Jorge y Juan (2)

Todo mi cuerpo sufrió una sacudida tremenda. Mis ovarios chirriaron como los frenos de un coche y de puro placer. Una oleada tremenda invadió mi vagina humedeciéndola de golpe y porrazo. De pronto noté que las minúsculas braguitas se empapaban con los flujos.

JORGE Y JUAN

Segunda Parte

Capítulo VI

¿Cuándo fue que me di cuenta que los gemelos se fijaban en mí de una forma distinta a como se mira a una madre? En realidad hacía tiempo. Tendrían ellos catorce años y ya se fijaban en mi atrevida forma de vestir con ojos de pollo degollado. Me negaba a admitirlo porque comprendía que despertaba a la adolescencia y yo era entonces, y lo sigo siendo, una mujer atractiva de rostro y cuerpo, cabello largo y claro, ojos grandes y boca alegre, buenas caderas, cintura estrecha y de relevantes senos anchos, erectos y picudos. Nunca llegaron a molestarme, cierto, por lo que no me importó que asomaran sus naricillas adorables cuando acababa de bañarme (enredada en una toalla, ya sabía del problema) u observando mi desnudez desdibujada en los cristales biselados de la mampara del baño, también procurando no ser vistos con todo el ruido que hacían los dos juntos cuando se escondían en mi habitación para verme vestir.

Ocurría lo mismo al desnudarme para meterme en la cama. Me daba ataques de risas que procuraba disimular saberlos ahí, con sus neuronas jóvenes disparatadas, contemplándome embobados cómo lucía mis camisones o trajes ajustados de escotes generosos que siempre me ha gustado llevar con el visto bueno de Jorge padre que nunca dejó de perder los papeles al verme de esa guisa, follándome allí donde me cogiera, estuvieran los niños o no cerca. Los gemelos llegaron inclusive, cuando salíamos los cuatro juntos, quedarse rezagados para contemplarme caminando tan sexil por la estrechez del pantalón o de la propia falda que en ese momento luciera. He de reconocer que con el paso del tiempo, ya fallecido Jorge padre, empecé a preocuparme por lo molesto que resultaba el sometimiento continuo de sus güiros, sobre todo el de Juan. Y los llamé a capítulo.

Cuando decidí cortar el acoso de la que era objeto fue cuando las insinuaciones subieron de tono. En realidad, la de mi hijo Jorge, indomable, independiente y dominante en, mucho más extrovertido que Juan, su hermano gemelo, sinvergüenza descarado, seductor y simpático con el género femenino como lo fue siempre su padre, mujeriego y putón como más tarde supe. Para mi marido, las mujeres siempre hemos sido objetos de placer, animal bello y sensual para usar, intercambiar y disfrutar, como solía decirme a cada rato.

Los tocamientos empezaron teniendo ellos diecisiete años, un año después de quedarme viuda. La primera vez sucedió estando sentada delante de ellos, luciendo un pantalón blanco muy ajustados y una de mis tantas blusas, del mismo tono, estrechas y tentadoras, desabrochadas hasta un poco más abajo de la base de mis senos. Las piernas las tenía abiertas (mondaba unas patatas y tenía el cubo de la basura en medio) Yo misma tuve conciencia de que mi vulva estaba muy marcada en la costura ancha y fuerte del pantalón, metida en medio de los labios mayores separándolos, marcándolos ostensiblemente. Enfrente Juan, con la boca abierta y los ojos fijos en mi entrepierna de forma obsesiva. Noté su pantalón deformado porque su pene se notaba erecto e incontrolado. Tuve que reconocer que un sentimiento de gratitud y coquetería me invadió sonriéndole sin darme cuenta que lo provocaba. Más tarde me sentí ruin, culpable.

-Juan, hijo ¿Qué miras con tanto interés? –Era una pregunta tonta, el chico miraba lo que miraba con toda la lógica del mundo: mi coño bien expuesto, pero quería saberlo de primera mano. No respondió por lo absorto que estaba y, más tarde, por su gran timidez, en cambio, la potencia de su pene crecía por momentos. Se encontraba excitado, traspuesto en su mundo natural de varón. Tuve ganas de abrazarlo y besarlo. Estaba piropeándome con ese descaro inocente, mostrando su hombría –Juan… ¡Juaaaan! –Casi grité.

-¿Eeeh?... ¿Qué... qué pasa…? –Intensos colores encendidos tiñeron sus mejillas creando la burla cojonera de su hermano mayo -¡Ya está bien de reírte de mí, tío!

Entonces Jorge, en defensa siempre de su gemelo, con ese atrevimiento y desparpajo heredado, se acercó a mí y tomó limpiamente y con toda la mano abierta mi sexo, apretándolo suavemente primero, con saña después, pasando con agilidad sus dedos por la raja con intensidad calculada hasta llegar a mi clítoris. Éste, al ser rozado, se desbocó como un caballo.

-Esto, madre, tu coño gordo y hermoso que nos enseñas gratuitamente todos los días.

Todo mi cuerpo sufrió una sacudida tremenda. Mis ovarios chirriaron como los frenos viejos de un coche y de puro placer. Una oleada tremenda invadió mi vagina humedeciéndola de golpe y porrazo. De pronto noté que las minúsculas braguitas se empapaban con los flujos ¡Qué emoción tan fuerte acuse con aquella caricia inesperada, brusca, de mi hijo Jorge! Por esa época solía salir los fines de semanas por las noches a saciar mis apetitos sexuales con amigos íntimos del entorno de mi marido y mío. La osadía de Jorge fue el pistoletazo de salida de lo que ocurrió más adelante.

Sin embargo, a pesar de lo guarra que puedo ser me sentí ofendida incomprensiblemente y lo que pasó luego fue un acto reflejo, una ira incontrolada propia en la defensa de mi integridad como madre. Más tarde me arrepentí de corazón. De repente levanté la mano y con todo el dorso la descargué duramente sobre la mejilla derecha de mi hijo mayor. Él trastabilló hacia un lado pero no se inmutó, tan sólo se pasó la mano por el carrillo. Debió haberlo previsto porque se rió de mí señalándome con indolencia.

-Te gustó, madre, te gustó porque bien que te has corrido, compruébalo en tu pantalón. No busques machos en la calle, guarra, ya los tienes en tu casa, por partida doble.

Lo miré aún más asombrada, llena de dolor y rabia contenida. La forma como me tocó y se había dirigido a mí no era la propia de un hijo a su madre. Unas lágrimas gruesas afloraron a mis ojos y les miré como si no los reconociera. Juan se acercó rápidamente para abrazarme, increpando a su hermano. Lo rechacé de plano.

Salí corriendo de la cocina a mi habitación, dejando todo lo que estaba haciendo y, antes de cerrar la puerta, oí a Juan hablando alteradamente con su hermano Jorge. Éste le respondía alegremente.

-Tranquilo, hermano. No seas infantiloide, tarde o temprano será nuestra. No tenemos más que esperar y seguir insistiendo. Eso sí, se ponga como quiera ponerse, le ha gustado ser sobada ¿No has visto cómo se ha corrido? Pues como la puta caliente que es.

-¡Cerdo mal parido! ¡Ella no es como las golfas que te follas a diario!

-Vale, hermano, vale. Lo que tú digas. Pero hemos dado un paso adelante para tener su coño muy pronto.

Cerré la puerta de mi habitación con un portazo y quedé derrumbada en la cama boca abajo totalmente vencida y caliente. Era verdad el comentario de Jorge, tenía mis necesidades como la mujer ardiente que siempre he sido. Con la sorpresiva caricia me había corrido de tal manera que tuve que cambiarme. En el baño, sin poderlo evitar, introduje mi mano derecha en la entrepierna y enterré todos los dedos en mi vagina hasta donde pude moviéndolos, agitándolos con fuerza y rabia su interior, corriéndome, ahora sí, de puro gusto, recordando la anécdota. Sentada en el suelo, con la espalda pegada a la pared fui reponiéndome y comprendiendo que si no ponía coto a mis extravagancias terminaría en medio de los dos haciendo el amor como una sucia perra. Tenía que cambiar.

No permití que me vieran en todo el día. Ellos, deportistas profesionales, se fueron al gimnasio. Aproveche la ausencia para disponer la cena. Mientras la preparaba, mi mente no dejaba de dar vueltas y vueltas ¿Jorge follaba mucho? ¿A diario? ¿Y Juan, no? ¿Por qué? Empecé, sin darme cuenta a excitare con ese pensamiento. Se hacían mayores y más guapos de día en día. Me habían superado en altura con diecisiete años y yo necesitaba mucha fuerza de voluntad si quería atajarlos en su obsesión por mí. Sin embargo, acabó la tarde convencida que terminaría en los brazos de los dos tarde o temprano. Resistiría todo lo que pudiera porque todavía creía en pruritos absurdos.

No quise dejarme ver de mis muchachos en muchas horas y cerré la puerta de la habitación con llave por primera vez.

Al igual que no tenía argumentos suficiente para hablar directamente con Jorge sobre su vida sexual, me recordaba la de su padre, con Juan no tenía problemas. Pude analizar tranquila a solas que Juan me deseaba mucho más que su propio hermano, aunque me pareciera un mal pensarlo. Pero tampoco le haría asco a un "sobeo ocasional" viniendo del chico y, a cambio, él podía informarme de todo a través de su estómago, sobre todo con los postres que tanto le gusta. Así que, con la desvergüenza que me caracteriza, olvidándome pronto de que tenia que cambiar mi forma de ser, lo puse todo en el azadón y decidí una tarde dar el paso definitivo.

Vestí una falda negra de satén muy ceñida, corta para mi edad. La combiné con un pullover beige ajustado de generoso escote que mostraba claramente unas tetas alteradas y salvajes, libres del sostén y de pezones bien erectos previamente estimulados con los dedos ante el espejo. Quería estar sensual y deseché las bragas, tan sólo unos pantis transparentes para darle brillo, junto con la falda, de medio cuerpo para abajo. La impresión que quería causarle estaba servida.

Recogí mi cabello largo en una graciosa cola de caballo y calcé unas bonitas zapatillas negras, cómodas y de medio tacón corrido. Mientras me arreglaba observaba con satisfacción mi figura llena de curvas en el espejo y pensando la estrategia a seguir al empezar la conversación. Aquella mañana lo había invitado a acompañarme en la cocina, que presenciara la confección de los postres que tenía pensado hacerle. Dijo que sí contento y, a la hora convenida, estaba en la cocina esperándome.

Quedó totalmente sorprendido, extasiado con el atuendo y no podía apartar la vista de mí. Noté sus ojos viciosos recorriendo cada centímetro de mi cuerpo, desnudándome. Su mirada se había vuelto nublada, codiciosa y malvada, si cabe, y eso fue bueno para mis propósitos. Lo vi acercarse lentamente, ido ya, descontrolado, llegando hasta mí, empezando a tocarme, acercando su rostro al cuello, besándolo lentamente hasta llegar al rostro, a la comisura de mi boca. Yo, henchida de lujuria, con los brazos caídos, no podía dominar el baile de los ovarios totalmente revolucionados. Notaba mi vagina humedeciéndose, los flujos aflorando a la entrada de la vagina, enfebrecidos los labios de mi vulva y transmitiendo calor a los pantys. Si hubiera querido desnudarme con intención de poseerme juro que no hubiera puesto ningún impedimento. Pero ocurrió que, dentro de su timidez y respeto por mí, el sentido común no pudo con su naturaleza animal y llegó hasta mí.

Me tomó por detrás, cogiéndome fuertemente por la cintura, dejándome pegada a él. Sus manos jóvenes y hambrientas buscaron mis glúteos golosos apretándolos con fuerza mientras su rostro se inclinaba hasta el mío besándome las mejillas, la boca al rozar con sus labios mis labios y dejándose ir hasta mi barbilla que mordió con fuerza. Su bragueta, entre tanto, estaba muy alterada y su pene, tan duro y fuerte como el de su padre, queriéndose hundir en el nacimiento de mis nalgas. Ya estaba fuera de sí, ciego. Con su afán de tenerme subió sus manos hasta el escote, abriéndolo, sacando mis tetas desnudas y queriéndolas abarcar en un afán desmedido. Éstos se endurecieron y los pezones quedaron como verdaderos pitones. Cerré los ojos y pedí a Dios que me hiciera suya.

¡Mi niño querido! No podía dominarse y siguió sobándolas con lujuria un buen rato, jadeando, llenándome de su limpia baba las mejillas, mis labios que eran besados y mordidos.

Yo, mojada totalmente, dejé que hiciera lo que le viniera en gana. Tuve que reconocer con admiración su habilidad con las caricias siendo tan joven ¿Eso lo enseñaba el Instituto? Juan no paró de amasar los senos y los pezones dándose un buen garbeo con ellos moviéndolos por donde quiso. No tardó mucho en bajar esas manos atrevidas hasta los glúteos cogiéndolos con aquella fiereza tremenda de antes, dirigiéndolas por delante en busca de mi vulva que no pudo poseer por la estrechez de la bendita falda. Tan pronto las dejó ir más abajo para meterlas por dentro se retiró de mí con un grito agónico que mostraba rabia y terror. Solo su fuerza de voluntad heroica, propia de un atleta profesional y dejando entrever el dolor escondió en su interior por lo que estaba haciendo, fue la que lo hizo reacciona sacándolo de su ceguera. Cuando logró apartarse de mí, de un salto se sentó temblaba de emoción como un niño pequeño. La tremenda erección que le veía a través del pantalón era increíble. Lamenté que no siguiera porque yo estaba aún más nerviosa y excitada que él y no me hubiera importado que quisiera follarme allí mismos, sobre la mesa en la que iba a prepararle los distintos postres.

-¡Perdón, perdón… mamá! Yo… yo no sé… que me pasó -No se atrevía a mirarme ni dar un paso para marchar. Su polla estaba muy alterada.

-Tranquilo, mi niño, tranquilo. Lo que ha sucedido ahora sólo quedará entre tú y yo. No… no lo comentes con tu hermano y asunto concluido.

Pasó un rato embarazoso en el que no sabíamos lo que hacer ni qué más decir. Se hizo tenso el momento, mirándonos de reojo, Juan serio, azorado, temblando y procurando que su pene le bajara. Yo, con sonrisa forzada, me volví de lado ajustando mis tetas dentro del escote despacio, una a una, con perversidad calculada, Juan seguía desnudándome con sus ojos sin poderlo evitar.

Yo, acostumbrada a escenas parecidas con mis anteriores amantes, empecé el diálogo y las palabras me salieron incoherentes por lo temblorosa que estaba.

-¡Eh...! ...¿Y tengo entendido, Juan, que tu hermano... anda mucho con chicas? ¿Tiene muchas? –Una pregunta directa, mostrando nerviosismo -¡Oh! ¡Dios mío! –Grité falsamente -Creo que esto necesita algo más de azúcar...

-¡Buenooooo! –Hablando más alto que yo, rompiendo aquel momento difícil, sin poder apartar la vista de mí que iba de un lado a otro empezando a confeccionar las pastas para los dulces -No conoces bien quien es Jorge. Ya sabes perfectamente lo lanzado y cabezota que es. A las chicas no las tiene respeto, las trata con dureza y dominio. Es raro el día que no se tira a una… Perdón, quería decir, salir con una de ellas…

-No te apures, amor, no soy una niña pequeña que se asuste de la vida… Además, me casé con tu padre que también fue amante de las relaciones duras... Te parí a ti y a tu hermano –Reí nerviosa -¡Vaya, vaya, vaya con Jorge! Sí, parece un desconocido para mí.

Juan, mostraba una inocencia rayada en lo infantil. Ahora estaba entretenido en zamparse las raspas de las distintas masas que le ponía delante, hablaba y hablaba sin parar.

-Él tiene mucho éxito, madre, hasta con algunas de las profesoras. Actualmente se dice que está con la de mates. Ella es una chica joven. Yo creo que es verdad –Parecía un niño grande engullendo a dos carrillos una golosina, manchando la boca sin preocuparle que lo estuviera mirando, hablando sin saber que lo sonsacaba –Anteayer los vi muy acaramelados. Le metía las manos por debajo de la falda tocándola sin parar, bajándole las bragas y sobándole el culo y el chichi. La profe reía mientras los dos se comían la boca. Lo que observé, créeme, me decía que no era la primera vez que lo hacían. Tienen un rollo serio y eso está muy claro…

-¡Dios mío! –En mi cerebro explosionó algo que me dejó ciega. Sentí unos celos tremendos de aquella golfa putona, una rabia fiera que me indujo de pronto a perder los papeles. De pronto me vino a la mente acabar con la carrera de la maldita zorra que atentaba contra un hijo mío -¡No puedo creer lo que estás diciendo, amor! –Estaba fuera de sí. Dejando todos los cacharros embadurnados, grité como una energúmena -¡Ahora mismo voy al instituto y denuncio a esa perra a Educación y Ciencia! ¡Esa puta apoderándose de lo que es mío! ¡Zorra asquerosa! ¡Puta inmunda...!

Nunca debí haberme puesto de aquella manera delante de Juan. Fue un ataque irracional lleno de celos en el que casi lo pierdo, todo por una mujer que podía tener, con todo el derecho del mundo, lo que en mi fuero interno, al oír a su hermano, deseaba sólo para mí. Mis ovarios habían enviado suficiente flujos como para humedecer con creces los labios de mi vulva y yo, incontrolada, caliente como la perra que soy, hervía de deseos irrefrenables de acabar con aquella indeseable. No pensaba en otra cosa que exterminar a la sanguijuela de la profesora que me quitaba lo que era realmente mío por derecho propio.

Juan se levantó de la mesa de un brinco, con la cara transfigurada. Estaba lívido y me miraba con horror. Pegó un fuerte puñetazo en la mesa logrando que reaccionara y retrocediera sorprendida, asustándome cuando se acercó a mí, pegando su rostro al mío.

-¡¡Cállate ya, madreeee!! -¡¡Cállate yaaaa!! ¡¡HOSTIAS PUTAAAAS!! –Gritó a pleno pulmón. Sus ojos, totalmente abiertos, se habían humedecidos por las lágrimas –Me has engañado como al niño pequeño que debo parecerte. Con tus dulces caseros, vistiendo esa ropa tan llamativa como la puta que dices tú es la profesora ¡Cállate, madre, de una puta vez! ¡Ya veo que Jorge es el único que te interesa, al que deseas de verdad! Yo no soy nadie para ti ¡En ningún momento de tu vida lo he sido! ¡Qué pena, madre, qué pena! Yo nunca te defraudaría como lo haría él, siempre me tendrías a tu lado si fueras mía. Pero no, te gustan los golfos que saben castigar y dominar a las mujeres. Ese es mi hermano ¡Tú, ahora mismo, te comportas como la zorra puta que a él tanto le gusta!

Estaba iracundo y temblaba cuando alzaba la mano que parecía querer pegarme. Dando media vuelta salió de la cocina a grandes zancadas, bufando como un animal herido. Yo no podía creer que mi Juan fuera capaz de hablarme de aquella manera. Y comprendí, tarde ya, que lo tenía merecido.

Salí corriendo detrás de él pero no logré alcanzarlo. Juan, con sus largas piernas, había alcanzado su habitación dando un portazo tremendo justo cuando llegaba, en mis propias narices, cerrando con llave.

-Juan, hijo, no... no quise ofenderte, no era mi intención. Os quiero por igual a los dos, te lo juro por lo más sagrado. No tengo distingo –Y era verdad lo que le decía –No te enfades, por favor, te necesito tanto como necesito a tu hermano ¡Juan, abre...! ¡Juan! ¡Juan, estoy aquí para lo que necesites...!

Capítulo VII

Después del incidente en la cocina, Juan, evitaba encontrarse a solas conmigo, siempre procuraba que estuviera Jorge delante para estar los tres juntos, en el desayuno, el almuerzo o en la propia cena, procurando aparecer el último, saludándome con un -¡Hola, madre! Seco y tajante. Comía en silencio, apenas si participaba en la conversación.

–Tío ¿Te has vuelto zombi? ¿Te ha venido, por algún casual, la regla?

Desde aquel día del bofetón, el mayor, con su desparpajo habitual, se metía conmigo tocándome sin el respeto debido, por encima de la ropa atrevida que siempre me ha gustado lucir.

Contrariamente a Juan, mi hijo Jorge no dejaba perder la oportunidad de estar cerca para acariciarme las veces que lo permitía. Pasaba sus manos por debajo de los brazos buscando mis pechos, mis caderas respingonas y prietas, llegando más lejos para gozar de la entrepierna, siempre delante de su hermano y sin pudor alguno. Me defendía airadamente de sus acosos protestando, exigiendo respeto a mi condición de madre. Todavía quería mantener mi pudor filiar. Buscaba con los ojos la ayuda de Juan pero este apenas sí prestaba atención y, cuando acababa o dejaba restos de su comida, se levantaba marchando de donde estuviera todo lo rápido que podía. Jorge protestaba egoístamente.

-¡Joder, Juan! ¿Adónde vas, tío? ¿Te das cuenta, madre? Cada día está más gilipollas.

De pronto, aquellas expresiones amorosas y atrevidas de Jorge delante de Juan se calmaron, sólo quedó el beso en la boca y las nalgadas de todos los días. Pero en cualquier parte de la casa, estando los dos solos, nos clavábamos los ojos y dábamos riendas sueltas a nuestros sentimientos. Mentiría sí dijera que no me gustaba como hombre. Sentía necesidad de las caricias, de su aliento cálido sobre mi rostro cuando buscaba mis labios que nunca le negaba. Sus grandes manos de atleta se filtraban por debajo de la ropa, desabrochándola bajo mi consentimiento, paseándose con libertad por mi piel, las nalgas, tropezando otra vez con los senos electrizados y los pezones duros por la emoción que embargaba todo mi ser.

Siempre ha sido muy inteligente y, sabedor de que poco a poco iba venciendo mi oposición, se lanzó de cabeza y ya no dejó de gozarme en todos los momentos que podía.

-Ya está bien, Jorge, no me gustará encontrarme en la lista de tus chicas con las que estás cuando te canses de sobarme –Le dije cortada. Juan no soportaba las confianzas de su hermano mayor -Soy tu madre. Por las mil veces que te lo he pedido, respétame, por favor.

-¡Vaya, vaya, madre querida! ¿Quién ha sido el chivato de mierda que te ha venido con esos cuentos de marujas reprimidas? –Y miraba para atrás buscando con los ojos a su hermano, mostrando una socarrona sonrisa, teniéndome contra él sujetada por los glúteos, hablando alto para que lo oyera -¿Te ha dicho ese bocazas que también lo buscan a él a cada rato? ¿En la biblioteca, por ejemplo? Descaradamente en la propia clase alguna que otra profesorilla madura. Pero, claro, ese asqueroso chivato, como está enamorado de su propia madre, apenas si hace caso a las buenísimas hembras que se le arriman todos los días. Yo tengo la fama de golfo, de putero y mejor achacarme las culpas, de todo lo que se pierde por ahí. Es más cómodo ¿No crees que digo la verdad, chivato?

-"¡Dios mío! No lo puedo creer" –Mis ojos se abrieron como platos y los fijé en Juan. Estaba con la cabeza totalmente baja, huraño, sufriendo porque Jorge me tocaba –"¡Juan enamorado de mí!"

Si en ese momento me hubieran pinchado para sacarme sangre seguro que no encontraban ninguna. Estaba totalmente emocionada y fuera de mí. Siempre pensé que sólo me deseaba. Jorge, un tremendo aprovechado donde los hubiere, teniendo apoyada mi espalda contra su pecho, se había apoderado de mis tetas jugando con ellas, amasándola, subiéndolas y bajándolas, estirando los pezones envilecidos por el placer. Yo luchaba por salir de su círculo tentador y marché del salón despacio, ajustando la ropa, con el corazón rebosante de alegría por la noticia maravillosa que Jorge me había traído.

Capítulo VIII

Jorge tomó por costumbre aparecer por casa antes que su hermano. Juan, en el deporte que practicaban ambos era considerado mejor y fue el único seleccionado, esa vez, para las convocatorias nacionales. Me acostumbré a recibirlo con besos húmedos. Nuestras bocas empezaban a buscarse sin inhibición, entrando en una lucha de lenguas que nos hacía perder el control y la cordura, al menos la mía como madre. Se adueñaba de mi cuerpo permitiendo que se apoderara de mis suculentos senos y jugara con ellos a placer, de mi culo redondo y magro así como del sexo. Sus manos se perdían en mis nalgas y resbalaban entre mis muslos a la entrepierna apretando con ardor mi vulva, metiendo los largos dedos en los labios, al principio, por entre las bragas y luego, desplazándolas para gozar de las caricias y dejar sentir su pene erectarse, hundirse en mis glúteos, colocándome de espalda contra la pared o contra algún mueble y simulando enterrar su nabo en mi trasero.

Yo, a mi vez, perdí la vergüenza y los prejuicios que impedía entregarme completamente a las caricias de todas las tardes. Me acostumbré a tocarlo también, a meter las manos dentro del pantalón y masturbarlo, a jugar con su gran prepucio que mojaba mis manos cuando se corría en ellas. Golosa y alegre, haciéndolo hervir aún más, me la llevaba a la boca saboreando con placer sensual todo su caudal delicioso.

Lo que tenía que suceder ocurrió una de aquellas tardes. Lo presentí nada más despertar esa mañana y lo supe al verlo aparecer. Vestía una falda blanca de volante ancho y ceñida a las caderas, una blusa entallada y tres botones sin abrochar que dejaba ver la base de mi exuberante pecho siempre desnudo. No tenía el tabú de los días atrás y sabía ya que tarde o temprano sería de Jorge. No lo oí llegar y la sorpresa fue muy grata cuando me sorprendió apretando mis glúteos. Me giré recibiéndolo con los brazos abiertos, pegándome a su cuerpo como una mujer enamorada. A Jorge le gustó la abertura de la camisa y se entretuvo largamente con los senos y los pezones erectos brincando ante sus ojos, chupándolos, estirándolos, haciéndome un daño que ponía mis tetas más duras si cabe. Ese placer doloroso y conocido partía de los senos pasando por la espina dorsal, llegando a mis ovarios haciéndolos estremecer y produciéndome flujos que invadieron y humedecieron los labios verticales de mi sexo.

En su arrebato amoroso, él me arrinconó contra la pared agarrándose a mi culo a través de la falda para luego levantarla, empezando a jugar con mi vulva como de costumbre. Yo, nuevamente de espalda a él, subía mi brazo izquierdo acariciando su cara, entregándole mis labios lacados que eran mordidos y besados con desesperación. No le vi desabrocharse la bragueta para sacar su espléndida polla que ya conocía de caricias anteriores. Me giró para que me apoyara contra la pared y se dedicó a la masturbación de mi sexo. Me encontraba húmeda, entregada total, sin tener esa vez conciencia de lo que hacía. No le costó trabajo empujarme hacia abajo por los hombros hasta quedar de rodillas frente a su bragueta, colocándome de cara a la gran verga que tenía en la mano, olorosa, dominadora y vibrante, azotando mi rostro dos o tres veces indicando lo que pretendía de mí.

Inmediatamente, totalmente ciega, tomé su polla con mi mano derecha y comencé a besarla por todas partes, desesperada y, con la boca convertida en un lago de agua, me introduje la cabeza sabrosa del pene con fruición. Pronto me la metí toda hasta el fondo empezando a chuparla, a sacarla para acariciar con la legua aquel gran miembro duro, agarrando con delicadeza los escrotos totalmente hinchados y llenos de su leche. Mis labios, desesperados y viciosos de su verga, se paseaban por todo el contorno del cilindro comprobando las venas moradas e hinchadas de sangre, subiendo, besando y escupiendo la cabeza para volver a metérmela y seguir gozando del placer de aquella primera felación.

De pronto, no tuvo consideración conmigo, Jorge, agitado y casi violento, me arrebató el manjar levantándome con su fuerza inmensa. Subió la falda comenzando a bajar la tanga empapada para luego enfilar su pene a la entrada vaginal, tocándome con la cabeza ancha del glande la entrada vaginal, empujando y dejándola deslizar hasta rozar su pubis con el mío, llegando, para mi asombro, a la entrada del cuello de mi útero.

Fue cuando desperté de la ceguera emocional y tuve conciencia de lo que estábamos haciendo. Pero ya era tarde. Quedé atónita, como paralizada. Me invadió un miedo atroz del que ya no podía hacer nada ni tenía fuerza material para rechazarlo. Posiblemente quise apartarlo y escaparme de sus brazos. No debió ser suficiente mi fuerza porque su inmensa fortaleza de atleta me tenía acorralada y dominada. Sólo pude hacer una cosa: suplicar.

-¡Jorge, Jorge, no, por Dios!

Pero él cerró mi boca con la suya agarrándome fuertemente las nalgas, comenzando el coito con lentitud y cierto nerviosismo, más tarde con fuerza y brío. Estaba contra la pared, una pierna levantada y totalmente abierta. Estaba inmovilizada pero tampoco luché para evitarlo. Estaba vencida y me gustó. De pronto empecé a recibir mil veces sus violentas embestidas y dándome igual le rodee el cuello con mis brazos y con las piernas sus caderas. Unas lágrimas de arrepentimiento saltaron a mis ojos pero era inútil. Los dos estábamos gozando tremendamente de nuestro amor.

No sé el tiempo que estuvimos follando. Jorge, seguía apoderándose de mis nalgas incrustando sus dedos en ella, nalgueándolas con fuerza, apretándolas aún más, excavando sus dedos en el ano, irguiéndose de pronto y quedando rígido cuando se vino dentro de mí. Cerré los ojos porque en ese momento bañó la totalidad de mi vagina de su semen caliente y abundante. No pude más y lo seguí acto seguido. Los dos levantamos nuestras cabezas mientras gritábamos de pura alegría la excitación inmensa. Jorge me aplastó aún más contra la pared para escurrirse todo y descansar sobre mí. Me tenía cogida, estaba agotado, rendido, todavía duro como el hierro aquel falo que se resistía a salir de mis entrañas

Nos besamos largo rato en silencio hasta que la polla de mi hijo, volviendo a su estado normal, salió por sí sola.

-De...déjame, Jorge... He sido una irresponsable total, consentí y permitir tus continuas caricias... sin darme cuenta que esto tenía que suceder. No, no. Déjame, por favor.

Subí la braguita que se empaparon aun más porque mis piernas temblorosas eran finos afluentes de un gran río de flujos de ambos saliendo de mi coño. Lentamente salí de allí y, con pasos cortos e inseguros me dirigí a la habitación. Gotas de nuestro primer encuentro fueron las huellas delatoras que quedaron en el suelo mientras llegaba a la habitación.

-Madre, esta noche vendré a quedarme contigo.

-No, Jorge, no. Yo sé que esto volverá a ocurrir, seguramente más veces pero... pero ahora no me encuentro bien. Créeme, todavía no estoy preparada. Espera, por favor, todo llegará, amor. Además, me parece que tengo que pensar, desde ahora, en medidas anticonceptivas porque esto se está desmadrando mucho.

Entré en mi habitación y cerré con llave la puerta por segunda vez.

Capítulo IX

Desde esa vez supe que nuestros encuentros sé repetiría más veces. Y no me equivoqué. En la tarde siguiente, Jorge volvió a presentarse. Nos miramos sin decirnos nada y, en un silencio absoluto que lo decía todo, me tomó por los hombros comenzando a besarme. Con sus caricias empezaron los preliminares en los que yo participé. Y los besos esa vez fueron mejores, más intensos que los del día anterior. Ambos teníamos la necesidad de volvernos a poseer. Luego, sin más palabras, me tomó en sus brazos como si fuera una pluma llevándome a mi habitación.

Cerré los ojos emocionada y resignada. Volvía a tirar la toalla dejando que me desnudara, me tendiera suavemente sobre el lecho y se echara encima poseyéndome tres veces aquella tarde, con pequeños intervalos de descanso, justo el tiempo que tardó Juan en regresar del gimnasio.

Cada momento de amor que teníamos lo vivíamos intensamente. Sentía su polla hurgar y llenar tremendamente la vagina; sus dedos buscando mi esfínter, jugando y siendo atrevidos cuando se hundían causándome dolor. Su boca sedienta de besos se apoderaba de mi lengua con la suya, transmitiéndonos la saliva de cada uno. Esas grandes y atléticas manos jugando con mis pechos a placer, estrujándolos sin miramiento alguno; mis pezones doloridos de tantos lametones, estiramientos y pellizcos. No atinaba a coordinar lo que pasaba a mí alrededor y me corría de puro gusto como hacía más de un año no me ocurría. Era feliz y Jorge, con sus palmadas fuertes en mis nalgas, me llevaba al séptimo cielo.

-Madre, quiero que también seas de Juan –Era la segunda vez que follábamos esa tarde cuando me dijo aquello –Está muy enamorado de ti y te merece mas que yo.

Quedé sorprendida por lo que había dicho pero no me salió palabra alguna. Pero aquel ruego era también mi propio deseo porque ya pensaba en el momento mismo de entregarme al menor. No dejaba de recordar diariamente la tarde de los postres. Pero me emocionó mucho el cariño tan grande que ambos hermanos se profesaban.

Cuando me presenté en la cocina para prepararles la cena estaba todavía muy excitada y nerviosa, temerosa de que Jorge pudiera gala en cualquier momento de lo que ocurría entre nosotros. Juan ya estaba allí llegado cuando entré y apenas si me saludó con un gruñido. No ocurrió nada de lo que temía. Con toda naturalidad del mundo, el mayor se dejó ver a los pocos minutos, saludando con naturalidad, como si acabara de entrar en casa y dándome sus habituales palmaditas y sobos en el culo mientras comentaba naderías. La conversación entre los dos hermanos, sin que yo les interrumpiera, se desarrolló en los términos gimnásticos. La mirada inteligente y observadora de mi hijo Juan no se percató del estado de ánimo que me embargaba ni tampoco pudo apreciar en su hermano ningún gesto de complicidad. Le agradecí a Jorge, con ojos alegres, aquel detalle y él sólo sonrió enigmáticamente.

Pero nuestros encuentros amorosos se volvieron a repetir varias veces más, espaciadas eso sí, por los compromisos deportivos. Hasta que llegó la fecha de mis treinta y ocho cumpleaños, dos semanas después.

Para entonces estaba preparada para lo que sabía vendría después.