Jovencita en el club de castidad (Coda final)

La joven Ramona es enviada por su madre al club de castidad de la parroquia para que se espabile, ya que su progenitora piensa que es más bien poco espabilida. Pero la inminente visita del Obispo y lo salidos que van algunos de los hombres del entorno parroquial harán todo tome un giro imprevisto.

–Roque, he olvidado mi misal en el confesionario. Ve a buscarlo, mientras yo cierro las puertas.

El sacristán obedeció mientras don Federico iba a cerrar la puerta este de la Iglesia. Llegó al confesionario pensando en Ramona, en que aquella semana no había acudido a la reunión del Club de Castidad. No vio el misal, con lo que concluyó que quizá le había caído al suelo. Entró el confesionario y estaba comprobando si se había colado entre la banqueta y la madera, cuando se quedó paralizado. Había encontrado el misal pero no fue eso lo que le dejó inmóvil: fue ese taconeo que le resultaba tan familiar. Y se iba acercando… hacia dónde él estaba.

Miró por la celosía. La vio acercarse con su pelo recogido, una falda color rosa palo por la rodilla, tan ceñida que parecía como si la elástica tela fuera a ceder a la tendencia natural de las carnes que cubrían; y una chaquetilla de angora abrochado por delante que no podían ocultar su prominente busto, si bien estaba abrochado casi hasta arriba, se podía ver la medallita de la virgen colgando del cuello. La cadencia de sus pasos, un vaivén que sólo podía provocar ebriedad a quien lo contemplase.

Se había quedado tan obnubilado que no se dio cuenta que ya la tenía encima.

–Ave María Purísima.

(…)

–Ave María Purísima.

El sacristán tragó saliva.

–¿Padre, está ahí?

Ella ya se había arrodillado. La verdad es que resultaba más fácil fingir que salir y provocar una situación incómoda para ambos. Él sólo era sacristán… por eso le costó farfullar:

–Uhmm, sí, sí. Es que estaba buscando el misal. Sin pecado concebida.

–Padre, he pecado –dijo con aquella voz que parecía un ronroneo.

–¿Tú, hija? –carraspeó intentando impostar la voz rota del párroco don Federico–. Si no he conocido chica más virtuosa… Estaba seguro que ella no podía verle la cara a través de la espesa celosía del confesionario.

–Pero en los últimos tiempos he caído en la tentación.

–¿No habrás entregado lo más sagrado?

–No padre, no. Pero me he visto en circunstancias en las que me he visto arrastrada a la lujuria. Si quiere yo le cuento…

–No, hija, no hace falta – y no lo hacía, porque Roque conocía perfectamente esas situaciones.

–Y desde entonces, un deseo me atormenta.

–Tienes que resistirte, hija –señaló Roque pensando que Ramona tenía un noviete.

–Se trata de un hombre ajeno a mi condición, pero mientras que otros sólo han buscado aprovecharse de mí, él se ha preocupado y ha intentado satisfacer mis deseos.

–Quítatelo de la cabeza. Piensa que tu virtud es lo más importante.

–Ya lo hago, padre. Intento alejar la tentación. He dejado de ir en autobús por ejemplo. Hoy he cogido una bicicleta que había en casa. Pero no se puede imaginar lo que me han dicho los hombres cuando pasan en coche a mi lado. ¡Unas cosas! Debe ser por esta falda. ¿Cree que me marca mucho el culo?

–Ejem… Bueno, eso es uno de los tema en los que no tengo que pronunciarme.

–A lo mejor es eso. Pero creo que es muy ceñida. No me la voy a volver a poner.

–Bueno, tu verás.

–Es que me han pasado cosas muy fuertes en la última semana.

–Ya, pero no hace falta que entres en detalles –rogó Roque que no quería volver a excitarse y perder el control.

–Pero incluso hoy, padre.

–¿Los gritos de esos hombres?

–Y no sólo, padre. Porque hacía años que no cogía la bici, claro, las ruedas estaban faltas de aire. Así que he tenido que ir al taller de al lado de mi casa y aunque he de reconocer que fueron muy amables. Entre en el taller y rápidamente tenía tres mecánicos a mi alrededor para hinchar las dos ruedas de la bici: uno mayor y dos jóvenes. El más maduro se puso a hincar la rueda de delante rodilla en tierra y manejaba el bombín de manera obscena. Quizá tenía que haberme bajado de la bici, para que no me viera las braguitas, pero es que uno de ellos me sujetaba del brazo y el otro… ¡me tocaba el culo!, con la excusa, según él de sujetar el sillín. Vamos, que salí con aire en las rueda y un ardor y un mal cuerpo que no se imagina, padre… ¡Es tan duro ser una chica como yo en estos tiempos!

–Bueno, pero algo así, tampoco…

–Pero es que hay más, padre – y Roque vio por la celosía como se pasaba la mano por el pelo, echaba el cuerpo hacia atrás y se le desabotonaba, por la presión de aquellos senos, uno de los botones de la chaqueta de angora.

–¿Mas?

–En la biblioteca, esta tarde, antes de venir. Estaba estudiando porque tendré examen de biología la semana que viene. Estaba ensimismada en unas combinaciones moleculares cuando un señor mayor me ha pedido que le baje un libro de unos estantes altos. Había que subir una escalera y, claro, no me he podido negar. Lo curioso es que cuando yo estaba arriba el abuelote en cuestión había desaparecido y sólo quedaban debajo los cuatro empollones más empollones de medicina, con los que enfermería comparte biblioteca. Cuando he bajado, con la excusa de que no me cayese al tener que aguantar el libro, me han tocado por todas partes: los tobillos, mis torneadas pantorrillas, mis muslos… Y alguno ha ido mucho más allá. Incluso ha habido uno que se ha permitido el lujo de colar sus manazas bajo mi chaqueta de angora ¿Se lo puede creer?

–¿Y tú que has hecho?

–Nada, padre. ¡En la biblioteca no se puede hablar! ¡No quería que me llamaran la atención por hacer ruido!

–¡Claro! ¡Claro! – y pudo entrever como se palabra el dedo por el escote, como perdiéndose en el canalillo.

–Entonces me he venido a verle, pero incluso esto me ha salido mal padre. He vuelto con la bici, pero la calle del Olmo estaba cortada por obras y los obreros, antes de lanzarme unos lascivos piropos, me han desviado  y he tenido que bajar por la Rondeta, ya sabe, esa calle tan empinada y llena de adoquines… ¡Y lo duro que es ese sillín! Yo ya estaba sensible a tope por los manoseos en la biblioteca así, que se puede imaginar mi malestar, cómo me encuentro ahora. Tengo un mal cuerpo… Estoy inquieta, nerviosa, no como, duermo mal… Me voy a volver loca y no puedo dejar de pensar en él.

–Pero hija…

–Sí, sí, pero no dejo de pensar en su sacristán padre…

Roque la interrumpió con una tos violenta que le sobrevino.

–¿Su sacristán? ¿yo? Quiero decir… ¿mi sacristán?

–Sí, ya sé que es mayor, que ha dedicado su vida a la iglesia… pero no me lo quito de la cabeza. Estoy muy arrepentida.

Roque dudó, tragó saliva.

–Ego te absolvo.

–Gracias – y fue a irse.

–Alto, queda tu penitencia.

–Ah, si la penitencia. ¿Unos avemarías?

–No, Irás mañana a la Avenida Castro, 16. Segunda planta.

–¿Un convento? ¿Un centro de jóvenes?

–No, es la casa de Roque.

–¿Quiere que vaya a verle? ¿A su casa?

–Sí, por devoción cristiana. Está enfermo.

–¿Enfermo? ¿Es grave?

–No, fiebre. Pero es un hombre solo, que no sabe cuidarse. Ve mañana.

–Mañana tengo prácticas en el hospital.

–Mejor, ve cuando salgas.

–Pero será casi de noche.

–No te cambies para no perder tiempo. Ve vestida de enfermera.

–Pero, padre. el uniforme me va un tanto pequeño, en la Escuela de Enfermería a los estudiantes nos los dan de segunda mano. Y el mío no es de mi talla. Y los zuecos…

–Los zuecos déjalos, seguro que es mejor que se queden en el hospital. Unos zapatos blancos servirán.

–Pero padre, que le he dicho que el uniforme me va pequeño, que es muy fino, que se me marca todo.

–Ponte ropa interior. Y medias, como las que llevabas el día que vino el Obispo.

–Padre, no sé.

–No seas vanidosa. Vé con humildad, hija, con humildad. Piensa que sólo verte vestida de enfermera le reconfortará.

–Pero padre, en mi estado, a solas, en casa de él.

–Así demostrarás que resistes la tentación.

–¿Pero, y él? Si me ve vestida de enfermera, en su casa, con la fiebre…

–Tranquila. Recuerda las Escrituras. “Estaba enfermo y me visitaste”.

–¿Y cómo está?

–Tiene fiebre, frío, temblores. Y enome estado de ansiedad.

–Le puedo poner una bolsa de agua caliente.

–A lo mejor no es suficiente, hija.

–¿Y qué hago entonces?

–Darle friegas, que entre en calor.

–¡Pero padre!

–Y si es necesario, hija, métete en su cama.

–¡En su cama? ¡Pero… pero…!

–Sólo para darle calor, sólo un rato. Para que se le pasen los temblores.

–Pero es muy arriesgado, padre. Al pegarme a él podría fácilmente desabrocharse la bata, es muy fina y está muy usada. En pocos segundos estaría semidesnuda en brazos de un hombre mayor. ¡Indefensa!

–Le harás sentirse bien, hija. Y tú verás como también te sientes mejor y toda esa inquietud que ahora te invade, desaparece.

–No sé, padre, no sé.

–Ese hombre es un santo. Te lo digo yo, hija, que lo conozco hace años. Y nada te reconfortará más que esa actitud caritativa.

–Gracias, padre, me ha ayudado mucho.

–Y tú le ayudarás a él, hija, no lo sabes bien.

Ella se levantó y se fue, saliendo por la sacristía. Aunque Roque estaba terriblemente empalmado respiró hondo y esperó. Se quedó mirándole el culo a la cándida Ramona. Quería reservarse hasta el día siguiente. No dudaba de que tendría visita, un auténtico regalo de Dios.