Jazmín, una princesa oriental (Parte número 1).
Primera parte de una de las últimas historias que he escrito y que publico en primicia. Espero que sea de vuestro agrado.
Gwemdoline, su madre, engendró a Jazmín, una exuberante y seductora joven asiática, durante un verano en el que, siendo una cría en edad colegial, mantuvo relaciones sexuales con un europeo muy bien dotado, de escaso cabello y de mediana edad, que se sentía especialmente atraído por las chavalillas orientales ardientes, guapas y viciosas. En pocos días y a base de enseñarla sus atributos sexuales y de permitirla que le sobara la chorra y los huevos y que le pajeara para sacarle la lefa, consiguió que la joven quedara tan gratamente impresionada por las excepcionales dimensiones que llegaba a adquirir su cipote y por las espléndidas lechadas que echaba al eyacular que la muchacha siempre estaba dispuesta a darle satisfacción sexual mientras el varón encontraba en ella la aliada perfecta para pasarse buena parte del día luciendo sus encantos mientras iba dando rienda suelta a sus más bajos instintos y llevaba a cabo sus fantasías. Gwendoline terminó por acostumbrarse a chuparle el ciruelo y a “degustar” y a ingerir la gran cantidad de “lastre” que la echaba en la boca en cada una de sus descargas mientras el hombre, tras desflorarla vaginal y analmente, daba debida cuenta de su virilidad prodigándose cada día más en “clavársela a pelo” por delante y por detrás con el propósito de explotar libremente en su interior echándola tanta leche dentro de la almeja y del culo que, además de ocasionarla un leve desgarro anal, la hizo un “bombo”.
Al confirmarse su embarazo el varón, del que sólo conocía su nombre y su nacionalidad, hacía más de un mes que había vuelto a su país y a pesar de la manifiesta oposición de sus padres, que consideraban que no tenía edad para convertirse en madre soltera, decidió seguir adelante. Pero su carácter cambió y como no se daba a razones y se pasaba el día discutiendo con ellos, sus progenitores la echaron de su casa al enterarse de que había dejado los estudios. Encontró alojamiento y manutención en el domicilio paterno de Jazmín, su mejor amiga, lo que originó que, después de un parto bastante complicado, decidiera agradecérselo poniendo su nombre a la niña.
La infancia de Jazmín fue terrible. Gwendoline, dos meses después de parir, decidió abandonar el domicilio de su amiga para buscarse la vida en otra ciudad. Durante casi un año, hasta que perdieron el contacto a cuenta de sus continuos cambios de domicilio, su amiga la remitió mensualmente algo de dinero y ropa para la niña y para ella pero, al dejar de recibir sus envíos, comenzó a pasar por toda clase de penalidades. Como no era capaz de encontrar un trabajo digno a cuenta de su corta edad y de la niña, a la que no podía dejar al cuidado de nadie que la inspirara confianza, decidió prostituirse. Pronto descubrió que había demasiada competencia y que lo más rentable era dedicarse al turismo sexual pero se encontraba regido por varias organizaciones y no tuvo otra posibilidad que la de entrar a formar parte de una de ellas. Durante unos dos meses y como parte de su periodo de instrucción, los cabecillas de la organización y sus secuaces se dieron el lote con ella obligándola a exhibirse desnuda una y otra vez antes de sobarla, masturbarla, penetrarla y joderla hasta que, con total libertad, la echaban su leche.
Cuándo, por fin, decidieron ponerla en el mercado la encontraron un hueco en una guardería en la que dejaba a la niña y la obligaron a entregarles el cincuenta por ciento del dinero que recaudaba, a que un día a la semana la efectuaran una limpieza uterina para evitar cualquier embarazo y a que cada mes y medio la realizaran un legrado lo que originaba que tuviera que permanecer en el “dique seco” de siete a diez días. Al tener que atender a la mayor parte de su clientela en los hoteles en los que se alojaban se pasaba de trece a catorce horas diarias de un lado para otro acompañada por uno de los secuaces, que se la unía cuándo dejaba a Jazmín en la guardería y que no se separaba de ella hasta que la recogía, que se ocupaba de controlarla para que llegara puntualmente a cada una de sus citas y teniendo que hacer frente a los gastos que la ocasionaban los desplazamientos.
Al finalizar el verano disminuyó el turismo con lo que la oferta superó a la demanda y se redujo de manera considerable el número de contactos sexuales que mantenía por lo que, a duras penas, conseguía obtener la cantidad mínima que cada semana tenía que entregar a la organización que, en vista de que su situación económica era cada vez más precaria, la ofreció la posibilidad de entrar a formar parte del personal de un burdel en el que los hombres solían maltratar y tratar con sadismo a las fulanas hasta llegar a alcanzar tan elevado grado de excitación que, algunos, se cagaban de autentico gusto ó el deshacerse de Jazmín para que pudiera desplazarse, pagándola los gastos del viaje, a un burdel emplazado en uno de los países en donde una golfa asiática, guapa, joven y viciosa como ella tendría un gran porvenir. No dispuso de tiempo para plantearse ninguna de las dos opciones puesto que uno de los secuaces la propuso liberarla de la organización y darla alojamiento y manutención a cambio de convertirse en la esclava sexual de sus tres hijos lo que Gwendoline aceptó al considerar que era la opción menos mala.
El varón la hizo residir, junto a su hija, en una amplia vivienda aislada, sin apenas mobiliario, de la que sabía que, como no disponía de ningún medio de transporte, no iba a poder escapar. A pesar de su aislamiento Gwendoline y Jazmín vivían con comodidad, no las faltaba de nada y el hombre y sus tres hijos no se desfondaban con ella puesto que, excepto el hijo menor que era el más salido, no demostraban demasiado interés por echarla más de un polvo y como tenían que atender a otras concubinas, lo normal era que a lo largo del día sólo recibiera la visita de dos de ellos.
La que la visitaba a diario era una fémina alta y delgada, de mediana edad, que más adelante supo que era la “madame” de un burdel, que hablaba muy poco, no usaba ropa interior y siempre vestía de una forma muy extravagante, que se encargaba de adquirir y llevarla todo aquello que necesitaba. La hembra se mostraba muy autoritaria y en cuanto llegaba, la obligaba a permanecer en bolas delante de ella para poder recrearse mirándola y cuándo la daba la gana, la magreaba y la mamaba las tetas, la ponía caldosa la raja vaginal y la lamía el ojete. Aunque la decía que tenía ganarse a pulso cada uno de sus orgasmos, la mujer solía darla la suficiente tralla como para que, con sus sobamientos y sus lamidas, quedara bastante satisfecha.
Pero el mantenerlas ocasionaba una serie de gastos por lo que, unos meses después de entrar a su servicio, los cuatro varones la obligaron a recibir periódicamente la visita de algunos de sus respectivos amigos a los que cobraban anticipadamente por el disfrute de sus favores sexuales y a participar, junto con otras golfas, en las sádicas orgías que organizaban todos los domingos en el burdel regentado por la “madame” y en las que estaba permitido todo, hasta el maltratarlas y pegarlas.
Antes de poder disfrutar de las fulanas se exigía a los hombres que dieran por el culo a alguno de los “mariposones” que, con ese fin, acudían con asiduidad a esas reuniones. Con ello se pretendía que, al entrar en contacto con las golfas, se encontraran con la “pistola” descargada para evitar eyaculaciones demasiado rápidas, lo que era bastante habitual entre los asiáticos y que pudieran disfrutar dándolas caña mientras las fulanas tenían que emplearse a fondo y esmerarse para conseguir que volvieran a explotar. Las orgías duraban más de doce horas y en ellas, además de alcohol, los varones consumían un montón de estimulantes con intención de que la minga se les mantuviera tiesa y de lograr dar más leche para poder reventar a las golfas, que era lo que pretendían. La mayoría conseguían echar un polvo tras otro pero algunos, a pesar de los estimulantes, iban de “gatillazo” en “gatillazo”. Al sufrir las primeras agresiones físicas comenzó a beber y cada vez con más frecuencia y en mayor cantidad.
Cierta tarde uno de los participantes en las orgías sexuales, tras haber ingerido mucho alcohol y sufrir dos “gatillazos” con ella, la obligó a acompañarle a un cuarto de baño en donde la ató las manos a la espalda y procedió a magrearla entre insultos antes de propinarla una soberana paliza con la que se fue empalmando. Cuándo la dio un fuerte puñetazo en el estómago el dolor hizo que la joven se viera obligada a arrodillarse delante de él lo que aprovechó para restregarla el miembro viril por el rostro antes de empujarla con su rodilla hasta que consiguió que cayera boca arriba al suelo. El hombre la hizo estirarse, la abrió las piernas, la sobó la raja vaginal y la cubrió. A pesar de que se la “machacó” durante un montón de tiempo no consiguió echarla ni una sola gota de leche por lo que, contrariado, tuvo la “feliz” idea de quemarla con un cigarro el “felpudo” pélvico, el clítoris y los labios vaginales lo que ocasionó que Gwendoline sufriera un autentico calvario antes de terminar la velada ingresada en un hospital en el que tuvo que permanecer varios días recibiendo, únicamente, la visita del hijo mayor que la explicó que, como aquel energúmeno la había marcado de por vida el clítoris y los labios vaginales, no les interesaba seguir contando con ella por lo que su padre estaba dispuesto a liberarla de su compromiso y dejar que escapara de sus garras con la condición de que mantuviera en secreto lo sucedido.
No tuvo más remedio que aceptar por lo que, de nuevo, se vio sumida en una precaria situación económica que intentó solventar dando en adopción a Jazmín a cambio de dinero. No lo consiguió pero, mientras lo intentaba una y otra vez, permanecieron juntas hasta que, convertida en una alcohólica y en una golfa que se abría de piernas con demasiada facilidad a pesar de que estaban a punto de desahuciarla de la ruinosa vivienda en la que residía y de que empezaba a padecer los efectos de una enfermedad de transmisión sexual, la internó en lo que, podíamos llamar, un centro de acogida de menores cuándo la cría aún no había cumplido tres años.
C o n t i n u a r á