Jack Max y Las Amazonas de La Antártida

Spin-off de mi serie Dentro del Laberinto. Nuevo personaje, no es necesario conocer la historia anterior.

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Esto es un spinoff de mi serie de Dentro del Laberinto, que se encuentra en mi perfil. Esto significa que no es necesario haber leído lo anterior, porque el personaje es nuevo].

Le llamaban Max

Sobrevolaba la grieta sintiendo el viento helado a pesar de mi grueso abrigo con capucha y pasamontañas; acoplé el arnés al cable y descendí. Aterricé en la nieve permafrost y dediqué sólo tres segundos a contemplar el paisaje: en aquella latitud el sol no se pondría hasta mi regreso, de modo que estaba anclado en el horizonte como una puesta de sol permanente. A mi alrededor todo era un desierto blanco, pero ante mí se encontraba mi objetivo.

Parecía una estalagmita gigantesca formando un desfiladero, como un iceberg incrustado sobre la masa de roca a cientos de metros bajo mis pies. El escáner había detectado el punto de ruptura a 4 metros sobre el nivel medio, y la pareja de científicos habían cavado durante horas. Y por los cascotes de hielo, el portal no estaba justo en la superficie de aquella masa rodeada de nieve.

—¿Qué tenemos?

¿Es usted al que llaman

Maximum

?

—Sólo los domingos por la mañana. ¿Hemos confirmado el traspaso de materia orgánica sin daños?

—Así es, señor —contestó el otro, más centrado y con acento estadounidense. Se levantó sus gafas de sol de montaña para observarle mejor y Max lo imitó por cortesía—. Incluso el robot araña ha vuelto con la cría de pingüino ilesa.

—¿Cuál es el tamaño útil del portal?

—Una media de 117 centímetros de ancho y 192 de altura: apto para un hombre adulto y equipado —Max lo clasificó mentalmente como hombre formal que sigue las reglas porque no usó el sistema imperial, a pesar de ser su sistema nativo. Oyó el helicóptero alejarse, pero ni siquiera lo miró.

—Así que el problema son los puntos con menor separación —contestó Max—. ¿Qué ocurre si se tocan los bordes? El departamento de física se debate entre descarga eléctrica y tormenta de partículas subatómicas —por respuesta el menos formal enseñó un fleco cercenado y chamuscado de su abrigo. Él arqueó una ceja y miró la mesa plegable con instrumentos de medición, los únicos objetos además de las palas a su alrededor. Uno de ellos era un escáner en miniatura: su pantalla mostraba una enorme mancha de luz iridiscente y en movimiento, con sutil relieve en espiral. Era un fenómeno invisible a ojos humanos. La forma irregular si disipaba volviéndose más pálida y menos definida hasta desaparecer.

—Entiendo… con no tocar los bordes será suficiente —dijo memorizando su forma—. ¿Algo más que deba saber?

—Señor… tenga cuidado —dijo el canadiense. Max los sobrepasó a ambos y cruzó el resplandor sin miedo, sintiendo la emoción de un niño descubriendo un lugar nuevo en sus paseos por el bosque; recordó la primera vez que descubrió una pequeña laguna cuando tenía 10 años, y cómo se bañó lejos del mundo; a su regreso sus padres habían alertado a los vecinos para ayudarles a buscarlo, como esperaba, pero en aquella época los niños no tenían teléfono móvil. Sin la norma de las 24 horas, la policía también se hubiera puesto a ello.

Era una sensación extraña estar dispuesto a cruzar un portal a otro punto del planeta (¿o del universo? ¿o del multiverso? Al menos habían descartado el espacio exterior), pero más raro aún era esperar atravesarlo caminando contra un muro blanco. Su corazón latía emocionado por la aventura, y un segundo después estaba rodeado de oscuridad. Tardó dos segundos y medio en comprender que era una cueva oscura, lo que tardaron sus ojos en adaptarse y distinguir la luz del exterior y las paredes de roca. «Veamos qué hay al otro lado», pensó mientras se quitaba la capucha. Se acaloró en segundos, no era clima antártico, lo que confirmó al menos un desplazamiento de miles de kilómetros. Incluso comenzó a sentir quemazón en la cara por el brusco cambio de temperatura. Caminó hacia la escasa luz indirecta del exterior y activó la linterna de hombro. Pero debido a su luz se detuvo en seco: a su lado izquierdo había una puerta de barrotes metálicos y una extraña cerradura con inscripciones grabadas en un idioma ideográfico que no entendía.

—No parece asiático, cirílico ni sumerio —murmuró. «Necesitamos al lingüista». Continuó ascendiendo y tomó un recodo. Salió al exterior y se encontró en una selva tropical. El sol estaba alto en el cielo y Max se echó a reír, emocionado. Se quitó toda la ropa que pudo y la guardó en la amplia mochila; la destensó y aun así estaba desbordada, con una manga cayendo por fuera. Iba en camiseta térmica y ropa interior, además de las botas impermeables y sólo un par de calcetines gruesos, pero sudó tanto que muy pronto se ató la camiseta a la cintura y se quitó los calcetines. A veces se tuvo que abrir paso con su fiel cuchillo de combate; este tenía el mango tallado con decoración. Era un regalo que le forjó como agradecimiento un herrero de los Andes, después de salvar a su hija secuestrada por una banda local.

—Mis oídos no me engañaban —se felicitó en voz alta al encontrar un arroyo, y tomó una muestra de agua con su brújula, la cual tenía un analizador compacto de sustancias tóxicas comunes, así como bacterias que solían contaminar las fuentes naturales de agua; si había tifus o algo parecido aparecería en la pantalla. Cuando comprobó que estaba limpia se remojó el cuerpo sudoroso y bebió como los animales, no sin antes buscar un agrupamiento de piedras que frenaran la corriente: de ese modo, justo tras ellas a favor de la corriente, tendría la certeza de que había menos impurezas. «Cuanto más beba sin recurrir a la cantimplora, mejor».

Después tomó muestras botánicas y del suelo propias, aunque la araña robot ya habría tomado todas las que quisieran.

Entonces retomó la marcha explorando el perímetro de seguridad de dos kilómetros que le habían solicitado, y al mismo tiempo trazaba mentalmente puntos de referencia: el riachuelo, un par de árboles notablemente más altos que sus vecinos, el risco de la cueva, un montículo rocoso que emergía del suelo de no más de dos metros… no era suficiente para orientarse a simple vista para alguien inexperto.

Pero muy pronto su preocupación cambió: encontró huellas de un animal grande, y tras unos minutos estuvo seguro: eran huellas humanas. Y alteraban tanto su entorno que o eran muy descuidados, o iban en grupo.

—Se supone que soy el primero en cruzar. ¿Son nativos?

Cambió su forma de proceder: redujo el ritmo, aumentó el sigilo, ocultó algunas huellas y evitó dejar otras. Siguió el rastro, dio algunos rodeos evitando zonas de tierra con más hojarasca o tierra más blanda, y finalmente llegó a un claro: al otro lado había una pequeña aldea primitiva, tipo paleolítico; había un pequeño fuego con el que cocinaban algo, y vio algunas mujeres aquí y allá, a parte de la que vigilaba el asado.

«¿Entonces sólo es teletransporte dentro del mismo planeta?», pensó decepcionado de nuevo; pero luego reparó en que eran mujeres de raza blanca (aunque morenas por la latitud), y cabellera rubia o pelirroja. ¿En qué lugar del mundo había tribus blancas en plena fase paleolítica? Incluso vio a una cazadora portando una lanza trayendo una pequeña presa. Si había hombres no vio ninguno. Podrían ser peligrosas y hostiles, y aunque estuvieran en inferioridad tecnológica podrían poner en peligro la expedición, tenía que volver cuanto antes e informarles de su descubrimiento; se puso en pie y dio media vuelta. Se quedó paralizado al ver las dos puntas de lanza a medio metro de su cara. Dos guerreras habían logrado alcanzarle por detrás, lo que ya hería bastante su orgullo, pero lo que más lo irritó fue que no hubiera percibido ningún sonido, ninguna pista de que algo le acechaba. Le pillaron totalmente desprevenido: «cazador cazado».

—No muevas ni un músculo —le ordenó la de cabello castaño en perfecto inglés.

—Como ordenes.

—Suelta el cuchillo —exigió la pelirroja. Tuvo que hacerlo y confió en sus habilidades de lucha cuerpo a cuerpo. Ellas eran atléticas y fibradas, pero seguramente entrenadas sólo en caza con armas. Tan sólo vestían pieles: taparrabos, algo similar para el pecho, e iban descalzas. Se imaginó las plantas de los pies encayecidas para resistirlo.

—No traigo malas intenciones —se mostró sumiso con las manos en alto, pero no relajaron su actitud ni un ápice.

—Eso lo decidirá la matriarca —dijo la castaña, y se percató de que ambas tenían acento de su pueblo natal. ¿Cómo era eso posible? Ella clavó la base de la lanza tras ella en la tierra húmeda, tomó un cuchillo de piedra afilada de su cinto, y una cuerda de la parte trasera; la cortó en dos pedazos para atarle las manos y llevarlo del cuello como a un perro, adivinó él.

Su compañera parecía cada vez más tensa, resistiéndose a atacar, leyendo las intenciones de Max de pillarlas por sorpresa, así que tuvo que contenerse. No tenía mala puntería con armas de fuego, pero sólo había traído una pistola de dardos tranquilizantes acoplada al lateral de su mochila. Sin embargo, con la lanza tanteando sus ojos y su cuello, estaba tan fuera de su alcance como lo estaba la Luna. Le hicieron quitarse la pesada mochila y vio el lado bueno sintiéndose aliviado del peso, y pensó que ya encontraría la forma de salir de esta, porque siempre lo hacía. Una vez sin mochila pudieron atarle las manos en la espalda en vez de permitirle llevarlas delante. Entonces la mujer se la colgó de nuevo, con gran torpeza. De ese modo cargaría con peso extra en su carrera si escapaba, y pasó el lazo del cuello por las asas para que permanecieran juntas con un nuevo nudo. Al mismo tiempo el peso le aprisionaba las manos y no podía forcejear ni tratar de desatarse fácilmente.

—¿Nacísteis en Estados Unidos?

—Las preguntas las haremos nosotras, hombre —dijo «hombre» como un insulto. Tiró del cuello y lo llevó a las chozas. Max iba en calzoncillos y botas, pero era la última de sus preocupaciones en aquél momento. La castaña iba delante tirando de su cuello como de un perro, con una lanza en la otra mano. Notó con algo de interés que el taparrabos tapaba muy poco por detrás, y la mujer tenía un culo muy bien formado y tonificado, respingón pero con poco que estrujar. Sacudió la cabeza y borró esa línea de pensamiento.

La pelirroja iba detrás con su lanza en la derecha y el cuchillo de los Andes en la izquierda. Estaba muy contenta con su botín.

Le encerraron en una jaula de madera sin desatarle, y le robaron la mochila antes de cerrar la puerta.

Aprovechó cada segundo: se sentó a pensar con las manos en la espalda y repasó la información que tenía: contó todas las que había visto al consultar sus recuerdos, separó las dos más viejas y débiles, y las dos niñas. Al menos 14 mujeres aptas para luchar, pero había contado 16 casas o almacenes. Debía haber bastantes que estaban fuera del poblado o en el interior. Podría enfrentarse a más de 30 personas.

Después actualizó su mapa mental de la zona con todos los detalles que pudo observar desde allí, y calculó las líneas de huida más rápidas hasta buenas coberturas a la vista donde esconderse.

Practicó simulaciones de cómo liberarse y escapar según todas las variables que se le ocurrían, todas las oportunidades que se le podrían presentar, todas las veces que abrirían la puerta: para cocinarlo, interrogarlo, usarlo como mano de obra…

Y, por supuesto, logró desatarse a pesar de tener las manos en la espalda. Tuvo que mantener el manojo destensado a la espera de su oportunidad. No le habían quitado su camiseta, y pensó en mojarla cuando le ofrecieran agua al caer la noche, y usarla atada entre dos palos para combarlos un poco; se preguntó si podría forzarlos lo suficiente para pasar por el hueco. Eran juncos, y deberían ser elásticos.

Después pensó en cuánto podría afectar mojar la madera, pero

no le resultó convincente.

«Si tuviera algo rígido y resistente con lo que hacer palanca, podría usar la camiseta mojada para hacer un torniquete y aplicar mucha fuerza para juntar dos de los juncos y abrir más espacio», pensó, pero no veía nada apropiado a su alcance, ni se le ocurría cómo podría cambiar esa situación.

Atacar las ataduras de los juncos era lo más viable, pero notó que habían retirado de su alcance todas las piedras, por pequeñas que fueran. No podría raspar las uniones fácilmente, y tendría que recurrir a sus uñas y dientes. ¿Tal vez la camiseta mojada podría amortiguar el ruido del cuenco de barro cocido al romperse? Con eso podría cortar varias uniones en pocos minutos, y sería factible escapar. Pero recapacitó: en el silencio de la noche sería demasiado ruidoso.

El fuego era su última opción: demasiado peligroso, posibles víctimas colaterales, y evidentemente contrario al sigilo. Además todo a su alrededor estaba húmedo.

Estaba anocheciendo cuando le trajeron por fin el agua, pero en un cubo de madera. Le trajeron también otro cubo, vacío, y supuso que era para los excrementos. Nada de comida, y sus tripas protestaron.

Reparó en que las dos que le habían capturado, ahora convertidas en carceleras, le miraban… extraño. ¿Eso era deseo sin tapujos? ¿Era así como miraban los salidos a las mujeres cuando estaban borrachos? ¿Aquellas mujeres estaban sobrias?

Recordó que seguía casi desnudo. Por lo que sabía, el hecho de que vivieran solas en la selva no tenía por qué indicar que fueran lesbianas. ¿Hace cuánto que no veían a un hombre? De modo que se lo preguntó.

—¿Hace cuánto que no veis un hombre? —preguntó tras beber del cubo sin manos, como un animal en el río. Seguían mirándole con descaro al otro lado de los barrotes, pero no contestaron. Pensó que una vez que se habían relajado y no era una amenaza, estaban dejando vía libre a sus instintos. No le hizo ninguna gracia, pero pensó que tal vez podría aprovechar la oportunidad para escapar.

—¿Os gusta lo que veis? —y a pesar de las circunstancias logró sonar seductor, algo en lo que tenía mucha experiencia.

—Mañana te interrogará la matriarca —dijo por respuesta la pelirroja.

—¿Y por qué no me ha visto todavía?

—Todavía no ha vuelto —contestó la otra, y la pelirroja le dio un codazo.

—¿Cómo se usa esto? —dijo una tercera, una chica menuda y rubia, casi sin tetas. Era muy joven, probablemente menor de edad. Llevaba su pistola de dardos entre ambas manos.

—Ten cuidado con eso, no es un juguete. Es un arma.

—Lo suponía. ¿Has venido a matarnos?

—¿Qué? ¡No! Sólo estaba explorando. Tomando referencias, haciendo un mapa de la zona…

—No había ningún mapa entre tus cosas. Mientes.

—El mapa está en mi cabeza. Soy cartógrafo —y no mentía, estaba entre sus muchos dones se encontraban, por ejemplo, la capacidad de tejer su propia ropa, hablar 4 idiomas, dirigir barcos pesqueros, reparar motocicletas y cocinar paella valenciana. De la de verdad, con chorizo, salchichas, patatas, guisantes y boquerones. Aunque personalmente le gustaba aliñarla en su plato como una ensalada: con vinagre, aceite, sal y queso rayado.

—Soy ciudadano americano. Podéis tener graves problemas. Esto es secuestro.

—¿Qué significa «ciudadano»? —preguntó la chica.

—Que vengo de una ciudad. Es como un pueblo, pero más grande.

—¿Y qué significa «moricano»?

—Americano. Que vengo de América.

—¿Qué es América?

—¿En serio? ¿Qué clase de educación te han dado? América es un continente.

—¿No es una ciudad? ¿No eres ciudadano?

—No, soy ciudadano de un país.

—¿Entonces vienes de una ciudad o de un país o de un continente?

—Vengo de un pueblo que está en un país que está en un continente…

—¿Y los tres se llaman América?

—Cuánta arrogancia —intervino la pelirroja cruzándose de brazos—. Debe ser de la capital, porque le ponen el mismo nombre a todo.

—Soy ciudadano… pero… olvidadlo. Sacadme de aquí. No tenéis justificación para encerrarme.

—La matriarca decidirá qué hacer contigo, ciudadano continental —intervino la pelirroja. Parecía tener la mayor autoridad de las tres. Tomó la pistola de dardos y ordenó a la muchacha que se fuera.

—Explícame cómo funciona.

Tuvo que hacerlo.

—¿Y puede abatir a… un león, por ejemplo?

—Con dos si quieres que caiga rápido. Y a un oso polar, con cuatro dardos.

—¿Qué es eso?

—No hay ninguno por aquí. Ten cuidado, no lo uses con personas porque podría matarlas.

—Has dicho que no era letal —dijo apuntándole torpemente, y supo que si le disparaba fallaría a pesar de separarles apenas dos metros. La jaula seguía cerrada.

—Depende de cuántos dardos. Sólo uno no debería matar, sólo poner a dormir. Luego te despiertas con dolor de cabeza y mareado.

—Comprobemos si mientes.

Y disparó.


Despertó con el sol deslumbrándole con los ojos cerrados, mirando al cielo.

—Uuuh…

Su boca sabía a hierro oxidado, y no podía pensar con claridad. Se dio cuenta de que le habían vuelto a atar, esta vez a los barrotes. Habían comprobado sus nudos mientras estaba inconsciente. Ahora las manos estaban separadas y no podía desatarse. También estaba completamente desnudo. Tenía la sensación de haber pasado frío, con el cuerpo entumecido, pero a aquella hora ya estaba sudando.

—¡Se ha despertado! —gritó una voz infantil, y vio a una niña corriendo a avisar a las mayores. Muy pronto estuvo frente a ella una mujer negra, un poco gorda y de pechos generosos. No sería de su tipo aunque fuese guapa.

—¿De dónde has salido, hombre? —de nuevo sonó a insulto.

—Me contrataron para explorar los alrededores de un lugar donde querían montar un campamento; no sabían que había personas cerca. No me hagáis daño, soltadme y les informaré de que este no es buen sitio al que venir; si no me soltáis vendrán igualmente, muchos hombres bien armados, y estaréis en peligro, porque sabrán que alguien me ha matado o capturado, y vendrán con intenciones hostiles. ¿Comprende lo que le digo, señora matriarca?

—Perfectamente. Eres un espía.

—¡No!

—Sí. ¡Preparaos para la guerra! —vociferó. «Mierda», pensó Max—. ¡Vendrán muchos, serán agresivos, pero nosotras atacaremos primero! Quiero trampas por todas partes, arcos para las niñas y ancianas, y más escondites con cuerda de escalada en las copas de los árboles. ¡Puestos de observación desde arriba en guardia por la noche! Vamos a enseñarles a los hombres a quién se enfrentan.

—¡Señora, no es eso lo que le he explicado!

—He sabido ver a través de tus mentiras. Sólo un espía sería tan arrogante siendo prisionero.

Y se marchó. Entonces se acercó la pelirroja, mirándolo en silencio.

—Estáis cometiendo un error —dijo Max.

—Tengo la misma sensación.

—Pues habla con tu líder.

—Pareces un buen hombre. Creo que eres sincero.

—Lo soy —asintió.

—¿Estás seguro de que tu pueblo no trae malas intenciones?

—Mi gente encontró un camino despejado para llegar a esta zona de la selva. No sabían que ya estaba habitada. La peor forma de entrar en contacto con ellos es empezando una guerra. No cometáis esa estupidez. Por favor.

La mujer guardó silencio de nuevo.

—¿Puedo saber cómo te llamas?

—Gorrión Rojo.

—¿Hay gorriones por aquí?

—¿Qué quieres decir? ¿Eso es un animal?

Max se preguntó acerca de la extraña evolución de aquella sociedad; conservaban palabras antiguas completamente ajenas. ¿Para ellas serían leyendas los sucesos históricos?

—Gorrión, ya que los dos estamos de acuerdo, tienes que intentar convencerla; si tú no puedes, ni tampoco hacer que venga a hablar conmigo otra vez, entonces ven y sácame de aquí. Lo intentaré.

—Supongamos que te libero. ¿Cómo evitaría ser castigada? ¿Y si todo esto es un engaño para escapar? No, eso no pasará. Tendrás que pensar en otra cosa.

Y ella también se marchó.

Poco después se acercó una de las niñas y le miró con curiosidad agarrando los barrotes de madera.

—Hola, pequeña. Me llamo Max.

—Mamá dice que no debo hablar con extraños.

—¿Y qué dice papá? —esperaba averiguar algo acerca de sus costumbres matriarcales y la aparente ausencia de hombres, pero si se reproducían debían estar en alguna parte.

—No puede decirme nada. Ni siquiera sé quién es mi padre.

—Cuánto lo siento.

—¿Sentir? ¿El qué?

—Quiero decir que lamento su muerte —«o que abandonara a tu madre», pero no lo dijo.

—Seguramente no está muerto. Cuidamos bien de los esclavos.

Max se puso tenso y guardó silencio. Cuando ella se cansó de mirarlo, le preguntó:

—¡Espera! ¿Dónde están los esclavos?

—En las minas. O en los barcos de pesca, si se lo ganan.

De modo que eso era. Si querían reproducirse recurrían a esclavos. Pero a lo largo de la Historia, había habido todo tipo de revueltas de esclavos. Aquello no duraría por mucho tiempo, no sin armas de fuego y dependiendo de la fuerza bruta. Y para trabajar en las minas y seguir sanos tenían que estar bien alimentados, y por su trabajo diario debían ser fuertes.

—¿Pero qué interés tiene una sociedad paleolítica en la minería? Si ni siquiera cultivan… —meditó en voz alta. El sol se había puesto. Tenía que escapar para evitar los dos caminos que anticipaba de su futuro: que las amazonas ganaran y ahuyentaran a la expedición, dando por muerto a Max, convirtiéndose en esclavo… o que las amazonas perdieran y hubiera un baño de sangre innecesario. Ya había aflojado antes sus nudos, y podía desprenderse de la cuerda cuando quisiera. Pensó en usarla con un lazo corredero para tensar 4 barrotes juntándolos y pasar por el hueco, algo sin duda más factible que su idea de la camiseta, pero tendría que esperar a que se durmieran.

—¿Quieres salir? —susurró una voz en la oscuridad. Estaba a la sombra de la hoguera cercana donde algunas mujeres comían al aire libre.

—Necesito ayuda para evitar un baño de sangre. Simplemente hay que avisar a mi gente de que este es vuestro territorio. Si hay muertes con exploradores luchando entre sí, podría iniciarse una guerra.

—Gorrión me dijo que dirías eso.

Avanzó y vio su rostro: era la mujer de cabello castaño. Vio que tenía una llave grande y tosca de metal, y por el color reconoció el bronce. «De modo que no son tan primitivas, han alcanzado la forja. Para eso son las minas». La mujer abrió la puerta con cuidado y en silencio.

—Avanza por allí hasta la espesura; tendrás que dar un rodeo, pero es la forma más rápida de ocultarte.

—Gracias por el consejo. ¿Puedo conocer el nombre de mi salvadora?

—María García. Nací en Madrid. ¡Corre! —le empujó al quedarse aturdido por la información.

Tuvo que recurrir a todo su sigilo para no ser detectado, de modo que fue a 4 patas como un animal, pisando siempre con 3 extremidades al mismo tiempo y eligiendo el punto en que posar las manos, con cuidado para colocar después los pies en el mismo sitio. Desde aquél ángulo sería difícil verle desde la hoguera, y ellas estarían acostumbradas a la luz. Tuvo que abandonar la camiseta térmica blanca y restregarse contra el suelo para reducir su visibilidad, y afortunadamente sus boxers eran negros.

En un par de minutos logró salir del claro y aumentar la velocidad cambiando a posición de silueta reducida, encorvado y agachado, pero sobre dos pies. Tuvo cuidado con las ramas secas y posible hojarasca que encontrara, gracias a que se había acostumbrado a la oscuridad. Además aunque no estaban llenas, había suficiente luz gracias a las… las… Lunas…

Se quedó petrificado mirando el cielo. ¡Dos satélites! ¡Eso no era La Tierra! Finalmente se confirmaba que la grieta espacial llevaba a un planeta diferente.

—Una verde y otra roja —murmuró—. Grande y pequeña. Rápida y lenta. ¿Pero de dónde han salido estas mujeres? ¿Son humanas? ¿María, de Madrid? Pero qué coño estaba pasando?

«Y si todas venían de La Tierra, ¿por qué Gorrión Rojo ni siquiera conocía esa especie común de pájaro ni aunque fuese su propio nombre? Y no parecía de raza india en absoluto, ¿por qué ese nombre de animal? ¿Algo relacionado con los hippies?».

Pensaba en todo esto mientras caminaba con cuidado hasta la cueva, pero antes de entrar tomó algunas ramas y disimuló su rastro barriendo delicadamente el suelo. También desandó algunos pasos y rompió arbustos para desviar la pista, y finalmente se adentró. Llegó en seguida donde debería haber encontrado el portal azul, si es que fuera capaz de verlo a simple vista. Cerró los ojos y cruzó esperando chocar con la pared, y los abrió impactado por el golpe del frío en su cuerpo casi desnudo.

—¡Aaaah!

Ante él había una cámara del puesto de observación con un trípode, y habían ampliado el espacio excavado. Además de la mesa con instrumentos había cajas con materiales, pero no había nadie.

—¡Ni se os ocurra venir! ¡Hay gente, mujeres guerreras! ¡Son agresivas y peligrosas, y tienen esclavos! —gritó a la cámara, que tenía el led rojo encendido. Moriría en pocos minutos si no volvía al interior—. ¡Traedme un abrigo!

Y saltó al interior. Todo su cuerpo temblaba. Se sentó y aguardó pacientemente, repasando la información recopilada y todas las implicaciones que se le ocurrían.

—Te lo dije —dijo María—, nos llevaría hasta ellos.

Max se volteó y las vio, con antorchas. María no llevaba ninguna y comprendió que era la exploradora de vanguardia; le había seguido con tal sigilo que ni siquiera la había detectado hasta que ella habló. «Parece que se me da mejor seguir rastros que ocultarlos», se lamentó. Ahora sus compañeras, todas armadas con lanzas, la acompañaban. Se había dirigido a la mujer negra, su reina. Ella portaba una gran hacha de batalla de bronce, ornamentada y claramente un símbolo de su estatus, como un bastón de mando. Max supo que era un metal escaso y valioso, y les era más útil que el oro. ¿Comerciaban con otras tribus? Ahora sabía para qué explotaban a los esclavos.

—Matadlo —ordenó la reina, y vio que no era lo que María esperaba; adivinó que la hubiera visto palidecer con mejor iluminación.

Max saltó al portal y corrió a través del infierno helado; corrió y corrió cuanto pudo, porque su vida dependía de ello; jadeó y resolló mientras sus pulmones gritaban de agonía con las puñaladas de cada inspiración. Esprintó hasta la cabaña modular cercana, que no estaba allí el día anterior.

—¡Abrid o el frío me matará! —gritó Max antes de llegar. Esperaba que un circuito de vigilancia lo captara, con suerte con inteligencia artificial dando la alarma.

Tras unos terribles momentos de espera en mitad de la nada, abrieron la puerta. Miró a su espalda y vio a la pelirroja y la castaña abrazándose a sí mismas por el frío, sin saber ni cómo reaccionar a él. Estaban detenidas y horrorizadas. María regresó corriendo, pero Gorrión Rojo corrió hacia él.

—¡Ayúdame! —

rogó

ella. Max, sosteniendo la gruesa puerta de seguridad a sólo un palmo de cerrarla, tuvo que decidir. Una fracción de segundo después la abrió y ella la cruzó a la carrera. Tropezó y cayó al suelo, aparentemente ilesa. Los científicos se sobresaltaron. Eran los que conoció el día anterior. En cuanto recuperaron la compostura, les trajeron mantas a ambos.

—¿Qué diablos hacíais casi desnudos? —preguntó el más serio, una vez sentados frente al radiador de apoyo y sirviéndoles té al microondas. Hasta ese momento tanto Max como Gorrión habían guardado un incómodo silencio, vigilándose mutuamente.

—¿Y ese taparrabos, chica? —preguntó el científico desgarbado, Samuel.

—No me creerías. Pero muchas gracias. Me habéis salvado la vida. —contestó ella con la voz temblando todavía. Max se preguntó si era a causa del miedo por estar rodeada de tecnología extraña a su alrededor, o era sólo la impresión del frío terrible. Podría haber vuelto con su amiga cruzando el portal. ¿Era una estratagema mostrarse tan entregada?

Max siguió evaluándola en silencio.

—Parece que no quieren contestarnos, Samuel —se quejó Matthew—. Señor Maximum, ¿al menos entregará su informe? —y colocó la minicámara online frente a él—. Todos están esperándolo. Es la primera persona en cruzar el portal.

—Pero no la primera mujer —soltó Gorrión, y se quedó tan tranquila.

—¿Qué acabas de decir? ¿Tú fuiste a parar allí a través de uno? —interrogó Max.

—No confío en vosotros.

—¿Por qué fingiste que no sabías lo que era un gorrión? Vienes de La Tierra, como yo; es más, hablas a la perfección inglés de Estados Unidos, incluso con acento de Nueva York. Lo sé porque es donde fui al instituto —de hecho le salía más fácilmente el acento de Nueva York que el de su pequeño pueblo, perdido en un parque natural.

—¿Qué está diciendo? —repuso Matthew—. Su acento es de Texas. De toda la vida.

—Caballeros… espero que me estén gastando una broma —intervino Samuel, el canadiense—. Esta mujer habla perfecto francés de Ottawa, la capital de mi país. Un tercio somos descendientes de franceses, sé de lo que hablo.

Extrañado y con el ceño fruncido, Max tardó 3 segundos en asimilar la información.

—De algún modo la grieta nos traduce unos a otros —concluyó—. Sé que es una hipótesis descabellada, pero… chica, dilo de una vez: ¿cuál es tu país de origen?

Ella lo miró en silencio, cerró los ojos y suspiró.

—Soy escocesa. Y para mí todos habláis con acento de Edimburgo.

—Lo sabía. ¿Te sucede lo mismo con las de tu tribu?

—Sí; pero la reina es nieta de un senegalés, así que no cuenta.

—¿Línea sucesoria?

—Así es. Nació princesa.

—¿Qué hay de las demás? ¿Son todas nacidas en La Tierra?

—No, sólo María y yo. Las demás son descendientes.

—¿Cómo acabásteis allí?

—Yo estaba de vacaciones con mi familia en Túnez. Tenía 13 años. Cogí un autobús y me puse a explorar por mi cuenta, aunque me avisaron de que tuviera cuidado y no me alejara, especialmente sola… —se entristeció—. Iba paseando por unas viejas ruinas… creo que sólo vi una pareja de turistas porque no tenían nada de especial. Entonces…

Ella enmudeció, tragó saliva y agachó la cabeza. No podía continuar. Max se inclinó hacia ella y la tomó de las manos.

—¿Qué pasó entonces?

—Algo me llamó —dijo secamente sin dejar de mirar al suelo.

—¿Qué quieres decir? ¿Quién? ¿Te secuestraron?

—No. Literalmente… «algo» —contestó mirándole a los ojos—. No era una persona. No lo puedo describir, igual que tampoco lo pude resistir. Antes de darme cuenta atravesé un muro en lugar de chocar contra él, y de repente estaba en pleno Amazonas. O se le parecía mucho. Tampoco podía volver. ¡No sabes la suerte que has tenido! Lo que fuera que me llevó allí sencillamente me dejó tirada. No sabéis por las cosas que he tenido que pasar… —los miró a los tres—. Tener que integrarme en esa tribu de salvajes… aprender a cazar y a luchar… sin agua corriente, nevera, supermercados, inodoro, duchas… ¡ni siquiera papel higiénico! Oh, Dios, gracias. No me puedo creer que haya terminado esa pesadilla —Max se sobrecogió cuando la miró con ojos llorosos—. Y pensar que casi hago que te maten. Tendría que haber convencido a María para que te dejáramos escapar cuando te vimos en el bosque.

—O ella a ti. Parecía la mayor. Pero cuéntanos más… ¿cómo era el lugar en el que apareciste cuando cruzaste la grieta en la pared? —la cámara seguía grabando y retransmitiendo.

—En realidad no aparecí directamente en mitad de la jungla. O selva. Lo que sea. Aparecí, igual que tú, en la cueva. La cosa que me atraía estaba camino abajo, pero me asusté. Fue difícil, de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida, pero me resistí y corrí en dirección contraria. ¿Recuerdas esa puerta cerrada con barrotes que había en esa cueva? Pues hace 5 años estaba abierta —Samuel no pudo guardar silencio por más tiempo.

—Señorita, ¿está diciendo que su grieta, en Túnez, desembocaba en el mismo sitio que nuestra grieta de La Antártida?

—Si usted lo dice… sólo sé que eché a correr por la puerta abierta con toda la fuerza de voluntad que pude reunir. Y casi no lo consigo. Aun así, tras perderme en la selva y casi muerta de hambre, tras haber evitado la aldea de salvajes y temiendo por mi vida, cuando por fin encontré la cueva la puerta ya estaba cerrada. María y yo hemos intentado abrirla muchas veces, incluso hemos usado palancas, poleas, fuego para dilatar el metal, el cincel de bronce… pero nunca hemos podido hacerle ni siquiera un arañazo. Es indestructible.

—¿Habéis intentado forzar la cerradura? —preguntó Max—. Parecía un mecanismo sencillo, como el de la jaula de madera donde me encerrásteis —los científicos se miraron estupefactos.

—Sí, además de intentar romper la cerradura, también lo intentamos con llaves falsas: rellenamos el hueco con arcilla y dos clavos, y luego la cocimos con antorchas. Probamos diferentes mezclas e hicimos varios intentos, pero es impenetrable.

—Estaría rota —propuso Samuel.

—No —parecía incluso ofendida—. Simplemente no nos quiere allí; a María le pasó igual, también se asustó cuando fue llamada. Las dos rechazamos la invitación, y desde entonces no somos bienvenidas.

—¿Y qué hay de mí? —preguntó Max.

—¿Tú? Todavía no me has hablado de ti. No sé cómo has acabado allí, pero si viste la puerta cerrada desde el primer momento, es que no fuiste invitado.

—Entré a explorar voluntariamente; tienes razón en que no sentí ninguna fuerza sobrenatural atrayéndome, pero mi curiosidad natural me empujaba con la misma fuerza.

—Ahora que todo ha terminado, me gustaría… que me llevárais a casa. Por favor. Supongo que mi familia podría pagaros el viaje… o tal vez una cosa de esas diplomáticas… la embajada —estaba cansada y no tenía ganas de continuar.

—¿Vas a abandonar a tu amiga tan fácilmente?

—Mi amiga casi hace que te maten.

—¿Ha dejado de ser tu amiga?

—Sin ella no estaría por fin de vuelta, así que no. Pero es una zorra interesada. No ha sido precisamente mi hada madrina. Era mi amiga sólo por falta de opciones y el interés común por regresar. Me usó siempre que quiso. Ya viste cómo te la jugó.

Él asintió y la conversación terminó. Se quedó dormida envuelta en la gruesa manta como un ovillo, sentada; pidieron transporte para ella y le dijeron que se aproximaba una tormenta y tendrían que esperar.

Max hizo recuento de su experiencia: había sido capturado por amazonas salvajes en otro mundo, y había salvado a una de ellas que podría regresar a su hogar. Sin duda era lo mejor en lo que llevaba de año.

Lo que no sabía era que sólo acababa de empezar.


Max dormía; le movieron y se despertó. La luz estaba apagada. La persona, a oscuras, se introdujo medio atascada en su saco de dormir, y la cremallera se abrió por la presión.

—Oye, córtate un poco, no? —susurró él para no despertar a los otros, en sus respectivos sacos y colchones enrollables.

—Lo siento; sólo quería darte las gracias —su torpeza no era exactamente el colmo de la sensualidad—. Es que… ya sabes…

—Hace 5 años que no ves a ningún hombre.

—En realidad sí, algunos, pero todos esclavos. Huelen mal, están estropeados y sucios… pero no hay ninguno como tú —deslizó la mano por sus pectorales y él pensó que debía recordarlo de alguna película, pero al tacto no se sentía exactamente erótico: más bien era como si intentara hacerle un transplante de pelo del pecho sin anestesia y con

un rastrillo

, así que le separó la mano para que no le pegara más tirones en los pelos.

—No es necesario que me des las gracias así. Tengo muchas amigas. No es que esté falto precisamente.

—Estás pensando sólo en ti. ¿Qué hay de mi? —susurró en su oído en la oscuridad. Él sonrió.

—Sería descortés por mi parte no negarme a una chica en situación delicada y que ha sufrido una larga abstinencia… sería casi aprovecharme.

—¡Ja! —dijo demasiado alto, y uno de los científicos murmuró algo en sueños—. Ni siquiera te das cuenta de lo condescendiente que es eso. Asumes que yo no tengo la capacidad de elegir, y que todo depende de ti. Seguro que eres de los que piensan que si hombre y mujer borrachos se acuestan, él se aprovecha de ella. ¿No ves que eso es asumir que ella es un corderito manipulable y sin criterio? Pues este corderito quiere cenar fuerte

esta noche

.

Como remate para su frase intentó meterse bruscamente su polla dura, pero en lugar de eso se la dobló, y él la empujó a la vez que se quejó del dolor.

—¡Aaah! ¡Joder! —al menos logró reprimir el volumen. Pensó que tal torpeza sólo podía significar una cosa.

—Lo siento…

—¿Es que eres virgen?

—Eeeh… ¿sí?

—Creía que los esclavos…

—No. He visto hombres, ninguno tan atractivo como tú… ese torso desnudo que tienes…

—No es lo que me diste a entender. No voy a estrenar a una virgen.

Salió del saco y se metió en el de ella.

—Buenas noches —dijo él malhumorado.

—Bueno…


A la mañana siguiente se oía el ruido del viento amortiguado, y supieron nada mas despertar que la tormenta azotaba la cabaña.

—¿Esto está preparado para esta fuerza? —preguntó Max preocupado.

—Eso espero —contestó Samuel—.

—¡¿Esperas?!

—O tendremos que correr a refugiarnos en una selva tropical…

—Espero que en tal caso vayáis armados. Ellas tienen mi pistola de dardos. ¿Tenéis Tásers, no?

—Sí —contestó Matthew sorbiendo café—, para los arrebatos de locura por claustrofobia prolongada, como nos aconseja la experiencia. Pero no somos paramilitares. No tenemos armas de fuego.

—Ellas tienen lanzas, arcos, un hacha de batalla, y supongo cuchillos. Utilizan puntas y hojas de sílex si pueden evitar usar metales, pero tienen bronce forjado. ¿Me dejo algo, Gorrión?

Ella no contestó. Sólo miraba al techo sin levantarse de la cama.

—¿Gorrión?

—Qué.

—¿Qué te pasa?

Ella sólo se dio la vuelta para darle la espalda. No estaba acostumbrado a tratar con mujeres despechadas, y se le daba bien quedar como amigos, pero aquella no estaba poniendo nada de su parte.


Fuera soplaba un huracán; o al menos sonaba como tal. La cabaña modular temblaba y Max juraría que se había movido varios centímetros en la última hora, aunque

se suponía que

estaba anclada. A través de la pequeña ventana no veían mas que blanco, un blanco turbio y oscilante compuesto por millones de copos y nieve en polvo. Formaba una niebla espesa y mortal. La temperatura seguía cayendo, y los científicos se habían cambiado dos veces de ropa poniéndose más capas; a ese ritmo pronto tendrían los abrigos para exterior. Max los imitó, y ella se puso ropa para hombre: le resultaba grande e incómoda, pero era funcional.

—¿Cómo es que no teníamos predicción de esta tormenta? —preguntó Max a Matthew.

—Ha surgido de forma espontánea.

—Es muy extraño que sea tan repentina y tan fuerte —intervino Samuel.

—¿Insinúas que tiene algo que ver con la grieta? —preguntó Max. Por respuesta sólo se encogió de hombros y robó otra carta.

Mientras tanto Gorrión pasaba el rato con una tablet, pero desde que volvió a este lado las comunicaciones de larga distancia no funcionaban. No pudo llamar a su familia y decirles que estaba bien, y tampoco navegar por internet. También dijo que tras haberse desenganchado de la tecnología ya no le interesaba como antes. Sólo echaba de menos los vídeos de gatitos. Max le invitó a jugar a las cartas, pero no sabía. Intentaba aprender pero le hastiaba.

—¿No os aburrís con eso? —se quejó Gorrión.

—Luego inventaré algo para ti —repuso Max.

Más tarde almorzaron raciones de combate, o eso le pareció a él. A ella le supo deliciosa.

—Hacía tanto que no comía cosas del mundo moderno… —esencialmente repitió sus buenas impresiones del día anterior.

Todo seguía temblando, hasta el caldo en el plato formaba ondas. La tormenta no hacía más que empeorar.

—A este paso tendremos que correr de verdad a la grieta —propuso Samuel.

—Eso estaba pensando —añadió Max.

—Tenéis que estar bromeando. ¡Hay hostiles al otro lado! —se quejó Matthew.

—¿Tanta nieve no va a taponar la grieta? —preguntó ella. Todos enmudecieron.

—¿Podemos mandar a la araña? —propuso Max—. Está claro que el dron volador no es una opción. Tenemos que comprobar si sigue siendo una ruta viable.

—Claro —contestó Matthew—, es muy estable: perfil bajo, 8 puntos de apoyo anclados al suelo, es capaz de trepar por un iceberg, es muy densa, y ofrece poca resistencia al viento. Y si se interrumpe la conexión inalámbrica, es inteligente y sabrá regresar tras cumplir su misión de observación. Utiliza autoposicionamiento relativo, como el Rover de Marte —las últimas palabras las dijo henchido de orgullo por la tecnología punta.

—Como los drones de juguete —replicó Max—. Ahora sólo es tecnología de consumo. Hasta la realidad virtual la usa.

Matthew reprimió su frustración y continuó, mientras Max se preguntaba si había sido innecesariamente molesto.

—Utiliza varios tipos de sensores. Como no ve sólo el espectro visible, no puede perderse por la tormenta de nieve.

—¿Pero los copos no reflejan también los infrarrojos y ultravioleta?

—Tiene otros tipos de sensores —añadió el científico haciéndose el misterioso, devolviendo el golpe.

Entonces

Max miró la jaula con la cría de pingüino y pensó que bajo el mar no existen las tormentas. Tampoco el aire, claro. Gorrión era un pingüino en el mundo paralelo; ¿haberla acogido

ante

al frío mortal les

daría un salvoconducto

? ¿O intentarían esclavizarlos? Podrían simplemente esperar en la cueva sin hacer ruido mientras pasaba el temporal, pero podrían haber dejado vigilancia por si ella volvía.

—Enviemos a la araña —

propuso

Max.

Estaban observando el portal a través del portátil con el que la pilotaban. Parecía inalterado, pero la cámara de luz visible mostraba que ya se había enterrado en nieve más de la mitad. Había menos de un metro de altura, y si querían cruzar sin daños (recordó el trozo de abrigo destruido), tendrían que darse prisa.

—Es como si la grieta intentara volver a ocultarse —comentó Samuel.

—No, si ese fuera el caso habría tardado pocas horas —replicó Max—. Quiere obligarnos a cruzar —se volvió hacia la chica—. Gorrión, ¿vuelves a sentir esa «llamada»?

—No —negó con la cabeza—. ¿Y tú? Tal vez te quiere a ti. ¿No lo habías pensado?

—Caballeros… y señorita: ya basta —interrumpió Matthew—. No caigamos en la insensatez, por favor. Un hueco, una falla en el tejido de las cuerdas del universo no puede tener voluntad propia. Y tampoco poder sobre el clima. Es como otorgar personalidad y poder a un agujero en el suelo: digno de cavernícolas.

—¿Y si hemos malinterpretado su naturaleza? —repuso sencillamente Max.

—Somos hombres de ciencia. Nosotros…

—Yo no.

Samuel se quitó las gafas de ver, las limpió con un pañuelo, se las colocó de nuevo, y siguió tras recuperar la compostura.

—La grieta no tiene voluntad propia —sentenció secamente el doctor en física teórica. Max sabía que mientras se tratara de ciencia, el hombre tendría razón. Pero Jack Max también conocía la magia: había tenido el privilegio de usar útiles reliquias que prestaban a su usuario, si sabía activarlas, habilidades especiales; le habían mantenido con vida a medida que hacía trabajos cada vez más peligrosos. Le debía mucho a Mara, la restauradora del museo. Su amiga (con privilegios) había descifrado el funcionamiento de algunos antiguos artefactos de guerra , y él los había puesto a prueba en situaciones de combate. Sacudió la cabeza y volvió al presente.

—¿Entonces qué fue lo que me atrajo la primera vez? —intervino la chica.

—Probablemente sufrías un estado alterado de la conciencia —dijo casi con desdén Matthew—. Seguramente drogas.

—Claro, al alcance de niñas de 13 años.

—¿En un país del tercer mundo? Sin duda.

—¡Que no estaba drogada!

—Que tú supieras. Tal vez sí que intentaron secuestrarte.

—Basta —cortó Max—. Yo le creo.

Matthew se mordió la lengua metafóricamente y guardó silencio. Max intuía que la magia entró en juego con la pelirroja por alguna razón, y se moría de ganas de averiguar más al respecto; la curiosidad siempre fue su motor principal.

Samuel dejó el ordenador y fue a recibir a la araña. Al abrir la puerta, otro golpe de viento con copos espolvoreados los sacudió mientras la máquina cruzaba el umbral.

—Creo que tenemos que hacerlo —dijo Max—. Preparad lo esencial y corramos. Sigue arreciando. A este paso la estructura se va a venir abajo con nosotros en medio.

—El frío ahí fuera es mortal —se quejó Samuel señalando el termómetro digital junto a la puerta.

—Entonces imagina si el techo se nos cae encima y de paso quedamos expuestos. Pero con los abrigos completos podríamos aguantar, aunque aquí dentro nos coceríamos. Si no cruzamos la grieta, siempre podemos dar vueltas en círculos para mantenernos calientes, y así nos aseguramos de que si esto se derrumba no nos hiera, y podríamos intentar volver a montarlo.

—No sabes lo que dices —Samuel negó con la cabeza.

—No es para tanto, esto apenas se acerca a Siberia.

—¿Es que no sabes lo que es la sensación térmica? El problema es el viento, forzará el intercambio de temperatura. Incluso con los abrigos, ¿por cuánto tiempo podríamos aguantar? ¿Y si la tormenta no amaina?

—Entonces corramos hasta la grieta antes de que se tapone. Por mucho viento que haga tardaría bastantes minutos en matarnos, y sólo si estamos quietos. Si vamos corriendo y cruzamos de inmediato, el único problema sería que tuviéramos que hacer una pausa para cavar. Pero eso también nos calentaría.

—¿Tú qué dices, Matt? —preguntó Samuel girándose, buscando el apoyo del sentido común.

—Digo que lo intentemos.

—¡¿Qué?!

—¿Es que ya no quieres cruzar al otro lado? Creía que para eso te ofreciste voluntario para este puesto.

—Pero… —no entendía la transformación. ¿Ahora era un hombre de aventura?

—No seas cobarde.

En pocos minutos estaban listos, y ella se sentía tan torpe con tantas capas que además le estaban tan grandes que creía que no podría correr.

—¡Mmmfffh! —murmuró bajo el pasamontañas. Intentaba quejarse del calor. Se lo colocó mejor y su boca se destapó, supuestamente para poder beber y comer. También tenía un cierre de velcro para proteger los labios.

—¡Qué calor! ¡Vámonos ya!

Antes de salir dieron de comer al pingüino y pusieron la araña en modo escolta. Max no sabía que tuviera esa capacidad, pero era capaz de identificar amenazas y atacarlas usando los ganchos de sus patas como cuchillas. No estaba seguro de que le gustara la idea, podría agravar la situación con las amazonas. O peor, atacarles a ellos por algún bug de I.A. o fallo de los sensores. Al menos era impenetrable para las armas de madera, sílex y bronce. Salvo puntos débiles como las cámaras o intersticios en las articulaciones. Precisamente lo que podría pasar si se le rompían las lentes era que los atacara por error. Se lo explicó todo antes de abrir la puerta, tenían que conocer los riesgos.

—No te preocupes. Para eso es el mando de emergencia —Matthew le mostró un pequeño mando a distancia que metió en un bolsillo de velcro (las cremalleras eran un problema con los gruesos guantes). Entonces

abrió la puerta y el impacto del viento les aturdió por un momento, pero bien aislados sólo notaron frío en la cara, bajo el pasamontañas y las gafas protectoras. El último fue Samuel, quien cerró la puerta. La araña iba delante, seguida por Max. Este echó de menos su cuchillo arrebatado por las guerreras, al igual que la pistola de dardos, pero se sentía muy capaz de luchar con sus puños.

Era como el infierno, si este fuera blanco. Sentían la cara quemándose, como si sus abrigos fueran ignífugos. Como el dedo quemado al sujetar cubitos de hielo, pero por toda la superficie de la cara: los pasamontañas eran la parte menos aislante del equipo. Después iban los guantes: rápidamente el frío les caló hasta los huesos.

La nube blanca apenas les dejaba ver al siguiente miembro de la hilera, y el viento les hacía desviarse y tropezar sobre la nieve. Sin las gafas de montaña sería como intentar ver buceando bajo el agua turbia al anochecer. El rugido omnipresente era como el aullido del lobo alfa guiando a la manada hasta su presa. La naturaleza quería asesinarlos, y ellos sólo podían correr o esconderse. Habían dejado atrás el escondite, y no corrían lo bastante rápido. Se llamaron unos a otros, y sintieron cómo la tormenta de nieve en polvo les tapaba cada vez más la visión. Se cogieron de las manos, y las luces de la araña, y sus pitidos guía, se difuminaban casi lo suficiente para no poder seguirla, pero no se alejaba demasiado.

Gorrión Rojo tenía miedo; en su casa, en escocia, había conocido la nieve, pero hacía años que apenas podía recordarla. Y nunca jamás se había sentido en peligro como en aquella ocasión: ni el clima, ni la selva ni las amazonas le habían hostigado tanto como La Tormenta en aquél momento, y supo que no era natural; así como supo que La Voz que la llamó hasta otro mundo no era de este mundo, sabía que algo los acechaba.

—¡Nos observan! —gritó. Samuel iba justo delante, y luego Matthew. Supo que Max no le había oído. Sam se le quedó mirando mientras tiraba de su mano para que no se quedara atrás. Ella no sabía de dónde venía exactamente el peligro, así que bien podía seguir avanzando. A menos que fueran a una trampa.

—¡La chica! ¡Dice que nos observan! —oyó gritar a un mundo de distancia. Matthew se lo había dicho al guía. «¡Él me ha metido en este lío!», pensó furiosa. «¡Con lo tranquila y calentita que estaba yo!». El muro blanco se cortó ante ella y apareció Max, visible como un fantasma. El estruendo seguía creciendo, poco a poco, con la firmeza y constancia de las placas tectónicas camino al choque que provoca los terremotos.

—¡Explícate! —los dos científicos se pusieron a su lado. Hasta la araña parecía querer explicaciones.

—¡No sé cómo lo sé, pero lo sé! —gritó—. ¡Nos están atacando! ¡Están rodeando a la presa, llevándola a la trampa! ¡No podemos volver!

—¿Cómo sabes que la trampa es la grieta y no la cabaña? —Replicó Max, moderando el volumen de su voz justo hasta el nivel necesario para hacerse oír.

¡No tengo ni idea! ¡Pero hagamos lo que hagamos, tiene que ser ya! ¡Es como… como si fuera a saltarnos encima una manada de panteras! ¡Como si el mundo fuera a tragársenos con un terremoto abriéndose bajo nosotros! ¡Como…!

—Entendido. ¡Corred! —ordenó, y tiró de la mano de ella casi arrastrándola.

Ella creía que se perderían a pesar de la araña si iban demasiado rápido, pero esta aceleró al aumentar Max el ritmo, y en seguida llegaron al agujero; lo supo cuando rodó cuesta abajo metro y medio, y de repente el muro blanco se había reducido a una neblina con salpicaduras de copos furiosos saltándole a la cara, golpeando el cristal antiultravioletas.

—¿Tu presentimiento se ha calmado? —preguntó Max bajando con elegancia, deslizándose con el lateral de las botas. Ella cerró los ojos. Oyó el rugido, ligeramente más apagado. Observó la metralla blanca. Intuyó el mudo sonido de las fauces del mundo a sus pies, a punto de tragárselos.

—¡No! ¡Apenas hemos ganado tiempo!

Vio que los dos científicos habían cogido las palas medio enterradas, y notó que la mesa estaba volcada. No había rastro del instrumental y supuso que se había quedado enterrado. Los hombres estaban agachados comenzando a cavar sin que el viento les golpeara directamente. Max le ayudó a levantarse, pero no se alzaba tan alto como era porque los elementos le azotaban la cara. En lugar de eso, la envolvió con sus brazos desde atrás y parecía intentar protegerla del frío, calentarla con su cuerpo.

—Cálmate, pequeña. Estás a salvo. En un momento despejarán suficiente terreno para que pasemos sin peligro. Pero recuerda: no puedes tocar los bordes o te quemarás. Incluso puedes perder la mano.

—Entendido.

Pero en lugar de esperar, corrió y usó ambas manos para recoger la nieve a puñados y apartarla, ayudando a los hombres. Se giró ante un desconcertado explorador y le regañó.

—¿A qué esperas? ¡Ayúdanos!

Max sonrió y obedeció.


Joder… por fin—suspiró aliviada tumbada boca arriba, mirando a la cálida y reconfortante oscuridad.

—No era para tanto —murmuró Samuel a su lado, sudando tras quitarse el abrigo; fue el primero en hacerlo.

—Creo que voy a quedarme aquí hasta derretirme, podéis seguir sin mí… —bromeó Gorrión. Era la única que seguía con todo el equipo, y disfrutaba cociéndose como si estuviera en una sauna.

—¡Arriba compañera! —Ofrecerle la mano y levantarla fue todo el mismo gesto, y ella ni siquiera recordaba habérsela tomado—. ¿Quieres hablarnos de la sensación de peligro que tuviste? —propuso mientras comenzó a desabrocharle el pesado abrigo.

—No es nada… sólo…

—Tenía miedo —sentenció Matthew.

Déjala explicarse —pidió Sam sin mirarla, alumbrando en su lugar a la puerta de barrotes que examinaba con curiosidad. Al mismo tiempo Max no dejaba de mirarla a los ojos, intrigado. Si antes no le hubiese gustado, sin duda hubiera empezado a partir de entonces.

Se parecía a cuando sentí La Voz por primera vez —explicó Gorrión—. La que casi me obligó a cruzar la puerta… —se apartó de Max y fue hasta Sam; ella también observó el lóbrego camino que se perdía en la profunda oscuridad, al otro lado. Ante la luz de la linterna el metal parecía más frío y húmedo de lo que recordaba, acostumbrada a intentar forzar la puerta bajo la cálida luz de las antorchas. Sam empujó con fuerza y para alivio de ella comprobó que seguía cerrada.

—¿En qué se diferenciaba? —preguntó Matthew pragmáticamente, retomando la conversación. Ella se giró y los miró a ambos, expectantes.

—No estaba dando órdenes. En lugar de eso… no, sí que daba órdenes, pero no a mí. ¡Estaba diciéndole al viento, a la nieve y al suelo lo que tenían que hacer!

—Tonterías —el escepticismo y la exasperación de Matthew regresaron en todo su esplendor, se dio la vuelta y se alejó examinando los alrededores de la estancia.

—Sigue, por favor —pidió Max. Ella sonrió. Casi temía volverse loca, si no estuviera tan segura, a un nivel visceral, de lo que había sentido. O no sentido, lo que fuera.

—Era como estar en una cuenta atrás. Se avecinaba algo gordo, algo terrible.

—¿Enemigos? Dijiste que era como si nos fueran a atacar panteras.

—No —negó convencida con la cabeza—, era algo más profundo. Y venía desde abajo. Creo…

—No le des vueltas. Quiero conocer tus sensaciones, antes de que se te olviden los detalles.

—Creo que se avecinaba un terremoto.

—¿Terremoto? —preguntaron los tres a la vez.

Algo inmenso, de lo que no podíamos escapar. Algo mortal y tan grande que todo era la trampa. Y estaba un poquito vivo…

¡Por los tornillos del Apolo! —se quejó Matthew tapándose la cara con la mano, hastiado.

—Continúa.

—Ahora que lo he dicho en voz alta, estoy segura: La Tierra iba a devorarnos —el científico murmuró un insulto—. Como si estuviéramos en un lago helado que se rompiera de repente.

—Y el mar, la nieve y las montañas eran nuestros enemigos —añadió Max. La chica asintió.

—Y el viento, y el frío. El mundo iba a devorarnos.

Max la tomó de ambas manos, se agachó y la miró a los ojos; la linterna de su hombro la deslumbraba, pero prefería aguantarlo para sostenerle la mirada.

—Ya ha pasado. Estás a salvo. ¿Entendido?

—Sí.

Ella intentó besarlo y él se apartó. «Esta noche no te escapas», pensó ella molesta. «No me importa si tengo que hacer eso de «chuparla» para que caigas, pero vas a caer. Con todo el equipo». Max, con dilatada experiencia en mujeres, adivinó sus pensamientos. Seguía pareciéndole demasiado joven para él. Y era virgen, claro.

Prepárate —dijo Max cambiando de tema justo antes de una discusión—. Si no podemos ir hacia abajo tendremos que salir, y seguro que la cueva sigue vigilada por si vuelves. Así que ahora es tu turno: tendrás que mediar por nosotros. ¿Has pensado qué decir?

Sí. Bueno… más o menos. No. Estoy en ello.

Bien. Mientras tanto me gustaría echar un vistazo de cerca a las inscripciones de la cerradura…

Gorrión Rojo estaba preparada para muchas cosas. Por ejemplo, para defender a unos extranjeros ante la chamán como si fuera una abogada de la tele. O ayudarlos a escapar a través de la selva por caminos que sólo unas pocas cazadoras conocían. A defenderlos de serpientes y bestias con una simple lanza de madera. Pero no estaba preparada para eso.

Cuando Max rozó la puerta se abrió con un chasquido.


El impacto aquél suceso, «El día en que La Mazmorra aceptó a Jack Max al margen de la voluntad de El Amo», fue un evento histórico tan grande que tuvo efecto retroactivo y cambió el punto de vista de Max al mío a lo largo de mis crónicas: la historia del hombre al que casi nadie podía hacer sombra quedó integrada en la mía. Y es que así fue como lo conocí. Puesto que El Laberinto nos eligió a ambos y también nos robó nuestra antigua vida, la que nos pertenecía por derecho y por destino, era de esperar que nos hiciéramos amigos. Y gracias a él conocí al pequeño Gorrión, elegida cuando era casi una niña como esclava para El Amo, y a quien Max protegió desde aquél día hasta el fin de sus días.

Fueron buenos tiempos.

[Nota final: este capítulo era un experimento. No estoy seguro de si continuar por separado en la categoría general, o continuar en la categoría nicho Control mental donde había publicado el resto de la historia pero hay poca visibilidad. O podría mudarla a grandes series porque es larga y las partes de Max serían parte de la saga. Estoy dándole vueltas. Se agradecen los comentarios y votaciones].