Jacinta (2)
Sigue la historia de una mujer decidida.
A partir de ese día los polvos se hicieron casi diarios. Jacinta iba descubriendo, poco a poco, todos los secretos que hacen a una mujer irresistible.
Adolfo, así se llamaba el dueño de casa, era un eximio maestro. Tenía un espíritu hedonista y disfrutaba todo lo que fuera placentero, una buena comida, un buen vino, una charla amena con amigos y fundamentalmente una buena cojida.
Tenía algo más de 50 años pero, por su elegancia y buen porte, representaba muchos menos. Era un adorador de la mujer desde que a los quince años una sabia tía lo inició sexualmente.
El decía que no se resignaba a amar a una sola mujer y por otro lado no soportaba el engaño y como se sabía incapaz de ser fiel, decidió no casarse.
Tuvo mucho éxito en su vida amorosa y ahora ansiaba la tranquilidad del hogar, pero sin formalidades.
Jacinta era ideal, una mujer simple, jóven, fogosa e insaciable, excelente cocinera, de buen carácter, siempre dispuesta a revolcarse un rato y con el plus de ese hermoso chico que lo tenía conquistado y baboso como si fuera su propio hijo.
Poco a poco Jacinta se fue ganando por méritos propios el rol de dueña de casa pero nunca lo asumió totalmente. Si bien dormía en el cuarto de Adolfo, conservaba el suyo como si lo usara habitualmente y se cuidaba mucho de no dejar rastros que hicieran sorpechar a la familia de Adolfo de su relación con él.
Ambos deseaban fervientes el momento de trenzar sus cuerpos. Adolfo estaba exhultante con el hecho de cogerse a una joven como Jacinta y esta perdía el control en el momento que él tocaba su cuerpo. Increiblemente el rendimiento de Adolfo se veía incrementado por los estímulos de Jacinta. Era común que los fines de semana, más distendidos y con más tiempo, él se echara dos polvos casi de corrido, como en su juventud.
Adolfo adoraba que le chupara la pija porque nunca se la habían chupado como lo hacía ella. Se volvía loco con el clítoris de Jacinta en su boca, se hundía en el placer cuando la penetraba por la vagina y se sentía el dueño del mundo cuando observaba su pija enterrada en el portentoso orto de Jacinta.
Para ella era lo mejor que le había pasado en la vida, en todo sentido. Porque además de gozar y divertirse con las encamadas le fue tomando el gusto a muchas de las cosas que en esa casa eran habituales, como la buena música, la lectura y el cine. Además Adolfo adoraba a su hijito tanto como ella. Cesar crecía feliz.
Jacinta moría por una enculada de Adolfo y casi siempre lo llevaba a que derramara su leche dentro del culo. A él también le gustaba pero si le daba a elegir optaba por acabar en la boca bajo la constante y suave presión de los labios de Jacinta abrazando su pija. La vagina era sólo una transición entre ambos placeres finales y por lo tanto no corrían riesgos de embarazos no deseados.
Los siguientes cinco años fueron de plena felicidad hasta que Adolfo se enfermó y luego de un tiempo falleció. Jacinta lo acompañó en toda su agonía con abnegado amor y lloró su muerte con profundo sentimiento. Cesar, con sus siete años, la vivió como la muerte de su padre.
Al otro día del sepelio las hermanas de Adolfo, que si bien no lo sabían, sospechaban la relación que su hermano tenía con Jacinta, se hicieron cargo de la casa y se encargaron de echarla sin miramientos. Se aseguraron que sólo se llevara sus pertenencias, cosa innecesaria porque Jacinta era incapaz de tomar algo que no le perteneciera. Además todo lo que necesitaba para recordar a Adolfo ya lo tenía atesorado, algunas fotos, pequeños regalitos y algunas cartas escritas por él.
Jacinta tenía una cuenta de ahorro, que nunca pidió ni quiso, pero que Adolfo, previsor, le había abierto y donde le depositaba mensualmente lo que hubiera sido su sueldo y algunas cantidades extras eventualmente.
-No me interesa que vos no quieras y que no la uses, dejala para los estudios de Cesar decía Adolfo cuando Jacinta le decía que no era necesario que le depositara esa plata.
Ella agradecía ahora ese gesto gracias al que podría enfrentar momentaneamente su nueva situación.
Sola y sin familia a la que acudir lo primero que se le ocurrió, conocida la decisión de sus "cuñadas", fué llamar a Elena, una antigua amante y amiga de Adolfo y con la que había establecido cierta amistad por compartir varias veces la cama de Adolfo cuando a este se le ocurría festejar algún acontecimiento con eróticos trios que también Jacinta disfrutaba plenamente.
Elena enterada de lo que le había pasado a su amiga la invitó a vivir en su casa hasta que decidiera que iba a hacer.
-Acá te podés quedar todo el tiempo que quieras, hay lugar de sobra y nos llevamos bien como para poder convivir. Por suerte Adolfo te dejó esa plata
-Eso es para César y no quiero usarlo mucho, ya decidí que voy a buscar trabajo.
-¿Y que vas a hacer?
-Lo ùnico que se, servicios domésticos, si sabes de alguien que necesite, avisame.
Elena bajo su cubierta de profesora de inglés era en realidad una prostituta de cierta categoría, tenía una serie de clientes que le proveían la plata con la que reforzaba el magro sueldo de profesora.
-Tengo conocidos pero que necesitan otros servicios, si querés te los presento.
-Pero, ¿que hay que hacer? preguntó inocentemente Jacinta
-Cojer, boluda, cojer y cobrar le contestó Elena riendosé ante su ingenuidad
-¿Me decís trabajar de puta?
Continuará
No se pierda en el próximo capítulo la decisión de Jacinta.