Janies got a gun
¿Qué había hecho mal? Había intentado ser una buena chica. Iba a misa, colaboraba con la comunidad católica, sacaba buenas notas y nunca contestaba. ¡Dios, dime qué hice mal!, ¿por qué ?, ¿por qué el mal se había metido en mi cuerpo? Solo quise ser popular, solo quise que me quisieran
“Desde KTW para todas las estaciones de Massachusetts, en esta fría mañana de enero. Nuevo éxito de nuestros vecinos. Levántense con energía con Walk this way.”
Desde el interior de mi fortaleza de lana y franela, la fuerza que transmitía Aerosmith llegaba muy atenuada. Allí dentro todo quedaba muy lejos, pero no lo suficiente. La chica virgen, admirada por todas las chicas y deseada por todos los chicos, era una ilusión del pasado.
–Camina de esta manera…, habla de esta manera…, camina de esta manera… –Ni siquiera tenía fuerzas para cantar el estribillo que no paraba de repetir hacía poco tiempo.
Todos los sueños de popularidad, de chicos a mis pies, se habían ido al traste. Todo se había roto por mi culpa.
Unos pasos se acercaban al foso de mi castillo. Aferré con más fuerza las mantas cubriéndome por completo. Las murallas debían protegerme de cualquier asalto, aunque en lo más hondo sabía que no servirían de nada.
–Venga, despierta dormilona –susurró aquella voz que aquietaba mis nervios.
–Un poco más, mamá –dije con voz pastosa mientras me encogía más aún en posición fetal.
–En cinco minutos te quiero abajo desayunando.
Apagué el radio despertador y me puse las pantuflas. Estaba a campo abierto, vulnerable, ya no habían murallas. La paz de la noche se esfumaba y con ella volvían los demonios. Steve Tyler me había hecho recordar la Janis que se había marchado para siempre.
Me miré al espejo de mi dormitorio. Allí continuaban aquellos bucles pelirrojos, allí aquel trasero que había despertado pasiones, pero no encontraba mis ojos. Cada vez que intentaba enfocarlos, algo me empujaba a mirarme los pies, a avergonzarme por la escoria en que me había convertido. No quería ver la decepción y el reproche en aquella Janies del reflejo.
El comienzo de la escalera se encontraba delante de mí. No quería bajar. Quería regresar a cobijarme bajo las mantas, en la seguridad de mi caverna, donde podía ser aquella que fui.
¿Por qué no una caída fortuita? El hospital me alejaría de todo. Una pierna escayolada y todo volvería a la normalidad. Mejor aún, cabía la posibilidad de romperme el cuello y todo habría concluido al fin. Estaría lejos de mí misma, del asco que me daba.
Helen, mamá y papá estaban ya sentados a la mesa cuando llegué. Los azulejos del piso llamaron poderosamente mi atención. Quería desaparecer, hacerme invisible. ¿Por qué cuando quieres que algo pase a toda velocidad el tiempo se hace eterno?
–¿Por qué no comes? –me preguntó mi padre con tono preocupado.
Un vacío se abrió en mi estómago amenazando con devorarme. El sonido de su voz era suficiente para que un sudor helado bañara mi espalda. Sabía el mucho daño que le había hecho y no me lo perdonaba.
–¿Hoy tienes confirmación, cariño? –me preguntó mi madre.
–Te… tengo… catecismo con los niños.
–¿El año que viene me darás catequesis a mí? –preguntó Helen con inocencia.
–Claro que sí cariño –respondió mi padre acariciando la melenita de mi pequeña–. También estará el padre Patric. Ya sabes que el sacerdote está encantado con que toda la familia seamos buenos católicos. –Pero yo no lo era. Había pecado. Llevaba el mal en mi interior.
–Venga Helen, que nos tenemos que marchar al cole. Janies, no olvides llevarte el trabajo de química.
Mi madre besó a mi padre y después a mí. La peque hizo lo mismo invirtiendo el orden. Ambas se marcharon tomadas de las manos. Acababa de comenzar mi día de perros.
¿Qué había hecho mal? Había intentado ser una buena chica. Iba a misa, colaboraba con la comunidad católica, sacaba buenas notas y nunca contestaba. ¡Dios, dime qué hice mal!, ¿por qué…?, ¿por qué… el mal se había metido en mi cuerpo? Solo quise ser popular, solo… quise… que me quisieran…
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–Janies, ¿Qué te pasa? Llevas un par de semanas que no pareces tú –dijo Mary, mi mejor amiga, cuando salíamos del instituto.
-Na…, nada… no me pasa nada…
–Pero vamos, si tú eras la alegría del grupo, la chica más envidiada y divertida del instituto y ahora pareces una flor marchita.
–Per… perdona… Mary… tengo que irme…
Estuve a punto de caer en el precipitado arranque de aquella alocada carrera. Había visto un Ford plateado y no estaba dispuesta a aguardar a cerciorarme de la identidad de su conductor. Debía huir, llevarme lejos a aquel demonio que me poseía.
Mis pulmones ardían cuando llegué al inicio de Hill strreet. La nieve había cesado de caer y un tímido sol me saludaba desde lo alto de la colina. Lo miré fijamente como si él pudiera darme la respuesta a todas mis preguntas. Como si su luz y calor pudieran limpiar la suciedad de mi alma.
Mis pies flotaban ascendiendo con facilidad la empinada cuesta. allí sí encontraría lo que buscaba, allí hallaría la soledad. Un tren de pasajeros delineó la cresta de la colina perdiéndose rápidamente hacia algún destino lejano. Algún día yo viajaré en ese tren, algún día correré hasta que nadie me dé alcance, algún día… algún día huiré donde no pueda estropearlo todo.
Solo Mary conocía mi escondite pero incluso ella desconocía que debía alejarme, debía marcharme por siempre.
Atravesé las vías muertas en dirección a mi vagón. En unos segundos estaría en mi verdadera fortaleza. Allí estaría a salvo de todo y de todos. Allí no perjudicaría a nadie.
La noche había caído hacía rato cuando no me quedó más remedio que regresar a casa. Paradójicamente, el descenso de Hill Street se hizo rapidísimo por más que intentara ralentizar mis pasos. Los gruesos calcetines y la falda de franela no habían impedido que mis piernas estuvieran ateridas. El hambre dominaba mis reacciones y deseaba llegar al calor de mi hogar tanto como lo temía.
Giré y enfilé la oscura calle en dirección a la quinta casa de la izquierda. Mis pies pesaban como plomo. Cada paso que daba era una verdadera tortura. Si al menos supiera qué es lo que había hecho mal, cómo poder remediar mi error.
Aferrar el pomo de la puerta me supuso utilizar las últimas reservas de fortaleza. El hielo recorría mis entrañas paralizándome frente a la puerta.
La familia no tardó en rodearme en cuanto colgué el abrigo y el gorro en el perchero.
–¿Dónde demonios te has metido?, llevo toda la tarde buscándote –gritó mi padre al borde del colapso.
–Cariño, ¿por qué nos haces esto?, ¿sabes lo preocupados que nos tenías? –Mi madre no pudo más y comenzó a llorar. Quise imaginar que de alegría por tenerme en casa de nuevo.
–Yo… lo siento… me entretuve con una amiga…
–Mi amor, llevas unas semanas extrañísima. Te han llamado varias veces la atención en clase, no llevas el deber hecho y ahora nos mientes. Tu padre y yo hemos llamado a casa de todas tus amigas y no estabas con ninguna.
–Susan, toma a Helen y marchaos a dormir –dijo mi padre mientras aflojaba su cinturón.
–¡No le pegues, por favor, Petter! Seguro que todo tiene una explicación.
–¡Que te subas con la pequeña!, no hagas que te lo repita.
Con los ojos anegados tomó la manita de mi confundida hermana y ambas ascendieron la escalera sin dejar de mirar hacia mí. Mi madre trataba de sonreírme entre la cortina de lágrimas que bañaban su rostro.
–¡A la cocina!
No hacían falta más palabras. Sabía perfectamente lo que debía hacer. Otra vez, de nuevo mis malos actos habían herido a mi padre y habían despertado aquello que él se esforzaba tanto por mantener dormido. Pero solo había una responsable.
Al llegar, apoyé el pecho sobre la mesa. Con manos temblorosas, alcé mi falda de cuadros escoceses.
Con insólita delicadeza, mi padre bajó las braguitas y acarició mis nalgas con ternura.
–Cariño, sabes que esto me duele a mí más que a ti. ¿Por qué lo haces todo tan difícil?, ¿por qué no te puedes portar como una buena chica?
Apartó la mano de mi trasero y al instante el cuero mordió con saña mi aún helada piel. Uno, dos, tres. El dolor lo podía aguantar. Sabía por qué lo recibía y sabía que lo merecía. Aguanté los correazos esperando que comenzara mi verdadero infierno, aquel que no tenía un porqué o tal vez sí. Tal vez tuviera que aceptarlo todo como aceptaba aquellos cintazos porque en el fondo yo tenía toda la culpa.
Nueve… y diez. Esperé aguantando la respiración, mi culo palpitaba como si tuviera un corazón propio, a cada latido el fuego se extendía por todo mi ser. Aguardé y finalmente se produjo.
Una mano afectiva se posó sobre mi cabeza y acarició mi cabello en lentas pasadas.
–todo sería tan sencillo si te portases bien… Con lo que yo te quiero… –mi padre comenzó a llorar quedamente. Aquello me atemorizaba y al mismo tiempo me llenaba de culpa–. Tienes siempre que retarme haciéndolo todo más difícil. Yo no quiero, cariño, de veras que no quiero pero debes comprender…
La mano pasó de mi pelo a mi espalda y de esta a mis doloridas nalgas. Cerré los ojos con todas mis fuerzas. Gruesas y cálidas lágrimas se derramaron sobre la mesa de la cocina. Otra vez no, Dios mío, otra vez no. Desde mi estómago comenzó a crecer aquel vacío. Apreté los dientes aguardando que todo comenzara y deseando que todo terminara. La suciedad comenzó a extenderse con lentitud por todo mi alma.
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“Sí, queridos seguidores de KTW, como lo oyen, el primer vuelo comercial supersónico acaba de aterrizar en el JFK de Nueva York. El Concorde ya está aquí.”
Hacía calor. Se estaba a gusto allí dentro. Me abracé con fuerza a mis rodillas y aquel dolor punzante retornó. No sabía si dolía más mi trasero o el bajo vientre. Regresaron de nuevo, sin avisar, sin picor de ojos. Cayeron lentas, frías, saladas. La culpa me invadía. ¿por qué yo era así?, ¿por qué no admitir todo como era?, ¿no podía ser una buena chica sin más?
Mover mis piernas era un suplicio. A duras penas pude arrastrarme hasta el pie de la escalera.
En la cocina la estampa era de familia idílica. Mamá untaba tostadas con mantequilla, Helen reía alegre alguna ocurrencia de mi padre mientras este acariciaba con lentas pasadas su larga cabellera cobriza… La única que rompía aquella imagen de felicidad era yo, ¿por qué no podría ser una buena chica?
Su pelo… ¡no!, todo mi mundo se tambaleó. La mano de mi padre continuaba acariciando el cabello de mi pequeña Helen mientras ella sonreía ingenua. Mis ojos no podían apartarse de aquel pausado movimiento. Todo comenzó a girar a gran velocidad. ¡ella no!, ¡ella no!
–¡Janies!, ¡cariño! –parecía ser la voz de mi madre gritando desde muy lejos.
No quería regresar. Mis piernas, finalmente, no habían aguantado doblándose debajo de mi peso. Mi corazón se había quebrado en mil pedazos, ¡Ella no!
–Vamos, Susan, tranquilízate. La subiré a su dormitorio.
–¡Pero si está ardiendo!, llamaré al doctor.
–No será necesario. Le diremos a la señora Duglas que pase a mitad de mañana para ver qué tal se encuentra. Con reposo mejorará.
–Pero… el doctor…
–¡No insistas más!, perdona, cariño. La señora Duglas cuidará muy bien de Janies.
–Llamaré al trabajo y diré que no puedo ir. Será lo mejor.
–¡Que no te preocupes!, tan solo es un resfriado.
Mi padre me introdujo entre las mantas. Regresaba a mi mundo de protección, pero ahora no solo era yo. ¿Cuánto tiempo tardaría?, ¿tres años, cuatro?, ¡Cómo no lo había visto antes! Me sentía estúpida.
La señora Duglas me hizo beber una sopa caliente a mitad de mañana. Realmente no podía ni con mis huesos. Solo quería cerrar los ojos y dormir, dormir hasta que todo aquello pasara. Me dolía la cabeza de buscar una solución que no existía. ¿Quién creería a Janies la sucia?, ¿a Janies la pecadora?
Desperté horas o minutos más tarde, qué más daba. Tampoco tenía claro que hubiera estado durmiendo realmente. Intenté recordar lo que me había llamado la atención en el último sueño y al fin, la solución se dibujó en mi mente con claridad.
Me vestí con la ropa más abrigada que tenía. Daba igual, el frío o el calor no eran importantes o lo dejarían de ser dentro de poco. Observé mi reflejo antes de salir del dormitorio. Mi larga caballera se pegaba a mi rostro por efecto del sudor dándome un aspecto deplorable. Allí no había nada de la guapa pelirroja, pero por primera vez desde hacía semanas, pude mirar de frente aquellos ojos verdes, que febriles brillaban de determinación. No más miedo, no más lágrimas.
Doblé con cuidado la nota. ¿Cuál sería el mejor sitio?, finalmente, me decidí por el escritorio de Helen. Todo esto lo hacía por ella, por mi pequeña. El mensaje debía llegarle.
El último dormitorio visitado fue el de mis padres. No tardé en encontrar lo que buscaba detrás de un montón de calcetines negros. Pesaba, pesaba y estaba fría, pero Janies tenía una pistola.
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La nieve azotaba mi rostro cuando ascendí por Hill street. El sol que tantos días me había saludado no estaba. Sabía que era una tontería pero me hubiera gustado que estuviera para despedirme de él.
El frío más intenso y el calor más sofocante se alternaban haciéndome tiritar con sensaciones enfrentadas. ¿Estaba contenta?, ¿triste? Daba igual. Tenía una pistola. Todo se veía más claro.
Un fuerte pitido me sacó de mis ensoñaciones en lo alto de la colina. Un tren pasó velozmente a escasos metros de mí. Mi cabello quiso acompañarle en aquel viaje a lo desconocido, pero yo tenía un destino muy claro hacia el que huir.
En el interior de mi vagón el tiempo se detuvo. Ya no era necesario correr. Había llegado a la última estación y no había prisa por bajar del tren, pero debía hacerlo. Retrasarlo tan solo serviría para que menguara el poco valor que aún atesoraba.
Con el recuerdo de la mano de mi padre acariciando el cabello de la pequeña, extraje el arma del bolsillo del abrigo. Pesaba, pesaba y estaba fría.
Había visto en las películas cómo se retiraba el seguro y se amartillaba. Era sencillo, lo complicado vendría después. Con mano temblorosa, llevé el cañón hasta apoyarlo sobre mis cuarteados labios. Introducirlo en mi boca iba a ser más complicado. Estaba frío, estaba frío y salado, salado por el mar de lágrimas que bañaban mi rostro. Ya no despertaría con los mimos de mi madre, ya no reiría con las ocurrencias de Helen, ya no me saludaría el sol desde lo alto de Hill street, pero descansaría. Dejaría de ser una inútil buena para nada.
No pude, no tuve el valor necesario. Comencé a golpear mi cabeza contra las tablas de aquel viejo vagón. Era una inútil…, una inútil que no servía ni para algo tan sencillo.
No sé cuánto tiempo estuve llorando. No sé si fueron horas o días. Todo cesó cuando la puerta de mi viejo vagón se deslizó con un chirrido tétrico.
–¿Janies? –tronó la voz de mi padre desde el exterior.
Algo iluminó en mi dirección. Debía de haber caído la noche, pero ahí estaba esa luz. Solo podía ver aquel círculo luminoso. El sol había venido al fin para despedirme en el momento de mi partida.
–¡Sal de ahí inmediatamente!, vas a aprender de una vez por todas a no dar estos disgustos a tu santa madre. Si no llega a ser por Mary podrías haber muerto de frío aquí dentro.
–No…
–¿Cómo que no?, ¡baja inmediatamente!
–No…, ya no…, no volveré a sentirme sucia jamás –aquellas palabras entre hipidos y sollozos fueron las que más me costaron pronunciar en mi vida–. Todo se sabrá.
Alcé el arma dirigiéndola de nuevo a mi boca. “Vamos Janies, es solo un instante, un tirón del gatillo y serás libre para viajar lejos, más lejos que los trenes.” Aquella letanía me la había repetido durante las últimas horas sin ningún efecto. Ahora sí lo haría, debía hacerlo, por mí, por Helen.
–¡Detente, Janies!, ¡no lo hagas!, papá…, papá te quiere mucho, pero soy débil. Solo yo tengo toda la culpa, pequeña, ¡solo yo! Ven conmigo, cariño. No volverá a pasar nada. Esos juegos…, yo pensaba que esos juegos no…
Mi padre comenzó a llorar como si fuera un niño pequeño, con el desconsuelo de la derrota. Alargó una mano temblorosa, solicitando mudamente la entrega del arma.
–Vamos…., vamos pequeña. Podemos ser todos felices. Mamá, Helen, tú y yo. Nadie tiene por qué enterarse de todo esto. Será nuestro secreto.
“Helen, Helen, Helen”. Solo aquella palabra resonaba en mi cabeza para darme el valor de tirar… Apreté las mandíbulas con todas mis fuerzas y disparé.
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–¿Qué carajo haces leyendo la prensa? –preguntó Joe Perry rasgando las cuerdas de su guitarra.
–Me aburro. Todo es aburrido en esta mierda –Steven Tyler volvió a aspirar el humo del porro de marihuana que sostenía en su mano.
–¡Joder!, ¿y pretendes divertirte leyendo esa porquería? Vayamos a tomar unos tragos y follarnos unas nenas –dijo tom apurando su botella de cerveza.
–¡Escuchad! –El cantante comenzó a leer en voz alta una de las noticias del periódico–: “Joven adolescente mata de un tiro en la cabeza a su padre. La joven conocida simplemente como Janies, narró a la policía los abusos a los que aquel le había sometido durante las últimas semanas.
–Mierda de degenerado –dijo Kramer que estaba sentado a su batería.
–¡Joder, eso es tener pelotas! –respondió Tom Hamilton tomando la guitarra de manos de Joe.
–Tener pelotas y una pistola.
–¡Boom! –gritó Kramer atizándole con fuerza al pedal del bombo–,¿Janies disparó con su pistola!
–Janies got a gun, me gusta, tiene fuerza. Lástima que esté muy fumado como para escribir algo en este momento –comentó Tyler volviendo a inhalar parsimoniosamente–. Tal vez dentro de un tiempo.
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Querido lector, acabas de leer el tercer relato del XXIII Ejercicio de Autores, nos gustaría que le dedicaras un rato a valorarlo y comentarlo, tus críticas servirán al autor para mejorar y así todos ganamos. Gracias.