Jovencita en club de castidad (3)

La joven Ramona es enviada por su madre al club de castidad de la parroquia para que se espabile, ya que su progenitora piensa que es más bien poco espabilida. Pero la inminente visita del Obispo y lo salidos que van algunos de los hombres del entorno parroquial harán todo tome un giro imprevisto.

Roque estuvo tan ocupado con la visita del obispo, monseñor Marcelo que casi no pensó en Ramona. El sábado monseñor no participó en la misa, porque después de la atracción mediática que había tenido su ayuno en favor de las buenas costumbres, prefirió una vista discreta que sólo se notificó a los fieles más fieles. Todos trajeron algo de comer para agasajar al obispo por la valentía que había mostrado con su reciente ayuno. Don Federico, el párroco, había querido que el encuentro fuera discreto para que no lo manipulase la prensa local, en manos de los rojos del ayuntamiento.

La sala de reuniones lucía espléndida. El suelo había sido encerado especialmente y la mesa estaba llena de comida. Y a su alrededor estaban las fuerzas vivas de la parroquia, entre los que destacaban el farmacéutico, su mujer y sus gemelos de cinco años, unos auténticos diablillos. En total unas 20 personas.

Justo antes de que entrase el obispo llegó Ramona. Traía en la manos un enorme tupper circular.

–Son las natillas de mi madre.

Roque lo recogió y lo puso en la mesa. Rápidamente Darío, el organista, acudió a darle conversación a Ramona. Estaba especialmente guapa. Se había soltado el pelo. Vestía una rebeca negra, en la que sólo se veía la medalla de la virgen colgando de su cuello. La falda casi le llegaba por la rodilla, tableteada en blanco con rayas negras que se cruzaban en los cuadrados, tipo colegiala, con un poco de vuelo.

Entonces llegó monseñor, don Marcelo. Y Roque no pudo reprimir el pensamiento de que para haber salido de un ayuno, ciertamente estaba de buen año. Dio unas breves palabras y se sentó a la mesa. Cuando cada uno estaba intentando ubicarse, Ramona pasó a junto al sacristán y le susurró:

–Me he puesto medias.

Roque ya había reparado en ello, sonrió. Eran negras.

Para que el obispo viera algo de juventud le sentaron entre la mujer del farmacéutico y la propia Ramona, mientras que Darío se encargaba de llenar las copas e ir repartiendo la comida entre los platos. Roque, al lado de don Federico, estaba delante de la chica.

La comida transcurrió con normalidad, destacando la capacidad exagerada de engullir de la que hizo gala Monseñor.

–Nada mejor de este ágape después de mi ayuno –farfulló con la boca llena. Y todos rieron.

A la hora de beber vino, todos le fueron a la zaga. Comieron y bebieron amigablemente, hasta que llegó la hora de los postres. Don Marcelo los quiso probar todos, y conforme los degustaba lanzaba exclamaciones de placer tan exageradas, que hasta don Federico se sintió incomodado,  ya que aquello rayaba ya en la gula más descarada.

Roque se preguntó donde estaban los revoltosos gemelos, ya que todo estaba anormalmente tranquilo en un acto en el que estaban presentes. Su intención le hizo mirar debajo de la mesa y, en efecto allí estaban, pero no haciendo bondad. Se habían sentado frente a la silla de Ramona, donde tenían una perspectiva privilegiada, porque la inocente chica se había sentado en el borde de la silla, y la falda por la parte posterior caía a peso dejando al descubierto sus espléndidas piernas, con unas medias negras con liguero que acababan en unos muslos dorados.

Envidioso de la situación de los críos, Roque dejó caer la servilleta para volver a echar otro vistazo, lo que le sirvió para comprobar que los malvados gemelos no tenían suficiente con eso y que utilizando una pajita de sorber le hacían pequeñas cosquillitas a la voluptuosa chica. Y claro, la pobre Ramona, que tenía que darle conversación al obispo, no podía rascarse y sólo cruzaba las piernas una y otra vez, exponiendo a los ávidos ojos de los pilluelos su más recóndita intimidad, apenas cubierta por unas braguitas negras.

Mientras esto ocurría por debajo, por encima había otros problemas. Finalizada la comida, que duró más de dos horas, y degustados los postres, Monseñor reparó en la buena pinta que tenían las natillas. Ramona se apresuró a complacer a su Excelencia y se levantó para ir hasta el otro extremo de la mesa y traer el gran túper. Se cruzó con el atribulado Darío que iba a buscar más agua porque después de un banquete digno de Gargantúa todos estaban sedientos.

Justo al pasar junto a Darío, el encerado suelo gastó una mala pasada al torpe organista que resbaló y cayó de culo. La cosa no hubiera ido a más si joven no hubiera querido agarrarse algo en su descenso y arrancó por accidente tanto la rebequita negra de Ramona, como la falda tableteada, que cayó al suelo mostrando la inapropiada ropa interior de la chica para tan digna visita, por no hablar de un cuerpo esculpido para el pecado. Ramona intentó bajarse el jersey negro con hombros descubiertos y taparse sus atrevidas braguitas, pero eso solo sirvió para que todos pudieran ver el prominente escote que quedaba al descubierto. Alguna mujer  dio algún gritito ahogado, entre escandalizado y envidioso. En cambio, los hombres sólo respiraban como si fueran a hiperventilar.

Roque esta vez fue más rápido. Se levantó y sacó de allí a Ramona que llevaba en su mano su falda con el cierre roto y su rebeca hecha jirones. En ese momento creyó que la salvaba: de los libidinosos gemelos, de las miradas lúbricas de los hombres, de las ojos encendidos de odio de las mujeres, de su propia vergüenza.

–Ven conmigo, te llevaré a otro sitio.

La subió al piso de arriba. Sintió su mano caliente. Ella sólo repetía:

–Lo siento, lo siento.

–Tampoco es tan grave, Ramona. El obispo no se ha dado cuenta. Sólo estaba pendiente de tus natillas.

Ella rió.

Roque le abrió la puerta de los aposentos privados de don Federico, el párroco.

–Aquí podrás arreglarte la ropa. Luego te vas. O vuelves con nosotros, como quieras.

Ella cerró la puerta. Oyó que no pasaba el pestillo.

Lamentó no disponer de más valor. Se fue al cuarto de las escobas y empezó a tocarse. No podía dejar de pensar en las piernas de Ramona, exhibidas primero en la relativa intimidad de debajo de su cama, y luego a la vista de todos. Perdió la noción del tiempo hasta que oyó la voz de Darío, buscándole.

Recompuso sus pantalones, fastidiado de no haber podido acabar lo que tanto deseaba y salió.

–¿Qué pasa, Darío?

–Después de su marcha. Monseñor dio cuenta de varios boles de natillas y eso que todos los comensales optaron por no hacerlo, de hartos que estaban.

Roque no llegaba a entender.

–Todos se quedaban embobados, observando las exclamaciones y los gestos, que su Excelencia dejaba escapar a cada cucharada que engullía. Después, alegando que estaba muy cansado, se despidió de todo el mundo, agradeció el recibimiento y se tendió en el sofá de la sacristía para echar una merecida siesta.

–Pues no entiendo que estés tan atribulado.

–Porque poco después don Marcelo se despertó con fuerte dolor de vientre Al comprobar el estado de su insigne visitante, don Federico, como es natural, con preocupación llamó al Obispado. Allí le dijeron que fuese discreto, que la visita era secreta y que nadie debía saber de ella por ahora. Que le prestaran los primeros auxilios necesarios. La tranquilizó diciéndole que pensaba que podía deberse a un atracón, que no le dieran nada de comer y que esperaran a que encontrase un médico de confianza que, con la debida reserva, les ayudara en tan engorroso trance. ¡Que diría la maldita prensa progresista  si descubriese que tras su ayuno el obispo había enfermado de un atracón!

–Y te estaba buscando para ver si tenías el móvil del farmacéutico. Porque ahora está descansando en los aposentos de don Federico…

–¿Qué? ¿Dónde le habéis dejado?

–En el cuarto de don Federico, ¿dónde si no?

Roque salió corriendo. Tenía que evitar que el obispo…

–¿Dónde vas?

–Ve corriendo a la farmacia a ver si los encuentras –pero lo hizo para sacárselo de encima.

En la puerta de los aposentos se encontró con don Federico. El anciano párroco estaba muy tranquilo.

–Pero don Federico, es que el obispo está en ese cuarto con esa joven.

–Ya lo sé. Pero me ha dicho que estudia enfermería. Ha sido muy amable y predispuesta. Me ha parecido la solución más discreta hasta que consigamos un médico.

Don Federico se fue escaleras abajo, sin prestar atención a lo preocupado que estaba su sacristán. Roque intentó entrar, pero esta vez sí habían pasado el pestillo.

Roque no iba a darse por vencido. Subió arriba, abrió la puerta de la azotea y llegó a la claraboya. Estaba abierta así que podría ver y oír todo lo que pasara dentro.

El obispo estaba en la cama, doliente y Ramona intentaba atenderlo girando a su alrededor. Detalles como volverse a poner la falda, al parecer, no habían sido contemplados.

–Ay, ay.

–Beba agua, monseñor –y se acercó a él con un vaso enorme. Recostó la cabeza del obispo en su pecho y le dio el agua. Sería por la fiebre, pero don Marcelo apoyaba la cabeza en el escote de Ramona mucho más de lo necesario.

–Beba, beba.

Pero un traicionero ataque de tos hizo no sólo que el obispo no pudiera beber sino que derramara todo el agua por el escotado jersey elástico de la buena samaritana.

–¡Me ha puesto perdida! ¡Ay pobre! –No podía estar más sexy, con los tacones, las medias negras con liguero, la ropa interior haciendo juego y el jersey negro húmedo y pegado a aquel cuerpo de escándalo. Roque estaba boquiabierto.

–Me sigue, doliendo –se quejaba el prelado.

–¿Aquí? – y Ramona le ponía la mano en la barriga.

–Más abajo, más abajo, hija mía.

Otras manos menos inocentes hubieran bajado menos, pero Ramona no era de las que se detenían en prendas.

–Esto es que le aprieta el cinturón, señor obispo – y dicho y hecho se lo desató.

–Ay, ay…

–Vaya, pues si no es el cinturón será el pantalón –y dispuesta a todo le quitó, no sin trabajos, los pantalones al clérigo, pero don Marcelo no mejoraba.

–Más abajo, más abajo –seguía gimiendo el obispo.

Ramona le palpó el bajo vientre por encima de los calzoncillos.

–Ay, ay.

–¿Ahí? Pues sí que parece que está hinchado, don Marcelo, pero no sé…

La chica sostenía el miembro del miembro de la curia, menos dotado que el del organista, pero notable a pesar de todo. Con la otra mano, le acarició los testículos, que ya fuera por el atracón o por la abstinencia sexual, notó que estaban muy muy hinchados. Roque no salía de su estupor. Nunca pensó que el obispo fuera tan vicioso.

–Pero que pelotas tiene, señor obispo…

–Ay, ay…

–Pues esto sólo tiene un solución –y empezó a cimbrearlo, primero suavemente y luego con más ritmo.

–¡Oh, Dios, qué bien me haces!

–¿Ya? ¿Paro?

–No, hija, no pares… ¿Cómo te llamas?

–Ramona.

–¿Mamona? ¡Oh, qué gran idea!

Flip, flap, flip, flap, flip, flap… le iba dando al manubrio la predispuesta jovencita.

–¿Decía algo, monseñor?

–Con la boca, con la boca, por favor.

–¿Así? – y le chupó un poco la punta del glande.

–Así, así…

–Pero, monseñor, que nunca le hecho esto a nadie. Ni siquiera a mis novios.

Flip, flap, flip, flap, flip, flap.

–Hija, sé misericordiosa, por favor.

Ella chupó un poco más… pero dudó un momento:

–Es que me da un poquito de asco, padre. Imagínese que se corre en mi boquita.

–Me lo imagino, me lo imagino…

Flip, flap, flip, flap, flip, flap

–Pues de eso nada, padre. Sólo se la chupo si promete  que me avisará antes de venirse.

–Lo prometo, lo prometo.

–¿Me lo jura por la Virgen de la Inmaculada Concepción, la de mi medalla? – Flip, flap, flip, flap, flip, flap

–Se lo juro.

–Pues bese la medalla – y le puso la medalla ante los labios. Como Roque adivinó, el afortunado don Marcelo primero besó la dichosa medallita, pero luego se abalanzó a por los pechos de su voluntariosa aprendiz de enfermera.

–Le creo, padre, le creo –dijo retirándose.

–Vale, pero no pares. Sigue, sigue.

Flip, flap, flip, flap, flip, flap.

–Pero sigue con la boca, hija, que de verdad que te aviso.

Roque pensaba que aquel miembro no cabría en una boquita tan pequeña como la de Ramona. Pero para su sorpresa, la chica, una vez más, dio mucho de sí. Casi se lo comió entero. Estaba volcada en sus labores bucales cuando Roque oyó:

–¡Ya llega! ¡Ya llega!

Roque vio como Ramona se apartaba pero fue tarde. Ciertamente el obispo no se corrió en su boca, pero después de años de no eyacular, de llamamientos a la castidad y de ayunos por las buenas costumbres aquello era un verdadero surtidor incontrolable. Ni todo el cuerpo de bomberos hubiera podido controlar aquella manguera desatada, menos la pobre Ramona con aquellas manitas que a medida que se iban mojando menos atinaban a dirigir aquello. Dio dos pasos hacia atrás, pero no pudo evitar que todo el jersey negro quedase lleno de goterones blancos, como sus pechos, su pelo e incluso un poco su cara.

Roque se había corrido hacía rato. Su único consuelo es que el obispo parecía haber encontrado la paz. Al menos, dormía como un bendito. Ramona se limpió las salpicaduras de la cara con una mano y salió de la habitación. Ya casi era de noche. Desde la azotea el sacristán la vio salir. Como la falda estaba rota la tenía que aguantar con una mano. Pasó un taxi y al levantar el brazo para que el coche parara, la falda le volvió a caer a los pies para alegría de los basureros que hacía meses que no empezaban tan bien la jornada. Roque el sacristán la vio perderse dentro del coche, con aquellas piernas tan, tan largas, y deseó, con todas sus fuerzas, haber sido el taxista.