Juan Bellosta....

Mi claudicación produjo el bálsamo del olvido….no, no me acordé de ninguna faceta oficial cuando chorreé en la boca de aquel amante con besos sabor a Mahou, ni cuando, asiéndo con una firmeza prodigiosa, levantándome como si de un culturista se tratara, me llevó en volandas una cama inesperadamente firme, silenciosa y sobre todo inmensa.

En condiciones normales, un tipejo como Juan Bellosta, nunca hubiera apretado mis nalgas con sus manos.

En condiciones normales, a todo tirar, imaginando y mucho, habríamos coincidido unas navidades atiborradas en plena Plaza de Sol, apretujados entre el gentío, mirando escaparates contrarios, ignorando nombres y realidades para alejarnos, otra vez, vaya usted a saber si para siempre o por cuanto.

Nací entre sábanas con tacto a satén, bajo techos doblemente aislados…de frío y de la realidad que paraba a seis paradas de metro.

Nací con los últimos retazos de movida, con las primera antenas parabólicas….lo uno evitado por los de mi clase, lo segundo, adquirido con la prisa de quien no entiende el inglés de la BBC pero si el prestigio que concede la compra.

Crecí entre guarderías británicas, profesores privados de piano, zapatitos de charol y colegios de pago.

Y lo hice todo, desde el pañal hasta la lencería, sin traspasar jamás, la sutil línea que separa a mujeres como yo, de seres volubles e inconsecuentes como Juan lo era.

Algún imbécil justificará lo que ocurrió, cuando

se sepa, a base de estereotipos……mujer aburrida, marido inapetente, semental barriobajero, gran polla.

Pero no lo era.

Di el “si quiero” intensamente enamorada.

Y así continuaba, once años, tres kilos y algunas canas más tarde, ansiando respirar junto a mi marido, con dos recentales de anuncio de potitos y una vida atiborrada por todo aquello que durante la juventud se anhela.

Sobraba el trabajo….como asesora de imagen para corporaciones y viejas acomplejadas….ni sexo…el que mi esposo proporcionaba, satisfactorio, puntual y a conveniencia…ni seguridad….dos magníficas nóminas, un par de alquileres y buenas herencias…ni un hogar estable….un dúplex de ciento veinte metros cuadrados en el corazón del barrio de Salamanca…ni vacaciones exóticas…ruta de elefantes en Thailandia….ni vida social…la que me proporcionaban las amigas que conservé de juventud y las que en el camino me fue poniendo la misma vida.

En condiciones normales, nunca me hubiera molestado en desviar la mirada fuera de mis Rayban de quinientos treinta euros, para perder el tiempo contemplando al chulo verbenero que Juan era.

Un auténtico hijo de la gran puta.

Entre Puente Toledo y Puerta del Ángel, pocos respetaban de menos a Juan Bellosta.

Porque Juan, un tipo esquilmado y áspero, con la piel curtida a salivazos, no salía jamás a la calle, sin que entre su bolsillo, junto a las llaves de su BMW y la cartera vacía, no parara una mariposa automática, un fierro de esos que solo ven la luz para mancharse.

Mientras yo balbuceaba, su padre quemaba cigarrillos encendidos en la cara de su madre.

Y su madre, por protegerlo, no dudaba en interponerse entre su bebe y la bestia alcoholizada que lo había engendrado, para llevarse ella todas las tundas.

Mientras en la guardería aprendía a decir “Hello, good morning”, el descubría que la existencia es puta mierda, al descubrir que su madre había decidido que no más, bebiéndose litro y medio de lejía.

Mientras yo paseaba por la universidad con clases de Pilates y Matrículas, descubriendo combinaciones por temporada, calendarios de pasarelas y colores cálidos, conociendo a un marido portento colosal bajándome el encaje entre sábanas, el sacaba cum laude en trapicheos de barrio, apretujándose en busca del comprado calor de las dos putas rumanas que frecuentaba.

Yo me casé ante el Cristo de Medinacelli, el paseaba como abejorro en jardín de mayo, todas y ninguna.

Yo tuve hijos, el, en su vida hubiera reconocido cualquier de los que seguro, había engendrado.

Yo comencé a visitar pisos de lujo, asesorando a damas enhiestas y privilegiadas, que pagaban un sueldo de lujo por incorporar a su vida maquillajes parisinos y decoraciones en voga.

El madrugaba hasta lo indecente, subiéndose a andamios doce horas diarias por poco más de mil cien euros.

Una cobertura ideal que le permitía, entre hormigón y hormigón, redonder vendiendo móviles sisados, marihuana marroquí o pastillas alucinógenas, importadas directamente desde algún laboratorio holandés.

El día en que nos conocimos, llevaba en el bolsillo un cheque de mil doscientos euros que cobre convenciendo a una septuagenaria sin remedios, que su cutis recobraría vigor con un tratamiento a base de crema de algas con gotas de botox.

Una gilipollez, una inventaba destinada a evitar decirle la verdad triste que trae la edad y su vejera.

Con el caminé, meciendo la cadera, falda apretada, culo en pompa y tacón alta, descendiendo por la avenida San Juan en dirección a Plaza Roma, donde aguardaba un cortadito entre madres, antes de acudir al Buen Socorro en busca de los niños.

  • Chata.

Lo escuché si, pero estaba acostumbrada a no girar ni el cuello.

A mi, o se me trataba de usted o no daba respuesta.

  • Chata a ver lo que nos vamos dejando.

Esta vez si, detuve el paso, dispuesta a encarar impertinente e impertinencia….tal vez un “váyase usted a la mierda”…tal vez la mano sobre la jeta.

Pero la jeta era de Juan Bellosta, meciendo burlonamente, mis mil doscientos euros entre los dedos de la mano.

  • Esto se te calló del bolso…chata – añadió con retintín.
  • Haga el favor – lo recogí percibiendo en un ligero roce, el grosor y bastedad de sus manos – Y tráteme debidamente por favor.
  • Yo te trataría divinamente…chata….pero tienes el cuello algo estirado.
  • Le agradezco el detalle de devolverme lo que es mío – lo primero que se piensa ante alguien como Juan, es que era de los que no devolvían semejantes regalos.

Hice el gesto de marchar.

  • Con ese dinero podrías pagarte una buena reforma – le escuché decir, imaginando que estampaba su mirada en mi espalda – Si quieres que te la haga yo, ya tienes mi número…..chata.

No, no lo tenía.

O por lo menos eso creía.

Fue en el momento de pedir la cuenta cuando, abriendo el bolso, cayó al suelo una notita discretamente doblada, manchada de barro en los laterales donde, con letra torpona Bellosta había escrito…”mi móvil, para lo que tu necesitas”.

  • Descarado – susurré.
  • ¿Quién? – corearon mis amigas, atrapadas por un cotilleo como la miel atrapa al oso.

La vida continuó…pero como si en mitad de una autovía, a ciento cincuenta por hora una leve, sutil, imprecisa brisa, hubiera desviado, apenas unos milímetros, la dirección del vehículo y este, lenta pero constantemente, se hubiera salido del carril, camino de no se sabe donde.

En mi mente, Juan Bellosta caló como los puñales de cristal florentino….en apariencia frágiles, en realidad penetrando hasta el fondo.

Juan Bellosta había sonreído y el aroma de su mono azul, su pelo moreno cordobés y su piel, finamente aceitunada, ocupaban ahora más segundos de mi tiempo de lo que hubiera sido normal, sensato, sociable o cuerdo.

¿Por qué?.

¿Por qué pensaba en ese ser tan tosco como mezquino, tan grosero, ignorante y ofensivo?.

Quince días.

Quince hasta que volver a encontrarme, otra vez, sentada en la misma cafetería, sola, con el Iphone mareado y la nota manuscrita mil veces arrugada, mil veces pasto de papelera, mil veces recuperada.

Mierda…lo que pensaba y lo que sentía. Mierda.

Quince días, un café eterno y un larguísimo y rendido suspiro.

  • ¿Quieres que te trate divinamente chata?.

Como supo que era yo, era algo que prefería no preguntarme.

Juan Bellosta era un tío sobrado de confidentes y recursos…. y uno de tantos, era su capacidad para intuir quien, como y cuando.

Una cualidad que le había permitido sobrevivir a unos cuantos navajazos y media docena de arrestos.

Esa misma noche, dormí apretujada contra mi marido.

  • ¿Tienes frío pelusa?.

Al despertar, organizando la agenda, creía estar convencida de desechar la idea, esa idea, cancelada si, pero no la idea, sino esa visita en hora clave, esas dos horas ganadas, ese desbarajuste, ese impropio….ese deseo….no debí abrazarlo, ahora su olor me cala…me cala pero no retiene la respuesta que busco dentro.

Tres horas más tarde me vi llamando a un taxi, dando la dirección escrita sobre una servilleta con el nombre del bar impreso justo debajo del dibujo de un enorme croissant con pinta de graso…a punto de llorar.

Un impulso que soporté para no hacerlo ante extraños, mordiéndome la lengua, mordiéndome la mano, mordiéndome hasta las muelas durante los doce minutos y cuarenta y dos segundos del trayecto.

Al traspasar la cortina protectora del cristal de aquel Seat Toledo blanco, con el aspa madrileña en rojo, me vi forzada en un mundo muy distinto, donde los contenedores rebosaban, las aceras se escurrían hasta lo mínimo, los aparcamientos vomitaba la triple fila del atiborramiento, los bares jamás aireaban una escoba y el olor a fritanga y pescado descongelado se apoderaba de cada palmo…desde un videoclub antediluviano hasta una peluquería atestada de posters, donde se mostraba una oferta de peinados alejados de las habilidades reales de su propietaria.

Como un oso polar en pleno desierto, caminé cinco minutos hasta topar con una pequeña y discreta plazoleta…cuatro árboles mil veces replantados y el olor a excremento de chuchos feos, maleducados como sus dueños, gritones como sus dueños, que daban más ganas de apedrearlos que de acariciarlos.

La última duda dejó de resonar cuando, ante el portal, toque pero no pulsé, el telefonillo del 6ºB.

No lo pulsé.

Antes de hacerlo, desde el otro lado, Juan, otro misterio, ya había abierto….demonio…demonio con olor a porro y cuero.

Tres horas después, entre el impecable alicatado del cuarto de baño, escuchando como mis hijos trasteaban con su padre, jugando antes de irse a dormir, cerré los ojos con inaudita presión, estremeciéndome al recordar,

cada segundo que transcurrió en el escurrido y setentón apartamento de Juan Bellosta.

Cada segundo….al abrir la puerta…”Hola Chata…me pone que te lo pensaras tanto”….cada segundo….sin mediar cortejo ni conversación, directo….besándome los labios, devorándolos…cada segundo….sintiendo su carnalidad, sus manos, sus caricias por encima de mis telas de diseño italiano…cada segundo….su afán devorador, su firmeza para arrancar la camisa dejando que los botones se desparramaran.

El tintineo del último botón nos embaucaba mientras, mirándonos, sopesaba sin frenar o no aquella locura…última oportunidad a la puta mierda porque me da la gana, porque si, porque hacía años que el coño no se me hacía agua, porque me merezco algo de rienda suelta.

Juan Bellosta me folló durante setenta y tres brevísimos minutos…y lo hizo como nadie, nadie, ninguno me había follado nunca.

Juan Bellosta no se duchó, ni se acicaló, ni rebuscó su mejor armario…Juan Bellosta olía a Juan Bellosta, un ser sin responsabilidad ni consecuencia, destrozando mis pantis, arrojando la falda sobre un suelo astillado que desconocía el significado de la palabra fregona, olisqueando mi entrepierna como león olisquea su presa, conmigo de pie, apretujada contra la pared del pasillo, apenas distinguiendo un cuadro horrendo de Benidorm y el retrato blanco y negro de un desconocido…..mientras Bellosta lamía.

Y lamió….suave, suave, suavísimo, inesperadamente delicado, incrementando babas, ansias y ritmo al medida que en mi se incrementaban las babas, las ansias y el ritmo.

  • Uffffff…..- rendí la evidencia…si tal vez fuera aquello lo que estaba buscando.

Y el muy hijo de puta se rio allí abajo….”Lo sabía”.

Mi claudicación produjo el bálsamo del olvido….no, no me acordé de ninguna faceta oficial cuando chorreé en la boca de aquel amante con besos sabor a Mahou, ni cuando, asiéndo con una firmeza prodigiosa, levantándome como si de un culturista se tratara, me llevó en volandas una cama inesperadamente firme, silenciosa y sobre todo inmensa.

Tampoco vino a la memoria ninguna obligación, ninguna promesa cuando, de pie, frente a mis asombrados ojos, se quitó su camiseta de publicidad, sus vaqueros de veintiocho euros y sus calzoncillos cutres y coloristas.

Tampoco Juan cumplía el estereotipo por el cual una mujer comete lo que yo estaba cometiendo.

Cuerpo joven y firme pero alejado de ser carnaza de gimnasio.

Polla al uso, algo gruesa, algo estirada, pero palpitante casi sin haberlo tocado, con la brillantez del líquido seminal que, por no saber que, me hizo contemplarlo detenidamente, como si su brillo fuera promesa.

Juan me cogió del cuello y yo, por instinto, hice una falsa resistencia.

  • Chúpamela bien chata…que es toda tuya.

Porque en cuanto se acercó, abrí la boca y no chupé,….lamí, devoré, me sometí al péndulo mágico del sr Bellosta.

  • Eres un hijo de puta – eso si recuerdo habérselo dicho cuando lo descubrí, sonriendo victorioso, justo cuando le regalaba un lametón que desconocía saber hacer, desde la base hasta el prepucio…lento….tan lento.

Juan Bellosta no se dejaba montar.

Juan Bellosta montaba, dominaba, sometía….y yo quería ser montada, dominada, sometida.

Recordar bajo el chorro hirviendo, como dispuso mis pies sobre sus hombros, como me arrastró hasta el límite de la cama, con el algo acuclillado, dirigiendo hábilmente su miembro para mirar como sollozaba aguardando a ser follada….alargando cada milímetro de su miembro que, dulce, fue penetrándome hasta rozar la cara interna de un clítoris maduro y jugoso como manzana de agosto.

  • Ooooooooo…..ooooooo…..uuuuuuu.

Mi pies de punta traicionaron….estaba al punto de la corrida y el muy cabrón lo sabía….porque postergó la segunda arremetida, acortó la tercera, alargó de más la cuarta y luego empezó un vaivén impropio de seres civilizados, que era lo que no seriamos nunca durante aquellos setenta y tres minutos.

  • ¡!Me encanta tu coño chata!!.

Y a mi me encantaba todo….su culo cuando lo ensartaba, destrozando la manicura de ciento diez euros, clavándole las uñas hasta que me llamó “!!hija puta!!” justo cuando me corría por segunda entre gritos de “!!como la sientoooooo!!”…..sus brazos cuando me incorporaron agarrando el culo sin medias tintas, hasta quedar el de pie, y yo asida con las piernas a sus caderas….”¿sabes que es una locomotora?”….no lo sabía.

Lo supe cuando arreció alocadamente enloqueciendo mis tetas con aquella manera tan salvaje de clavársela a un coño….solo cinco minutos de tranvía hasta que volvimos a caer, el jadeando y sin abandonar la arremetida, yo con mi tercer orgasmo, aun más intenso, reflejado en una cara que ya, ni se lo creía.

Y así con el encima hasta que sentí que se derramaba….¿esperan que Juan Bellosta avise, se ponga condón o tenga la dignidad de preguntar si iba a dejar preñada a la mujer que se estaba follando?.

Pues no, desde luego, pero a esta renacida puta, le resultó más que indiferente, deseable el que me hiciera rebosar de semen con unos espasmos acompasados de gritos guturales, instintivos, posesivos, queriendo, descaradamente, que todo el vecindario supiera que Juan Bellosta estaba cubriendo a un hembra, que Juan Bellosta la dejaba harta, gozosa y satisfecha.

Y esa hembra era yo.

Si….la ducha limpiaba como un confesorio.

La ducha me libraba de su aliento, de su manera segura, sobrestimada de encarar la existencia….de la desconsideración con que hincaba su polla en un coño al comienzo dolorido, luego intensamente húmedo.

La ducha me limpiaba de la sensación de haberlo traicionado todo.

Esa noche, volví a abrazarme a mi marido como si las ventanas fueran a abrirse de par en par por un vendaval desconocido arrebatándomelo a el, a mis hijos, mis joyas, mi vestuario, mi posición, mi todo.

Y ese vendaval con forma vallecana, era Juan Bellosta….”Ya sabes para la próxima donde paro”.

  • No habrá próxima - le solté casi insultando, mientras encajaba la compostura en un vestido de cuatrocientos euros, arrugado, perdidas formas, planchado y costuras.
  • Ja, ja –rio dolorosamente para mi ego –En tres días, querrás volver a correrte como hace diez minutos.

Y lo quería.

Lo quería….al principio contenidamente, a los cinco días saturando mi memoria con el recuerdo de su cuerpo de andamio y el mío blanquecino…..a los diez me masturbaba compulsivamente tratado de orillar la verdad….a los quince, no pensaba en otra cosa.

Una cosa que me hizo llorar cuando volví a teclear el número, llorar al llamar al teletaxi, llorar al dar la dirección, llorar al recorrer las callejuelas del barrio, llorar al volver a empujar el portal, llorar al subir los seis pisos a pie…..y correrme, como nunca, como jamás, cuando a cuatro, me hizo morder la sabana y olvidarme, otra vez más, de todo.