Jardineros afortunados
Una experiencia morbosa que hace que una mujer joven descubra, primero sola y después junto a su pareja, una afición que tenía oculta
Mi nombre es Laura y tengo 35 años. Hace tiempo que descubrí esta página en la que la gente cuenta sus experiencias con el sexo, de una manera muy liberal algunos, y otros más convencional, pero en la que cada uno procura dar rienda suelta a sus deseos carnales, bien participando de manera explícita en las historias o simplemente como meros observadores, leyendo en la soledad de su casa lo que relatan otros. En cualquier caso, reconozco que me encanta, así que por eso me he decidido a rebelar por primera vez una de las situaciones más morbosas que he vivido en toda mi existencia.
Sucedió hace un par de años en Málaga a mediados del mes de julio, cuando disfrutaba con mi pareja de las vacaciones de verano en una pequeña casa de alquiler cerca de la costa. Se trataba de una construcción sencilla de planta baja. Dos habitaciones, un salón comedor bastante generoso en espacio, un cuarto de baño muy funcional, y una minúscula cocina que para lo que nosotros nos molestábamos en cocinar era mucho más que de sobra. No tenía nada de especial, salvo el fantástico jardín circundante y una pequeña piscina instalada a un lado de la parcela, que venía de perlas para darse un remojón cuando el sol apretaba más de la cuenta.
Una tarde cualquiera, alrededor de las cuatro aproximadamente y sin nada planeado hasta la noche, salí a tomar el sol al jardín como de costumbre. Mario, así se llama mi pareja, se había quedado adormilado en el sofá viendo el Tour de Francia, así que aprovechando la intimidad de la parcela decidí quitarme la parte de arriba del biquini y hacer un poco de topless. No hablaré de mí, no me gusta hacerlo, pero simplemente diré que me gusta cuidarme y que puedo presumir de tener una figura que alguna de mis amigas no se cansa de albar con cierta envidia. El resto prefiero dejarlo a la imaginación de los que lean este relato.
Ya llevaba un rato tostando, cuando Mario asomó por la puerta de la casa. Se quedó un tiempo parado mirándome en silencio, y antes de que yo dijera nada, se acercó a mí, se sentó en la hamaca y me besó en los labios. No sé lo que tuvo ese beso, pero reconozco que hizo que me subiera la bilirrubina y rápidamente empecé a notar un cosquilleo placentero entre las piernas. Sin embargo, en lugar de seguir el camino que había empezado, el muy idiota se puso en pie y me dijo.
—No hay café, voy a salir a comprarlo.
Me quedé planchada. Tanto me molestó el desplante, que decidí hacerme la dura.
—Muy bien, yo me quedo aquí.
Con las mismas, se puso en pie y se largó dejándome allí tumbada.
—Ahora mismo vuelvo —dijo de la que salía—. Se buena.
En cuanto se fue, volví a cerrar los ojos y seguí donde lo había dejado. Lo extraño, y digo extraño porque nunca antes me había pasado, es que el cosquilleo que me provocó ese acercamiento reciente no se esfumó cuando él se marchó. Y a los pocos minutos, sabiéndome aún sola, tuve un arrebato de tentación y me quité la braguita del biquini, quedándome completamente desnuda, con mi cosita bien depilada, bronceando esas partes de mi cuerpo a las que nunca suele darles el sol. Y así estuve un buen rato, como Dios me trajo al mundo, notando como una ligera brisa de poniente que soplaba por encima del murete de la finca trataba de apaciguar sin mucho éxito el calor de mi cuerpo que se había concentrado todo en la entrepierna.
Quiso la casualidad que cuando más a gusto estaba, esperando con impaciencia a que Mario regresase para abalanzarme sobre él, el propietario de la casa decidiese que aquella era la mejor tarde de la semana para que el servicio de jardinería que tenía contratado acudiese sin avisar a cortar el césped. Nosotros no lo sabíamos, pero al parecer era algo que hacían una vez por semana, sin avisar, colándose directamente en cada casa armados con los cortacésped. Y eso fue precisamente lo que hicieron. Abrieron la puerta metálica del cerramiento y se colaron dentro, descubriéndome allí tumbada con todos mis atributos al aire.
Según los vi me quedé muerta. Y ellos también, porque en lugar de seguir adelante, los dos chicos que aparecieron de la nada se quedaron atónitos contemplando mi figura.
—Perdón —dijo uno de ellos— Veníamos a cortar el césped.
Rápidamente me incorporé de la tumbona. Fue un movimiento instintivo, pero con el que logré que aquello que no veían bien por estar echada, quedara ahora perfectamente al alcance de su vista.
—Eh… —no sabía que decir— ¿Ahora? —pregunté avergonzada.
—Sí, venimos todos los jueves —añadió— Si quiere volvemos un poco más tarde.
—No, no, no os preocupéis —contesté.
Los dos chicos siguieron entonces adelante con las máquinas como si no ocurriese nada, pero en lugar de caminar con la mirada puesta en lo que habían venido a hacer, avanzaron escrutando con atención mi anatomía. Pude notar con claridad como sus ojos recorrían mi cuerpo entero de arriba abajo, deteniéndose sin escrúpulos en mis pechos y mi cintura.
Podía haberme tapado con las manos, podía haber corrido dentro de la casa y cerrar la puerta tras de mí, podía haberles gritado incluso que volviesen más tarde como ellos mismos habían propuesto, pero no lo hice. Es más, no hice nada. Por alguna razón que aún hoy desconozco, excitación supongo, me quedé allí parada, completamente desnuda, esperando que pasasen a mi lado. Después, cuando con torpeza pusieron las dos máquinas en marcha, en lugar de dar por terminada la exhibición, me dirigí directamente al porche de la casa y me senté en una de las sillas, haciendo que leía una revista que había dejado allí posada esa misma mañana.
El morbo que me estaba dando encontrarme allí desnuda, sentada frente a ellos que pasaban una y otra vez de manera alternativa mirándome de reojo, fue indescriptible. Pero aún fue a más cuando, igual que llegaron ellos de manera imprevista, apareció Mario por la puerta cargando con la bolsa de la compra. El pobre se quedó petrificado al verme allí plantada desnuda y con dos extraños pasando frente a mí como si no ocurriese nada. Se acercó caminando despacio, lanzando atónito la mirada hacia adelante y hacia los lados sin saber muy bien qué estaba ocurriendo.
—¿Qué haces? ¿Quién son estos? —me preguntó aturdido cuando llegó a mi lado.
—Han venido a segar —le respondí muy tranquila, aunque en el fondo estaba temiendo su reacción.
—¿A segar? Pero si estás desnuda —añadió. No salía de su asombro.
—Bueno, ya estaba así cuando llegaron. ¿Qué querías que hiciera?
No dijo nada. No se atrevió. Se limitó a negar en silencio y a entrar en la casa dejándome allí plantada.
Al momento sentí un bochorno horrible. «¿Qué estás haciendo Laura?» Me dije a mi misma. Me puse en pie y lo seguí. Cuando entré en la casa, él se había quedado en la cocina vaciando la bolsa.
—¿Estás bien? —le pregunté acobardada desde la puerta.
Me miró un tanto confuso.
—Esto es un poco raro, ¿no? —dijo.
Me acerqué a él dispuesta a disculparme.
—Ven aquí —añadió.
Y así, sin esperarlo, me cogió por la cintura y me atrajo hacia él con tanta energía que casi me hizo daño. Después, cuando me tenía bien sujeta, comenzó a besarme con una pasión desmesurada. Pensé que iba a darle un infarto allí mismo. Sus manos empezaron a recorrer mi cuerpo desnudo, de arriba abajo, estrujándome las nalgas y los pechos con fuerza.
—¿No estás enfadado? —le pregunté cuando pude respirar.
—No sé lo que me pasa —contestó— Vamos.
Se separó de mí, me cogió de la mano y me arrastró al dormitorio. Allí, se sentó en la cama de cara a la ventada e hizo que me sentara sobre él, dándole la espalda y mirando tras la cortina hacia la calle, donde los dos podíamos ver a uno de los chicos ahora sí concentrado en su tarea, pasando el cortacésped alrededor de la piscina. Cuando me tuvo en esa posición, empezó a recorrer de nuevo mi cuerpo con sus manos hasta que llegó a mi vagina, y comenzó a frotarla enérgicamente con los dedos. Estaba desenfrenado, y yo, viendo que él iba a mil por hora, pues no pude por menos que ponerme a su altura. Enseguida empecé a gemir como una posesa, mientras que restregaba mi espalda contra su pecho y me agitaba hacia los lados para ayudarle con el movimiento a darme placer.
Así, cuando más excitaba estada, en lugar de seguir adelante, no se me ocurrió otra cosa que ponerme en pie, girarme ciento ochenta grados y mirarle directamente a los ojos.
—Ahora mismo vuelvo —le dije luciendo una sonrisa muy lasciva.
Ni corta ni perezosa salí del dormitorio y caminé hasta la calle. Después, con paso decidido me acerqué a la piscina, donde todavía seguía uno de los chicos trabajando, y me puse a su lado. Mario no podía oírme, pero sé que me veía tras la cortina, y me excitó muchísimo saber que estaba allí oculto contemplando como me exhibía delante de aquel desconocido.
—Perdona —le comenté— Igual te estorba todo esto —añadí refiriéndome a varios objetos de baño que había esparcidos por el bordillo.
A continuación, sin esperar a que él me contestase, me puse de rodillas dejando mi trasero a su vista y comencé a recoger lentamente todas las cosas que había por el suelo. Unas gafas, un par de tubos, un pequeño flotador. Lo hice tan lentamente que enseguida apareció por el otro lado el segundo de los muchachos, y se acercó con expectación a ver qué estaba ocurriendo para que el sonido del cortacésped de su compañero se hubiese detenido de golpe. Al momento se encontraban allí los dos, de pie detrás de mí, sin hacer nada, contemplando como me movía arrodillada. Cuando me pareció que ya había sido suficiente, me puse de nuevo en pie y me acerqué a ellos. Me paré unos segundos bien cerquita, les sonreí, y seguí avanzando, colándome con dificultad entre los dos, que a causa del poco espacio que quedaba entre la piscina y el murete de ese lado, apenas pudieron apartarse. De hecho, cuando pasé rozándolos a ambos, pude notar como la mano de uno de ellos se estiraba y me acariciaba las dos nalgas. Yo, en lugar de molestarme, me detuve un instante, completamente desnuda como estaba, encajada entre los cuerpos de aquellos dos extraños, y sonriendo con picardía, dejé que durante dos largos minutos ambos pudiesen disfrutar con las manos lo que llevaban tiempo disfrutando con la mirada.
Pensé que iba a reventar de excitación, y lo mismo le debía de ocurrir a Mario, porque cuando me fui, dejando a los jardineros acelerados y con sendos bultos bajo el pantalón de trabajo, y entré en la casa, lo encontré desnudo masturbándose junto a la ventana. Solo nos hicieron falta dos empujones para alcanzar uno de los mayores clímax de toda mi vida.
Bueno, esta es mi historia y espero que os haya gustado, porque después de esta hubo otras cuantas parecidas. Fue como si aquella tarde hubiésemos abierto una puerta oculta durante mucho tiempo, y al descubrir lo que se encontraba tras ella, empezáramos a disfrutar del sexo de una manera muy distinta a como lo habíamos hecho hasta ese momento.