Jon
En un internado la soledad y la falta de afecto se solucinonan de las maneras más extrañas.
Una de las experiencias más desoladoras para un niño es estar separado de su familia. Y una de las razones habituales de esas separaciones es el ingreso del niño en un internado. Para el que lo ha vivido sabe de la soledad, el miedo y la falta de afecto que, de una forma permanente, afectan al menor. Pues en un centro de este tipo se desarrolla mi historia.
Llevaba en el colegio ya tres años; era de los veteranos a pesar de mis pocos años: doce. Sólo salía de allí en las vacaciones escolares y algún raro fin de semana. Ese era todo el trato que, durante esa época, tenía con mi familia. Ni siquiera salí el día en que un loco pretendió dar un golpe de estado en España y sólo quedamos en el centro el director, una cocinera y yo. Como veterano que era casi podía andar por el colegio con total impunidad entre mis compañeros más mayores; todos me conocían y me respetaban: la jerarquía entre nosotros estaba clara y nadie se inmiscuía en el terreno de otro. Yo era el amo de los chavales de mi edad. Esto servía para elegir los juegos casi siempre, mediar en las peleas frente a los mayores y recibir más de un castigo por cubrir a un compañero: el no hablar, el no chivarse era la Ley. Como en la cárcel.
Un día, en la ducha le comenté a un compañero un poco mayor que estaba un poco extrañado porque llevaba unos días levantándome con un sudor raro en el calzoncillo y que como sólo nos dejaban ducharnos una vez por semana, que era cuando nos cambiábamos de ropa, no me sentía muy a gusto. Mi compañero no conseguía dar con una explicación para semejante suceso. La conversación la oyó uno de los vigilantes que teníamos en los dormitorios y me dijo que por la mañana, si se repetía, fuera a su habitación antes de vestirme.
Por la mañana, como siempre, me levanté con ese sudor y fui a la habitación del vigilante. Entré y él me dijo que se lo mostrara. Me bajé el pantalón y el calzoncillo y le enseñé el sudor. Él se agachó, y con una mano helada, me cogió mi pollita y la observó. También me levantó un poco los huevitos, pero no mucho porque no había mucho que levantar. Además, con la mano tan fría se me encogió todo. Él, después de unos instantes, me dijo que me lo lavara bien y que por la noche se acercaría para ver si todo estaba bien. Aquello me preocupó un poco. No tenía yo muy claro que qué tenía que mirar si todo iba bien: sospechaba que yo estaba malo. Me lavé en el lavabo que había en su habitación y me fui a cambiarme. Estuve todo el día preocupado con mi enfermedad.
Esa noche en mi camareta no quedaba nadie más que yo. Era una situación habitual: de los ocho que formábamos la camareta, siete se fueron de "permiso" para ir a casa. A veces, dependiendo del vigilante que tocara el fin de semana, nos juntaban a todos los que quedábamos en varias camareras para poder controlarnos mejor. Pero otros no lo hacían. Ese fin de semana el vigilante, el mismo que me había observado por la mañana, nos dejaba en nuestras camaretas.
Me acosté y casi al momento vino él. Me dijo que tendría que hacer la ronda durante un rato y que luego vendría a verme. Y que no me durmiera. Yo le dije, nervioso por lo que me pudiera encontrar, que lo esperaría. Sin embargo tardó mucho y yo me adormilaba; intentaba mantener los ojos abiertos pero era muy difícil. En algún momento noté como se abría la puerta de la habitación y que alguien llegaba hasta mi cama.
Te voy a mirar, me dijo tranquilo
Yo, entre sueños, le dije que bien y, perezosamente, me di la vuelta para quedar boca arriba. Levantó la ropa de cama y se agachó junto a mí. Sentí su mano tocándome la pollita a través de mi ropa. La cogió con dos dedos y, despacio, los fue subiendo y bajando a lo largo de mi pene. Poco a poco noté cómo se iba endureciendo y agrandando y cómo el movimiento me iba dando placer. Era extraño, nunca había sentido nada parecido. A los pocos momentos sentí cómo mi pene parecía que iba a explotar y noté algo parecido a unas descargas eléctricas dentro de él, sobre todo en el pequeño capullito. Cuando se me pasó esta sensación increíblemente placentera, me dijo que iba a comprobar si había salido. Yo, todavía adormilado, no entendí muy bien qué debería haber salido, pero él, tiró hacia arriba un poco de mí y me bajó de un golpe el pantalón del pijama y el calzoncillo. Aunque el culo me quedó al aire sobre la cama, por delante la ropa se quedó atascada porque mi pollita estaba tensa y no la dejaba bajar. El se rió un poco y, diestramente, me la bajó del todo. El sudor raro estaba allí. No lo pude ver porque apenas había luz, pero él me frotó la pollita en él y lo pude sentir.
Me dijo que ese sudor como yo lo llamaba era la leche que sacábamos los hombres cuando se nos frotaba la polla y que, al salir, nos daba gusto. Para demostrármelo, comenzó a frotarme otra vez la pollita y los huevitos. Era verdad que me gustaba mucho. Pero entonces me dijo que había otra forma mejor de sacar la leche y dejó de frotarme con la mano y se metió mi pene en la boca. Lo metió entero. Yo notaba como su lengua subía y bajaba por toda ella, y como daba vueltas alrededor de mi capullito mientras que con la mano me acariciaba los huevitos. Apenas pude aguantar unos segundos cuando me corrí de nuevo. Él lo tragó todo.
Me quedé enormemente relajado, feliz. Nunca había sentido nada igual. Era indescriptible la sensación de placer que me había producido la mamada en mi pequeña polla de doce años.
Él se puso a mi lado y me dijo que así se daba placer y que si me había gustado. Yo le dije que mucho y él me pidió que se lo hiciera yo. Me quedé callado porque no sabía que hacer, o mejor, cómo hacerlo. Él me dijo que si él me había dado placer, lo normal es que se lo diera yo y a mi me pareció justo. Pero le dije que no sabía como hacerlo. Él me dijo que no me preocupara, que él se sacaría la leche y, cuando fuera a salir, me avisaba y me la metía en la boca. Yo le dije que bueno.
Como apenas había luz yo no podía distinguir muy bien lo que estaba haciendo. Oí cómo se bajaba el pantalón y luego como comenzaba a mover la mano, pero a penas veía nada. Le oía respirar cada vez más deprisa. Poco a poco se fue acercando a mi y, en un momento me dijo que ahora.
Trágatelo todo me dijo como yo he hecho.
Me incorporé un poco y abrí la boca con cuidado. De pronto noté como algo enorme entraba dentro. Sentía en mi lengua la piel del glande suave con una pequeña hendidura en el centro y en mis labios una especie de dureza que era la piel del prepucio encogida alrededor del pene. Era gigantesco para un crío de doce años como yo. Sentía cómo palpitaba y cómo se movía hacia arriba. Él jadeaba de placer. En un momento dijo "Me corro" y mi sentí que el glande crecía más, su polla se hinchaba y mi boca se llenaba de algo espeso, caliente, entre ácido y amargo y que no hacía más que salir. Yo intenté tragármelo todo, pero cuanto más tragaba, más se llenaba mi boca. Y su polla, cada vez que salía algo, se hinchaba de nuevo. Por fin paró de salir, y él me sacó la polla de la boca. También estaba rendido. Me gustó el que también él tuviera placer gracias a mi, igual que él me lo había dado antes.
Muy bien, chaval.- me dijo
Se sentó a mi lado en la cama, y estuvo así un rato. Yo cerré los ojos y me adormecí de nuevo. El sabor de mi boca no me gustaba mucho, pero estaba bien. Y me gustaba estar medio desnudo. Él me acariciaba suavemente las piernas, la tripa y los huevitos.
En un momento me cogió y me dio la vuelta: quedé boca abajo con el culito al aire. Él me siguió acariciando las piernas, los huevitos y también el culo. Para que me acariciara mejor los huevos yo abría las piernas. Poco a poco se fue concentrando en mi culo: sus caricias se acercaban a mi ano. Sus dedos, sin entrar dentro, presionaban el agujero y poco a poco, fue consiguiendo que me gustara. Yo, por acto reflejo, lo iba levantando cada vez más, hasta que casi estaba de rodillas. Tenía otra vez la pollita como un palo. Él me ayudó a ponerme a cuatro patas y, mientras que con una mano me apretaba el ano, con la otra me masturbaba. A los pocos momentos me corrí en su mano. Con mi leche untó mi agujero (yo estaba extenuado por la tercera corrida en pocos momentos) y, sin avisar, metió un dedo por el culo. Me asustó más que me dolió y me eché hacia delante, pero él me sujetó por la barriga.
Aguanta un poco- me dijo- que pronto te va a gustar
Yo hice como me dijo, apretando los dientes por el dolor. Pero es cierto que enseguida se me pasó, a medida que movía el dedo dentro de mí haciendo círculos. Y mi pollita se volvía a empalmar. Cuando quise darme cuenta, en mi culo habían entrado dos dedos y mi polla estaba a punto de estallar de dura que estaba. Creí que sus dedos estaban dentro de ella por lo dura que estaba y por lo mucho que cabeceaba.
Mi culo estaba del todo abierto cuando noté como se subía en la cama, entre mis piernas. Sus dedos salieron y, casi inmediatamente, su polla comenzó a entrar en mi culito. Era grande, mucho más grande que sus dos dedos juntos, y cuando metió el capullo entero, creí que me rompía. Apreté la cara contra la almohada para no gritar, aunque era muy difícil no hacerlo. Mi polla seguí dura.
Poco a poco su polla fue entrando y mi culo se fue llenando: tenía la impresión que presionaba en mi garganta. Noté sus huevos golpeando los míos. A pesar del dolor casi insoportable, o quizá por ello, mi excitación era tremenda. Él se movía lentamente, para no hacerme daño, y en pocos momentos sentí cómo su leche comenzaba a salir de nuevo. Y me corrí.
Cuando terminamos, él me cogió en brazos y me llevó a las duchas. Me duchó y me la chupó de nuevo. Y yo a él también. Lavó mi ropa y se la llevó para secarla en el radiador de su habitación y a mi me acostó en la cama.
Durante los dos años siguientes, me la estuvo chupando y dándome por el culo casi todos los días. Luego mis padres me sacaron del internado. Nunca más he tenido una relación homosexual.