Juan

La historia de cómo descubrí en mi sobrino algo más que una simple relación familiar. Leelo, votalo y comentalo a mi mail. De Argentina con cariño.

Juan

Tal vez no sepa mucho sobre sexo o condiciones sexuales. Si sé sobre gustos y sentimientos, sobre como tratar de sobrellevar una vida cargada de emociones contrariadas y autoengaños. Es ella, la vida, la que nos regala oportunidades de poder demostrar todo lo que nos hace seres humanos y, a veces, en los momentos menos indicados.

Hace rato ya que vengo leyendo las historias publicadas. En un primer momento lo hice para tratar de descubrir que no estaba solo, que las cosas que me pasaban por dentro también le sucedían a otros. A lo mejor, a vos también te pasa, y en ese proceso de identificarte con la historia de algún escritor anónimo nos tranquilizamos y nos autoconvencemos de que sentir tal o cual cosa no está, dentro de todo, tan mal.

Soy casado. Con una vida completa, si que quiere, con un trabajo que me llena de satisfacciones y una familia numerosa. En forma directa somos cuatro pero mi esposa tiene hermanos y hermanas que nos han regalado siete sobrinos. De esto quiero hablarles. De uno de ellos. El más especial. De Juan.

Juan tiene hoy 12 años y tiene en la mirada una tristeza producto de sus complejos y falta de autoestima. Su gran golpe había sido presenciar la lucha interna entre sus padres, sus intentos de divorcio y los malos tratos de sus padres. Si bien nunca lo material le ha faltado, siempre que hacía algo mal o que no respondiera a las expectativas de sus padres, había insultos que lo único que han logrado es que se considere inferior ante cualquiera o incapaz de lograr objetivos pequeños o grandes.

A partir del año anterior, Juan debía asistir a la escuela más temprano de lo acostumbrado por dos materias escolares especiales: inglés y computación. El caso es que al vivir tan lejos de su escuela, Juan dormía en casa la noche anterior yo, por la mañana, lo llevaba y acompañaba hasta la escuela. Sobre todo en los días de invierno.

Todas las noches que Juan estaba en casa, pasaba el mismo ritual: cenábamos, se bañaba y luego de ver un rato de televisión, se acostaba a dormir en la habitación de mis hijos. Al día siguiente, muy de madrugada, lo despertaba, le preparaba el desayuno y luego lo llevaba hasta el colegio; desde allí, yo iba a mi lugar de trabajo. Para mi no significaba sacrificio alguno, era casi un placer ver cómo Juan se sentía en casa como su lugar. Un lugar tranquilo y diferente al de su propia casa.

Nunca tuve otras ideas de nada con respecto a él, nunca pasamos de una relación estricta de tío y sobrino, confiada, con espacio para que Juan pudiera descargar sus angustias y preparaciones. Teníamos un pacto entre ambos que era contarnos las cosas que nos hacían sentir mal o bien, por lo que él me contaba todos sus pesares. Debo reconocer que esto me llevó mucho trabajo porque Juan es ante todo muy duro y reservado de abrir sus sentimientos.

Una de las tantas noches, Juan me llama desde el baño. Apoyándome en la puerta le pregunto qué necesitaba y el me pide una toalla. Al regresar, golpeo la puerta y el me invita a pasar.

Sentí como un fogonazo que quemaba mi cuerpo y mi pecho. El corazón me iba a mil porque por primera vez lo vi desnudo. No entendía por qué tenía ese sentimiento, pero ver su cuerpo me produjo una sensación con culpa que me acompañó varios días. Ahí estaba él, parado frente a la ducha, con sus cabellos negros pegados a la fuente y millones de gotas cayendo sobre su pecho. Se acercó hasta mí y me recibió la toalla. Yo me retiré y traté de borrar eso de mi mente. Obviamente no pude.

A partir de ese momento, conciente o inconscientemente, esperaba ansioso poder entrar al baño con cualquier excusa con tal de ver a Juan mientras se duchaba. Estaba fascinado con su cuerpo, su cola, lisa, redondeada, blanca, su vientre plano, su pecho, sus hombros y sus piernas. Para él era algo natural pero yo no podía quitarle los ojos de encima rogaba que las fracciones de segundos que ocupaba mi estadía en el baño, duraran lo suficiente para poder registrar en la retina todo lo que veía.

Muchas veces tenía que orinar cubriéndome para que no descubriera mi erección.

Algo me estaba pasando por dentro y no estaba seguro de que me gustara, pero de igual manera lo disfrutaba.

Durante el verano, las visitas de Juan se fueron acentuando ya que, por más que la escuela hubiera terminado, mi casa era su casa y eso lo percibía. Una noche, al momento de acostarse, Juan preguntó a mi esposa por algo contra los mosquitos a lo que mi mujer le recomendó una crema que usábamos a menudo. Fue allí que aproveché y me ofrecí a untársela. El resultado fue inmejorable. Juan, tendido en la cama, boca arriba, esperando mi mano que pacientemente, recorrió su pecho, bajando por sus tetillas y abdomen. Mis dedos penetraron en la cintura elástica de su ropa interior y pasearon por el borde sin vellos, rozando la base de su pene. Sentía fuego y la respiración entrecortada.

Le pedí que se volteara e hice lo mismo con su espalda pero al llegar a su cola, no aguanté más y le baje la cintura. Sus hermosas nalgas quedaron al descubierto y pude comprobar su dureza y redondez. Eran lisas y hermosas. Era un sueño.

Hasta ahí nunca había pasado más de lo normal, hasta que una tarde, me encontró surfeando en la red en mi computadora. Sin pensarlo demasiado, entré a una página bisexual, explícita y sus ojos se abrieron ante las imágenes que veía.

Del asombro a la excitación hubo un paso y Juan no tardó en comenzar a tocarse. Esto me provocó también una enorme erección pero no sabía que hacer. Juan no estaba masturbándose por lo que me debatía internamente en cómo proceder.

Le pregunté si estaba caliente y me respondió que si, que nunca había visto algo así. Le pregunté si se masturbaba y volvió a responderme que sí. Le sugerí que podría enseñarle una mejor manera de sentir y noté en él curiosidad, por lo que le indiqué que se bajara el pantalón y la ropa interior y que mientras se masturbaba, se acariciara las nalgas y la raja hasta acariciarse lentamente el ano.

Lo que sucedió después fue indescriptible y casi como un sueño. Juan comenzó a hacerlo y me preguntaba si esa era la manera correcta entonces su mano se reemplazó por la mía. No puedo afirmar como he leído en muchas de las historias que su voz estaba entrecortada o que se quejaba. En realidad creo que las cosas reales son menos hollywoodenses; creo que en el calor de un hecho así poco importa si se habla o no, lo que importa es lo que cada uno aporta a la situación y Juan no se negaba sino que su silencio y su mirada extraviada en la pantalla me decía que debía continuar.

Lo tomé de la mano, apagué la máquina y lo llevé hasta el baño. Le dije que iba a enseñarle algunas técnicas para gozar más durante la masturbación. Le pedí que se despojara de sus ropas y él lo hizo sin ni siquiera cuestionar el más mínimo detalle. Lo senté en el inodoro. Me demoré en contemplar su cuerpo. Apoyado sobre el tablón plástico del inodoro, brazos caídos a los costados y su mirada expectante. Dios, se veía tan indefenso pero a la vez tan cruelmente sexy. Todavía tenía tiempo de arrepentirme, de inventar algún chiste que sonara gracioso y decirle que todo había sido una broma, una serte de prueba. Pero no. Tenía que comprobar y probarme a mí mismo.

Le tomé primero una pierna y la asenté sobre un costado del inodoro. Luego repetí la misma operación con su pierna izquierda. Así quedó, ambas piernas flexionadas hacia arriba y apoyando ambas manos sobre sus rodillas. Su pene erecto a más no poder y su ano abierto en todo su esplendor. Desde ese momento, amé el color rosado y los pliegues rugosas de la piel.

Le enseñé que con una mano se masturbara lentamente, con un movimiento insistente y delicado. Con la otra le pedí que se humedeciera el dedo índice, que lo bañara de saliva, que la saliva chorreara por ese hermoso dedo. Así lo hizo. Le indiqué que con ese dedo, de manera circular, humedeciera su ano. Así lo hizo. Le pedí que lentamente, sin abandonar su jaleo en el pene, hundiera la punta de su dedo en su ano. Así lo hizo.

Juan frunció el ceño. Lo estaba haciendo pero de manera incorrecta, por lo que me ofrecí a enseñarle como. No puedo explicarle lo que significó ese contacto. Fue mágico. Sentir ese ano estrecho, esos pliegues defendiéndose contra mi dedo. Volvió a quejarse. Entonces lo ayudé a incorporarse y lo llevé hasta mi habitación. Juan me siguió. Ambos en silencio. Me senté al borde de la cama y él, abriéndose de piernas, se sentó sobre mi falda, mirándome fijamente, entre aturdido, confuso y curioso. Ese fue el punto de no retorno.

Volví a pedirle que se liberara, que se dejara llevar. Comencé a besarle el cuello, las orejas, sus lóbulos. Me incliné y me dejé caer sobre la cama. Él estaba encima de mí. Mientras continuaba con el ritual de los besos, mis manos recorrieron su espalda. Tranquilo. Despacio. Me posé sobre sus nalgas y allí apliqué la fuerza. Se los estrujía, los pellizcaba, los masajeaba. En ese acto furioso, Juan comenzó con un jadeo suave, maravilloso, delicado. Una respiración caliente. Un sonido perturbador. Comenzó a responder acariciándome el cabello y los hombros.

Inmediatamente me di vuelta y quedé sobre él. El cuerpo de un hombre de treinta y tres años y el de un niño de doce, casi recién estrenados. Mezclados.

Le bese y lamí su cuello, tetillas –pequeñas, minúsculas, hermosas- y ombligo. Bajé lentamente y con mi lengua recorrí sus muslos, bordeando sus testículos. Los jadeos de Juan ya eran más evidentes y eso era como una señal que me indicaba el camino a seguir. De un solo bocado me comí su pene y succioné como si esa hubiera sido la última vez.

Mientras escribo, vuelvo a sentir su olor y a escuchar sus jadeos insistentes. Otra erección se vuelve a presentar y esta vez me encanta.

Me detuve un segundo para contemplarlo. Juan estaba tendido en la cama con sus piernas abiertas y s pene apuntando al cielo. Me miró como extrañado, como preguntándome qué ocurría. En vez de una respuesta, le propuse que se volteara, boca abajo. Con mis manos, lo tomé por la cintura y lo senté en cuatro; luego le incliné la cabeza y parte de su espalda hacia abajo y así, arqueado, separé sus piernas hasta el máximo que Juan podría ofrecer.

El espectáculo era inmejorable. Su ano estaba allí, pidiéndome que lo probara. Besé lentamente sus nalgas. Sin más preámbulos, rodeé su ano con mi lengua y comencé a hundirla en su agujero. Los jadeos volvieron. Le pregunté si le gustaba y el respondió que sí, que mucho. Dediqué bastante tiempo a esa labor. Cuando me retiré vi su ano, su rosa pálido y rugoso, lampiño, hermoso, completamente dilatado y con una abertura considerable.

Me metí debajo de él e improvisamos un 69 dulce ya que él no sabía que hacer y mis líquidos preseminales le causaban asco. Le repetí que hiciera lo que sintiera hacer en el momento y mientras yo mamaba su pene, lamía sus huevos y su ano, el comenzó a pasar la lengua por el tronco de mi pene y a darme besos.

Cuando sintió que yo hurgaba en su ano, se mojó los dedos e hizo lo mismo. Debo confesar que su uña y su torpeza me dañaron en un momento pero luego sentí su índice, más de la mitad, dentro de mi y eso fue más que suficiente.

Le pregunté si él ya volcaba y me contestó que no, por lo que, volteándolo, comencé a mamar su pene. Él jadeaba y murmuraba casi entre dientes. Me pedía más, que más, que dale, que así, que así, que más, hasta que en un momento su cuerpo se tensó y su pene comenzó a mostrar flaccidez. Había tenido un orgasmo seco, típico de los niños de doce años que aún no habían terminado su desarrollo hormonal.

Quedó así, en la cama, piernas y brazos abiertos y yo a punto de explotar. Me preguntó si a mí ya me había saltado la leche y ante mi negativa, me pidió ver como lo hacía. Lo recosté en el medio de la cama, y yo, con mis piernas abiertas sobre él, me masturbé frenéticamente hasta que me vine sobre su pecho, ombligo y pene. Desparramé parte de mi semen sobre su pecho y el jugueteó con su pene manchándolo con el líquido.

Luego lo limpié con una toalla y nos vestimos. Fuimos al comedor y tomamos mate. Nadie habló sobre el hecho. Tal vez porque no había nada por decir.

Muchas veces, tiempo después, le pregunté si se había sentido mal o si quería preguntar algo. Pero la respuesta era siempre la misma. Que estaba todo bien, que le había gustado.

No volví a insisitir sobre el tema. Pero si en nuestros asuntos.

Me gustaría saber qué les pareció mi relato escribiéndome a lacueva33@hotmail.com , y si les interesan más relatos con Juan, pues sólo tienen que pedir porque a partir de ese verano, muchas otras historias vivimos juntos....

Hasta la próxima y desde ya, gracias por leer.