Jeni y Rosa (7)
Marta sigue mandando, y cada vez más
La comida transcurrió tranquilamente. Yo comí y bebí muy a gusto, aunque me encontraba mal; estaba contento de tener a Marta a mi lado, me sentía protegido. Jeni no parecía particularmente tensa; solo lo pasaba mal la perrita que tenía dificultades para comer, con las manos atadas a la espalda, teniendo que coger la comida del suelo con los labios y los dientes, bebiendo de un plato con la lengua como los perros; además, debía de haberse percatado de su situación, se la veía bastante asustada y, encima, la muy cochina tenía manchados de tomate los alrededores de la boca, ¡era necesario educar a esa perrita tonta!
Aparte de esa situación de conjunto hubo alguna anécdota interesante más, yo tenía sueño y, en un momento dado, dejé caer el trozo de pizza que tenía en la mano sobre mis piernas, me manché de tomate las piernas y la barriga, a la vez que simulaba, pero solo hasta cierto punto, un desvanecimiento. Marta se alarmó, dijo que yo no podía dormir mientras ella no lo autorizara, y no lo autorizaría hasta que no tuviera claro el alcance de las lesiones; a continuación entre ella y Jeni me llevaron al cuarto de baño, me limpiaron las manchas de la barriga y las piernas; después la enfermera llenó de agua el lavabo y me metió la cara, y casi toda la cabeza, dentro de él varias veces, para que me espabilara, según dijo, y no lo dudo, pero estuvo a punto de ahogarme. Al volver conmigo ya limpio y despierto, ¡cómo para no estarlo!, le pegó una patada en el mojino a Rosa, por haber sido mala. En cualquier caso me dí cuenta de que tenía en mis manos una pequeña mina de oro y decidí explotarla; dos veces más durante la comida le dije, con un tono de voz suplicante, que me moría de sueño y quería dormir; dos veces más Marta contestó que de dormir ni hablar, por el momento, pero la segunda vez mandó a Jeni que preparara un café cargado.
Acabada la comida llegó el gran momento que Rosa temía y yo, morbosamente, esperaba: el juicio a la perversa maltratadora; debo reconocer que careció de grandeza, la acusada estaba desnuda, con las manos atadas y los morros sucios, y una expresión de absoluta sumisión que habría sido impensable dos horas antes. Rosa se había llevado ya muchos golpes y sabía que le podían caer encima muchos más, exactamente todos los que la gigantona deseara darle. Su aspecto era el de una niña pillada en falta a la que puede caerle el castigo que quiera su mamá; de cualquier tentación a la soberbia ya no quedaba ni rastro; incluso parecía, en aquel momento, encogida como estaba, mucho más pequeña de lo que era.
Me sacó de mis pensamientos Marta diciendo: "se abre el juicio contra Rosa S acusada de haberse ensañado con este pobrecillo"; que una chica de diecinueve años y antigua alumna me llamara pobrecillo podía parecer humillante, pero ni me preocupé, no pensaba picarme con alguien que de tamaño era el doble que yo, con una genética privilegiada que la hacía ser fuerte como una mula, me había salvado la vida, me había cuidado, e iba a escarmentar a mi torturadora. Tampoco tenía mucho interés por lo que se decía en aquella pantomima, solo me interesaba el desenlace: ver como a Rosa le caía una buena tunda, me calentaba de modo particular que la mala fuera castigada por las fuerzas del bien con la zapatilla de Eva; si esa zapatilla supiera hablar, ¡lo que podría llegar a contar de mi culo!
En conclusión, decía Marta, este alto tribunal considera probado que han sido violados los derechos humanos de este pobre pequeño, en concreto su derecho a que no le sacudan tanto, miren ciudadanos como le ha quedado la cara y, a continuación dijo dirigiéndose a la perrita: "acusada, ¿tienes algo que alegar?" y ésta contestó torpemente: "yo no creí que le estuviera haciendo tanto daño" y ya no dijo nada más, la enfermera se burló de ella: "yo creí que le estaba haciendo cosquillas", dijo con un tono de voz de absoluto cachondeo. Después se puso seria y preguntó: "¿alguien más tiene algo que añadir?"
Se hizo el silencio, Marta entonces, en tono solemne, mandó ponerse en pie a la acusada y, cuando ésta lo hizo, pronunció la sentencia: "Por haber sido cruel con un pobre canijo serás castigada a una de estas dos posibles penas: o luchar conmigo en un combate sin reglas y sin cuartel y, si pierdes, recibir en castigo treinta zapatillazos en todo el culo, más alguno que pueda caerte en otras partes, o recibir noventa golpes en la parte indicada, repartidos en seis tandas de quince cada una; en cualquier caso cada vez que te quejes se añadirá un zapatillazo más, tu decides".
Me llamó la atención la doble fórmula que la enfermera había planteado, pero no tardé en entenderla. La fortachona quería volver a pegarse con la perrita, por eso ofrecía a ésta una oportunidad de librarse de sesenta zapatillazos. Marta me contó algunas horas después, cuando estábamos solos, que a medida que pasaba el tiempo e iba evaluando con más exactitud la paliza que yo me había llevado, se iba enfadando cada vez más y que tenía unas ganas locas de poder darle a Rosa a base de bien y no solo zapatillazos en el trasero, lo demostró con creces.
Rosa debió pensar que recibir sesenta zapatillazos menos, aunque le pudieran pegar por otras partes, la compensaba. El hecho fue que aceptó pelear, Jeni, por orden de Marta, la desató, las dos contendientes se pusieron frente a frente, y fue en aquel momento cuando Rosa dijo que no era justo que ella luchara desnuda y su rival vestida, la enfermera se quitó la ropa mostrando un cuerpo sorprendente, bellísimo; no era la gorda desparramada que yo esperaba, ni una culturista, era una muchacha fuerte por que así lo había decidido la naturaleza, con un cuerpo sólido y proporcionado.
Jeni se puso entre las dos e hizo las presentaciones: "a mi izquierda con 180 cm de altura, 115 de sujetador y 80 kg de peso Marta G, a la derecha con 170 cm, 53 kg y 95 de sujetador Rosa S, el combate puede comenzar."
Nunca comenzó un combate, simplemente comenzó una masacre. En apenas un soplo Marta inmovilizó los brazos de la víctima, se sentó en su cara y se ensañó con los pezones, las costillas y con la cara interna de los muslos que le retorcía y pellizcaba; la perrita quería gritar sobre todo cuando le retorcían los pezones y la cara interna de los muslos, pero el culo de la vencedora le sellaba siempre la boca y habitualmente la nariz; cada cierto tiempo la gigantona se movía algo hacia delante permitiendo a su prisionera respirar, en esos momentos se veían los ojos horrorizados de la perdedora. Desde el primer momento Rosa había buscado rendirse, pero su vencedora no se lo permitía; no podía golpear el suelo con las manos, no podía moverlas, ni hablar, ni usar los pies, las piernas de la vencida estaban en alto, las rodillas debajo de las axilas de Marta, que así le estaba también forzando la espalda, y dejando aquel culo indefenso al alcance de la fortachona que cuando se aburrió de los pezones, y de golpearle las otras partes, empezó a meterle dedos en el ano Aquello era la imagen misma de la indefensión, impotente, como estaba Rosa en aquel momento, me daba pena. Finalmente le pedí a Marta que la soltara; la ganadora comenzó por preguntar a la perrita si se rendía o quería seguir luchando, esta se rindió con un tono de voz patético, la enfermera insistió en preguntarle si estaba segura, le recordó los treinta zapatillazos que le esperaban dados con aquella zapatilla vieja y sudada, pero a Rosa, que lloraba a lágrima viva, lo de los zapatillazos no debía parecerle terrible en aquel momento, insistió que sí, que se rendía
La perrita se puso sobre los muslazos robustos de su ama, y empezó la cuenta de su castigo: "uno, dos, tres " cada vez su voz estaba más tocada y, cuando la zapatilla rosa de Eva llegaba a la docenita de golpes, ocurrió algo terrible: Rosa se orinó. No se meó sobre el suelo, sino sobre el muslo poderoso del ama
Continuará
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