Isla Brujas - Capítulo 1: Nubes en Picada
El destino quiso llevar a Lucía a tomar un camino alterno al que le habían dibujado de toda la vida; el destino interpuso que conociera a una misteriosa y seductora mujer de traje satinado en azul, y también elaboró un retorcido plan para que terminaran varadas en una oscura y siniestra isla en el f
Los placeres de la vida no conocen límites y pareciera que se disfrutan más cuando la carencia te arrincona en un oscuro nido de desilusiones. Yo no era la excepción de tal sentencia de vida, pero a pesar de todo, seguía teniendo la ilusión de leer mi nombre en alguna revista importante, algún comercial glamuroso o hasta en una marca de ropa. Nada fácil para alguien sin talento más que el de ser la chica bonita del pueblo y, aunque muchos decían que mi rostro me llevaría a dónde yo quisiera, la realidad era que para el mundo era, ni más ni menos, que ordinaria; pero un día sonó el teléfono, me ofrecieron un vuelo y terminé sentada en clase media mirando a través de la ventanilla como una niña en su primera vez en bicicleta.
Aquel día era el día, el principio de mi vida, y ya nada podía arruinarlo; pero claro, tenía que decirlo tan alto en mi mente para que pocos minutos después el destino escuchara y comenzara reírse en mi cara.
—Estás sentada en mi lugar —murmura una voz a mi derecha. Me volteo y frente a mí una mujer de apariencia refinada y traje satinado en azul oscuro me mira con el ceño fruncido. Parecía alguien de negocios importantes, lo cual no parecía tener sentido si se encontraba exigiendo un asiento en clase media. Sonreí y le insistí en que aquella exigencia era incorrecta, pero de poco sirvió, ya que no tardó ni cinco minutos en llamar la atención de una azafata y reclamarle directamente a ella.
Permanecí firme y no dude en mostrarle a ambas mi boleto donde decía exactamente que yo estaba en lo correcto. La piel pálida y ojos verdes de aquella refinada mujer comenzaron a teñirse de un rosado escuálido. De un momento a otro la mujer sacó su boleto y para sorpresa de las tres su boleto también tenía la misma información que el mío.
—Perdieron mi vuelo, me dan este asiento y todavía tengo que lidiar con esto —apuntó—.
Tan pronto vi la mirada de preocupación de la azafata me entró un ligero sentimiento de culpa e irremediablemente tomé la decisión de evitarle un mal día, me levanté de mi asiento, tomé mis cosas y me moví dejándole el paso a la lustrosa mujer de traje azul. Ella sonrío, su rostro se iluminó gritando en su mirada el triunfo y en sus rojos labios, una satisfacción infinita; fue como casi ver una metamorfosis de una despiadada mujer con privilegios a una con la que te tomarías un trago en algún bar nocturno.
Tan pronto tomó su nuevo lugar y yo tomé el mío, sacó su laptop, se conectó unos pequeños auriculares inalámbricos y comenzó a escribir sin parar. Me quedé allí mirándola, esperando como mínimo un gracias, pero eso nunca pasó. Su sonrisa parecía endemoniada, ese rojo de sus labios acaparaba todo el color de su gama, imposible no mirarla, imposible no sentirse persuadida a invitarle una Martini o como menos un cóctel de champaña; pero tan pronto pasaba ese pensamiento por mi mente y lo sucedido con anterioridad, me entraba una rabia enfermiza por querer conocerle sin que se lo mereciera.
Siempre he tenido la teoría de que mi familia ha sido la encargada de envolverme en una maraña necesidades, y es que como mucho mis padres siempre tuvieron la expectativa de conseguirme un buen partido con quien pudiera engendrar niños bonitos y ricos. Claro que me enseñaron “todo lo básico que una mujer tiene que saber para ser una mujer de bien”, sobre todo mi abue Francisca, ella era la que me encerraba por horas en la cocina, me regañaba si comenzaba a hablar sola y no me dejaba salir de excursión por el campo.
Siendo una niña jamás comprendí porque mis primos podían ir de campamento y trabajar en los establos con el tío Rogelio, ¿había hecho algo malo? ¿ser mujer tenía que ser tan aburrido? <> Si habré escuchado tantas veces repetir eso a mi abue que ciertamente y hasta la fecha, lo creo posible. El gran engaño llegó cuando comencé a enamorarme, allí me di cuenta que mi debilidad eran los hombres de carácter fuerte, imponente, que tuvieran ese toque misterioso y fueran claros al hablar, pero, sobre todo, que me consintieran y me ahorraran el pensar de tomar decisiones.
Por otra parte, y casi al mismo tiempo, conocí internet y las redes para conocer personas alrededor de todo el mundo; si mi abue hubiera vivido lo suficiente seguro nos hubiéramos puesto horas y horas a revisar perfiles hasta encontrar al esposo indicado. Sin embargo, la llegada de este manglar de posibilidades trajo consigo la otra cara del espejo sobre lo que significaba realmente ser mujer y con ello un termino nuevo en mi vocabulario “feminismo”: la igualdad en plenitud entre hombres y mujeres. Magnífico. Todos los días leía titulares de mujeres que no quieren tener hijos, mujeres que dirigen empresas, que eligen su sexualidad libremente, que trabajan a mano dura, que no se casan, exitosas, fuertes, libres… que aman a otras mujeres, un mundo que se me había arrebatado.
Paso un largo tiempo para querer comenzar a aplicar este nuevo aspecto de mi vida oculto, que sin duda quería experimentar, y aunque con el tiempo me dejé llevar por la modernidad y fui dejando atrás las enseñanzas retorcidas de mi familia, no he podido evitar caer de nuevo y deslumbrarme por las personas misteriosas y de carácter imponente, que toman el mundo y te lo regalan si haces lo que te piden a cambio de una sonrisa; lo que me lleva a la encrucijada de la mujer que acababa de quitarme mi asiento sin siquiera tener que pedírmelo.
Como sea, poco a poco los pensamientos delirantes fueron sucumbiendo ante mí y sin darme cuenta había caído en sueño. Nadie en ese avión sabría que a las 4 horas y 21 minutos de despegar, el destino de todos cambiaría drásticamente.
Abrí los ojos tan rápido como nunca en mi vida, alrededor un sinfín de alarmas y personas gritando sin parar, por otro lado, la voz de la azafata repitiendo intermitentemente que nos pusiéramos el cinturón y mantuviéramos la calma. Dispersada por el sueño no lograba comprender lo que sucedía, en mi mente lo primero que pasó es que habían secuestrado el avión y seguramente tenía que ver con la mujer de traje, seguro tenía mucho dinero, seguro habían perdido su vuelo para poder secuestrarla y pedir un cuantioso botín a cambio.
Giré la vista hacia mi compañera, pero parecía igual de asombrada que yo, solo que, a diferencia mía, ella tenía la mirada fija hacia la ventana, sus manos presionaban una y otra vez el botón de sus auriculares mientras le gritaba a alguien que por favor contestara. Yo no sabía si gritar era la solución y si eso ayudaría a mantener la calma, observé fijamente a las personas que desesperadas buscaban una forma de anclarse a las sillas, dándome cuenta que de un momento a otro todos parecíamos estar flotando. Poco a poco la piel se me fue poniendo blanca, casi tanto como la mujer de traje; un hervor de asco comenzó a atravesar mi garganta y sentía como la sangre se iba flotando junto con aquellas personas.
Miré mi cinturón y no lo encontraba, me entró un miedo terrible y un malestar de inutilidad, cerré los ojos e intenté pensar en la posibilidad de que esto solo fuera un mal sueño; pero abrí nuevamente los ojos cuando la mujer de traje me empujó fuertemente y me extendió la parte del cinturón que no lograba encontrar, tan pronto me lo dio siguió intentando pedir ayuda y se giró de nuevo hacia la ventana. Mágicamente de pronto todos dejamos de flotar, si es que estábamos flotando en realidad, y una turbulencia y ajetreos de muerte comenzaron a sacudir todo: maletas cayendo por todos lados, bebidas sueltas, zapatos sin sus pies, niños llorando, adultos llorando, pidiéndole a Dios que los ayudara.
Las mascarillas de aire cayeron del cielo, desfasadas seguramente a tal punto, colgaban como meros adornos navideños y nadie parecía estar interesado más que en gritar y tomarse de la mano con su compañero ¿Debería hacer lo mismo? Miré de nuevo a la derecha y las manos de mi compañera estaban tan ocupadas como para darme la mano, sencillamente iba a morir sola, no como mi abue me había prometido, rodeada de gente que me amaba. El gran golpe llegó cuando alguna puerta trasera o parte del avión desapareció de un golpe y como una gran escena de cine, la mayoría de los tripulantes traseros fueron succionados hacia la nada.
Comencé a llorar, de verdad tenía miedo, no era como decían, no veía mi vida pasar en un minuto, nada tenía sentido. Cerré profundamente mis ojos, pedí ayuda, a Dios, a la suerte, al destino. Mis manos frías se pegaron al asiento y se aferraban cada vez más cuando comenzaba a escuchar menos gente gritar. Un calor profundo y asfixiante se posó sobre mi cara, se tragaba todo lo que me queda de oxígeno y hacía que mi corazón latiera cada vez más sin ritmo. La mano de la mujer de traje tomó la mía, sabía que era ella, pero no quería abrir los ojos y ver en lo que lentamente se convertía todo allá afuera.
Un poco de paz sentí con su mano, fría igual que la mía, pero cálida en el sentido humano, fue suficiente, porque cuando se escuchó la gran explosión supe que todo había terminado. Supongo que a partir de allí me desmayé porque no recuerdo nada más, pero sí soñé, soñé que flotaba sobre el agua, soñé que el sol caía y me quemaba, que me quemaba y me daba alegría; soñé que nadaba y podía acariciar los peces, que me sonreían y brillaba con luces de colores, como en una discoteca… allí estaba, sentada en la barra, con un montón de gente a mi alrededor gritando, saltando de alegría, con una bebida roja en mano, todos llevaban una bebida roja en mano, que se caía de sus manos y no les importaba; frente a mí un cantinero moviendo las manos al aire, haciendo figuras de neón muy graciosas y al otro extremo de la barra, la mujer de traje, con una mirada seductora y sus rojos labios, derramando la misma bebida roja que a nadie parecía importarle desperdiciar. Miré mi bebida, tan mala era como para no querer mantenerla en su vaso, la bebí. Todo desapareció, todo sucumbió, un caos azul, amarillo amigable, un negro silencioso.
La sal y la arena entremezcladas cubrían y sacrificaban con un terrible ardor todo mi cuerpo, lo cual logró despertarme de tan encantador sueño de verano. Tan de pronto mis pupilas se dilataron, un rayo blanco de luz penetró mis ojos y alcanzó a salir por los poros de miel, dándole de nuevo vida a las sensaciones, al dolor intenso y vacío existencial. Me levanté lentamente mientras intentaba despegarme de la arena, mientras mis pensamientos comenzaban a ordenarse, pero entre más me ponía de pie más arena se venía conmigo.
Me sentía minúscula, débil, tambaleante como un bebé en sus primeros días de andar; me dolía todo el cuerpo, pero por suerte la mayoría eran rasguños no tan profundos y aunque no podía verlo, sentía uno de esos en mi mejilla derecha ¿y si me quedaba una cicatriz? Pensé rápidamente, y luego me odié por pensar en eso, después de todo el horror que había sucedido hace… ni siquiera sabía hace cuánto… quizá llevaba días aquí y no lo sabía, inconsciente, a la deriva de animales carroñeros, o quizá, tan solo unos cuantos minutos… realmente era imposible saberlo.
Trastabillé antes de recobrar por completo el sentido, si es que se podía recobrar por completo. Frente a mí un inmenso mar, olas y aves surcando el horizonte, tan hermoso y simple que causaba un revoloteo en mi estómago; quizá esto era amor a primera vista o solo algún otro efecto traumático, sin saberlo sonreí y luego desdibujé esa silueta al recordar que no había sido la única en caer de ese avión, que seguro debía haber más personas y que, por ende, debía buscarlas.
Detrás de mí se extendía otro mar, uno realmente verde y frondoso, pero también oscuro y siniestro, sin duda, no se veía como esos de revista donde los ricos suben y bajan edificios con su piña en mano, lleno de piscinas; aquello que quizá tantas veces había soñado vivir en persona. Allí no se veía nada más que vegetación superficial, pero pensé que al igual que yo, los demás estarían en algún parte de la playa y no en aquel profundo mundo selvático. Comencé a caminar de nuevo, agradecí aún conservar mis tenis y no haber sido parte de ese acto mágico de zapatos en gravedad cero.
No podría explicar el misticismo geográfico de aquella isla, por momentos parecía inmensa y luego pequeña, rocas gigantes que adornaban acantilados y pequeñas albercas llenas de pececillos diminutos que se espantaban al sentir las vibraciones del suelo. Las aves no parecían tan coloridas, a lo mucho eran blancas y grises, éstas últimas tenían un pico grueso y rojizo, de verdad que daban miedo, pero las blancas se veían mucho más amenazantes con sus ojos saltones y su pico delgado, afilado y curvo ¿Gaviotas? No, las gaviotas no se veían así, y aunque no conocía mucho de aves era seguro que jamás en mi vida había visto un par como ese tipo.
Con miedo e intentando evitar la mirada de esas gaviotas exóticas, proseguí mi camino, pero entre más avanzaba, más me sentía sola y desesperada. Simplemente era imposible que nada ni nadie se encontrara encallando la isla, que solamente yo hubiera llegado con vida y que además de eso aún conservara mis tenis; posiblemente, mi suerte había sido tan excepcional que mi único sacrificio a cambio sería una cicatriz en el rostro. Como pude me subí a una roca, una realmente grande y llena manchas blancas, y sin esta vez esforzarme mucho, logré ver un bulto negro a lo lejos, inerte, pero queriendo ser tomado por el mar. Bajé rápido, casi corrí, pero se me dobló la pierna y me quedé allí unos minutos antes de volver a ponerme en pie. Aquel viaje de punto a punto parecía inmenso, el sol me arrebataba cada mililitro de vitalidad, y sin más, me desgarraba la piel por cada paso que daba.
Me detuve de golpe, el calor del sol dejó de quemar y volví a sentir aquel gélido sentimiento en todo mi cuerpo, las gotas que escurrían por mi piel eran frescas de pronto, frías, cortantes; allí, frente ante mí, un cuerpo femenino de espaldas y en ropa interior. Di un paso hacía atrás, porque ese cuerpo tenía un sacó satinado en azul, un saco que le cubría la cabeza y la espalda; un sentimiento de ahogo sin agua atravesó mis pulmones, porque quizá allí, a mis pies, estaba la mujer de traje. En segundos mi mente comenzó a hacer conexiones, porque la mujer de traje usaba pantalones, pero quizá el efecto gravedad cero o la caída aparatosa se los había arrancado a jalones.
La mujer de traje tenía tez blanca, pero este cuerpo tenía la piel de un color que solo podría describir como gris, morado o azul, un color que solo podía haber visto en las series de policías de crímenes sin resolver o de muertos que regresan a la vida. Entonces, cómo saber el tono real de esta pobre alma en estado de descomposición, con sus piernas dobladas, llenas de agujeros y quemaduras; con la planta de sus pies negras y expuestas mirando hacia el mar, tristes y desamparadas ante el mundo; pero lo sabía, sabía que la única forma de afirmar o no mis sospechas era fácil, solo tenía que levantar el saco azul y enfrentarme a la realidad de ver un cuerpo sin vida, sin la calidez de la sangre corriendo por su mejillas y quizá, con alguna deformidad producto de la caída desde allá arriba.
No sabía por dónde empezar, si hacerlo de abajo hacia arriba, o ir directo al grano y destaparla por arriba para ver si se trataba del mismo cabello negro y largo de la mujer de traje, lo cual implicaría un dato más a mi lista de conexiones; pero si miraba hacia la arena, tendría que mover el cuerpo para ver el rostro y salir de aquella encrucijada. Por otra parte, si el cuerpo a partir de la cadera estaba de lado, que para mí era lo más seguro, entonces vería sin más el rostro de aquella mujer que me había desafiado por un asiento de avión. Sus labios quizá ahora ya no serían rojos, o serían más rojos de lo normal, lo que fuera, se llevaría mi alma hasta algún lugar de donde sé no regresaría jamás.
Me hinqué, no quería desmallarme y caer, darme algún otro golpe y comenzar otra epifanía surreal. Quise cerrar los ojos como cuando entré de pequeña a esa casita de terror, quise cerrar los ojos como cuando di mi primer beso, y los quise cerrar tal cual como cuando pensé que iba a morir. Mi mano se arqueo levemente, y como si ella hubiera tomado la decisión por mí, agarró la parte de arriba y recorrió unos milímetros hasta que…
—Por algo le puse mi saco, no quieres verle la cara—, solté sin replicar el sacó y me tumbé hacía atrás. Allí estaba, como una nube en picada, la mujer de traje.
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