me pasaban volando junto a él y siempre me hacía sonreír. Yo estaba deseando llegar a la habitación y follar con Juan, pero él parecía que lo quería evitar y me pidió dar un paseo por la playa de noche. Finalmente, con la excusa de que ya estaba cansada, fuimos al hotel y nos quedamos solos en la habitación.

Vi a Juan muy pusilánime, casi evitándome. Yo tenía ganas de guerra.

M: ¿Qué te pasa cariño?

J: Veras Miriam, sé por qué estamos aquí, pero no sé si seré capaz de complacerte.

M: Vamos, seguro que nos lo pasamos bien y estaremos a gusto… No tienes que hacer nada que no hayas hecho ya.

J: Miriam, si te soy sincero te tengo que decir que la última vez que hice el amor fue con mi mujer cuando se quedó embarazada de nuestro segundo hijo. Y de eso hace ya casi 35 años…

M: ¿Por qué no lo has hecho desde entonces?

J: Ha sido la única mujer a la que he querido. Me prometí a mí mismo que no lo haría con cualquier otra mujer…

M: Pues piensa que yo soy ella…

Lo último se lo dije abalanzándome sobre él. La primera vez que nos besamos fue el quien atacó y yo no supe responder. Ahora las tornas se habían cambiado. Era yo la que le asaltaba. Casi arranqué su ropa hasta dejarlo desnudo. Yo no tardé más de diez segundos en quedarme en pelotas. Manoseé su entrepierna hasta ver que su polla respondía y entonces me la metí en la boca. Notar como se va endureciendo una polla dentro de mi boca es una de las cosas que más cachonda me pone. A la vez que hacía la felación yo aprovechaba para ir metiéndome un par de dedos en mi coño; pese a que la polla de Juan no era grande, mi vagina es estrecha y necesitaba dilatarla y lubricarla.

Cuando su polla ya estaba a tope la liberé de mi boca y me senté a horcajadas sobre Juan. Él seguía tumbado sobre la cama, con los ojos cerrados y cara de placer. Coloqué su pene en la entrada de mi coño y dejé caer mi peso poco a poco. Lentamente mi vagina había engullido toda su polla. El ritmo de la follada lo marcaba yo, y lo fui acelerando a la vez que veía más placer en la cara de mi amante.

J: ¡Para, para, que me voy a correr…!

Al escuchar eso no hice otra cosa que acelerar al máximo el ritmo hasta sentir su escaso semen caliente y espeso en mis entrañas. Sin sacar su polla me tumbé sobre él sintiendo su corazón acelerado. Poco a poco se deshinchó su miembro hasta salirse de mí.

Cuando recuperó el aliento le invité a que compartiésemos un baño en el jacuzzi. Estando frente a frente rompí el silencio que guardaba Juan desde hacía rato:

M: ¿Te ha gustado follarme?

J: Es obvio que sí, pero no creo que tu hayas sentido mucho placer… No tengo mucha práctica y a mi edad no aguanto mucho. Y la tengo pequeña.

M: Que no haya tenido un orgasmo no quiere decir que no haya sentido placer. Darte placer a ti me pone mucho. Y tú sabes dármelo a mí…

Dentro del jacuzzi nos abrazamos y nos comimos la boca. Luego me senté en el borde y abrí mis piernas, lo que Juan entendió rápido y no tardó nada en empezar a comerme el coño. Esta vez también me metió un par de dedos follándome con ellos. Yo me dejé hacer y me rendí con el gusto que me estaba proporcionando. Me corrí de gusto entre sonoros gemidos apresando su cabeza entre mis piernas. Una vez recuperada le dije:

M: Ves como sabes darme placer.

J: ¿Por qué haces esto Miriam? ¿Por qué me quieres enamorar?

A esa pregunta no sabía contestar, así que sólo supe besarle como si él fuera mi príncipe azul. La noche acabó durmiéndonos abrazados en la cama. Yo me sentía feliz.

La mañana siguiente la aprovechamos para hacer algunas compras. Y para exhibir mi cuerpo desnudo a Juan en algunos probadores. Después de comer recogimos las cosas y nos volvimos en tren. ¿Qué tenía que hacer? ¿Volver a mi piso o quedarme en casa de Juan? Él mismo se ocupó de disipar las dudas. Rechazó mi compañía y alegando mi comodidad me envió a casa para disponerme a afrontar la vuelta a la rutina.

Esa fue la última vez que vi a Juan. La semana siguiente encontré el bar cerrado y el móvil de Juan desconectado. La siguiente noticia que tuve fue una carta en mi buzón: dentro sólo había un juego de llaves y el remitente era él.

Lo único que tuve tiempo a suponer es que eran las llaves de su casa y fuí con la esperanza de encontrarle allí y compartir mi vida con él. Me frustré. Al entrar el piso estaba completamente vacío; sin muebles, con las paredes peladas. En medio del suelo del salón pude ver otro sobre: había unas llaves que eran las del bar y dos papeles.

El primer papel era de despedida. Juan me agradecía haberle vuelto a hacerle sentir la felicidad y estar enamorado. Pero ante el tormento de volver a quedarse sólo y perder lo que más quería, prefería irse.

El segundo papel me legaba la propiedad de su piso, la titularidad de la tasca y los ahorros de toda su vida. También me advertía que le había dado una sustancial cantidad de dinero a Manolo a modo de jubilación. A sus hijos no les había dejado nada.

Fue entonces cuando entendí que había cometido una locura.

Hallaron el cuerpo sin vida de Juan postrado junto a la tumba de su mujer. Lo único que le encontraron encima fue su tarjeta de identificación, un recipiente vació de barbitúricos y aquella foto que me mostró orgulloso de él junto a su esposa en Ibiza.

Fue un mazazo brutal para mí. No asistí al funeral de Juan. Pedí unos días en el trabajo. No salí de mi piso en una semana. Lloraba sin cesar. Me sentía vacía y culpable. No entendía nada.

Volví a mi vida rutinaria y me centré en el trabajo. Pasaba allí el máximo tiempo posible. Y fuera me cobijaba en mi compañera de piso y en mis padres. Aprovechando que era diciembre y sintiéndome sucia no me vestía más que con pantalones y cuellos altos; cualquier mirada de deseo de un hombre me recordaba a Juan y me entristecía.

Evité ir al bar, pese a que ahora era mío y permanecía cerrado. No sabía cómo se lo habría tomado Manolo. Pese a llevarse una parte del pastel se había quedado sin su mejor amigo y de mí no sabía nada.

Continuará...