Josefina M.

Un relato muy cachondo que encontré espero que lo disfruten.

DON PABLOS EL CERVECERO

Manuel de Jesús seguía obsesionado por la señora Begonia, y yo, por mi parte, la vigilaba estrechamente al objeto de informar a mi hermano del desarrollo de los acontecimientos. Vi cómo a menudo, charlaba con el señor Don Pablos*; yo sospechaba que ambos mantenían relaciones íntimas; no me equivocaba, como más tarde quedó demostrado.

Este hombre era un cervecero que iba a casa todos los días provisto de una carga de cerveza, la cual dejaba en el sótano. Tendría unos treinta años y era alto, fuerte y atlético. Tenía la cara muy colorada y llevaba unos pequeños pendientes de oro, lo que me llamaba la atención de forma especial. Me parecía un tipo de buen ver, y siempre vestía una bata blanca o un traje azul. Destacaba una gruesa cadena de la que, a modo de dije, colgaba un caballito de plata.

Al regresar de la escuela, un día, vi como la señora Begonia y el señor Don Pablos charlaban muy juntitos. Ella vestía una blusa roja suelta, no llevaba sostén por lo que sus pechos, incluso sus pezones, eran perfectamente visibles.

El señor don Pablos se acercó a ella más aún. Y ambos rieron. Él tendió la mano, para tocarle las tetas, y ella lo rechazó; intentó luego meterle la mano bajo la ropa y ella se separó de un salto sin dejar de reír. Al cabo de un rato se pusieron a platicar de nuevo muy juntos y en voz baja; por último él despareció dentro de la casa, seguido de inmediato por la señora Begonia, bajando ambos a la bodega.

Esperé unos segundos y con precaución les seguí. En la pared descubrí un nicho donde poder observar sin ser vista. La estancia aparecía iluminada por una ventana existente entre dos toneles de cerveza.

Ellos estaban en el centro de la bodega, abrazándose y besándose. Él había conseguido desabrocharle la blusa y jugaba con sus pechos, que eran grandes y firmes con color lechoso. A medida que el señor Don Pablos los manipulaba, observé como los pezones se hacían más grandes y duros. Ella, mientras él la besaba, le palpaba el frente de los pantalones, hasta que le abrió la bragueta y metió la mano dentro.

Al acariciarle el miembro, ella empezó a temblar, excitándose ostensiblemente. Tenía una máquina tan desmesuradamente larga que la mano de ella se veía pequeña al recorrerlo de un extremo a otro. Yo estaba sorprendida de su tamaño y delgadez.

La respiración del señor Don Pablos era tan fuerte que desde donde yo me entraba se podía oír perfectamente. Llevó a la señora Begonia hasta un barril, la hizo sentar y apoyar la espalda contra el muro.

Ella murmuraba:

-Ven rápido. ¡No puedo resistir más!

Él le levantó las piernas con los brazos y en esta posición introdujo el largo palo. Penetró con fuerza hasta donde pudo y ella, con voz ronca, susurró:

-¡Caray! ¡Me estás desplazando el estómago!

Era la primera vez que veía follar en esa postura, por ello no me perdía detalle. Él le había puesto una mano entre los pechos. Ella no cesaba de besarle., gimiendo y jadeando y murmurando:

-¡Oh! ¡No puedo resistir esto más... voy a morir!... Ahora, así... no te corras todavía... Me estoy corriendo... por Dios... me estoy corriendo otra vez... ¡Oh! ¡Dios!... Contente, no te corras... ¡te lo suplico!... Esto es celestial!... Yo... Yo... Jesús... María... Si mi marido follara como tú lo haces... Me estoy corriendo de nuevo... Lo siento tan grande en mí... Mételo todo... ¡Oh! ¡Dios!... Nunca he tenido dentro alto tan rico como tu polla... ¡Lo puedo sentir hasta la garganta!... Si lo hubiera sabido, te lo hubiera dado desde hace tiempo!... ¡Sólo una loca se negaría a recibir tan extraordinario placer!... ¡Oh! ¡Oh! ¡Dios! ¡Más rápido, más rápido!... ¡Dios mío!... ¡Oh, qué rico es!.

El señor Don Pablos, no contestaba, seguía follando. La señora Begonia se contorsionaba sobre el barril, con las nalgas hacia delante. Con un empujón final él metió por completo toda su vara.

-¡Ah!... ¡Ah!... –gemía la mujer, embargada por el placer.

Ya sin fuerzas, ella dejó caer la cabeza. Él retiró su miembro de ella; se bajó del barril arreglándose la ropa. Le abrazó y besándole dijo:

-¿Cuántas veces te has venido?

-¡Oh! No lo sé. Por lo menos cinco.

Él empezó a acariciarle los pechos y con el otro dedo la hendidura de la mujer, mientras preguntaba:

-¿Cuántas veces te corres cuanto fornicas con tu marido?

Ella respondió en un tono que expresaba su disgusto:

-¡Ninguna! ¡No acaba de metérmela cuando ya se descarga, así sólo me atormenta. Me deja tan excitada que tengo que acabar satisfaciéndome con los dedos!

-¿Por qué no le dices que trate mejor?

-Lo he hecho, pero dice que todos los hombres follan igual; que no hay diferencias. Pero yo sé bien que eso no es cierto. Él ni sueña que yo, de vez en cuando, consigo algún botín por ahí: un buen trozo de carne. A veces pienso que si lograra que él lo hiciese una segunda vez, duraría un poco más y podría correrme, pero no llega a ocurrir. No consigue que se empine de nuevo. Con frecuencia lo intento con la boca, pero sin éxito. No puedes sospechar a los límites que puede llevar a una mujer un tipo como mi marido. A veces el deseo me vuelve loca, Me lleva al borde de la desesperación, ya que sencillamente no fornica como es debido.

Él se acercó a ella. Todavía conservaba en sus manos los blancos pechos, que a mí me parecieron excelentes. Le dijo:

-¿Por qué no me enseñas cómo te metes la cosa de tu marido en la boca? No me lo han hecho nunca.

-No me lo creo –replicó ella- Estoy segura que puedes tener a todas mujeres que desees. Todas se alegrarán de hacértelo.

Yo, desde donde me encontraba, pensé lo mismo; incluso que sería muy agradable hacer cualquier cosa con él.

-No –insistió el señor Don Pablos- Quiero que tú me la chupes. Vamos ¡Demuéstramelo!

La hizo retroceder hasta el barril, y sin soltarle los pechos se paró cerca de ella

-Pero contigo no es necesario-dijo ella-. Se te empina sin necesidad de eso.

Él sacó el arma, que estaba flácida y suave, y dijo:

-Como ves, no se me ha vuelto a empinar.

Ella lo tomó y dijo:

-Me has vuelto a excitar y ya no tengo tiempo. Debo irme....

Él siguió acariciándole los pechos. Ella entonces se lo metió en la boca. Fue él quién gritó:

-¡Madre!... ¡María... José!

Entonces oí pasos que bajaban por la escalera, ellos no estaban en condiciones de poder oírlos, tal era su ensimismamiento. Sin pensarlo un momento, grité:

-¡Alguien viene! –y me lancé fuera de mi escondrijo.

Quedaron paralizados sin dejar de mirarme. Él con un rápido movimiento ocultó su máquina en los pantalones, abrochándose de prisa.

Ayudó a la señora Begonia a abrocharse la blusa. Me coloqué junto a ellos, temblando por saber quién se acercaba. Permanecimos quietos y silenciosos, mirándonos mutuamente, si bien ellos aparecían avergonzados.

Resultó que fue el dueño de la casa el que bajaba. Nos saludó con la cabeza y pasó a buscar una escoba. No debió observar nada raro en nuestra actitud, pues se marchó tan tranquilamente como había llegado.

El señor Don Pablos, clavó la vista en la pared, sin atreverse a mirarme. Al ver que yo guardaba silencio, la señora Begonia me tomó las manos y me dijo:

-¿Viste algo, queridita?

Agité la cabeza al principio, y después lancé una carcajada.

-¡Lo vi todo! –dije.

Se asustó, me dio la impresión que iba a salir corriendo, por último pareció haberlo pensado mejor. No me soltaba las manos y los dos se miraron con aire desvalido. El señor Don Pablos extrajo de su bolsillo una moneda de plata, que me ofreció.

Estaba contenta del giro que habían tomado los acontecimientos, ya que por lo menos esperaba una azotaina. Mi ansiedad desapareció al darme cuenta que me temían. Me eché a reír, y ya me iba a marchar, cuando la señora Begonia me llamó, y con zalamería me dijo:

-¡Espera, niñita querida!

Dijo algo al oído del señor Don Pablos, el cual enrojeció, y me dijo:

-Acércate, pequeña.

Cuando me tuvo a su alcance, me abrazó y me habló en tono afable:

-Explícate, ¿qué fue lo que viste en realidad?

Como yo no respondía, insistió:

--Vamos, dinos. ¡Dinos lo que sabes!

-No –respondí-, no sé.

-¿Ya ves? No sabe nada.

-¡Claro que sí! –repliqué yo.

-Bueno, pues explícate. No temas al señor don Pablos. Si se lo cuentas todo te dará un regalo... o te enseñará algo muy bonito. ¿Qué dices?

-¡Usted se sentó primero en el barril y el señor don Pablos se puso entre sus piernas!

Me abrazó con fuerza e insistió:

-¡Anda prosigue!

Con sus pechos hice lo mismo que había visto al señor Don Pablos.

Me preguntó:

-Bien, ¿y qué más?

-Vi cómo se metía en la boca su cosa –le murmuré al oído.

Estrechándome más entre sus brazos, me preguntó:

-¿Y no sabes cómo se llama eso?

Se acercó a nosotras el señor Don Pablos, ella le guiñó un ojo y volvió a interrogarme. Yo, que deseaba demostrar que no era inocente, contesté:

-Sí, señora Begonia.

-Vamos, hijita, dime qué es.

Me acerqué a ella negándome a contestar. Vi cómo mi actitud bromista la excitaba. Cogió con su mano el pene de señor Don Pablos, que de nuevo estaba erecto y rígido, y al observarlo yo, le acarició la cabeza y dijo:

-¿Me lo quieres decir ahora?

Como yo guardaba silencio, me hizo poner la mano sobre el miembro – a lo que no puse ningún obstáculo- y lentamente hizo que subiera y bajara el prepucio; ella le sonreía, al tiempo que le empezaron a temblar las rodillas. La señora Begonia me obligó a bajar la cabeza hasta que mi boca quedó cerca de la potente máquina. Sin poder resistirlo, lo tomé con la boca y empecé a chuparlo.

Sentía sus pulsaciones. Era tan largo que sólo me cabía en la boca una cuarta parte del miembro. Estaba en este trabajo de chupeteo, cuando la señora Begonia dijo:

-¡No te corras! ¡Yo también quiero un poco!

Me bajó de su regazo, y se hizo penetrar. Después se volvió a mí, y me dijo:

-¿Y ahora sabes cómo se llama?

-¡Follar! –exclamé.

El señor Don Pablos introdujo una mano bajo mi vestido, y se puso a jugar con mi conejo, metiéndome un dedo detrás de otro. Mis piernas se estremecieron de placer, y me parecía estar ardiendo. Con este juego nos vinimos los tres juntos.

Al acabar, y mientras se abotonaba los pantalones, el señor Don Pablos indicó:

-Esta niña es toda una artista.

-Me di cuenta desde el principio –dijo la señora Begonia con una sonrisa- ¡Es una putita! ¡Una prostituta de nacimiento!

*los nombres originales fueron cambiados.

Este relato hace parte de un libro de Félix Salten. Me ha parecido muy bueno así que espero que lo hayan disfrutado.