Jóvenes maduras (lll)
De cómo mi feliz y despreocupada vida de soltero fue aniquilada por una adolescente y la madre que la parió.
Dos semanas después de la aparición de Lorena, la vecina del bajo no logró aguantarse las ganas de saber quién era esa jovencita que vivía conmigo. Doña Virtudes era una viuda de lengua hiperactiva, una chismosa vocacional que se entregaba apasionadamente a la difamación en peluquerías y tiendas de barrio.
Doña Virtudes carecía de perfil de Facebook, Twitter o Instagram y, aún así, contaba con una legión de seguidoras tan anónimas e indiscretas como ella. La red de cotillas a la que pertenecía mi vecina manejaba un volumen de secretos que haría sombra al Ministerio del Interior. Naturalmente, Doña Virtudes acogió con renuencia una explicación tan insulsa como la que le di. “Pobre criatura”, dijo al saber que su madre se había desentendido de ella. Vi la contrariedad en sus ojos hundidos. Doña Virtudes habría preferido que esa “inocente criatura” fuese mi novia, algo así sí que habría estremecido los cimientos de nuestra comunidad de vecinos.
A Lorena no le preocupaban los cuchicheos. Todo lo contrario, disfrutaba llamando la atención y tensando las normas como cualquier chica de su edad. Sin embargo, yo no pensaba consentir que ocurriera tal cosa. Ni hablar, los rumores no tardarían en llegar a su instituto o a mi trabajo y empezar a causarme problemas.
Aquella tarde había hecho mucho calor, demasiado para un recién estrenado mes de mayo. De todas formas, después de una primavera fresca y lluviosa se agradecía aquella anhelada temperatura.
El verano hace florecer a las mujeres. Los escotes, cerrados durante el largo invierno, reabren al mismo tiempo que las heladerías. Con sus sinuosas caderas, hombros desnudos y largas piernas las mujeres se adueñan de las calles de la ciudad.
En cuanto llegué a casa me despojé de la sudada camisa de manga larga y me quedé sólo con los pantalones vaqueros. Da igual lo que diga el calendario, el primer día de calor es un día de fiesta, el solsticio de verano. Decidí subir a la terraza, pero antes salté la nevera y cargué la bandeja con un buen aperitivo.
Me consideraba un hombre adulto, la vida me había dado unos cuantos golpes, exactamente todos los que no había logrado esquivar. Sin embargo, aunque ya tenía algunas canas no estaba preparado para lo que vi al salir a la terraza.
Lorena yacía boca arriba en el suelo. Estaba tumbada con los ojos cerrados, tomando el sol en topless, pues sólo llevaba puestas las braguitas del bikini y los auriculares. La visión de sus pechos me dejó turbado. Si bien eran pequeños, se alzaban tan llenos y duros como peras recién cogidas del árbol.
El cuerpo de la muchacha era una obra de arte que representaba la exaltación de la juventud. Lorena llevaba el pelo recogido en un moño y pintadas de rosa las uñas de pies y manos. Bajo la tela del bikini asomaban las líneas de un dibujo. Lorena tenía un tatuaje parcialmente oculto en la zona más baja de la cintura, casi en el culo.
Cuando conseguí recuperarme de la sorpresa dejé la bandeja sobre la mesa. Ella parecía no haberse enterado de mi llegada, así que alcé una de las sillas de plástico y la dejé caer haciendo el mayor ruido posible. No estaba dispuesto a renunciar a mi cerveza al sol porque una adolescente hubiera decidido hacer topless en mi terraza.
― ¡Ey, hola! ―oí que me saludaba.
― Hola ―respondí volviendo la vista atrás y sonreí al ver como cubría sus pechos con un brazo.
― No te he oído llegar.
― ¿Qué escuchas? ―pregunté.
― Fausto Taranto —aclaró— ¿Los conoces?
― Ni idea.
― No te importará que haga topless, ¿verdad? —dijo con aire displicente.
— Qué va —no me apetecía discutir.
Me dispuse a disfrutar de mi cerveza fría ajeno a su desfachatez. Me encantaba subir allí arriba. Me quedé mirando la superficie de aquel mar de tejados, aunque aquel día tenía mejores vistas justo a mi lado.
Todo habría quedado en una anécdota si la hija de mi ex no hubiese acudido como un ave de rapiña. Lorena acercó la tumbona a la mesa, dio un trago a mi cerveza y cogió patatas fritas. La muchacha estaba ahora fuera de la protección de la sombrilla y sólo tenía que estirar el brazo para expoliar mi aperitivo.
Yo había intentado poner tierra de por medio para alejarme del peligro, sin embargo aquella joven ninfa parecía empeñada en ponerme sus pequeñas tetas en las narices. La firmeza de sus diminutos pezones y el rubor de las areolas insinuaban algo que yo no quería ni pensar. El corazón me empezó a palpitar con fuerza dentro del pecho y mi entumecido sexo se removió sobresaltado. Pensé agradecido en mi compañera y en el polvo que habíamos echado apenas seis horas antes.
Montse me había saciado por completo, me sentía vacío, pero sin darme cuenta empecé a comparar su cuerpo con el de la adolescente que tomaba el sol delante de mí.
Vegetariana como era, la muchacha llevaba camino de convertirse en una de esas modelos flacuchas con cara de pasar más hambre que el perro de un gitano. Estaba delgada, sus movimientos eran gráciles y sus curvas ligeras, lo opuesto a mi compañera de trabajo. Con veinticinco años y tres hijos más que Lorena, las tetas de Montse cuadruplicaban en tamaño a las de la muchacha. Mientras mi precoz compañera de piso ostentaba un culito menudo y casi enclenque, el trasero de mi compañera de trabajo estaba hecho para la guerra. Es más, en una ocasión Montse me había confesado que le hubiera gustado conocerme antes de su segundo embarazo y de las hemorroides que el parto le causó.
Lorena seguía escuchando música con los ojos cerrados. Entre canción y canción me había dejado sin cerveza. Aquello era surrealista, la mosquita muerta estaba a gusto, bien hidratada mientras sus pechos se doraban al sol.
― Ahora bajas a la cocina y te subes otras dos ―sentencié con enojo― La tuya sin alcohol, ¿has oído?
Lorena se quedó estupefacta. Aquella había sido una orden en toda regla, puede que la primera desde que vivía conmigo. Aunque en sus labios intuí una protesta formal, Lorena no llegó a decir nada.
Hice frente a su desafiante semblante cómodamente parapetado tras mis gafas de sol y al final ella se irguió perezosamente, cogió la botella vacía con desgana y se encaminó hacia las escaleras.
Aquel incidente me brindó la primera ocasión de ver su tatuaje. Lorena se había hecho dibujar la cara de Hello Kitty con lacito y todo, exactamente igual que en su pijama. Era un dibujo tan sencillo como feminista, idóneo para una adolescente con estilo propio. Me gustó.
Unos días más tarde recibí una llamada de un teléfono que no tenía registrado entre mis contactos. En ese momento estaba haciendo cola en la panadería y el agudo tono de mi teléfono provocó el sobresalto y la posterior mirada de desprecio de la concurrencia. Rechacé la llamada a sabiendas de que había estado a punto de provocarle un infarto a la señora de al lado. Sin embargo no tardaron en volver a llamar, por lo que me vi obligado a silenciar el puñetero teléfono. Aún así, la enjuta y encorvada mujer me cedió el turno para perderme de vista lo antes posible.
Cuando logré escapar de aquel ambiente hostil revisé el teléfono y vi entonces un wasap de Belén: “Alberto, contesta al teléfono. Es del instituto.”
“Paso” —contesté también por wasap.
"Alberto, por favor!”
"No, Belén. Los favores se te han acabado” —contraataqué zanjando la cuestión.
"Un profesor le ha quitado el teléfono”
"Fantástico!!! Estaba a punto de hacerlo yo” —dije echándome a reír al imaginar el cabreo de mi ex.
"Tienes que ir, Alberto. Sólo se lo darán a un adulto", insistió.
"Tú ya eres adulta, no?”
"Joder! Ya vale de cachondeo!" —me gustó que Belén estuviera a punto de perder los nervios.
Guardé silencio durante unos segundos.
"Está bien, iré… pero tenemos que hablar" —exigí.
"Okey" —acepto Belén sin hacer preguntas.
"La semana que viene… El martes" —yo exigía una fecha antes de cerrar el trato.
"Perfecto”
"Okey, pues a las 18h en mi casa" —añadí sellando dicho acuerdo.
"No estará Lorena allí?" —puntualizó Belén.
"Los martes tu hija tiene inglés" —escribí, añadiendo un emoji enojado. Era penoso que a su madre se le hubiera olvidado tan pronto.
"Es verdad" —se disculpó— "Pasa algo?”
"No" —negué y entonces se lo expliqué— “Belén, tú me pagas el alojamiento de tu hija, pero no por hacer de niñera”
"Ah, vale. Entiendo" —fue su siguiente mensaje— “De cuánto estamos hablando?”
"No es sólo cuestión de dinero" —escribí en mi smartphone.
“???" —mi ex no comprendía.
"Tú ven sin bragas" —bromeé— "...ó mejor aún, pídele a tu marido que te traiga”
Mi ex me envió una carita de sorpresa con unos ojos abiertos como platos. El aviso de que continuaba escribiendo me mantuvo en vilo.
“Aún no nos hemos casado” —se limitó a responder.
Cuando llamé al instituto la simpática secretaria me informó de que el tutor de Lorena tenía ocupada toda la mañana. Si quería verle tendría que ser a última hora, si no tendría que volver otro día. Resignado contesté que me pasaría a última hora. La parlanchina mujer me felicitó, alegando que ella no sería capaz de aguantar un día entero sin su teléfono móvil.
Fue aparcar el coche y comenzar el tumulto. Una auténtica estampida de chicos y chicas pertrechados de mochila huían de aquel edificio con forma de caja de zapatos. Esperé en la acera de enfrente a que la riada perdiera fuerza. Entonces, vi a Lorena apoyada contra la tapia. Junto a ella había un chico alto y delgado. A causa del ruido imperante el muchacho tenía que encorvarse y hablarle al oído. Lorena sonreía condescendiente mientras escrutaba con la mirada el inicio de la calle, hasta que al fin me vio.
La muchacha echó a andar hacia mí despidiéndose de su amigo sin mirarle si quiera.
— Menos mal que te han llamado a ti —dijo con alivio.
— ¿Y eso? —quise saber. No le dije nada de mi acuerdo con la madre que la parió.
— ¡Buah! —exclamó sarcástica— La última vez mi madre me estuvo chantajeando toda la semana antes de venir a por el puto móvil.
— ¿Ah, sí? —dije enojado— Pues deberías haber aprendido algo, ¿no?
No me quedé a esperar su réplica. Le eché una última ojeada a su amigo y me dirigí al interior.
- La elección
Es fácil decidir sobre la muerte de los demás, al igual que al llegar a un cruce, sólo hay que saber quién tiene prioridad. Los ancianos que más sufren son, con diferencia, aquellos que conservan sus facultades mentales. Por contra, los ancianos que padecen demencia severa o Alzheimer no suelen manifestar tanta angustia, si bien cada situación es particular. Así pues, resultó sencillo elegir entre los tres candidatos que había seleccionado para la eutanasia, ya que Mario era el único de los tres capaz de tomar sus propias decisiones. El caso de Mario, no obstante, marcó un antes y un después en mi decisión de ayudar a morir dignamente a la gente.
Mi plan era el de siempre, esperar. Esperar a que la situación de Mario empeorase hasta el punto de no ser capaz de controlar la deglución. Es decir, a que Mario no pudiera tragar ni su propia saliva. Sabía que lucharía arduamente junto al fisioterapeuta para ralentizar la evolución de la enfermedad, así que no era fácil hacer un pronóstico. Con todo era grato esperar pues, a pesar de todo, Mario era feliz.
Sin duda aquel hombre era uno de los tipos más optimistas que he conocido. Mario sabía apreciar la belleza de la vida, la candidez de una auxiliar paseando a una anciana en silla de ruedas, la felicidad de un señor encorvado inhalando con frenesí el humo de su cigarro en uno de los bancos del jardín, la paz de un anciano dormitando sobre un periódico sean cuales sean las noticias del día, los detalles que hacen único cada instante.
Además, Mario recibía cada tarde la visita de la sensación de la residencia, su hija. Aquella elegante mujer hacía aparición diariamente con una puntualidad desconcertante. Cuando sonaba el timbre todos sabíamos que acababan de dar las cinco y media de la tarde. Esa era la hora a la que, en casa, despertaban a Mario de la siesta para darle de merendar y llevarlo de paseo al parque, una costumbre que Cristina estaba decidida a mantener mientras el deterioro de su padre no lo impidiera.
Los tacones de Cristina resonaban con tanto estruendo que el eco podía oírse desde el otro extremo de la residencia. Aquel paso firme era la música que acompañaba cada tarde el desfile de su trasero respingón a lo largo del hall de un edificio que aún dormitaba a esas horas.
El amplio y cuidado jardín era uno de los lujos con los que contaba aquella residencia. Decenas de pinos daban sombra a los distintos senderos que se habían enladrillado para permitir el tránsito de las sillas de ruedas. El patio, que al parecer había sido un huerto años atrás, contaba con varias zonas para sentarse. Eran jardines circulares todos con cuatro arcadas de altos setos y un par de bancos en los laterales.
Una de aquellas tardes, cuando hube terminado de preparar la medicación de la cena, cogí un libro de la biblioteca y salí a buscarlos. Cristina y su padre estaban sentados a la sombra escuchando el canto de los pájaros. Los saludé y charlamos de lo bien que Mario se había adaptado a vivir en la residencia.
Uno se daba cuenta en seguida de que Cristina era una mujer inusual, tenía clase. La delicadeza envolvía cada una de sus palabras al hablar, nunca pronunciaba una frase más alta que la otra. El glamour adornaba sus gestos. Al sentarse cruzaba las piernas con aplomo, colocando las manos encima de sus rodillas. Alzaba la barbilla con orgullo y nunca la vi hacer un movimiento brusco. Otra cosa que saltaba a la vista era la exclusividad de su atuendo, aquellas prendas y zapatos no estaban al alcance de todo el mundo. Sin embargo, a pesar de su refulgente presencia era una persona amable y tan curiosa acerca de las cosas de la residencia como discreta con su vida personal. Llevaba alianza de matrimonio.
En un momento dado aquella exquisita mujer se quedó distraída. “Una pajarita de las nieves”, dijo al percatarse de que yo intentaba averiguar qué estaba mirando. Se trataba de un pequeño pájaro.
Al verla contemplar aquel pajarillo de larga cola resultaba patente su interés en la ornitología. Cristina siguió con la mirada el devenir del animal que en unos pocos segundos saltó de rama en rama hasta desaparecer definitivamente.
De pronto, y no sé por qué, se me ocurrió una idea. Colocaría una de esas casitas para pájaros en el árbol que había frente al banco donde Mario y su hija solían sentarse.
Cuando ya me iba le pregunté a Mario si le gustaría que su hija le leyera un rato. Él afirmó con la cabeza, de modo que le tendí a su hija el ejemplar de Moby Dick que había cogido de la biblioteca y la educada mujer me miró agradecida.
Los exámenes se acercaban y Lorena empezó a estudiar. Ese agradable rato de música y conversación después de cenar quedó aplazado hasta la llegada de las vacaciones. Así pues, retomé mis aficiones de siempre, escuchar novedades musicales, leer y escribir. Solía escuchar podcast en Internet para después descargar las canciones que iba seleccionando. Mis novelas preferidas eran las de fantasía, como la serie “La Rueda del Tiempo” de Robert Jordan, aunque leía de todo. Mi afición a escribir relatos también venía de lejos. En realidad lo mío eran las historias con final explícito, plasmarlas en negro sobre blanco. Me gustaba esculpir el cuerpo y la personalidad de los personajes, confeccionar cada detalle de su vida, hilar una trama emocionante y, por supuesto, rematar cada relato de manera espectacular y sólo apta para adultos.
Tenía por costumbre no escribir más allá de la media noche. Sabía que si me dejaba llevar por la inspiración y el frenesí al día siguiente amanecería convertido en zombi, un desecho humano con mala cara y el cerebro entumecido por la falta de sueño.
Una de aquellas prolíficas noches estuve tecleando a toda máquina hasta las doce en punto. Aunque estaba inspirado, apagué el ordenador y me fui a dormir. Sin embargo, aquel coitus interruptus de creatividad lo pagué con un largo rato de insomnio. Estuve dando vueltas en la cama mientras los personajes de mi relato no dejaban de incordiarme. Al final, decidí levantarme, anotar unas frases que se me habían ocurrido y, de paso, tomarme un vaso de leche caliente que me ayudara a conciliar el sueño de una vez por todas.
Por la noche el silencio es muy frágil, así que abrí la puerta de mi cuarto procurando no hacer ruido. A pesar de ello, descubrí que yo no era el único que estaba despierto a esas horas. La luz del salón estaba apagada, pero el resplandor de la pantalla de mi ordenador iluminaba el rostro de Lorena, absorta en la lectura.
Encendí la luz para que Lorena supiese que la había descubierto husmeando en mi ordenador.
― ¡Ey! ―se sobresaltó la muchacha llevándose la mano al pecho.
― ¿Te gusta? ―pregunté como si tal cosa.
― Está bien.
Supuse que se disculparía por aquella indiscreción, pero no fue así. Lorena no parecía avergonzada, puede que no considerase aquel relato como algo privado o, más bien, que una vez sorprendida quisiera quitarle importancia al asunto. Afortunadamente, aún no había escrito la escena sexual que remataría la historia. Iba a explicarle a Lorena que ese relato era algo privado y que no debía haberlo leído, pero entonces vi como se le marcaban los pezones bajo el pijama.
Por comodidad suelo dejar el ordenador en estado de suspensión y en un primer momento me sentí enojado conmigo mismo. Empecé a echarme la culpa de todo, en primer lugar de haber permitido que la madre de Lorena me hubiese hecho responsable de su hija. Ahora que no vivía solo no podía ser tan descuidado. Sin embargo, había sido ella quien había abierto el ordenador y quien había leído mi relato sin permiso.
― Y, ¿cómo terminará? ―preguntó Lorena.
Me quedé mirándola sin responder a su maliciosa pregunta. Una cosa era que el final no estuviera escrito y otra que no se intuyera que los personajes estaban abocados a convertirse en amantes. La hija de Belén parecía ajena a mi incipiente enfado. Aquel relato se titulaba “Sed de venganza”, pero yo me distraje con sus pezones.
― ¿Y lo de AlbertoXL? ―dijo con picardía― Un poco arrogante, ¿no?
Esa fue la gota que colmó el vaso, Lorena había descubierto mi pseudónimo y podría leer todos los relatos que había publicado en internet.
― ¿Qué pasa? ¿Tu madre no te ha enseñado a no meter las narices en las cosas de los demás? ―dije francamente cabreado y omitiendo al menos un par de insultos.
― Lo siento, no he podido resistirlo ―reconoció poniendo cara de lástima.
― Lorena, eres la única persona que conoce mi pseudónimo ―dije comenzando a perder la paciencia.
― No se lo contaré a nadie, te lo prometo ―dijo comprendiendo al fin la gravedad del asunto.
Me quedé mirándola en silencio, pensando como narices encauzar la situación.
― Tampoco buscarás mis relatos en internet —dije como si de una orden se tratara.
― Vale ―asintió inquieta― No hace falta que te pongas así.
― ¡Claro, que hace falta! ―protesté levantando la voz― Es mi intimidad, Lorena. No me gustaría que mis amigos o mis compañeras de trabajo supieran que son míos. Sería una putada para mí, ¿te das cuenta?
― Sí, lo siento. No leeré tus relatos si no quieres.
― Mejor —sentencié.
No me quedé a escuchar sus excusas, apagué el ordenador y me fui para la cocina, pero unos segundos después Lorena pidió permiso para entrar. Su rostro compungido hizo que me ablandara.
La hija de Belén se sentó y confesó que le había gustado mucho mi relato. Alabó la emocionante intriga, el ritmo vertiginoso, pero sobre todo se mostró fascinada por como había logrado plasmar la tensión sexual entre la señora y su joven jardinero.
Lorena era astuta para su edad. Era evidente que algo quería y, para conseguirlo, estaba tratando de aplacar mi enfado con elogios. Era una muchacha lista e intuía que debía ser sutil. No habría estudiado nada de dialéctica ni de retórica, pero sabía como persuadir a los demás. Decidí seguirle el juego y entonces me preguntó si de verdad había escrito más relatos. Conocía mi pseudónimo, así que ella misma podría averiguarlo fácilmente si quería, bastaba con hacer una búsqueda en Google. Le ahorré el esfuerzo, confirmé que tenía bastantes relatos publicados y volví a pedirle que no le contase a nadie mi secreto.
― No lo haré, Alberto... XL —apuntilló con malicia.
― No estoy de broma —le advertí.
― Ni yo ―dijo repentinamente envilecida― Pero algo tendrás que hacer tú a cambio, ¿no?
Lorena estaba a punto de desvelar cuales eran sus verdaderas intenciones.
— Bueno, si está en mi mano —respondí.
Lorena se acercó a mí y, apoyando los codos sobre la mesa, me ofreció de paso una espléndida panorámica de su escote.
— Si quieres que esté calladita, tendrás que enseñarme la polla.
Sus palabras me helaron la sangre. Sabía que Lorena había pasado a la cocina por algún motivo concreto, pero no me esperaba algo así. Me miraba con insolencia, consciente de que tenía la sartén por el mango. “El mango, ¡eso es!”, me dije. Si a esa mocosa le apetecía jugar con fuego…
― De acuerdo ―acepté poniéndome en pie.
La tensión podía notarse. Si la visión de las pequeñas tetas de Lorena había logrado que mi miembro se desperezara bajo el pantalón, mi plan hizo que éste acabara de adquirir vigor.
— ¿Y…? —dijo Lorena con insolencia, dando a entender que no la intimidaba lo más mínimo.
― Bueno, si tantas ganas tienes de vérmela, sácala tú misma —la desafié.
Era consciente de que aquella chiquilla me tenía justo donde quería, pero si Lorena pensaba que cedería a su chantaje como un perrito faldero, se había equivocado.
Yo estaba de pie, mientras que ella seguía sentada en la banqueta de la cocina. Su naricilla estaba justo a la altura del bulto de mi pantalón. De algún modo me sentía en ventaja, le tocaba a ella mover ficha o abandonar el juego.
Turbada, la hija de Belén se mordió el labio inferior dudando qué hacer. Sin embargo, al final la muchacha me miró con sus bonitos ojos azules y puso la palma de su mano sobre mi paquete. Aún prisionero dentro del pijama, mi miembro dejaba ver su más que evidente contorno. Lorena estaba encandilada.
— ¿A qué esperas? —la reté de nuevo.
Lorena estiró poco a poco de la costura hasta que mi miembro saltó fuera del pantalón. Ante mi total estupor, un segundo después la muchacha lo agarró y empezó a menearlo. No daba crédito, era inaudito, pero entonces Lorena se echó hacia delante e hizo desaparecer mi polla dentro de su boca sin que yo acertara a hacer nada para impedirlo.
Aquella mocosa empezó a mamar mi miembro como si de un gran caramelo se tratase. Sé que debí haber cortado de raíz esa locura, pero no fui capaz. Su cabeza comenzó a subir y bajar, viéndome arrastrado por el característico efecto de una buena mamada, el placer.
— ¡Dios! —clamé con admiración.
Lorena ceñía sus labios al rugoso tronco sin desatender el amoratado glande al que, de vez en cuando, también dedicaba una sonora chupada. Sin duda, su destreza era impropia de una chica de su edad.
¡Chups! ¡Chups! ¡Chups! —los obscenos sonidos y el hundimiento de sus sonrosadas mejillas evidenciaban que chupaba con ganas.
― No es la primera vez que haces esto, ¿verdad? ―pregunté en cuanto se tomó un respiro.
― No —contestó sonriendo.
La hija de Belén se pasó el dorso de la mano por la boca. Me dedicó una mirada obscena y jovial al tiempo que sacudía mi pollón. Su boca entreabierta y sonriente era pura lujuria.
Lorena empezó sin más con el segundo plato. Me la mamó sin remilgos, moviendo la cabeza como si estuviese follando. Aquella niñata había practicado lo suyo.
Me dejé hacer, limitándome a ofrecerle mi polla embravecida para que ella obrara a su antojo cuando de pronto, Lorena volvió a dejarme perplejo. Al parecer era ya la hora del postre y yo no me había enterado. Sujetando el miembro contra mi vientre, la muchacha comenzó a comerme los huevos.
— ¡Cuidado con eso! —exclamé.
Después de esbozar una sonrisa traviesa, Lorena empezó a darles besitos con burlona delicadeza. Con la ayuda de su lengua, elevó uno de mis testículos para a continuación dejarlo resbalar y proceder de igual forma con el compañero. Sin apartar sus ojos azules de los míos, aquella ninfa retomó su deliciosa mamada con suaves y hábiles labios. Era desconcertante ver a una chica tan joven comportarse de una forma tan lujuriosa y el deseo de que una cosa llevara a la otra empezó a hacer mella en mi exigua integridad moral.
— ¿También te follas a ese imbécil? —inquirí, relamiéndome por dentro.
— No, sólo se la como —aseveró de inmediato.
— Pues lo haces realmente bien.
— Lo sé —admitió sin ruborizarse.
Lorena retomó sus quehaceres con diligencia, continuando la excelente mamada que había quedado a medias. La manera como cubría sus dientes con los labios para no hacerme daño demostraba una pericia que ya quisieran muchas mujeres adultas. Con todo, no dejaba de ser perturbador ver a la hija de Belén mamarme la polla.
¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!
De forma insidiosa, el rotundo cabecear de Lorena logró que mi deseo de pasar a mayores acabara de consolidarse.
— ¿De verdad no te lo has follado? —pregunté con malicia.
— Es que quiero que mi primera vez sea especial.
Aquellas palabras me dejaron helado.
—¿Qué quieres decir? —inquirí rechazando hacer conjeturas.
— Que aún no me he acostado con nadie —alegó.
Una recelosa mirada vino a confirmar lo que sus palabras habían insinuado. Fue como si aquella adolescente acabara de confesar que tenía poderes sobrenaturales o algo así.
— ¿Y tú crees que yo sería lo bastante especial? —pregunté sin pensar.
Lorena me miró en silencio unos interminables segundos y, finalmente, afirmó con la cabeza.
Enredé mis dedos en su cabello y, por primera vez, la besé en la boca. Luego le ofrecí a Lorena ir a mi dormitorio y, una vez allí, continué besando las palmas de sus manos percibiendo como su inquietud aumentaba por momentos. Subí a lo largo de sus brazos y la besé en el cuello. Lorena me deseaba, pero como es natural estaba tensa y atemorizada, por eso se mantenía a la espera. Volví a besarla y deslicé una mano por su hombro hasta cubrir con ella uno de sus senos. Sentí su cuerpo responder al contacto al tiempo que un leve gemido brotaba de sus labios.
El roce de mi lengua detrás de su oreja provocó que la muchacha echara la cabeza hacia atrás. Entonces aproveché para lamer la tersa piel de su cuello haciéndola sollozar una vez más.
Mientras mis dedos intentaban soltar los botones de su pijama, mi boca bajó a lo largo de su mandíbula hasta encontrar la suya. Lorena tenía los ojos cerrados, la boca abierta y respiraba atropelladamente. Cuando conseguí quitarle la parte de arriba del pijama se puso tensa. Me detuve pues a mirarla y sonreí con calma. Cuando la chica se tranquilizó fui en pos de su pezón, succionándolo entre mis labios para que gritara de placer.
— ¡Aaah!
El impulso de poseerla apasionadamente amenazaba con tomar el control de mis actos, pero yo sabía que debía ser paciente. Teníamos toda la noche por delante.
Apreté con suavidad sus pechos hinchados y acaricié la piel desnuda de su torso. Busqué en su cintura el nudo del pijama y cuando lo hallé tiré de un cabo hasta que se deshizo.
Ella se puso nerviosa otra vez, pero sólo tuve de besar su vientre una docena de veces para que se calmara. Luego metí la mano por debajo del pijama y, esquivando deliberadamente su pubis, llegué al interior de sus muslos. Toda su piel era tersa, suave, atemporal y perfecta.
La acelerada respiración de Lorena me indicó que tenía que ir más despacio. Retiré pues la mano y me desnudé pausadamente ante la inquieta mirada de la muchacha. Después fui yo quien observó sus curvas suaves, todavía incompletas. La hija de Belén sonrió anhelante, pero al fijarse en mi miembro completamente hinchado y erecto, el temor volvió a sus ojos. Aquel era el momento crítico, si Lorena no recuperaba su confianza en mí, el miedo haría desvanecer su deseo.
Me tumbé junto a ella sin dejar de mirarla, quería darle tiempo y libertad para ver si tomaba la iniciativa. Yo sabía que el motivo de su inquietud no era otro que el impresionante tamaño de erección, por eso la cogí de la mano e hice que tocara mi sexo.
El cuerpo de Lorena ardía a mi lado, intuía la humedad entre sus piernas, pero la muchacha se limitaba a sonreír sin atreverse a pedir lo que estaba deseando. La avidez y la preocupación se mezclaban en sus ojos. Su pasión aumentaba y, como es natural, la chica se sentía abrumada por el incontrolable torbellino del deseo. Aún temerosa, Lorena pareció tomar una valiente decisión. Se estrechó contra mí, exploró el interior de mi boca con su lengua y atrajo con resolución una de mis manos hacia sus pequeños pero firmes senos.
Mientras yo la acariciaba, ella se despojó de la poca ropa que aún le quedaba. Aproveché entonces para dirigir mi mano hacia la cálida hendidura entre sus muslos. Cuando hallé su pequeño y palpitante clítoris, Lorena dejó escapar un efímero grito.
Al tiempo que succionaba uno de sus pezones, mi dedo frotaba su vulva con toda la delicadeza del mundo. La muchacha empezó a mover involuntariamente las caderas y la humedad se extendió entre sus piernas. Mi boca emprendió el descenso a los infiernos y, al rebasar su ombligo, todo su cuerpo se tensó. Acurrucado entre sus piernas mi mengua probó con cautela su salado sabor.
Lorena estalló en un estruendoso grito que necesariamente debieron de escuchar en todo el edificio. No me importó, estaba a punto de desflorar a aquella maravillosa muchacha. Seguí lamiendo, haciéndola gemir agitadamente con cada exhalación. Mientras yo jugaba con su clítoris Lorena estrujaba mi cabeza entre sus muslos, me agarraba del pelo y elevaba las caderas para salir a mi encuentro. Seguí lamiendo sus pliegues calientes. Aunque Lorena estaba completamente empapada, contuve mi deseo. Sólo cuando la oí respirar entre jadeos a punto de tener un orgasmo, me erguí y, arrodillado para controlar la penetración, guié la punta de mi miembro hacia su inmaculada hendidura. Me mordí el labio para intentar dominarme mientras me zambullía en su cálido y húmedo manantial.
Lorena rodeaba mi cintura con sus piernas anhelando tenerme dentro, pero entonces noté el obstáculo que me separaba de ella. Con el dedo busqué nuevamente su clítoris y me moví ligeramente adelante y atrás. Los jadeos de Lorena volvieron a convertirse en gritos y sentí nuevamente que movía sus caderas. Entonces retrocedí y empujé con fuerza rebasando aquella débil barrera mientras ella gritaba de dolor y placer al mismo tiempo.
También yo gemí al aliviar mi exacerbado deseo. Tras el desconcierto inicial, los ojos de Lorena volvían a suplicarme que continuara. Entré y salí sin penetrarla por completo, pero cuanto más le entregaba a la muchacha más parecía necesitar. Con estupor, Lorena comenzó a sacudir las caderas sin poder controlar lo que hacía. Sus embestidas se hicieron tan fuertes y desesperadas que con una enérgica convulsión alcanzó un orgasmo sobrecogedor. Lorena gritó de forma agónica, espoleándome con sus talones para tenerme lo más dentro posible. Al final, el furor de su joven cuerpo fue tan intenso que acabé vaciándome dentro de ella sin poder evitarlo.
Me quedé tendido encima de ella, con la cabeza apoyada en su hombro. Cuando al fin conseguí recuperar el aliento, me incorporé. Aunque sus piernas todavía rodeaban mi cintura, la muchacha parecía inerte. Tenía la cabeza ladeada y los ojos cerrados. Me aparté un poco y vi la sangre sobre la piel blanca de sus muslos. Me tumbé de nuevo a su lado y, cuando la estreché entre mis brazos, ella abrió los ojos, unos ojos brillantes y emocionados.
Como cualquier adolescente, a la mañana siguiente tuve que ir a comprar a la farmacia la píldora poscoital y una caja de condones.
CONTINUARÁ…