Jovencita en el club de castidad (2)

La joven Ramona es enviada por su madre al club de castidad de la parroquia para que se espabile, ya que su progenitora piensa que es más bien poco espabilida. Pero la inminente visita del Obispo y lo salidos que van algunos de los hombres del entorno parroquial harán todo tome un giro imprevisto.

Roque había pasado la noche entre la exaltación y el decaimiento, entre el decaimiento y la exaltación. El sacristán no veía el momento de volver a ver a la nueva feligresa. La reunión del club de castidad empezó sin ella, lo que le provocó el lógico desánimo. La pareja de abueletes estaba como siempre y Darío, el organista, parecía más preocupado por arrancarse un padrastro que por el tema de debate, que era “el valor de saber esperar”.

Cuando empezó a llover, Roque descartó que viniese y su ánimo decayó. Entonces oyó el estornudo:

–Perdonen el retraso. Soy Ramona. ¡Atchum!

Incluso cuando su aspecto era deplorable irradiaba luz. Llevaba en la mano un paraguas plegable que entre lo pequeño y su mal estado era evidente que no había cumplido su función para nada. Ramona estaba calada hasta los huesos. El moño, medio deshecho, la falda del vestido blanco tan pegada al cuerpo por el agua que se había hecho transparente y evidenciaba que escoger unas braguitas negras de encaje aquella mañana no había sido una buena elección. Encima del vestido llevaba una chaqueta corta blanca con rayitas negras, que empapada de agua como estaba parecía pesar una tonelada. Roque se quedó patidifuso al verla… tanto que alguien fue más rápido.

–Señorita, está empapada –señaló Darío, el joven del órgano.

–Es que llovía… y con viento racheado.

–Venga, conmigo, señorita –interrumpió el joven organista adelántándose al patidifuso sacristán–. Tendrá que cambiarse. A ver si le encuentro algo entre la ropa que nos dejan en la parroquia para los pobres. Yo soy Darío, toco el órgano en la Iglesia.

–A mí también me gustaría tocar el órgano –replicó la jovencita.

Roque apenas pudo atinar para seguirlos por el pasillo. Cuando llegaron Darío se giró hacia él:

–Mejor que espere fuera, Roque, no vayamos a violentarla, siendo dos – y le puso la mano en el pecho frenándolo. Cerró las dos puertas en sus narices. Intentó pasar pero el muy ladino corrió el viejo pasador… Roque se había quedado fuera pero las dos puertas no ajustaban bien y quedaba un hueco de casi dos dedos por el que podía… mirar.

–Le puedo sugerir, señorita, que se quite la chaqueta. Gotea por todos partes.

Ramona le hizo caso. Pero estaba tan mojada que al hacerlo se le bajaron los finísimos tirantes del vestido blanco. El vestido estaba pegado a sus pechos y se podía distinguir perfectamente sus pezones, tostados, como si quisieran atravesar el finísimo sujetador negro, que parecía brillar como el azabache.

–Mejor tutéame. Eres tan joven como yo. Y tan amable.

–Espera a ver si encuentro algo seco que puedas ponerte.

Darío rebuscaba entre las cajas, pero o era muy torpe o la presencia de la chica le turbaba porque sólo sacaba ropa de lo que llamábamos “las cajas de las pilinguis”, vestidos que nos donaban pero que eran demasiado indecentes  como para que la Iglesia los cediera a mujeres que con ellos puestos sólo perderían su alma… o algo peor.

–No, ése es muy escotado. No ese tampoco. ¡Qué corto! –iba rechazando ella, como si las alternativas no fueran como mínimo tan excitantes como su propia semidesnudez.

Ramona volvió a estornudar, y su pecho se sacudió dentro del vestido bajando todavía más los tirantes y ya dibujando un escote más que acentuado, ya que la chica al taparse las braguitas que se le trasparentaban con las dos manos, había conseguido apretar con los brazos los senos que, de manera accidental, se subían, formando un canalillo tan apretado como prominente, de manera que la virtud que ganaba por abajo, la perdía por arriba sin darse apenas cuenta.

Darío, atraído por aquellos melones como un abejorro a la miel, dejó los vestidos y le puso la mano sobre los hombros desnudos, y ambos se sentaron en dos sillas de mimbre que había entre las cajas, algo más lejos pero dejando a Roque todavía una excelente perspectiva.

–¡Estoy tan avergonzada! Y no ha sido culpa mía. Parecía que iba a hacer una tarde de primavera de lo más agradable y pensé que el blanco era lo más adecuado para un club de castidad.

–Gran elección –corroboró Darío mientras le frotaba los hombros como para darle calor pero consiguiendo en realidad bajarle más los tirantes del vestido.

–Preferí venir andando porque no te imaginas lo que me pasó ayer en el autobús –pero Roque no necesitaba imaginárselo, no pensaba en otra cosa desde que la había conocido–. Pero primero se levantó un viento que hizo que todo el vestido se me pegara a las piernas. Tuve que pasar por delante de un par de obras y no te creerías las cosas que me gritaban los obreros. Luego empezaron a caer las primeras gotas, lo que no me importó porque llevaba el paraguas plegable en el bolso. Yo soy muy precavida, pese a que mi madre diga que soy tonta… Pero el viento se tornó en remolinos en un momento y las varillas cedieron, con lo que apenas me cubrió. Quise correr pero fue difícil con estos tacones. Intenté atajar cruzando la Calle Mayor y estaba contenta de haber llegado a la acera ¡cuando un camión de reparto pasó a mi lado a gran velocidad y me salpicó de una manera…! El chófer tuvo que parar en el semáforo de la esquina y  encima me vio pasar en ese estado, ¡El muy cerdo se estaba relamiendo! Por último, traté de protegerme andando pegada a la pared de la Iglesia, pero la cornisa debe ser muy estrecha y sólo conseguí que me cayesen los goterones que escurren desde el tejado. Total que he llegado calada.

–Tranquila ahora ya está segura.

Roque se había excitado y se metió la mano dentro del pantalón. Aquello no podía estar pasando.

–Además, mire, al haber estado pegada a ti también te he mojado. Lo siento.

–No, no importa…

Ella le empezó a tocar las piernas.

–Si el pantalón está todo húmedo. Anda, ponte de pie.

Darío obedeció como robotizado. Sólo llegó a farfullar, cuando ella empezó a desatarle el cinturón:

–Pero… pero… ¿qué haces, Ramona?

–Nada, sacarte este pantalón tan mojado. ¡Dios, que pegado está! Espera… ¡Oh, que torpe he sido! ¡No quería bajarte el slip, de verdad, no…!

Ramona calló ante el ahora evidente estado de Darío. Quizá no era un virtuoso con un tipo de órgano pero tenía el otro verdaderamente enorme, pensó Roque un tanto acomplejado.

–Ramona, ven aquí.

Darío tiró de ella hacia él sujetándola de los brazos. Fue lo bastante para que el mojado vestido cediera y afloraran aquellos pechos que parecían piedras perladas de lluvia. Darió no pudo resistirse y les dio un buen lametón.

–Mira como me has puesto – y empezó a besarla desaforadamente.

–¡Darío que soy virgen y ésta es la casa de Dios!

–¡Pues no me vas a dejar así!

Ella lo alejó un poco.

–Es verdad. Has sido bueno y amable conmigo y pensarás que soy una desconsiderada.

Entonces ella se fue hacia una mesa que había al fondo. Apartó un par de paquetes y combó su cuerpo sobre ella, subiéndose el vestido y ofreciendo el culito, sólo defendido por las braguitas negras de encaje.

–Haz lo que quieras. Pero, si no te importa, me da vergüenza que me veas. No podría mirarte a los ojos.

–Pero Ramona, eso es muy estrecho y yo… yo la tengo enorme, a punto de estallar.

–Estoy tan completamente mojada que no te costará –susurró ella.

Roque, el sacristán, se corrió en ese momento. Quedó tan agotado que apenas tuvo fuerzas para presionar las jambas de las puertas, en un intento de que Ramona, en su bondad, no hiciese aquella tontería. Pero el pasador era firme y no cedió.

Su único consuelo fue que Darío resultó tan torpe con su propio órgano como con el de la Iglesia. Entre que los pantalones por los tobillos le dificultaban los movimientos, que no atinó a apartar las bragas y su propia excitación, se acabó corriendo fuera, sobre el culo de la cándida Ramona. Su miembro, fuera de control, salpicó a diestro y siniestro, pero al vestido de Ramona poco podía importarle, aunque fue en tanta abundancia… que incluso le llegó al pelo.

–Yo, yo lo siento.

Ramona se volvió. Miró su reloj.

–Se hace tarde – no podía ocultar su decepción final.

–Al menos tu virtud ha quedado ha salvo.

Ella suspiró:

–Sí, has sido todo un caballero.

Cogió su chaqueta y salió, topando con el atribulado Roque, que todavía tenía la mano dentro del pantalón. La sacó como pudo y húmeda y todo se la puso sobre  el brazo a la mojada chica.

–¿Se encuentra bien, Ramona?

–Intacta –respondió sin detenerse–. Ahora tengo que volver a casa.

Roque la acompañó hasta la puerta:

–No se olvide de que el sábado viene el obispo. A la una. Contamos con usted.

Ella no dijo nada. Se fue caminando apresurada sobre sus zapatos de tacón blanco, que le hacían mover el culo de una manera diabólica. Tal como cruzó la calle, volvió a empezar a llover.