Jeni y Rosa (10)

Donde esta historia llega a su fin.

Cuando oí la proposición de Marta protesté débilmente: "¿No puede valer que te lleve a caballito?, estoy muy tocado del castigo". Ella contestó que no y afirmó que si me gustaba tanto como yo había dicho, sacaría fuerzas hasta de donde no las hubiese. Así que, mientras nos secábamos, la estuve midiendo con la mirada y pensé que si ella no ponía de su parte sería imposible.

Antes de seguir adelante quiero explicar que Marta y yo llevamos juntos, en este momento, ocho años; que no es poco, y lo que vendrá; pero de planteamientos futuristas ya hablaremos, o no; de momento estamos en la situación de que yo pequeño y débil, castigado por los golpes que había recibido unas horas antes, la tenía enfrente, sonriente y hermosa, retándome a que la cargara en mis brazos. Acomplejado por la diferencia iba a renunciar cuando se me ocurrió una idea salvadora, sin pensármelo dos veces le dije: "si tu quieres que hagamos el amor, para qué me pones condiciones si sabes que no las puedo cumplir, si no quieres que lo hagamos, dilo sin más, quítame cualquier esperanza de ser feliz contigo y no me hagas sufrir, para mí es muy duro verte tan cerca y saber que eres inalcanzable". La vi algo afectada con mi reflexión, de hecho me dijo: "Pórtate como un hombre, ya pondré yo de mi parte", y fui capaz de llevarla como me había exigido.

La verdad es que cuando fui a cogerla ella me pidió que la dejara dirigir el acto, uso esa palabra, y antes de que la cargara se abrazó a mi cuello de modo que cuando después subió las piernas tampoco tuve que hacer un esfuerzo tan grande, gran parte del peso ella lo había cargado sobre mi espalda; aún así el camino se me hizo interminable, un auténtico suplicio, al caminar me tambaleaba, pero al fin llegamos a la cama, aunque en algún momento yo lo había dudado y ella comentó: "¡vaya hombrecillo!, eres un canijo, te voy a aprobar, pero por ahora solo con un cinco, eres un llorón, quejica y débil como una niñita". Esa frase me pareció injusta y humillante, me dolió tanto como una bofetada de Rosa, se me humedecieron los ojos y ella debió de darse cuenta de cómo me había herido porque me acarició la cara, sonrió y dijo: "No te preocupes, la fuerza ya la pondré yo". Tiró de mí haciéndome caer sobre ella, me abrazó, me pidió que la besara y así lo hice; debió de gustarle porque sonrió complacida y comentó que me subía la nota medio punto porque yo, al menos, sabía besar, añadió: "Ahora quiero que me hagas un trabajo de lengua como el que le hiciste a ellas y que tanto elogió Rosa". Y decidí que iba a hacerle el amor como no lo había hecho en mi vida, decidí, por tanto, tomarme el tiempo que hiciera falta: boca, cuello, brazo… una larga parada en las tetas que las tenía duras y con los pezones grandes, justo como más me gustan. Cuando llegué al origen de la vida comprobé, con alegría, que lo tenía bastante húmedo, estaba muy caliente. Yo también lo estaba, ardía en deseos de metérsela, pero órdenes son órdenes, puse mi boca sobre su clítoris, lo sujeté con mis labios, lo lamí con toda mi alma y no tardó mucho en explotar en un orgasmo que más parecía un terremoto de alta intensidad, hasta que apartó mi cabeza y cerró los muslos. Me puse muy contento al ver que le había gustado.

-Sigues siendo como una niñita, pero te voy a subir la nota hasta un seis por lo que acabas de hacerme-, estiró el brazo, me agarró mi aparato y sin más protocolo se lo metió entero en la boca, lo hizo muy bien y debió salir, más o menos, la catarata del Niágara, se lo tragó todo y se relamió; al fin, un poco sarcástica, dijo: "Pues sí, era aquí donde tenías concentrada la fuerza, te voy a subir la nota a un siete, en ese sitio no eres tan niñita".

Yo estaba en ese momento muy contento, estábamos abrazados, nos sonreíamos, le acariciaba sus bonitos rizos color castaño tenía muy claro que, envuelto en sus brazos me esperaba un fin de semana excelente, ella en ese momento rompió el encanto, dijo: "A ver, caballo, llévame al baño" protesté débilmente y me aseguró que seguía siendo su prisionero, su esclavo, y que su benevolencia me la tenía que ganar; me aseguró a continuación que si después de aquel fin de semana venían otros, la paliza prometida me la llevaría cuando estuviera en condiciones de soportarla, e insistió en que eso debía ser así en cualquier caso porque los hombres somos malos y las mujeres muy buenas, y debemos pegaros para llevaros por el buen camino; más o menos fue esto lo que dijo, así que le pregunté como quería que me pusiera, contestó que a cuatro patas como había estado Rosa un rato antes. Las rodillas me dolieron lo indecible, pero a la vuelta me dejó llevarla en dos piernas.

Marta pasó conmigo ese fin de semana, actuó con notable eficacia ante todo lo que había que hacer; también pasó conmigo todos los siguientes fines de semana y gran parte de las vacaciones de Navidad, hasta que un día me puso entre la espada y la pared diciéndome estas palabras: "Ha llegado el momento de decidir, tienes dos posibilidades ante ti, la primera es que mañana peleemos y, si gano yo, como creo que sucederá, te daré la paliza prometida; una paliza, y esto quiero que te quede claro, en la que no te haré ninguna lesión grave, pero puedo asegurarte que será muy fuerte y muy cruel. La otra opción es que te niegues a pelear, en ese caso respetaré tu voluntad, pero nunca más volverás a estar conmigo, decide".

Intenté negociar el tamaño de la paliza, las reglas de juego, se negó siempre; me aclaró que era una pelea sin reglas y sin cuartel y que si perdía yo, lloraría con el castigo que recibiría como no lo había hecho nunca, que ensayaría conmigo golpes y pellizcos, que me haría suplicar; o sea, esa paliza marcará un antes y un después, cuando la hayas recibido pasarás a ser el novio complaciente y perfecto, quizá más adelante el marido, que toda muchacha desea porque durante el castigo te iré explicando lo que nunca debes hacer y lo que si debes hacer. Me eché a sus pies y le supliqué que no fuera muy cruel, ella solo contestó: "¿Debo entender que eso es un sí?" Fue un sí.

Antes de empezar la pelea la fortachona me aseguró que ella quería pelear y, por tanto, cuanto más tiempo resistiera yo, menos me castigaría después. Yo, aunque seguía asistiendo al gimnasio y estaba más fuerte que unos meses antes, me di cuenta al verla, íbamos a pelear desnudos, que no tenía nada que hacer. En cualquier caso empezamos a luchar y, en apenas unos segundos, mi predicción se cumplió, yo estaba en el suelo, ella encima. Intenté escabullirme, pero me había aprisionado entre sus muslos y de entre los muslos de Marta no se escapa ni un elefante, menos aún una niñita. Forcejeé porque me interesaba prolongar la pelea, pese a lo desigual que era, Marta siempre cumple lo que promete. Intenté hacer el puente, movía las manos para que no me las inmovilizara… todo inútil, en el momento que le apeteció apretó con sus muslos mi barriga, yo gemí de dolor y me rendí sin condiciones.

Me hizo una caricia, me llamó pobrecito y, a continuación me ató las manos a la espalda, acto seguido se sentó en mi cara asfixiándome mientras decía: "nunca debes insultar a una mujer, menos aún si la mujer soy yo; ves, te puede pasar que te tapemos la boca con nuestra sutileza"; yo la verdad es que sentía mi boca, a ratos también mi nariz, sellada pero no por algo sutil, sino por un culo considerable, cuando lo quitó fue para darme golpes, en la boca: "por mala y pecadora", dijo. Sin perder mucho tiempo se sentó en mi pecho y mirando mis ojos añadió: "Nunca, nunca, por ningún motivo, debes de intentar humillarme, sobre todo en público, siempre te dirigirás a mi con cariño o, al menos, con respeto, aunque estés muy enfadado". Rubricó la orden dándome bofetones, en alguno me pilló las orejas y me dejó mareado.

Me metió en la boca una pelota, que no me dejaba hablar, y para que no pudiera librarme de ella me colocó una mordaza de tela, fue entonces cuando me puso sobre sus muslos, se quitó una zapatilla y dijo: "Nunca deberás mentir, los niños mentirosos son muy malos; cuando necesites algo lo pides; además, hayas hecho lo que hayas hecho, dime siempre la verdad; cualquier cosa se puede perdonar, pero si algún día descubro que me has dicho una mentira te daré una tunda que esta te parecerá de risa y te echaré, a continuación de mi lado a palos". Mientras decía estas sabias palabras, su zapatilla iba recorriendo la geografía de mi culo, no sé cuantos zapatillazos me dio, pero muchos, el trasero me ardía; aunque debo decir que no se empleo a fondo, no fueron ni de lejos tan duros como los de Rosa. Completó esa fase del tratamiento explicándome, con la ayuda de algún pellizco, que no debía ser desobediente

Me mandó arrodillarme con la cabeza inclinada hacia delante, de mis pantalones sacó el cinturón, lo hizo restallar varias veces en el aire como si fuera un látigo, al verlo me quedé horrorizado, mi cara debió expresar claramente mi miedo, quise hablar, pero la mordaza no me lo permitía, comencé a agitarme, hasta que un primer correazo cayó sobre mi espalda, me estremecí; un segundo, un tercero, un cuarto… iban cayendo en mis lomos avanzando paso a paso con precisión, barriéndome la espalda: no daba nunca dos golpes en el mismo sitio; empecé a llorar desesperado, si hubiera podido hablar le habría exigido que parase, me agitaba y hacía daño en las muñecas al intentar soltarme para huir. Mientras tanto Marta decía: "nunca, nunca intentarás pegarme ni agredirme físicamente de ninguna manera" e iba explicando como un hombre bueno y decente debe portarse con su pareja, pero yo apenas la escuchaba, estaba desesperado por el dolor que sentía y eso que, según aseguró ella, y posiblemente era cierto, no me había pegado con saña.

Finalmente la paliza paró, se quedó mirándome y dijo: pobrecito mío, qué paliza te están dando; así, con ese descaro, como si ella no tuviera nada que ver en el tema. Me desató las manos, yo pensé que ya había terminado el castigo, ¡pues no!, se separó de mi un momento, cogió algo, se acercó a mí, me puso un pie en el cuello y

Oí un silbido espeluznante, para a continuación probar el golpe de una vara de olivo sobre mi piel, fue entonces cuando entendí hasta el fin lo insignificante que soy físicamente, al menos a su lado. Estaba desatado, pero no podía escapar, ni defenderme, su pie en mi cuello era suficiente para tenerme controlado, en algún momento incluso más que eso: aniquilado. "Puedes intentar montártelo conmigo, siempre, es un derecho; pero cuando te diga que no quiero que me toques, quiere decir que no. Como podrás entender, porque no eres tonto, todas las mujeres distinguimos un tiento de una agresión sexual, y… nunca vendrás a mi lado borracho, ni te irás de putas. ¿Queda claro? Yo lo único que tenía claro es que quería salir de allí, quería que dejase de pegarme, pero la vara me seguía moliendo las piernas, la espalda, sobre todo el pecho y la barriga… hasta que me dijo: "abre bien las piernas te voy a dar unos golpes con la vara en las pelotas". Yo estaba deshecho, muy asustado, las abrí, no tenía ninguna posibilidad de impedírselo y creí que era mejor obedecerla; desde hacía rato lloraba como una magdalena y había colocado mis manos como si rezara, juntas, suplicantes; entonces pasó lo inesperado, la única buena noticia, soltó la vara sin haberme pegado en mis partes, se agachó, se sentó sobre mis costillas y comenzó a acariciarme; dijo que yo había sido muy valiente al abrir las piernas (en realidad había sido muy práctico) y que me maltrataría muy poco más. Yo estaba temblando de miedo, no me había atrevido ni a quitarme la mordaza de la boca. Ella tuvo al fin piedad de mí, me quitó la mordaza y anunció que el castigo concluía por el momento; pero puede volver a comenzar en cualquier instante, advirtió, aunque eso solo sucederá si eres malo. Yo asentía a todo lo que ella decía con la cabeza, no estaba en condiciones de oponerme a nada, estaba tan deshecho que solo quería que no me pegara más.

Yo no paraba de llorar, eso en un primer momento la enterneció, me levantó del suelo se sentó conmigo encima como si yo fuera un bebé y me metió una teta en la boca como si fuera a darme de mamar; en otras circunstancias me habría metido en la boca el pezón y lo que cupiera y le hubiera hecho fiestas con mucho gusto, pero en ese caso no lo hice así, seguí llorando.

En realidad algo, en mi fuero interno, me decía que aquella paliza había sido tan injusta como brutal y que tenía que hacer algo en defensa propia y por higiene mental; no tenía ninguna posibilidad física, jugué la baza del débil: llorar. Eso terminó por dar fastidio a Marta, primero preguntó que pasaba, no le contesté, seguí llorando. Viendo que eso no funcionaba; me llevó en brazos a la cama, me tumbó, se acostó a mi lado y empezó a acariciarme, en contra de lo que ella esperaba no reaccioné, ni siquiera hice un gesto. Se enfadó, me obligó a mirarla, preguntó qué pasaba, como si ella acabara de pasar por casualidad y me acabase de ver llorar: yo llevaba más de una hora haciéndolo. "No quiero que me pegues más", le dije hipando. Quizá entonces ella se dio cuenta de que la paliza había sido excesiva. "Vamos a ver si hay algún golpe peligroso", dijo, "aunque no creo", subió la persiana y comenzó a inspeccionar mi cuerpo, con mucho cuidado; no había nada de particular y me lo dijo, no le contesté; me preguntó si quería que se fuera y le contesté que sí, se quedó sorprendida, bastante parada y, a través de mis lágrimas, vi que la cara se le había puesto seria.

"¿Cuándo quieres que vuelva?", preguntó, y le contesté que nunca. Se quedó de piedra, esta vez la cara se le desencajó; Marta me gustaba mucho, era consciente de que con mi postura corría el riesgo de que se fuera para siempre, pero asumía el riesgo. Una cosa es que me vaya la marcha y otra que quiera que me asesinen, no podía permitir que me volviera a dar nunca más otra tunda como la que acababa de recibir. Interrumpió mis pensamientos ella al preguntarme si estaba seguro de lo que le decía, le contesté con un lacónico sí procurando que, entre las lágrimas y la alteración de mi voz, se insinuara cierto tono de fastidio. La voz se le quebró, esta vez a ella, cuando dijo: "Adiós, que seas muy feliz", no le contesté, se giró y se marchó.

Oí la puerta cerrarse, pero decidí no moverme, no tenía claro que hubiera salido de mi casa y, en cualquier caso, tenía mis llaves; podía volver a entrar cuando quisiera, no quería que me pillara de pie y viera que físicamente estaba bien; volvió y no tardó en hacerlo. Aseguraría que no llegó a salir de la casa, en cualquier caso oí el ruido de la llave en la cerradura y, enseguida vi en el marco de la puerta su figura, tenía la cara muy seria, preguntó: "¿Cómo te encuentras?". "Como te encontrarías tú si alguien mucho más fuerte te hubiera dado una paliza como la que me he llevado yo", le contesté; calló, se tumbó a mi lado, me abrazó sin ser correspondida, comenzó a besarme y acariciarme, dijo solo: "perdóname" y se puso a llorar.

Podría haberme pegado otra vez, podría haberme insultado o maltratado de mil modos, podría haberme humillado y solo habría conseguido mi odio, seguía estando a su merced; pero fue a hacer lo único con lo que yo me hundo: ver llorar a un adulto. Un niño puede llorar, y de hecho llora, por cualquier tontería, pero cuando llora un adulto, una mujer como Marta, hay siempre una razón de peso y la de mi fortachona yo la tenía clara. Dudé durante algunos segundos y finalmente extendí los brazos y correspondí a sus caricias.

La verdad es que la dictadura de mi enfermera ha sido una dictablanda; en estos ocho años me ha puesto tres veces sobre sus rollizos muslos, me ha pegado algunos zapatillazos y ahí ha quedado todo. Alguna vez le he pedido yo que me domine, lo que le resulta divertido, pero nunca ha vuelto a pasar los límites de lo razonable, de lo que me alegro mucho: el perdedor sería siempre yo.

Marta ha sido, y continua siendo la última, os espero con la holandesa; una de mi barrio con la que me inicie. Hasta pronto