Jazmín, una princesa oriental (Parte número 2).

Segunda parte de esta historia que es una de las últimas que he escrito y que publico en primicia. Espero que sea de vuestro agrado.

El centro, como los demás existentes en aquel país, tenía muy mala fama puesto que cuándo se permitía a sus internos salir al exterior los chicos, convertidos en auténticos sementales, estaban tan ansiosos por mojar de forma regular que no cesaban en su empeño hasta conseguirlo aunque, para ello, tuvieran que forzar a sus víctimas lo que ocasionaba que este tipo de delitos sexuales se incrementara cada vez más mientras que la mayoría de las chicas se dedicaba a lucir sus encantos en ciertos establecimientos de desnudos integrales ó se integraban en algunas de las organizaciones que manipulaban la prostitución. Gwendoline lo eligió después de informarse de que la mayor parte de su personal era femenino por lo que supuso que tratarían a Jazmín con más sensibilidad, que, al menos supuestamente, mantenían la oportuna separación de sexos al alojar a los chicos en pabellones distintos a los de las chicas y que las cocineras solían esmerarse con las comidas para que los internos no pasaran hambre al mismo tiempo que conservaban una complexión física delgada.

La cría comprobó en pocos meses que parte de sus educadoras las enseñaban a leer y escribir y a desarrollar buena parte de las labores domésticas pero que el resto se centraba en instruirlas para que, cuándo fueran mayores, llevaran una vida sexual activa, plena y sana haciéndolas ver que su misión principal iba a ser la de dar satisfacción sexual y cuanta más mejor, a los varones pero sin renunciar a disfrutar de su cuerpo.

Pero las que lo dirigían todo eran las cuidadoras, hembras dominantes y bastante rollizas, en su mayor parte de mediana edad, que, con el beneplácito de sus superiores, obligaban a las jóvenes a someterse a ellas no permitiéndolas disfrutar de la más mínima intimidad ya que, hasta cuándo se duchaban ó hacían sus necesidades en uno de los cuartos de baño colectivos de que disponía el centro, las tenían delante y eran tan sumamente guarras que las gustaba mirar lo que habían depositado en los deteriorados y malolientes inodoros y a algunas las encantaba limpiarlas el chocho y el ojete con sus dedos para impregnarlos en su orina y en su mierda, que olían y “degustaban” antes de lavarse las manos.

Como las demás jóvenes tuvo que usar un uniforme con una ajustada y minúscula falda, abierta por detrás, que, al no darlas ropa interior hasta que las bajaba la regla, las dejaba sus encantos al descubierto en cuanto se descuidaban. A cuenta de su vestuario las chicas se encontraban divididas en dos grupos. Uno de ellos lo formaban las llamadas liberales, a las que no parecía importarlas demasiado el pasarse el día enseñando el coño y el culo de lo que se aprovechaban las cuidadoras para obligarlas a mantener sus primeros escarceos con compañeros masculinos de su edad durante los periodos en que permanecían juntos en el patio haciendo que, mutuamente, se mostraran y se sobaran los atributos sexuales y que se lamieran el orificio anal para obligar, después de presenciar una exhibición de las chicas mayores, a algunas de las muchachas a meterse en la boca al mismo tiempo el pequeño miembro viril y los huevos de su pareja para chupárselos y succionárselos durante varios minutos con lo que solían lograr que, aunque no las pudieran dar leche, se mearan. El verse obligadas a recibir su orina en la boca y a ingerirla no parecía agradarlas pero, a base de echársela día tras día, todas acababan acostumbrándose y reconociendo que el poder “degustar” y tragar la micción masculina las excitaba y las motivaba.

El segundo grupo, del que formaba parte Jazmín, estaba integrado por las llamadas puritanas y recatadas, a las que no las agradaba lucir su seta y su trasero y a las que se daba la posibilidad de conseguir bragas con las que cubrirse manteniendo relaciones sexuales regulares de tipo lesbico, en presencia de las cuidadoras, con sus compañeras de más edad a las que tenían que comer un montón de veces la almeja para conseguir que las dieran una generalmente deteriorada y muy usada braga que, como las quedaba grande y se las caía, tenían que ajustar con imperdibles ó con cuerdas a su cintura antes de ponérsela.

Lo que unas y otras intentaban evitar a toda costa era que sus cuidadoras consideraran que se habían portado mal, la mayoría de las veces supuestamente, puesto que las castigaban depositando cera caliente en su clítoris, en sus labios vaginales y en su ano, que a algunas chicas las llegaron a taponar ó haciéndolas permanecer sobre un entarimado instalado en el patio en donde, colocadas a cuatro patas, las subían sus cortas faldas para que tuvieran que exhibir sus encantos ante sus compañeros mientras las cuidadoras las sobaban y utilizaban sus porras de goma para martirizarlas la masa glútea hasta que lucía amoratada, lo que las imposibilitaba para poder sentarse en condiciones durante unos días. Casi siempre concluían poniéndolas unas lavativas con intención de que se vieran obligadas a mear y a defecar en público. A pesar de que Jazmín intentaba portarse bien y no meterse en ningún lío, algunas de sus cuidadoras no sentían ninguna simpatía por ella por lo que era bastante raro que cada mes no tuviera que soportar una ó dos veces aquella humillación.

Mientras tanto sus instructoras sexuales las daban clases demasiado prácticas de las distintas formas de estimularse incitándolas a tocarse con relativa frecuencia, a masturbarse y a meterse uno ó dos dedos en el ojete tanto cuándo estuvieran solas como cuándo se encontraban acompañadas, con intención de darse mutua satisfacción sexual. Meses más tarde las enseñaron a comerse el chocho unas a otras y las hacían chupar a diario y durante unos diez minutos, el gordo y largo “instrumento” de una monumental braga-pene mientras la educadora de turno las sobaba la raja vaginal, las estimulaba la vejiga urinaria y las hurgaba el orificio anal con sus dedos lo que ocasionaba que, más de una, se meara e incluso, defecara durante el proceso. Durante los seis primeros meses se dieron por satisfechas viéndolas chupar el abierto capullo de aquel miembro viril artificial pero llegó un momento en que, sin importarlas sus arcadas, sus náuseas y sus vómitos, las comenzaron a agarrar de la cabeza y del cabello para obligarlas a metérselo muy profundo en la boca y mantenerlo así, sin dejar de chuparlo y de succionar la punta, durante un buen rato. Una vez que todas se fueron haciendo a ello las instructoras las explicaron que sus felaciones les resultarían bastante más placenteras a los varones si, mientras se las hacían, les introducían un par de dedos en el ojete con intención de hurgarles analmente y de realizarles unos masajes prostáticos con lo que conseguirían que explotaran con más celeridad y que las dieran una mayor cantidad de leche.

Día a día las animaban a esmerarse con sus mamadas puesto que, según las indicaban, en la calle se iban a encontrar con un montón de fulanas muy cerdas y si pretendían tener posibilidades en el terreno sexual en medio de tanta competencia, tendrían que ser mucho más golfas y guarras que ellas. Asimismo, las recalcaban que tenían derecho a disfrutar de su cuerpo y de las muy agradables y placenteras sensaciones que producía a las mujeres el sentirse penetradas y bien jodidas pero que aquello no debía de suponer que las dejaran preñadas y que tuvieran que parir una y otra vez por lo que debían de tener en cuenta que era preferible recibir en su boca y tragarse, a pesar de que había muchas féminas que no terminaban de hacerse a su sabor, dos ó tres lechadas antes que permitir que las echaran un polvazo dentro del coño por lo que, a menos que quisieran pasarse la mitad de su vida controlando sus periodos de fertilidad ó tomando anticonceptivos, debían de aprender a estar pendientes de cada uno de los hombres que se las cepillaran para que, cuándo estuviera a punto de producirse su eyaculación, las sacaran el nabo, advirtiéndolas que antes de las lechadas expulsaban una lubricación que contenían lefa y que por lo tanto podía preñarlas, ofreciéndoles otras alternativas para su descarga como podía ser el pajearles con intención de que las mojaran las tetas con su “lastre” ó el darlas “biberón”. En cuanto consiguieron que asimilaran lo anterior las hicieron ver el peligro que entrañaba el que, en caso de que explotaran en el interior de su seta, las echaran los primeros chorros de lefa ya que, al salirles con mucha fuerza y ser los más abundantes y concentrados, contaban con mayores posibilidades de fecundarlas.

C o n t i n u a r á