Jose Barrios, mi primer amor

Jose Barrios marchó a Colombia al haber perdido a su primer amor en España.

José Barrios, mi primer amor

Aprovechando las vacaciones de navidad me había acercado hasta la hemeroteca de la Diputación de Cádiz y solicitado permiso, que me fue concedido, para poder leer los diarios de EL LIBERAL, editados en esa bonita villa durante los años 1811 y 1812.

Fueron 364 los periódicos que pudieron salir a la luz, antes de que todos los que formaban la redacción recogieran rápidamente todas sus pertenencias y huyeran hacia América, si no querían acabar en la horca, perseguidos por los inmovilistas conservadores, que habían conseguido una vez más que el bribón rey Fernando VII cambiase de parecer y les aupara al gobierno de España.

Me interesaba sobre todo lo que se había escrito en este periódico, garante de la libertad, relativo a los avatares sucedidos en las colonias durante el desgraciado reinado de Fernando VII, aquel malvado, miserable, inseguro, traidor y mal monarca que la dinastía borbónica ofreció a España. Cuando más necesitado estaba, el sensible pueblo español, de tener al frente alguien con capacidad de mando, después de haber dado una lección de patriotismo al mundo durante la lucha contra el ejército napoleónico, la fortuna le volvió la espalda y tuvo que cargar con el más sanguinario e inútil de los monarcas.

Especial motivo de alegría para mí iba a ser poder leer en aquel viejo y venerable papel de EL LIBERAL la publicación de LA PEPA, nombre por la que se conoció popularmente la primera constitución, que se concedieron los españoles en las Cortes de Cádiz el año 1812 siguiendo las ideas que la Revolución francesa introdujo en Europa. En ella, por vez primera, se manifiestan los derechos de los ciudadanos y se limitan los pertenecientes al clero y sobre todo a la corona que dejaría de ser absolutista para convertirse en parlamentaria.

Nunca llegó a ponerse en práctica pues Fernando VII, que, antes de penetrar en España, había aceptado en la frontera francesa, las condiciones que los liberales, después de vencer a las tropas francesas de Napoleón durante la guerra de la Independencia, estaban en aquel momento en el poder, le proponían para ser nombrado rey, las olvidó al llegar a Madrid, donde le cegó comprobar que podía reinar de una forma absolutista, cuando el general Pavía, en un golpe de estado, entró montado a caballo en las reunidas y asustadas cortes liberales que se encontraban reunidas esperando la llegada del nuevo monarca para ofrecerle la corona que había ceñido su padre.

Las persecuciones, desmanes y muertes sobre los pensadores y principales luchadores por la libertad, que ocasionó el deseo de aquel nefasto monarca de continuar teniendo en sus manos todas las riendas del poder, no entraban en mi tesina.

Había elegido como tema de lo que pretendía entregar como trabajo de fin de carrera, al terminar el quinto y último curso de Historias que cursaba, las consecuencias que aquel sanguinario rey originó, no solo con la pérdida de las colonias españolas en América, cosa que dada las ideas que la Revolución Francesa había introducido entre los ciudadanos europeos, sobre la igualdad de las personas ante la ley, hubiera sucedido de todas las maneras, sino la pérdida de la necesaria confianza y amistad entre pueblos afines en el origen y en la lengua.

España debió encontrar, después de la emancipación de los territorios que colonizó y dominó, el olvido de las recientes luchas, ofrecer vínculos suficientes a las nuevas naciones emergentes para seguir colaborando en todos los órdenes, culturales y económicos y ayudar al incipiente comercio que surgía, muy valioso para las dos partes.

Esta falta de visión, motivada por el resentimiento que aquel rey supo infundir sobre los que habían sido sus leales súbditos hasta ese momento, tanto aquí como allende del mar, hizo que otras naciones ocuparan el lugar que le correspondía a España y que aun no hayamos conseguido la necesaria confianza por parte de nuestros antiguos hermanos para colaborar como iguales.

Solicité nada más llegar a la hemeroteca, al conserje que me atendió, los primeros periódicos. Estaban encuadernados en tomos de veinticinco ejemplares cada uno. Tomado el primero me sumí en su lectura. Intentaba trasladar mi pensamiento a aquella época para mejor entenderla y para ello leía cada diario enteramente, gacetillas, sucesos y artículos de fondo y tomaba nota de lo que me pudiera servir para redactar, vuelto a mi casa, la tesina de fin de carrera.

Tenía calculado leer un tomo, es decir veinticinco diarios, al día, para terminar con todos los ejemplares de EL LIBERAL que fueron editados, dentro del periodo vacacional que iba a pasar en la Tacita de Plata, sobrenombre ganado por esta bella ciudad por su diáfana luz y limpieza.

Fue durante el treceavo día cuando comprobé que a partir del periódico número 312, habían incluido entre sus páginas un suplemento literario, en el que entre noticias de literatura, iniciaban la narración, en forma de capítulos, de la vida de alguien que podía encarnar la libertad que el periódico propugnaba.

Nada más iniciar la lectura del primer capítulo mi corazón saltó dentro del pecho, pues comenzaba así:

Me llamo José Barrios . . . . .

La razón de sentir este sobresalto era que hacía muy poco tiempo, mi buen y amado amigo José Barrios de Colombia, en una de las muchas conversaciones que sostenemos, me había comentado el deseo de conocer algún día su origen, que sabía español.

Sucede comúnmente, que personas que viven desde hace varias generaciones en lo que acá llamamos el Nuevo Mundo, intentan indagar su origen, pues por su raza o color saben no son autóctonos, que hubo un antepasado, que en un momento de la historia, salió de un lugar del Viejo Mundo buscando nuevos horizontes para su vida y se afincó al otro lado del océano.

Aunque actualmente se sienten peruanos, mexicanos, venezolanos, argentinos o como José, que se comporta como un buen colombiano, mantienen abierto un rincón de su corazón para guardar allí algún recuerdo del originario terruño de su abuelo o bisabuelo y si les es posible, viajar a conocerlo algún día.

José no había sido ajeno a esta curiosidad. Aunque no llegó a pedirme explícitamente ayuda, noté en él el deseo de contar conmigo para conocer en qué parte de España mantenía sus ancestros.

Hubiera deseado poder ofrecerme, pero además que no poseo conocimientos suficientes para poder crear con garantía un árbol genealógico, lo avanzado del curso me lo impedía, por la falta material de tiempo, pues necesitaba preparar los exámenes finales y la tesina que tenía que entregar.

Intenté ser útil a mi mejor amigo, pedí permiso para fotocopiar ese y los siguientes capítulos y le mandé desde la propia ciudad de Cádiz un paquete de cuartillas, con esta escueta nota.

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Querido José:

Por correo te envío algo que primeramente te va a sorprender y después seguro agradar. Es muy probable que ese José barrios, del que incluyo narración de su vida tomada de unos periódicos editados en 1812, sea el antepasado que buscabas, que posteriormente llegó a América y formó la familia de la que desciendes tú.

Un fuerte abrazo de

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Me llamo José Barrios. Nací hace dieciséis años junto al río Guadalquivir, en el barrio de Triana de la ciudad de Sevilla, en una pobre casucha construida con adobes. Soy huérfano desde los siete años en que murió mi madre de un "cólico miserere". Desde entonces me las he arreglado para subsistir entre los vivos, aunque más de una vez pensé iba a acompañar prontamente a los que abandonaban este mundo. A mi progenitor no lo llegué a conocer, creo nunca vivió con mi madre, aunque recuerdo las palabras de admiración, que la que me trajo al mundo, me contaba sobre él, cuando sentado en sus rodillas me besaba y acariciaba.

  • José, tu padre era alto como la torre de un campanario, fuerte como un toro bravo en la plaza, valiente como un lince salvaje y canalla como un bandido de Sierra Morena.

Aprendí a moverme en soledad desde muy pequeño por todos los rincones de la ciudad bética, pero fueron las orillas del río Guadalquivir, sobre todo las que bañan los alrededores de mi cabaña, donde principalmente, se desarrolló mi vida.

Las abundantes aguas de esta importante corriente, al atravesar mi ciudad, se convierten en navegables, desde el puente donde jugué desde muy niño, hasta Cádiz, en cuya bahía se abren y pierden en el Océano Atlántico.

Hasta donde alcanzan mis recuerdos, el río y el puente de Triana, junto a cuyos pilares está situada la cabaña que me vio nacer, estuvieron siempre junto a mí y me permitieron contemplar de cerca, valeros, bergantines, goletas y pequeños navíos de guerra, cuando partían del puerto sevillano para las Indias, cargados de productos fabricados en la metrópoli o regresaban de ellas, con los productos que allí se cosechaban, que comenzaron los españoles a llamar ultramarinos.

El muelle sur de la orilla del río, donde recalaban los barcos procedentes de ultramar y se situaban las zonas donde se almacenaban, hasta ser cargadas o distribuidas, las mercancías que llegaban o iban hacia América, fue el lugar que más recorrí durante mi niñez. Podía allí encontrar posibilidades de comer y "arramblar" algo que después podía vender y proporcionarme algún ochavo de cobre que cubriera los pagos de mis primeros caprichos infantiles.

La ciudad de Sevilla siempre ha vivido por y para las transacciones comerciales entre la metrópoli y las tierras americanas y por todos sus rincones se respira el hálito del intercambio, del comercio, de los productos de allende los mares y también de los vicios, que la abundancia de dinero que producen estas transacciones.

Tanto los barrios ricos y poderosos, como los más depauperados y pobres, como el que yo habito, que toma el nombre de Triana, me dijeron por algo relacionado con la Santísima Trinidad, están impregnados de esta vorágine comercial, de las idas y venidas en busca de las oportunidades de compra o venta que puedan presentarse y del iluso y casual encuentro con la fortuna fácil y rápida.

Pululan por la ciudad bética, en rica mezcolanza, comerciantes, armadores de buques, consignatarios y los mejores marinos mediterráneos, junto a una chusma que se sustenta de lo que encuentra, roba o estafa en su camino.

Trabajé cuando no tenía edad para hacerlo, descargando de las bodegas café, azúcar, frutos tropicales o incluso lingotes de plata, que traían a rebosar los navíos que venían de ultramar y me molí las costillas para llenarlas de lo que proporcionaba la metrópoli a sus colonias, en los navíos que partían, transportando alfarería, arcabuces o arados.

Crecí de prisa en mente, mañas y engaños, pero despacio y liviano en cuerpo y fuerza y cuando intentaron cargase bultos más pesados pagándome idéntica miseria, me di cuenta que trabajando no llegaría nunca a disfrutar de lo que anhelaba y deseaba.

Antes de cumplir los diez años llegué a la conclusión que para malamente llenar el estómago era posible conseguirlo de muchas otras maneras, por lo que decidí no volver a trabajar y dejar que explotasen mi cuerpo en los muelles del puerto.

Para subsistir hice recados o mandas para los que consideraba buenas personas conmigo y huía o escondía de los que me parecían malvados y podían hacerme daño. Me especialicé en el arte de orientar, mediante palabras halagüeñas o promesas de goce sexual a los marineros que desembarcaban, llevándoles hacia los hostales y tabernas donde recibía de los dueños comida y algunas monedas de cobre por proporcionarles clientela con la bolsa llena de dinero.

Llegué prontamente a conocer las posadas donde mejor se comía y había mejores camas, los locales donde se bailaba y jodía, y clasificar, por la limpieza y edad de sus mozas, los sitios donde existía el puterío más recomendable.

Los marinos, recién desembarcados, eran fáciles de dirigir hacia donde podía conseguir más comisión, pues como decía un posadero, dueño de un local donde se daba de comer, se alquilaban habitaciones para los pudientes y se dejaba follar de pie a los que no tenían para pagar una estancia, apoyados en las desconchadas paredes del patio, por una miserable moneda de cobre.

Al vivir tanto tiempo en la mar sin catar una hembra, saltan a tierra con la verga ya dura y preparada para follar cualquier coño que encuentren a su paso.

Cuando llegaba con los ansiosos marinos, las prostitutas más jóvenes, que acababan de iniciar el oficio de la jodienda, desaparecían rápidamente por las distintas habitaciones, mientras las putas viejas, de arrugados cuerpos, que se habían desgastado resistiendo sobre sus carnes las grasientas barrigas y pollas de generaciones enteras, terminaban cogidas por los que no tenían posibles, tumbadas en el suelo de tierra del patio o contra la pared, recibiendo en ocasiones por sus servicios, solamente una escudilla de sopa caliente.

Conocí también en estos lupanares, además de esas mujeres que servían para calmar los insatisfechos deseos de sexo de los hombres, a muchos truhanes y tahúres que se arremolinan alrededor de los recién llegados, sabiendo acaban de cobrar sus soldadas, para ayudarles a vaciar prontamente sus bolsillos.

Desde muy niño, cuando conducía aquellos hombres recién desembarcados, ávidos de encontrar donde meter su verga, hasta las mujeres pintadas y medio desnudas, esperándoles para ayudarles a descargar sus testículos, me consideraron éstas como el agente que les había puesto en contacto con sus clientes y no se privaban de ejercer sus habilidades puteriles delante de mí.

Les veía follar, sobre todo cuando lo hacían de pie junto a la pared, acercando y separando sus cuerpos unidos por una alargada verga, escuchaba sus jadeos, los juramentos de los hombres que perdían la realidad mientras hacían convulsos movimientos de su pelvis y las obscenidades que las mujeres, que mantenían metida la picha en su cuerpo, decían para animarles a derramar sus jugos y terminar prontamente.

Notaba después las convulsiones del macho, mientras parecía dejaba de respirar y las siempre imitadas por la puta, de lo que llamaban el correrse, antes de quedar inertes, separarse y seguir cada uno su camino sin siquiera decirse adiós.

Consideraba aquello que ejecutaban como algo que solamente gustaba y hacían los mayores y a mí, por ponerles en comunicación, me proporcionaba algún dinero. Llegué a conocer sobre el sexo comprado todas sus manifestaciones, maneras de practicarlo, su ejercicio y comercio, aunque tardé bastante en interesarme por lo que parecían sentir los que lo ejecutaban.

No sucedía lo mismo con mis amigos del barrio, que se agolpaban a mi alrededor cada anochecido, cuando el calor amainaba y era una delicia platicar echados sobre la fresca hierba a la orilla del agua, que sentíamos chapotear contra los pilares del puente, al contarles lo que había oído o visto hacer entre aquellos rudos hombres y las mujeres que vendían su cuerpo.

Me sentía importante entonces al comprobar que mis palabras les encendían, ellos decían "se ponían calientes" y se frotaban su verga, hasta que entre aspavientos de placer, veía asombrado les salía una o dos gotas de un líquido blanco y viscoso por el agujerito de su punta.

Solitario en mi choza les imitaba pero no notaba el placer que propagaban y cuando me confesé a uno de ellos, llamado Valen, que era quien me hacía preguntas separado de los demás, me dijo.

Es que aun no eres un hombre. Cuando te crezca la polla echarás ese jugo y sentirás mucho "gusto" al hacerlo.

Esperaba con ansiedad que "aquello" me creciera para, al frotármelo, sentir el gozo que ellos pregonaban y Valen me prometía.

Pasaron largos meses y llegó por fin el momento que comencé a comprobar cambios, tanto en el interior como en el exterior de mi cuerpo, aquella colita que había sido el hazmerreír de mis amigos mayores, estaba creciendo lo suficiente para poder enseñarla orgulloso en el corro que formábamos al anochecido en la orilla del río.

Interiormente noté un deseo sexual que empezaba en mis genitales y llegaba hasta mi cerebro y que como un volcán en ebullición intentaba abrir una boca por donde explotar. Esta sensación me tenía en un constante endurecimiento de la verga.

Coincidieron estas manifestaciones con extraños sueños y sobresaltados despertares, en los que unas manos de esbeltos cuerpos de chicos tocaban, recorrían y acariciaban toda mi anatomía ofreciéndose les follase. En traseros, que hasta ese momento habían pasado totalmente desapercibidos para mí, que abrían ansiosos sus nalgas enseñándome el agujerito, para que aquel trozo de carne, que permanecía duro todo el día entre mis piernas, los atravesase.

Una gloriosa noche de verano, tenía entonces cumplidos doce años, lo que tanto había pedido a la naturaleza cuando sin obtener resultados frotaba mi pequeña verga, sucedió finalmente. Aquel pedazo de carne dura, de varios centímetros de longitud, que empuñaba y frotaba vigoroso con mi mano cerrada, sentado en el corro que formábamos al frescor de las noches, expulsó sus jugos.

Noté algo indescriptible, como un rayo que ascendía desde mis testículos hasta el cerebro, donde sucedió una explosión mayor que la producida por las veinticinco culebrinas de la torre de la fortaleza de Nervión, cuando dispararon las salvas de ordenanza en honor de la visita de nuestro soberano Carlos IV, durante su última visita a Sevilla.

Después, por la diminuta abertura de la punta de mi polla, que hasta entonces solo me había servido para expulsar el líquido sobrante que mi cuerpo producía en los riñones, saltó al aire primeramente una gota y después otra de lo que había oído llamaban lechada, semen o lefa.

Quedé como desmadejado después de aquello, como si se me hubieran ido las fuerzas con aquellas gotas que expulsé. Miré entonces a mis amigos trianeros que me rodeaban, interesado por ver si habían sido conscientes que ya era un hombre, que me corría y sentía el placer sexual como ellos, y lo que para mí había sido como un terremoto, nadie pareció haberse dado cuenta, por lo que quedé en suspenso y algo desalentado.

Al comprobar que la única persona que lo había notado era Valen, mi amigo vasco, le sonreí agradecido.

Valen era hijo de un marinero oriundo de esa parte de España situada al norte, llamada vascongadas, que sirviendo al rey de España había perdido una pierna de un cañonazo en una de las múltiples escaramuzas contra los barcos musulmanes en el Norte de Africa y había terminado finalmente su odisea recalando en Sevilla.

Casó con una foránea, aprendió el oficio de botero y se dedicó a fabricar grandes pellejos y pequeñas botas de cuero para transportar y conservar el vino tan abundante en mi tierra.

Valen solía sentarse en el corro de chicos que escuchaban con creciente interés mis historias sobre sexo, pero era el único que después, en cuanto le era posible, sin que le escuchasen los demás, me hacía preguntas totalmente diferentes al resto.

Mientras éstos me solicitaban les desglosase y describiese totalmente las zonas genitales de las mujeres, sobre todo cuando describía la manera de follar de alguna chica joven, Valen me pedía la descripción de las pichas de los marineros, tamaño, dureza, color y manera como se retorcían o gesticulaban de placer en el momento que sentían los espasmos de la llegada y salida del semen de su pene.

No sé si influido por estas preguntas o porque la necesidad salió de mí de una manera natural, desde entonces comencé a fijarme en los atributos de los hombres cuando dejaban al aire su masculinidad, soltándose los botones de su jubón o bajándolo hasta los pies o incluso quitándoselo para poder follar más tranquilamente. Comprobé que casi todos lo frotaban durante un buen rato para mantenerlo con la dureza necesaria antes de meterlo en la abierta raja que la mujer le presentaba.

Así tuve ocasión de contemplar pollas de todas las formas y tamaños, duras, durante su preparación para entrar en el coño abierto que le ofrecía la prostituta o blandas y manchadas de lefa, después de desarrollada la acción sexual, cuando el individuo se preparaba para esconderla de nuevo entre sus ropas.

El conocimiento que ya mi cuerpo podía alcanzar el placer de la acción que había aprendido de mis amigos en el corro de los anochecidos, hizo que a partir de aquel momento lo intentara de continuo, hasta el punto que abrí una costura al lado de mi jubón para poder meter la mano por allí y poderme tocar y sobar el pene de una manera casi continua.

Hasta no haber notado estas sensaciones en mis genitales, no analicé la manera como se iba a desarrollar la sexualidad en mi cuerpo. Hasta entonces había repetido las mismas palabras que oía a mis amigos, hecho los mismos gestos obscenos, me había agarrado los huevos y suspirado, imitando sentir grandes aspavientos de placer cuando veía pasaba una chica con un buen culo y grandes tetas y explicado sentía los mismos impulsos en mi verga que ellos decían, aunque no eran cierto ya que no sentía nada de lo contado.

Supe ya en aquellos años que ver pollas delante de mis ojos, imaginar que las tocaba, acariciaba y succionaba, poner mis manos sobre cuerpos desnudos de hombres, sintiendo su contacto, su calor, sus pulsaciones, su vida, abrazarlos, besarlos y al final abrirles su orificio anal para que mi espada penetrara hasta sus entrañas y depositase en su interior mi masculinidad, sería el camino de mi sexualidad.

Valen a quien de una manera natural me acerqué y comenté todo lo que sentía fue el mejor maestro en mi despertar sexual.

  • José, yo sé hace tiempo que los cuerpos de personas de mi mismo sexo son quienes me hacen sentir deseos de follar. Me alegro que tu sientas lo mismo. Seremos amigos y nos apoyaremos.

Fue con Valen con quien gocé del placer de entregar y recibir por primera vez el semen de un cuerpo idéntico al mío. El hecho sucedió de un modo sencillo y natural, aunque lo que sentí no puedo catalogarlo de igual manera. Mi bautismo sexual quedó tan marcado en mi cerebro como la primera vez que la lefa salió de mis huevos, subió a borbotones por mi polla y salió al exterior produciéndome un éxtasis que repercutió como fuegos de artificios en mi cabeza.

El placer del derrame fue idéntico pero las sensaciones de los prolegómenos, los contactos de nuestras pieles, los largos besos, las caricias que nos hicimos aquella primera vez, echados sobre la fresca y verde hierba de un rincón de la orilla del Guadalquivir, que yo conocía y a donde solía ir a bañarme solitario y a soñar sentado a la sombra de unos ciruelos que allí había.

Valen, te amo - le dije mientras mis manos acariciaban su cuerpo.

  • Yo también te amo - me respondieron a la vez su boca y aquellos ojos vivarachos y muy negros de mi amigo.

Sucedió el encuentro sexual durante las primeras horas de una tarde primaveral. Los grandes calores aun no habían llegado a Sevilla pero hacía una temperatura lo suficientemente agradable para desear tomar un baño.

Aquella mañana la había dedicado a efectuar varias mandas, comido al final de ella los restos de un potaje que un posadero me ofreció y al volver atravesando mi puente trianero, el que quedaba junto a mi vivienda, vislumbré a Valen, que asomado al pretil de piedra contemplaba el río.

Hola, ¡Cuánta agua trae el Guadalquivir este año! - le saludé.

  • Si, pero está muy sucia para bañarse - me hizo un gesto de desagrado, mientras me señalaba las ramas y suciedad que arrastraba el río.

Yo sé de un remanso, aguas arriba, en el que estará limpia y fresca ¿Quieres te lo enseñe y nos bañamos?

Vamos - asintió contento mi amigo.

Le mostré mi rincón favorito del río y gozamos desnudos del agua. El sol ya declinaba cuando nos tumbamos sobre la caliente hierba a secarnos y sin pronunciar ni una sola palabra, juntamos nuestros cuerpos y nos comenzamos a acariciar.

Dejamos pasar lentamente la yema de los dedos por nuestra piel húmeda, buscando los rincones que pudieran ser motivo de gozo, rozaron nuestros labios, contornearon los pezones y jugaron con el vello que nacía bajo nuestro vientre, después fueron las palmas completas las que acariciaron la epidermis buscando el placer de la caricia, el calor que emanaba nuestro cuerpo y la sensibilidad de nuestros axones y al final, vueltos de forma que los rostros quedaron uno frente al otro, unimos toda la piel caldeada por el sol, en un maravilloso y electrizante abrazo.

Mi amigo me confesó entonces la tristeza con que se retiraba a su casa por las noches, después de haberse reunido conmigo y nuestros compinches, porque no le había contestado a las amorosas miradas que me había dirigido durante la velada y el deseo insatisfecho en que quedaba su cuerpo, cuando pensando en mí, masajeaba su pene en la oscuridad de su lecho, hasta que derramaba sus jugos.

  • José hubiera deseado derramarlos sobre tu cuerpo en vez de tenerlo que hacer sobre mi cerrada mano.

Le pedí perdón.

  • Valen, no sentía deseos sexuales cuando os explicaba lo que había visto en las posadas, estaba fingiendo notar algo en mi cuerpo. Solo mi orgullo infantil quedaba satisfecho al ver que todos vosotros, mayores que yo, atendíais mis palabras y decíais os encendían. Perdóname, ahora que sé lo sublime que es estar contigo, te resarciré de mi falta de atención.

  • ¡He soñado tantas noches con vivir estos momentos que me concedes! ¡He llorado tantas lágrimas sobre mi almohada cuando te buscaba por las noches en mi lecho y no estabas! - murmuró enternecido.

Su cara mostraba una alegría como nunca le había visto y juntar los labios en un largo y prolongado beso significó el preludio y la abertura de las compuertas de los deseos que habíamos mantenido escondidos hasta ese día.

A partir de aquello nos abrazamos, sobamos, besamos y mostramos locos el ansia de sexo que sentíamos y cuando metí la picha de Valen en la boca, era la primera vez que lamía una polla, pude disfrutar de la textura y sabor de la más hermosa del universo.

Enloquecidos por el deseo sexual que apareció en nosotros, seguimos haciendo todo lo que se nos podía producirnos placer, hasta que finalmente, rendido de amor, le presenté mi trasero, abierto, separando las nalgas por mis manos, para que su hermosa y ya muy crecida picha penetrara por él.

Tuvo sumo cuidado introducirme su verga ensalivada y despacio, y aunque los primeros movimientos de entrada me produjeron algo de dolor, el placer que sentí después superó todo lo que mi mente pudo imaginar. Cada empujón fue una visita al paraíso, cada palabra de amor, que me dijo al oído, un canto glorioso y cuando lo que habían producido sus gónadas penetró caliente, como lava ardiendo en el interior de mi cuerpo, casi desfallezco del placer que sentí.

No sé si cuando mi verga, algo inferior en tamaño que la suya, se introdujo en su ano, fui capaz de darle el mismo placer que él me dio a mí, pero puedo decir que obtuve de Valen gritos, gemidos y ayes superiores a los que nunca había oído, cuando vi follar los marineros con las putas.

Mi vida cambió desde aquel día. Seguía necesitando ganar lo necesario para comer, por lo que los mandados y las excursiones con la gente llegada a Sevilla continuaron, pero en cuanto la marea del océano iniciaba su retirada, por lo que los barcos no podían ascender por el Guadalquivir hasta nuestra ciudad, lo abandonaba todo para estar con Valen.

En el buen tiempo, el lugar elegido para nuestras expansiones sexuales siguió siendo mi rincón bajo los ciruelos, convertido en nuestro refugio, y cuando por las inclemencias de los elementos no podíamos reunirnos allí, a cielo abierto, mi pobre choza era el lugar que compartíamos.

Nunca dos cuerpos se unieron tantas veces y de forma tan diferente, no creo haya bocas y lenguas que supieran buscar el placer de su amante como las nuestras, que recorrían lamiendo todos los rincones de nuestros cuerpos y mordisqueaban cada centímetro de nuestra piel intentando encontrar estímulos nuevos.

Nuestras pichas ya conocían el momento justo de penetrar, empujar y soltar sus jugos, para obtener la suma felicidad del derrame al unísono.

Todo lo que éramos, vivíamos y podíamos cada uno de nosotros, llegamos a saber ponerlo al servicio del otro, para causarnos la máxima alegría y felicidad.

Fueron tres años, desde que cumplí los doce hasta que tuve quince, en los que Valen fue mi principio y mi fin, mi amigo, mi amante, mi príncipe y mi dios.

Se había iniciado la primavera, acababa de hacer los quince años y se cumplían los tres que nos habíamos ofrecido nuestros cuerpos, que para nosotros era como si nos hubiésemos matrimoniado. Pensábamos celebrarlo en nuestro nido particular de las orillas del río. Había pedido al posadero, que más me fiaba, me preparase una cesta de los mejores dulces que se fabrican en la región que sabía gustaban a Valen, alfajores, tortas de anís, aceitados, polvorones y otras delicias.

Traje el cestillo a media mañana, recién horneados, para evitar que les vieran los parroquianos y se prendaran de ellos y lo dejé en mi casita. Encargué a Valen los llevase a la tarde en cuando pudiera y me esperase en nuestro rincón, porque la maldita marea no iniciaba la pleamar hasta las cinco.

Pensábamos pasar todo el resto de la jornada y la noche en nuestro nido. Yo no tenía a nadie que me lo prohibiese y Valen, después de muchos ruegos, había obtenido de su padre la autorización de pasar la noche fuera de casa.

  • Estaremos - le dijimos - pescando cangrejos en los riachuelos que desembocan en el Guadalquivir. ¡Ya veréis los que traemos!

Cuando noté que las aguas del río cambiaban de dirección, lo que me señalaba que ningún nuevo barco llegaría a los muelles sevillanos, marché a la carrera hacia nuestro nido de amor en el que esperaba estuviese ya Valen esperándome.

Me acerqué jadeando y lo llamé desde lejos. No me extrañó no me contestara pues imaginé se habría dormido en la espera, pero cuando bajo los ciruelos comprobé no estaba ni tampoco en el agua, sentí un fatal presentimiento.

Corrí hacia nuestro barrio de Triana y antes de alcanzar el puente me dieron la fatal noticia.

  • Valen, que llevaba un gran cestillo sobre su cabeza, por no dejarlo caer al suelo, no vio ni pudo esquivar a un carruaje, con los caballos a un trote largo, que le ha arroyado y matado.

Me contaron después que al oír la triste noticia lancé un grito de animal herido y no pegué mi cuerpo contra el suelo porque manos caritativas lo sostuvieron.

De aquellos tristes momentos no recuerdo casi nada de lo transpuesto, herido y anonadado que quedé. Solo recuerdo unas palabras de consuelo que escuché.

Debe de ser su hermano o pariente para sufrir tanto al conocer la noticia.

Valen era para mí mucho más que eso, era una parte de mi ser y con su muerte desaparecía con él un trozo de mi corazón.

Solamente la virgen Macarena sabe lo que lloré la pérdida de mi amor. Dejé de hacer mandados, de llevar gente a las posadas o a los centros de puterío, de comer y casi de respirar.

Fueron meses de suma tristeza los que siguieron a la muerte de Valen. Sentía mi corazón desgarrado. Tuve que pasar por la dura adaptación de vivir sin nadie en quien confiar mis penas, angustias, deseos y anhelos.

A partir de la desaparición de la persona que llenaba totalmente mi vida, dejé de tener deseos sexuales y tardé mucho tiempo en frotar nuevamente mi polla y si lo hice finalmente fue recordando a mi amor.

Debo de agradecer a los buenos vecinos que tenía en Triana, principalmente los padres de Valen, no haber muerto de hambre durante el tiempo que permanecí ensimismado, con una fuerte depresión que me tuvo postrado, casi sin salir de mi cabaña y ausente de las importantes cosas que estaban pasando en España, metido en mis lúgubres pensamientos, como si no perteneciera a este mundo.

Solamente las palabras que había dicho mi amor a los largo del tiempo venían una y otra vez a mi cerebro. Se las oía de nuevo y contestaba, sin darme cuenta que estaba solo entre las cuatro paredes de mi casa.

¡Qué labios tan dulces y maravillosos tienes! No me canso de besarlos. Sabes mi amor, trasmiten toda la picardía que tu cuerpo posee, el calor y morbo que tu deseo sexual produce y también la alegría y la ternura que inunda tu corazón

Tienes el cuerpo ideal para hacer el amor, eres atlético, piel tostada y tu cuerpo responde a todos mis estímulos, gozo contigo como nunca pensé pudiera ser - escuchaban nuevamente mis oídos.

¿Como no va a responder mi cuerpo al intenso placer que le proporcionas simplemente con el roce de tu piel? ¿Cómo no va a temblar cuando pones en contacto con mi agujero ese maravilloso, vivo, duro y sublime sexo que posees? ¿Cómo no va recibir con deleite al ser más lindo y bello que fabricó la naturaleza? ¿Cómo no va a moverse al son que manda tu carne metida en mi carne? ¿Cómo no va a derramar su semilla para ofrecértela a ti? - respondía mi boca a la imagen que solamente estaba en mi cerebro.

Fueron también mis vecinos, no sabiendo lo que hacer para curarme, los que conociendo mi devoción por la Macarena, se acercaron hasta la iglesia donde se la venera y solicitaron su ayuda.

No sé si fue la intervención de mi virgen o que llegó el momento que la naturaleza venció al mal que tenía dentro, pero una mañana al levantarme, me pareció que el sol brillaba nuevamente, que el agua fluía bajo el puente del río y que había nueva vida, ruido y movimiento a mi alrededor.

Pensé que tenía que seguir adelante y vivir. Al principio me asusté por haber dejado a mi mente discurrir de esta manera, pero comprendí finalmente que necesitaba sobreponerme a todas las adversidades que me habían sucedido y pensar en el futuro.

Hasta decidir mi destino necesitaba ganar algo de dinero para poder comer por lo que busqué nuevos sitios para hacer recados o llevar gente a otros lugares de la competencia, pero las propinas que me daban, tenía entonces bien cumplidos los quince años, eran más apropiadas para un niño de diez que para mí.

Recibir como antes comida gratis, aunque fueran las sobras, fue fácil durante mi niñez, pero nadie alimentaría a un joven de mi edad sin echarle en cara su vaguería.

Para trabajar en el puerto, cargando y descargando grandes pesos no había preparado mi cuerpo, por lo que no se me ocurría ninguna otra forma de ganarme la vida.

Hasta que una tarde en la que me encontraba muy enfadado porque después de un largo desplazamiento para transportar un enorme bulto desde el puerto hasta un palacete de la parte opuesta de la ciudad, donde habitaba un caballero poseedor de mucho dinero, en un día en que se fundían las piedras por el calor que hacía, cuando esperaba una buena propina, había recibido solamente un miserable ochavo de plata.

Al iniciar el regreso, como el sol seguía castigándome de una forma inclemente, me acerqué hasta la orilla del Guadalquivir. Allí me bañé para refrescarme y ya tendido a secarme bajo unos cerezos cargados de fruta en sazón que habían llenado mi barriga, me dediqué a mirar los barcos que saliendo del puerto de Sevilla, aguas abajo del río, se dirigían al mar abierto.

Estaba en una zona que no conocía y desde la que se veían las embarcaciones muy cercanas cuando pasaban frente a mí, porque el río presentaba su mayor profundidad hacia la parte donde me encontraba descansando.

Los pilotos no duchos en la navegación por esta traidora corriente, necesitan ser guiados hasta el océano por prácticos del puerto sevillano, porque el río, aun con la marea alta, presenta bajíos peligrosos, que es imprescindible evitar para que no rompan la parte baja del buque.

Así pude vislumbrar perfectamente en la cubierta de un bello velero de tamaño medio, mirando hacia las blancas y extendidas velas, un hombre que daba órdenes a un muchacho de mi misma edad, que ataba y desataba nudos, giraba palancas y aparecía tan ufano y entregado a su labor como si fuese él quien dirigía la embarcación.

Imaginé que aquel chico podría ser yo que zarpaba para otras tierras. Tumbado sobre la hierba soñé en las posibilidades que había oído contar había al otro lado del océano.

En aquel mismo momento decidí embarcarme. En Sevilla no tenía ningún futuro posible, no había nada que me atase a aquel lugar si no fuese el recuerdo de mi Valen.

La falta de personal joven que quisiese navegar hizo que me fuera fácil encontrar un navío que me aceptase como grumete.

Dediqué el día anterior a mi partida a decir adiós a lo que consideraba había sido algo importante para mí. Por la mañana recorrí los parajes, rincones o lugares donde había dormido, soñado, sufrido o cobijado durante mi corta y solitaria vida. No me despedí solamente de los que habían dejado un poso de alegría o agradecimiento en mi recuerdo, deseé hacerlo también de los lugares en que lloré amargas lágrimas cuando me hacía cargo de mi soledad o encogí mi corazón por el miedo a ser atacado, robado, mancillado o prendido por la autoridad después de mis pequeños hurtos.

Para cada uno de ellos tuve una despedida especial. Sabía muy difícil los volviese a ver y por ello intenté grabarlos bien en mi mente para mantenerlos en el recuerdo.

Pasé posteriormente a despedirme de algunas personas que me mostraron su amistad y cariño cuando lo necesité y al mediodía quise compartir mi última comida en la ciudad bética con la familia de Valen. Compré con el último dinero que poseía algunos fiambres y una botella de vino fino sevillano y me dirigí a su casa.

Como siempre fui recibido con muestras de alegría y amor en aquel hogar, porque conocieron desde su inicio, la relación que mantuve con su hijo y cuando les comuniqué que había decidido embarcar para las américas, los padres de mi amor me desearon toda suerte de venturas en el nuevo mundo. Cuando salí de aquella casa había terminado de despedirme de los vivos que habían sido algo en mi existencia hasta entonces.

Había dejado para la tarde, era cuando Valen y yo nos reuníamos, para hacerlo debidamente de él y de su recuerdo.

Eran casi las cinco cuando me acerqué al camposanto. Sentí ganas de llorar cuando vi su tapia desde lejos. Iba a ser la última visita que haría a aquel lugar donde estaba enterrado una parte de mí.

Una lápida de piedra en la que estaba grabado su nombre y la fecha que lo perdí, señalaba el lugar donde se encontraba la tumba. La habíamos mantenido, tanto su madre como yo, limpia y siempre con alguna flor sobre ella.

Me senté en el duro suelo y mientas pasaba una vez más la yema de los dedos sobre las letras de su amado nombre, rememoré su sonrisa, sus negros y bellos ojos, su moreno y grácil cuerpo y la manera especial que tenía de abrazarme y besarme cuando hacíamos el amor.

Todos los momentos de felicidad que recordaba haber disfrutado en mi vida se los debía a aquella maravillosa criatura cuyos restos descansarían eternamente allí.

No sé cuanto tiempo permanecí recordando paso a paso todos los momentos felices que viví con mi amigo y amante, sé que para abandonar su tumba fue necesario que uno de los sepultureros que cuidaban el lugar, me anunciase comprendiendo mi dolor.

Cuando desaparece la luz del sol, se cierra el cementerio. Muchacho debes de marchar ya.

Al dirigir mi última mirada a su tumba le prometí.

Si alguna vez vuelvo a Sevilla, mi querido Valen, será solamente para visitarte.

Las lágrimas que quise evitar durante todo el día anegaron ahora mis ojos y así llorando salí del camposanto y recorrí parte del camino de vuelta hacia mi cabaña.

Aquella noche preparé lo que llevaría de viaje, dos camisas, un jubón, tres prendas interiores y algunos recuerdos, probablemente inútiles para donde me dirigía, pero que constituían mis únicos tesoros y recuerdos de mi niñez.

Llevé después todas las cosas que en mi cabaña recordasen a Valen a su familia. Los platos, vasos y cubiertos que usó, así como las mantas que lo cubrieron pensé no debieran ser mancillados por otras personas. El resto le dije a su madre, que tal como estaba, lo debiera vender y con lo obtenido mandase al sepulturero que me anunció me retirara de su tumba, la mantuviese siempre limpia y con una flor fresca sobre su lápida.

Como mi estómago no estaba dispuesto a digerir nada debido a los muchos sentimientos encontrados por los que había pasado aquella jornada, me acosté sin cenar.

La última noche que pasaba en aquella cabaña vieja y medio destartalada que había sido mi morada en Sevilla tuve múltiples e inquietos sueños, me vi triste y lloroso sentado en el barco por dejar mi patria, después perseguido en el nuevo mundo, donde había llegado, por indios salvajes que intentaban descuartizarme, pero al final de las horas de descanso tuve la dicha de soñar lo que hacía tiempo no sucedía, que Valen estaba en el lecho junto a mí y disfrutaba una vez más de su sexo.

Cuando culminó la polución nocturna desperté y salí a la puerta de mi pequeña casa. El cielo empezaba a iluminar Sevilla por el este, el camino hacia Lucena, donde se encontraba nuestro rincón y le despedí con el pensamiento

Me faltaba cumplir con el último adiós, mi Virgen Macarena por lo que me dirigí a esas horas tempraneras hacia la iglesia donde se la venera. Admiré durante un rato su rostro moreno y comencé a decirla.

  • Virgen y madre mía. Me postro ante tu presencia para que me bendigas antes de emprender este viaje hasta América. Quisiera dejar Sevilla sabiendo que siempre podré contar contigo.

Cuando salí de la iglesia me recibió una llamarada de luz que me hizo entrecerrar mis ojos. Atravesaban en aquel momento la plaza, que hay frente de la iglesia, bandadas de golondrinas que portaban el alimento para sus crías. Recordé que estos pájaros vuelven a anidar al sitio donde nacieron y pensé que igual haría yo porque aunque esta ciudad no se había portado bien conmigo, la tenía metida en mis huesos.

Después, llevando atada en cuatro puntas una pañoleta donde guardaba todas mis posesiones llegué a la orilla del Guadalquivir, donde cercano al puente de Triana, que une el barrio que lleva el mismo nombre con el palmeral donde se asienta la Torre del Oro, estaba amarrado el "Nueva Aurora" barco donde esperaba llegar a mi nuevo destino.

Atravesé temblando de emoción la pasarela que unía el bergantín al muelle, a las nueve de la mañana del día 4 de mayo del año 1801 cuando gobernaba en nuestro país el rey Carlos IV de la dinastía borbónica.

Notaba como mis piernas se tambaleaban, no solo por el balanceo del débil cordaje, sino porque mi cuerpo no podía pararse quieto de la tembladera que me había entrado.

En aquel instante me vino a la mente el miedo a lo desconocido, la verdadera dimensión de la aventura que iniciaba y me inundó una falta de valor hasta tal punto que estuve dispuesto a regresar corriendo a esconderme en los rincones donde lo hacía cuando notaba surgía algo peligroso a mi alrededor, cuando acuclillado hurtaba la vista de mi cuerpo de la gente, pero resoplé, me volví a encomendar a la Macarena, hice acopio del poco valor que aun me quedaba, intenté calmarme y me obligué a saltar a bordo.

En ese lugar del cerebro donde se acumulan los recuerdos ha viajado conmigo la maravillosa imagen de Valen, su olor, el tacto de su piel, su voz y sus palabras.

  • José, eres y serás mi amor eterno