Jovencita en el club de castidad (1)
La joven Ramona es enviada por su madre al club de castidad de la parroquia para que se espabile, ya que su progenitora piensa que es más bien poco espabilida. Pero la inminente visita del Obispo y lo salidos que van algunos de los hombres del entorno parroquial harán todo tome un giro imprevisto.
Eran malos tiempos, tanto para trabajar en la parroquia como para haber fundado un club de castidad en una pequeña ciudad de provincias. Al menos eso pensaba Roque, el veterano sacristán de la parroquia de los Purísimos Remedios. No sólo había sufrido las chanzas de la prensa local con su iniciativa, sino que precisamente hacía dos días el Club de Castidad había perdido a sus dos miembros más principales, ya que Fede y Maite habían abandonado el grupo sin dar demasiadas explicaciones, que quizá no hacían falta en dos jóvenes de educación convencional pero sanos y vigorosos al fin y al cabo.
El momento no podía haber sido más inoportuno: a una semana de la visita del obispo provincial, don Marcelo, que precisamente iba a empezar por su modesta parroquia su vuelta al mundo después de haber estado un mes ayunando precisamente para pedir a nuestro Señor para inculcar cordura a la juventud en una época de tanta relajación de las costumbres.
Tras la marcha de la pareja a pocos jóvenes iba a encontrar el señor obispo en su visita para apoyar el club de castidad. Simón y Dalila tenían casi 70 años y se apuntaban a todos los actos parroquiales, con lo que sólo quedaban el mismo, el propio Roque, cincuentón que si no había conocido mujer a lo mejor era por su escaso atractivo y no por su virtud, y Darío, un joven inadaptado que tocaba el órgano de la iglesia con más voluntad que pericia.
El padre Federico, responsable de la parroquia y también de avanzada edad, le había hablado de que temía hacer el ridículo ante el obispo don Marcelo, un hombre conocido por la intransigencia de sus convicciones y por su inclinación política hacialas posturas más conservadoras. Precisamente por eso le habían encargado que diversas personas de la parroquia trajeran un ágape para agasajar al alto cargo eclesial.
Quizá por ello o porque aquella primavera, acaso por haber mantenido cada semana encuentros con un grupo que se reunía para hablar de no hacerlo, se encontraba en un momento de especial desazón y no sabía como alejar de su cabeza pensamiento para nada adecuados a su función y responsabilidades.
Estaba así, Roque, inquieto y atribulado, recogiéndolo todo en la sala de reuniones cuando oyó unos tacones repiquetear desde la sacristía. No podía ser el padre Federico porque precisamente hoy se encontraba mal y retiró a sus habitaciones temprano.
–Soy Ramona.
Su voz era suavemente gutural. Y Roque, el sacristán, tragó saliva. El sueño que había tenido aquella noche y que le había dejado en un estado de lúbrica zozobra durante todo el día no era nada comparado con la silueta recortada en la puerta.
–Yo soy Roque, el sacristán.
-Ah. creo que le llamó mi madre… hace días.
A Roque le vino a la memoria la llamada. Casi no se oía, quizá la línea estaba en mal estado. Quizá fuera un móvil. Parecía una viejecita.
– Le enviaré a mi hija Ramona, que sólo ora y reza. Es muy pura e inocente. La más casta y la más pía.
No entendió mucho más por los ruidos e interferencias. Con aquella descripción Roque había esperado una solterona. Pero no aquella chica de curvas voluptuosas que le miraba con ojos muy abiertos.
Y no es que enseñara ni un centímetro de su piel más de lo necesario. Era algo en sus proporciones, en la curva de su cuello, en la falda de tubo que parecía que le hubiera ceñido el verdadero diablo. O la blusa blanca, abotonada hasta el cuello, que parecía a punto de estallar, incapaz de albergar toda aquella abundancia. O el pelo negro, recogido en un moño, o los labios que parecían hacer mohínes la pronunciar cualquier palabra.
–¿Qué edad tienes?
–Diecinueve. Pero todo el mundo dice que aparento menos. Estudio enfermería Y mi madre cree que soy tonta, que todos los hombres quieren aprovecharse de mí. Me ha enviado aquí para que espabile.
–Pues es el sitio ideal. Pero la reunión no es hoy. Es mañana.
–Mi madre lo debió de entender mal –Roque pensó en las interferencias y creyó que esa era la conclusión más obvia.
Él se sentó ante la mesa. Ella se acercó con una cadencia de caderas que parecía detener el tiempo. Se inclinó en un lado de la mesa apuntando lo que iba a ser un ángulo recto. La falda se tensó como su soportara tensiones más propias del hormigón armado. El foco que había al otro lado hizo que la nívea blusa se volviera casi transparente y que el sufrido sacristán pudiera ver que el sujetador era tan blanco como absolutamente insuficiente para mantener a raya aquel par melones que parecían tener vida propia. Roque tragó saliva cuando la chica, como si no fuese con ella, puso la mano en la parte baja de su cintura, como si hiciera falta resaltar todavía más lo redondeado de su grupa.
–¿Qué está haciendo?
–Una lista de comida. Este fin de semana viene el obispo y algunos feligreses traerán platos caseros para tener un detalle.
–Yo puedo traer natillas. Mi madre las hace de chuparse los dedos –y como para evocarlo se chupó el dedo corazón, como ajena a lo que provocaba con eso en su estupefacto interlocutor.
–¿Y?... ¿Y? ¿Por qué dice tu madre que eres tonta, Ramona?
–Por los hombres, porque siempre me dicen cosas. Esta tarde, sin ir más lejos, se me roto la tira del bolso en el autobús, cuando venía camino hacia aquí y al inclinarme para recoger las cosas que se habían caído, un señor me ha tocado el culo.
–¿Ah, si? ¿Y nadie te ha ayudado?
–Bueno al principio parecía que uno iba a ayudarme. Pero creo que también ha empezado a tocarme, a pellizcarme, muy fuerte. O a lo mejor era sólo uno, no sé porque me he puesto tan nerviosa que he dejado la mitad de mis cosas en el bus y me he bajado dos paradas antes. Todavía me duele – y se frotaba el culito.
–¡No me lo puedo creer! –suspiró Roque, con la entrepierna del pantalón a punto de explotar.
–De verdad, yo no le engañaría – y ni corta ni perezosa se levantó la falda, no sin problema de lo ceñida que estaba, dejando ver unas nalgas firmes, prietas, tanto que parecían a punto de comerse aquellas braguitas de color rosa.
–Sí, si que está algo colorado. Debería darle unas friegas con agua oxigenada. Tengo en el botiquín.
Y salió corriendo. Cuando volvió, jadeando con la botella, la encontró con las manos apoyada en el borde de la mesa, el culito en pompa y moviéndolo de izquierda a derecha.
–No tarde mucho, señor sacristán. ¡Oh, está frío!
Roque masajeó aquellas nalgas como si le fuera la vida.
–Pero el otro lado está bien, don Roque.
–Es para asegurarnos.
–Si usted lo dice. Confío plenamente en usted. Si no, mi madre no me hubiese enviado.
Después de cinco minutos, Ramona le advirtió:
–Don Roque, que me está resbalando por las piernas.
Con la excusa de recoger el agua oxigenada que se deslizaba hacia abajo, Roque le acarició los muslos por su cara interior, y acabó poniéndole las manos contra las braguitas, sin poder distinguir de qué estaban mojadas.
–Ahí, ahí, déjala ahí. ¡Más! ¡Más! – y pronto Roque notó como todo el cuerpo de ella se estremecía, temblaba, mientras se mordía el labio inferior y sus pechos parecían sacudido por una fuerza interior.
–Oh, ha sido mano de santo. Ahora sí que me encuentro mejor. Muchas gracias.
Se enderezó y se bajó la falda no sin trabajo, de lo ceñida que era. Además estaba tan cerca del sacristán que no pudo evitar rozarle con sus nudillos la parte del pantalón que más sobresalía.
–Lo siento. Bueno, me voy. Nos vemos mañana.
–Ha… ha… ha sido un placer –llegó a balbucear Roque mientras se alejaba aquel culito bamboleante y sentía, muy a su pesar, que, con aquel simple roce, se había corrido en los pantalones.