Jofre, Dalmau y otros (4)

A Pep, un chico de 17 años, le gustan las plantas. Le encanta salir al campo para dar rienda suelta a ésa y otras pasiones. Sucede en algún lugar de Catalunya.

Capítulo IV:  El herbario de Pep

-Así que te pirran las plantas y las flores, ¿eh? –dijo Gabriel.

-Sí. Quiero estudiar biología en la universidad y llegar a ser botánico. ¿Sabes que los expertos calculan que aún quedan por descubrir miles de especies?

-Bueno, pues a ver si hoy tenemos suerte. Y recuerda que me debes una planta de maría.

Esa mañana de sábado, Gabriel y Pep habían salido de excursión por la Serra de Montnegre, de incógnito. Conocedor de las habilidades de su compañero como fotógrafo, Pep le había pedido que le acompañara para realizar un herbario fotográfico. El amante de las plantas llamaba la atención. Era la torre de la clase, con su 1,95  pero no parecía un armario porque pesaba bastante menos de lo que lo correspondía y tenía unas piernas interminables. Más bien, su figura recordaba la de un faro porque en él destacaban dos ojazos impresionantes que a nadie pasaban inadvertidos. Hasta el mediodía,  él y su colega visitaron el parque natural retratando la flora que encontraban a su paso y que Pep podía identificar. Formaban una singular pareja. Parecían el gordo y el flaco, uno fotografiando y el otro explicando las características del vegetal en cuestión. Generalmente Pep era bastante reservado, pero no tenía freno cuando tocaba su  gran pasión: el mundo verde. Al final, Gabriel, estaba cansado de tanta hoja, y pidió tiempo muerto.

-Voy a mear, que estoy que exploto.

Se sacó la minga y apuntaba hacia el suelo cuando Pep le gritó.

-¿Pero qué haces? ¿No mees sobre las anémonas de flor cerúlea? ¿Y aquí, menos, que hay tomillo borriquero? No, no, deja en paz la aliaga.

-Bueno, tío, pues tú dirás donde puedo vaciar el depósito.

-Aquí, tío, a tu derecha.… No. Carajo, AQUÍ, entre estas cuatro piedras-le respondió Pep, agarrando su cipote y desviándolo unos centímetros.

-Gracias, tío, pero creo que ya soy mayorcito para que me sostengan la polla.

-Perdona… Es que me pones de los nervios.

Poco antes el aprendiz de botánico se había enfadado con Gabriel.  Sin ton ni son había degollado algunas margaritas para quitarles los pétalos. Le amenazó con arrancarle su cabeza hueca si volvía a las andadas. Lo cierto era que ahora desearía disponer de un método fiable para conocer los sentimientos de los otros.

Pep se sentó donde habían dejado las mochilas, pensando en su nuevo amigo. Gabriel, un buen tío, no como Dalmau, con sus aires de no sé qué. El ídolo de todos era un chulo piscinas de tres al cuarto. Gabriel, en cambio, claro y sin estupideces, le daba mil vueltas. Lo veía con su corpachón generoso, y a su lado se sentía seguro. Podía tumbar a quien fuera de un guantazo, incluso a Dalmau, pero era un oso muy tranquilo, que no mataría ni a una mosca. Y aquella mañana se sentía feliz de explicarle sus manías y sueños. No tenía claro el porqué, pero le atraía mucho. Por eso se inventó lo del herbario. En el campo, libre de miradas inquisitivas, intentaría pillar cacho.

El amigo de las flores tenía recursos. Sus ojazos verdegrises y su carita de angelito siempre le habían ayudado. De hecho, también a veces habían sido un estorbo cuando se le acercaban, como moscas a la miel, tíos feos y hembras en celo.  Había intentado encandilarlo durante la excursión e incluso le había agarrado la polla, pero nada, Gabriel no había reaccionado como esperaba. Pep era tozudo, y no se rendía al primer contratiempo, sobre todo después de tocar su manubrio. Suave y carnoso. Se le hacía la boca agua. Estaba ansioso y no dejaba de acariciarse el abdomen por debajo de la camisa de explorador. Él era delgado y lampiño, pero no un enclenque ni un saco de huesos, como le calificó el estúpido de Dalmau el primer día de clase. No tenía barriga aunque tampoco se le dibujaban los codiciados abdominales. La piel, muy clara y tersa, contrastaba con su melena negra salvaje.

-Ya estoy listo. No sufras. Ninguna de tus flores morirá ahogada por mi torrente matinal- dijo Gabriel, socarrón, acercándose. ¿Comemos algo? Hoy, solidarizándome con tu pasión por todo lo vegetal, en mi fiambrera no hay verdura, sólo carne y algunos bollos.

-Muy gracioso. ¿No tienes calor? Si quieres después de comer nos acercamos hasta el estanque y nos damos un baño. No viene nunca nadie. Podemos bañarnos en pelotas.

-No tengo ganas, pero podemos ir hasta el prado, al otro lado de la montaña, y hacer el zángano por ahí, siempre y cuando no te importe que pongamos en peligro la hierba del campo.

-Vale, pero a la próxima indirecta sobre plantas, te muelo a pedradas, joder.

Más tarde, después de una comida sencilla, amenizada por los elogios y los comentarios amables de Pep hacia su amigo, echaron una siesta bajo un cielo azul claro, sin nubes, acompañados por el canto de las cigarras. Más tarde, el sol pegaba de lo lindo. Gabriel continuaba estirado mientras  Pep revoloteaba a su alrededor, agobiado y sudoroso.

-Me estoy achicharrando. Esto es un infierno. No lo soporto –dijo Pep, sacándose camisa, camiseta y las botas. Se acercó hasta su compañero con ánimo seductor. Era adorable la figura alta y grácil del futuro biólogo, de cuello elegante y brazos y piernas largos. Lentamente se inclinó y con los dedos mesó la cabeza de Gabriel muy suavemente

-¿Te encuentras bien? –le preguntó con ternura, mirándole fijamente a los ojos.

-Sí, muy bien, pero te importaría apartarte un poquito. Me tapas el sol –le dijo con indiferencia.

Pep se sentó a su lado, vencido. El experto fotógrafo era inmune a sus encantos. Lo había intentado repetidas veces a lo largo del día, y nada. Fracaso absoluto.

Gabriel se levantó y se alejó unos metros. Desde allí le gritó: -¡Pep!, ¿Por qué no me indicas otra vez con la mano, como antes, dónde tengo que mear para no perjudicar a tus plantas?

Y su compañero, alegre como unas castañuelas, corrió tan rápido como pudo hasta su oso amoroso, que tenía ya los pantalones bajados y el rostro sonriente.

-Todo el día intentándolo y has pasado de mí. Y ahora, me llamas medio desnudo. No te entiendo, pero tanto me da. Quiero estar contigo.

-Te debo una disculpa, Pep. Esta mañana, cuando me has cogido la polla no he sabido reaccionar. Soy lento de reflejos. Más tarde ya lo he entendido, pero me gustaba verte cortejándome, lanzándome el anzuelo una y otra vez… Lo siento, tío, pero nunca me habían perseguido como hoy, y me ha entusiasmado ser objeto de deseo.

Como respuesta, Pep le estampó un beso en los morros al que siguieron otro y otro y otro. Gabriel no le molestaba la efusividad de su compañero, respondiendo muy pronto a sus muestras de cariño. Unidos primero los labios, después les tocó el turno a las lenguas que exploraban las cavidades bucales con ahínco y desespero. Parecía que formaban un solo cuerpo, incapaces de respirar sin la ayuda del otro. Al mismo tiempo las manos seguían un curioso baile, uniéndose las cuatro y separándose después para tocar afanosamente más partes del cuerpo ajeno. Las manos de Gabriel sentían predilección por los largos, pero duros brazos de Pep, mientras que éste parecía tener más dificultades para llegar a su oasis, el enorme pecho de Gabriel, con dos tetazas de gran volumen.  Pep, excitado, le sacó enérgicamente la camisa  para poder jugar sin límites con ellas, arañándolas, mordiéndolas, saboreándolas, lo que provocaba en Gabriel escalofríos de placer.  Los pezones rojizos y excitados se elevaban como volcanes activos sobre una jungla enmarañada de pelo suave, que cosquilleaba las manos y brazos del futuro botánico. Él, apasionado por esa enredadera que cubría  torso y abdomen, la estudiaba y palpaba minuciosamente, centímetro a centímetro, entre charcos de saliva, siempre con la brújula orientada hacia el sur.

El oso jadeaba, con sus pectorales enrojecidos, sintiendo como el biólogo llegaría pronto al final del recorrido. Tan solo quedaba un obstáculo: un tejido blanco cubría su pilar del placer. No se hizo el tímido, rápidamente bajó el short para admirar por fin  sus genitales. De un bosque frondoso y negro nacía un cipote mediano y bastante grueso, con pelotas peludas, oscuras y de piel arrugada. Todo era delicioso y él estaba hambriento. Agarró el grueso tronco y descubrió su cabezón Se puso de rodillas para poder observar mejor el menú: huevos y salchichón de oso meloso.  Con la lengua humedecía los labios mientras  la mano derecha se cerraba sobre esa flor de la pasión y empezaba a darle movimiento. Se estrenó lamiéndole el grueso tallo, después se ocupó de la corola roja con un pequeño agujero en medio. Lamía y relamía el glande mientras sus dedos traviesos se escapaban hacia la panza mullida y las tetas exuberantes.

-Devórame, Pep. ¡Métetela dentro!-Gabriel se lo pidió entre jadeos.

Y su camarada no se hizo el estrecho. Abrió la boca para engullir el tronco entero. Primero la cabecita, después la gruesa columna… Sin grandes dificultades, pero con parsimonia se fue tragando el tallo mediano de la sabrosa planta. Finalmente topó con los pelos de las pelotas. La tenía toda dentro,  y estaba satisfecho. Después dejó salir la polla a tomar aire para volver a comérsela con calculada lentitud. Gabriel estaba en la gloria ante ese masaje celestial. Gemidos de gozo escapaban de su boca, mientras se magreaba sin descanso las tetillas y sus pezones. Animado por la imagen, Pep empezó a masturbar otra vez el tronco jugoso, empapado de saliva, mientras acariciaba las gruesas piernas y la barriga peluda, y llevaba su mano hasta el culo enorme. Pronto  Gabriel no pudo más y expulsó cargas de esperma caliente y viscoso, entre resoplidos.

Cuando se recuperó, se arrodilló junto a su amigo, y lo miró detenidamente al tiempo que, con la mano, recorría cariñosamente la encrespada melena negra y le acariciaba mejilla y mentón hasta tocarle los labios mojados. No se cansaba de observarlo.

-¿Cómo puedes ser tan rematadamente guapo? Con estos ojazos, cabroncete, puedes follarte a quien quieras. Me encanta ser el elegido, pero ahora voy a ser yo el Indiana Jones –le decía, casi susurrando, viéndose de un mágico color verde y gris en las pupilas de Pep. Bajó la cremallera del pantalón Gore-Tex de su amigo y salió a recibirle una polla fina y alargada.

-Esta es Neula -le dijo Pep- Larga y estrecha como los barquillos navideños catalanes, pero muy resistente y nada frágil.

-Adoro las neules , y voy a darme un banquete aunque falte mucho para Navidad.

Los dos se estiraron sobre la hierba fresca que atemperaba su calentura, y Gabriel no tardó en degustar el suculento postre que tenía delante. El manjar de su amigo era un cilindro de piel clara, donde incluso la cabecita se ensanchaba muy poco. Le gustaba tocarlo, sentir su calidez y calibrar el peso de esa varita mágica que se alargaba por momentos. Con la lengua humedeció el extremo superior. Suculento. Comenzó a devorar la polla con fruición, pero se vio obligado a reducir su ritmo porque no estaba acostumbrado a alojar en su cueva huéspedes altos.

Su compañero no permanecía impasible. Disfrutaba de los cuidados de Gabriel y al mismo tiempo se ocupaba de las piernas y las pezuñas del oso. Los acariciaba y masajeaba sin tregua, y después se centró en los dedos que, uno a uno, fue chupando, sobretodo los enormes pulgares que introdujo ávidamente en su boca. Muy pronto todo el pie chorreaba saliva de biólogo. Adoraba los pies grandes, y los de Gabriel eran colosales.

El animal seguía con su festín navideño, devorando una y otra vez el dulce regalo de Pep. La neula entraba y salía de su boca, y cuando estaba a la intemperie era protegida de los microbios por los lengüetazos constantes del oso. Lo mejor del banquete llegó al final. Gabriel había comido las neules simples y las recubiertas de chocolate, pero nunca había probado las rellenas. De pronto de ella empezó a manar nata abundante que se tragaba con devoción. Los osos son golosos y cuando acabó el torrente lácteo continuó relamiendo el postre sabroso y limpiando todos los recovecos con restos de nata. No se podía desperdiciar alimento tan nutritivo. Todavía con apetito, prolongó el festín dirigiendo su atención al rostro de su guapo compañero. Aquellos ojos verdegrises eran dos faros que le guiaban y aumentaban su deseo. Con pequeños besos exploraba la cara de Pep y después atacó sus labios para penetrar otra vez en la cálida gruta donde sus lenguas se abrazaron. No quería nada más, únicamente prolongar hasta el infinito aquella maravillosa tarde de campo.

Los dos chicos se acurrucaron juntos, recuperando el aliento. Se miraban satisfechos y se daban besos, ahora más tranquilos. Le encantaba al más delgado sentir la cómoda panza del otro. Estaba fondón, y eso le gustaba, harto de guaperas musculitos como David y sobre todo Dalmau.  Cortados por el mismo patrón: Narcisistas insoportables y ególatras que sólo se preocupaban por su aspecto. Gabriel era tan diferente: un angelote bonachón, sin un átomo de malicia. Adorable. Ese oso angelical miró sus pies y después le dijo:

-Realmente sientes pasión por  todas las plantas. Ahora me he dado cuenta.

-¿Por qué lo dices, Gabriel?

-Nadie antes me había comido las plantas de los pies.

-¡Qué ingenioso! –le respondió en tono irónico- Me recuerdas al payaso de Oriol…

-Pep, tu neula será, desde ahora, mi postre preferido.

-Me encanta que mi elefante se alimente bien.

-Elefante, no sé. Hay trompas en clase más imponentes que la mía.

-Más grandes, quizás; más amorosas, imposible.

Acariciados por la brisa y cobijados por el sol, se fotografiaron en pelota picada, riéndose, y descansaban entre confidencias, besos y arrumacos. Acunados recíprocamente, se durmieron plácidamente, desnudos entre el follaje. Dos cuerpos muy diferentes reposaban juntos.

¡Guau, guau, guau! ¡Guau, guau, guau!

-Mierda, oigo perros –dijo Pep, despertándose e irguiéndose, sorprendido- A ver… Es una familia con dos chuchos… ¡Y vienen hacia aquí! ¡Levanta, Gabriel! Voy corriendo a buscar mi ropa. Nos vestimos detrás del boj. ¡Apresúrate!

-¿Detrás de qué?

-Del seto verde con flores amarillas que tienes a tu izquierda. ¡Muévete! ¡Rápido!

A medio vestir y descalzos, salieron corriendo, con los pies doloridos por los guijarros y perseguidos por los malditos sabuesos.  Huían campo a través, pisoteando multitud de flores–y eso a Pep le dolía de verdad-, pero cuando llegaron arriba del altozano, Pep se plantó. Empezó a lanzar con furia pedruscos a los perros que pronto se largaron. Sentados sobre una roca enorme, los dos recuperaron energías y se rieron satisfechos tras la frenética carrera.

¿Ese día maravilloso tendría continuidad? Ese día acabaría y le sucederían otros muy diferentes. Era estúpido, pensaba Pep, darle vueltas y plantearse el futuro. Gabriel contemplaba melancólico las mil flores del prado: probablemente Pep se cansaría muy pronto de la fragancia de una sola flor. Los dos no compartieron sus pensamientos, pero volvieron a casa más unidos y con algo más que un herbario fotográfico.


Muchas gracias por dedicar unos minutos a leer mi historia, y especialmente quiero agradecer vuestras valoraciones y comentarios. Me gusta comprobar que al otro lado de la línea hay alguien. En el próximo capítulo volveré con Jofre y Dalmau, ahora acompañados de más chicos. Gracias, otra vez.

Una abraçada, Miki!

7Legolas