Isabela

-No, no tiene nada que ver con los negocios. He matado a Ignaki. -¿Qué ha hecho que?- Francisco Olmos estaba perplejo.- ¿Pero porqué ha hecho eso? -Se tiraba a mi mujer.

El teléfono del despacho del señor Francisco Olmos sonó sobre la gran mesa repleta de papeles que ocupaba el centro de la pequeña estancia. El hombre sentado en la butaca de oficina dejó los papeles que estaba leyendo y descolgó el auricular. Una voz femenina, de una mujer joven habló nada más descolgar el aparato.

-Señor Olmos, tiene una llamada.

-Clara, te he dicho que no me pasaras llamadas- contestó el señor Olmos desde su despacho –Estoy muy liado archivando los documentos pendientes.- Francisco Olmos era muy meticuloso con sus papeles y siempre se encargaba personalmente de organizarlos.

-Me parece que esto es importante, creo que debería contestar.

-Adelante pues. Pásame la llamada.

El aparato telefónico emitió una serie de pitidos mientras Clara, la secretaria del señor Olmos, traqueteaba con el terminal situado tras la puerta cerrada del despacho. Francisco Olmos escuchó los pitidos del aparato pensando que tal vez ya era hora de cambiar esos viejos teléfonos interconectados. Pero la verdad es que el negocio no iba demasiado bien y los gastos innecesarios eran… eso, innecesarios. Los grandes bufetes de abogados estaban mucho más capacitados que él y su secretaria para captar nuevos clientes, y en la abogacía, sin grandes cuentas, era difícil mantenerse. Pero lo que en ese momento no sabía el señor Olmos, era que su suerte estaba a punto de cambiar.

-¡Francisco! ¿Eres tú?- Rogó una voz al otro lado de la línea una vez los pitidos se detuvieron –Necesito ayuda enseguida, no sé a quien recurrir.

-Cálmese, por favor, dígame quien es y que problema tiene. –El abogado tenía bastante papeleo que archivar durante ese día, pero tenía un olfato especial, tal vez como todos los abogados, para detectar problemas. Y los problemas de los demás suelen ir unidos a una buena suma de dinero para los abogados. Y para el dinero también tenía buen olfato.

-Perdón, perdón,- replicó la voz del desconocido –estoy bastante nervioso. No sabía a quien recurrir. Soy Guillermo, Guillermo Tortajada.

-Dígame, Guillermo, que le preocupa.- La memoria de Francisco comenzó a trabajar rápidamente. Si hay algo que un abogado debe tener siempre apunto es la memoria. El señor Olmos estaba convencido que el objetivo de la carrera de derecho no era otro que el de ejercitarla. Cualquier abogado, en opinión del señor Olmos, debería ser tan capaz de recitar cualquier absurdo código de leyes como de enumerar uno por uno a todos sus clientes y sus respectivos casos sin necesidad de consultar documento alguno. Y Francisco Olmos se sentía especialmente orgulloso de su memoria. Él era un buen abogado.

Al cabo de pocos segundos, y como si de un ordenador se tratara encontró el archivo que buscaba. Guillermo Tortajada era, según recordó Olmos, un hombre relativamente joven, de unos treinta y pocos, dueño de unas cuantas empresas del sector de la tecnología. Era, como comúnmente suele decirse, un hombre hecho a si mismo. Había acabado la carrera de telecomunicaciones con un expediente inmaculado. Gracias a sus excelentes resultados académicos comenzó a trabajar nada más terminar la facultad en una puntera empresa del sector, y, a los pocos años había ahorrado un pequeño capital que utilizó para fundar su primera empresa. Él y su amigo Ignaki se habían asociado y habían sembrado la primera semilla de su pequeño imperio empresarial. Les fue muy bien debido sobre todo a la gran capacidad de Guillermo y a los contactos que había conseguido durante su experiencia laboral. A los pocos meses ya estaban preparándose para absorber otra pequeña empresa del mismo sector especializada en otras tareas. Y en ese momento se conocieron. Guillermo e Ignaki necesitaban un abogado para las negociaciones de compra venta y alguien les recomendó al señor Francisco Olmos. Desde entonces habían tenido una buena relación profesional. El señor Olmos había supervisado varios negocios importantes y los dos amigos estaban satisfechos con su abogado. Nada especialmente complicado, tal vez una o dos consultas anuales y la redacción de algún que otro documento legal.

-Necesito ayuda, me han detenido, por favor, dese prisa.-Suplicó Guillermo.

-¿Qué le han detenido?- Preguntó perplejo Francisco Olmos. –Pero. ¿Qué ha pasado? Espere un momento, tengo por aquí su expediente, no creo que hubiera nada irregular en ninguno de sus negocios.- El señor Olmos hizo amago de levantarse para consultar uno de los grandes archivadores metálicos que ocupaban la pared de su despacho. Pese a todos los avances informáticos, Francisco Olmos seguía confiando más en el papel y en las carpetas que en los ordenadores. Pero no llegó a levantarse, porque la respuesta que recibió de su cliente lo dejó helado.

-No, no tiene nada que ver con los negocios. He matado a Ignaki.

-¿Qué ha hecho que?- Francisco Olmos estaba perplejo.- ¿Pero porqué ha hecho eso?

-Se tiraba a mi mujer.

-Dígame donde está, voy enseguida. Y no conteste a ninguna pregunta hasta que no hable conmigo.- El señor Francisco Olmos no estaba acostumbrado a estas cosas. Él era abogado mercantil. Se dedicaba a los negocios. Pero no podía dejar colgado a un cliente. Y menos a un cliente solvente.

Anotó la dirección de la comisaría en la que mantenían cautivo a Guillermo Tortajada, buscó rápidamente en el archivo la carpeta con el expediente de su cliente, se puso su abrigo mientras guardaba los papeles en su maletín y salió rápidamente de su despacho.


La historia de Guillermo, Ignaki e Isabela se remonta a varios años atrás. Los tres se conocieron en su primer año de facultad. Guillermo e Ignaki congeniaron enseguida. Ambos eran jóvenes apuestos y muy inteligentes. No era fácil acceder a la carrera de telecomunicaciones y solo los más preparados lo lograban. Los dos se fijaron en Isabela de forma inmediata y comenzó una amistosa competición entre ellos para ver quien se la llevaba a la cama. Y ganó Guillermo. Al menos así fue al principio.

Isabela era por aquel entonces una joven realmente atractiva. Lucia una melena pelirroja que prácticamente le rebasaba la cintura. Todo aquel que se le acercaba acababa irremediablemente perdido en la inmensidad de sus ojos azules. Su sonrisa cautivaba por igual a hombre y a mujeres. Su cuerpo era, en palabras de los dos amigos, espectacular. No era una mujer excesivamente delgada, pero si de curvas bien definidas y muy proporcionadas. Con su metro sesenta lucia unas piernas bien contorneadas, unas caderas anchas y un pecho generoso. Desde el primer día de clase muchos de los compañeros competían por sus atenciones pero finalmente fueron Guillermo e Ignaki los que las recibieron, y, en última estancia, tan solo Guillermo.

Antes de finalizar el primer año Isabela y Guillermo eran uno. Y los tres formaban un equipo. Estudiaban juntos, salían juntos, realizaban trabajos juntos. El único tiempo en el que no estaban juntos los tres era cuando Guillermo e Isabela disfrutaban de algún momento de intimidad. Ignaki estuvo con muchas mujeres a lo largo de los años, algunas se unían temporalmente al grupo, aunque siempre por poco tiempo y otras no llegaban a ser conocidas por el resto de amigos. Y así, los tres juntos, tal y como habían empezado, acabaron la licenciatura. Los tres consiguieron un expediente académico brillante pues pese al tiempo que pasaban disfrutando de su juventud, también le dedicaban mucho tiempo al estudio, y como no, los tres juntos. Pero Guillermo siempre fue el mejor del grupo. El más listo, el más trabajador y el que mejores notas sacó.

En esa amistad, aparentemente perfecta, no todo era como parecía. Isabela y Guillermo estaban absolutamente enamorados el uno del otro, y así fue durante todo el tiempo que pasaron juntos. Pero al mismo tiempo Ignaki deseaba en secreto a la novia de su amigo. Nunca nadie sospechó nada, pero cada vez que Ignaki besaba a una mujer, a quien realmente besaba era a Isabela, cada vez que ligaba con una chica durante una noche de fiesta, realmente ligaba con Isabela, cada noche que pasaba con una de sus pasajeras novias, realmente la pasaba con Isabela. Ignaki pensaba día y noche en Isabela, pero sabía que su amor era imposible. Era la novia de su amigo, y, además, ella no sentía absolutamente nada por él. Isabela solo tenía ojos para su amigo Guillermo. Ignaki envidiaba a su amigo en todos los aspectos de su vida, no solo amaba en secreto  a Isabela sino que también sentía celos por las grandes capacidades de Guillermo. Aún así, los años pasaron y los tres amigos continuaron inseparables a pesar de todo.

Cuando terminaron los estudios, una gran empresa ofreció un buen contrato a Guillermo y desde esa posición consiguió que Ignaki e Isabela, su gran amor, fueran también contratados. El tiempo continuó su curso inexorablemente y Guillermo e Isabela comenzaron a vivir juntos. Al poco tiempo también Ignaki comenzó a convivir con ellos en el mismo apartamento. Los tres vivían juntos como compañeros de piso, Isabela y Guillermo por un lado e Ignaki, siempre rencoroso, en el cuarto contiguo. Ignaki maldecía en silencio las noches en que sus amigos disfrutaban el uno del otro tras la pared, mientras el se reconcomía por dentro. Muchas noches el también subía parejas a casa, pero nunca eran Isabela, ella yacía con su amigo en la habitación contigua.

Durante los pocos años que trabajaron en la gran multinacional tecnológica los tres amigos juntaron un pequeño patrimonio con el que fundaron su primera empresa. Guignabela tec. El nombre no era para nada original, pero no era originalidad lo que buscaban, era capturar la esencia. Ellos, los tres, unidos bajo unas siglas. Aunque extraoficialmente la empresa era de los tres, siempre fue Guillermo el que dirigió la empresa. Y lo hizo bien. Poco a poco Guignabela tec. empezó a llenar sus bolsillos. Isabela y Guillermo compraron su propia casa abandonando el apartamento común e Ignaki pudo también pedir un crédito hipotecando su parte de la empresa para comprarse un lugar donde vivir. Poco después Isabela y Guillermo se casaron en una gran ceremonia a la que todos los amigos del trío estuvieron invitados. Ignaki no pudo más que aceptar la petición de apadrinar el enlace, pese ha hacerlo con todo el dolor de su alma. Él nunca había perdido la esperanza, pero en ese momento supo que Isabela nunca sería suya.

En el transcurso de unos pocos años la empresa había generado tantos beneficios gracias a la gestión de Guillermo y al trabajo de sus socios que el pequeño grupo de amigos controlaba un pequeño emporio de empresas tecnológicas. Conforme la pequeña empresa aumentó de tamaño y, por lo tanto de volumen de negocio, Guillermo se veía obligado a dedicarle más y más tiempo. Hasta que inevitablemente comenzó a descuidar a lo único que realmente le había importado nunca. Isabela. Guillermo era consciente de ello, no había llegado hasta donde estaba siendo un inepto, pero estaba convencido de que en poco tiempo podría delegar en un gerente para poder prestarle más atención a su mujer. Pero cada vez trabajaba más y el gestor nunca llegaba. Isabela comenzó a sentirse abandonada.

Y en ese momento cometió el primer gran error de los muchos que plagarían su futuro. Fue a buscar consejo, apoyo y consuelo en su mejor amigo. En su mejor amigo. En el tercero del grupo. En Ignaki. Ella confiaba en él. Era su amigo y el de su marido. Era su socio y, también, el de su marido. Ella no sabía los deseos ocultos que el albergaba. Durante varios meses estuvieron quedando para hablar de los problemas del matrimonio. Para Isabela era una confesión, contándoselo a él liberaba en parte su carga. Para Ignaki era un sueño, una oportunidad, un resquicio por el que colarse. Nunca se lo contaron a Guillermo. Ella no lo hizo porque le amaba y le avergonzaba reconocer que necesitaba apoyarse en alguien, aunque fuera Ignaki, para sostenter su matrimonio. Además nunca pensó que hiciera nada malo. Él nunca habló con Guillermo de sus encuentros porque sabía que si hacia algo malo. O por lo menos algo malo para con su amigo.

Isabela siempre le confesaba sus secretos, sus miedos, sus temores. Ignaki, lejos de evitarle preocupaciones intentaba generarlas, fomentarlas, hacerla sentir insegura, poco amada, siempre de la forma más sibilina posible. Prometía una y otra vez que hablaría con Guillermo, y nunca lo hacía. Aunque siempre inventaba historias de cómo había ido a su amigo a pedirle que prestara atención a su mujer y él siempre respondía con el mucho trabajo que había que hacer, con la poca importancia que para el tenía su mujer y diversas historias que mucho distaban de la realidad. Isabela pensaba que Guillermo ya no la quería, Guillermo amaba a Isabela con toda su alma y hacía todo lo que hacía por ella, Ignaki solo tenía una cosa en mente, separarlos para siempre.

Y un día, sin previo aviso, casi de repente, cual cruel broma del destino sucedió lo que nunca debió pasar. Sucedió lo que con el tiempo rompería para siempre al eterno grupo de amigos y el corazón de Guillermo. Empezó la historia que terminaría tiempo después con un sofocado abogado montando rápidamente en su coche para visitar a su cliente. Cliente que acababa de matar a su socio.


El señor Francisco Olmos bajó las escaleras del edificio en el que tenía su despacho saltando de dos en dos los escalones. Ni siquiera fue capaz de esperar al ascensor. Solo tenía una cosa en mente, llegar a la comisaría y hablar con Guillermo Tortajada. No entendía lo que podía haber pasado. El siempre había tratado con los dos socios. Conocía a Isabela, la tercera socia y esposa de Guillermo porque había coincidido con ella en alguna firma de documentos en la que él había estado presente. Pero realmente no había tratado mucho con ella. Aunque siempre le había dado la impresión de que tanto Guillermo como Isabela formaban una buena pareja. Se les veía totalmente enamorados.

Llegó casi sin aliento a la plaza donde aparcaba su viejo BMW, una berlina que había comprado quince años atrás, que para ser francos, nunca le había dado el menor problema. En algún momento pasado, cuando su pequeño bufete funcionaba algo mejor, se había planteado comprarse un coche más moderno, pero siempre había acabado desechando la idea. Francisco Olmos tenía la convicción de que si algo funcionaba bien, había que mantenerlo. Y su coche funcionaba bien. Depositó el abrigo meticulosamente en el asiento trasero, y se sentó al volante. Arrancó el vehiculo y piso a fondo el acelerador. A los pocos minutos conducía a gran velocidad hacia la dirección que su cliente le había facilitado.

Francisco Olmos no hacía más que darle vueltas a las opciones que podía presentar ante su cliente. Era evidente que el no era capaz de hacerse cargo de un caso como aquel. El se dedicaba a redactar contratos, no a defender a acusados de asesinato. No sabría ni por donde empezar. Y lo más probable era que si se hacía cargo del caso su cliente pasara una buena temporada entre rejas. Lo único que podía hacer era intentar aconsejarle lo mejor posible, recomendarle a un buen abogado penal y desearle suerte.


Guillermo estaba sentado en el duro suelo de un calabozo y de eso sí parecía estar seguro. Por lo demás, no estaba muy seguro de donde estaba, no estaba muy seguro de lo que había pasado en las últimas horas y para ser totalmente sincero consigo mismo, no estaba muy seguro ya de nada. Excepto de seguir allí sentado. Intentó poner en orden sus pensamientos, lo cual, dadas las circunstancias, no era nada sencillo. ¿Qué había pasado? ¿Por qué? ¿En que momento había perdido al amor de su vida? ¿En que momento su amigo lo había traicionado? ¿En que momento habían comenzado a conspirar contra él? Guillermo enterró la cabeza entre las manos mientras las lágrimas volvían a manar de sus ojos. Durante años se había dedicado a trabajar sin descanso con el único objetivo de que tanto Isabela como Ignaki pudieran vivir como reyes. Y lo había hecho siempre de forma desinteresada. Por ellos.

Él amaba a Isabela más de lo que nunca hubiera pensado que se podría amar a nadie. Y quería a Iganki como si de un hermano se tratara. Más que a un hermano. Durante años lo habían compartido todo. Todo menos a Isabela. Aunque ahora se daba cuenta que a Isabela también la habían compartido. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser que las dos personas en las que más confiaba lo hubieran traicionado de semejante manera? Hasta hace veinticuatro horas hubiera dado la vida sin dudarlo por cualquiera de ellos dos. De hecho, si se paraba a pensarlo es lo que había hecho. Trabajar y trabajar por y para ellos. Y de la noche a la mañana todo había cambiado para siempre.

Recordaba vagamente haber entrado en casa de su amigo armado con una vieja escopeta de caza. Recordaba las suplicas de Ignaki. Las suplicas por su vida. Recordaba las lágrimas de su mujer. La sangre. El miedo, el odio. Después las luces, la policía. Y ahora el calabozo. Pero todos estos recuerdos eran extremadamente imprecisos. Lo tenía todo borroso. Como visto tras una cortina. Como si solo fueran sombras en la pared. Así que buscó algo a lo que poder aferrarse, algo de lo que si estuviera seguro. Dejo volar su memoria hasta encontrar un recuerdo tranquilizador, un recuerdo que le permitiera mantener la cordura. Recordó el día más feliz de su vida. El día en que Isabela y él se prometieron amor eterno.


-¿Nervioso?- Preguntó Ignaki a su amigo mientras le sonreía pícaramente.

-Sabes que no,- contestó Guillermo riendo. –Llevo esperando este día mucho tiempo. Sabes que Isabela es todo para mí. Que ella es mi vida.

-Lo sé, amigo, lo sé. Me alegro mucho por vosotros dos. Vamos, la ceremonia va a empezar.

Había sido una boda sencilla. Solo unos pocos amigos y familiares, no habrían más de treinta personas en total. Ninguno de los dos eran amigos de las grandes fastuosidades y quería que el enlace fuera algo especial compartido solo por los más allegados. Después de mucho buscar, habían decidido celebrar el enlace al aire libre, en una casa rural en un pueblo del interior. Tanto el novio como el padrino se quedaron si palabras al salir al exterior y contemplar la hermosura de Isabela. Debía ser la novia más bella que jamás hubiera visto ninguno de los dos.

-Que suerte tienes, cabrón.- bromeo Ignaki con su amigo sin apartar la vista de la mujer a la que amaba en secreto. –Ahora si que las has cazado para siempre.

-Me siento afortunado. Me siento afortunado de teneros a los dos. Mi mujer y mi hermano.- Guillermo abrazó a su amigo y ambos caminaron juntos hasta el altar donde esperaba Isabela.

La ceremonia fue sencilla. Cuando el sí quiero fue pronunciado y el sacerdote bendijo la unión Guillermo e Isabela se fundieron en un eterno beso de amor mientras Iganki se veía obligado a apartar la vista. Había perdido. Eso lo sabía ya desde hacía mucho tiempo. Sabía que Isabela nunca sería suya, porque su corazón pertenecía a otro. Pero aquel era el punto final. Nunca estarían juntos. Había sido derrotado por su mejor amigo. Tras el enlace todos los invitados pasaron al restaurante de la casa rural y las exquisiteces preparadas por un experto equipo de cocineros fueron degustadas regadas con buen vino. El brindis a cargo del padrino fue algo que la mayoría de los invitados recordarían durante mucho tiempo. Nunca antes había oído algo tan sincero y cargado de sentimientos. Lo que ninguno de los allí presentes entendió es que las palabras pronunciadas por Iganki iban solo dirigidas a Isabela. Era su último elogio. Sus últimas palabras de amor hacia ella.

Isabella y Guillermo abrieron el baile nupcial al que pronto se unieron más y más invitados. Ignaki los contempló desde la distancia, con una mezcla de tristeza y alegría. Era un sentimiento difícil de describir. Se alegraba por su amigo y por Isabela, pero al mismo tiempo el rencor y el odio le atenazaban el corazón. El baile y las copas duraron hasta bien entrada la madrugada y poco a poco los invitados se fueron marchando. Isabela y Guillermo no esperaron hasta el final, de hecho fueron de los primeros en marcharse. Ambos estaban deseando pasar juntos su primera noche como matrimonio.

Guillermo entró en la habitación con Isabela en sus brazos, como manda la tradición, y la deposito con ternura en la cama. La besó apasionadamente y la ayudo a quitarse el precioso vestido blanco. Ella lo miró pícaramente tumbada en la cama ya solo con su ropa intima. Ahora, despojada del vestido lucía un pequeño tanga blanco semitransparente y un sujetador a juego que realzaba sus grandes pechos.

-¿Te gusta como me he puesto para ti? –Preguntó Isabela con los ojos brillando por la lujuria.

-Me encanta, estás preciosa. Y buenísima. Soy el hombre más afortunado del mundo por tenerte.

-Desnúdate. Es nuestra noche de bodas, no perdamos más tiempo. Hoy voy ha hacer cualquier cosa que quieras.

-Ya tengo todo lo que quiero. Te tengo a ti.- Guillermo se quitó la ropa lo más deprisa que fue capaz y se abalanzó sobre su mujer. Mientras se besaban con pasión recorrían sus cuerpos con las manos sin dejar lugar alguno inexplorado. Guillermo acariciaba a su mujer deteniéndose en sus pechos, en sus caderas, en sus muslos. Lentamente, disfrutando del momento bajó el tanga de su mujer y la besó primero en los labios, después en los senos y por último en el sexo, recreándose en sus muslos, lamiendo los labios, mordisqueándolos.

Isabela gemía de placer mientras su amado la estimulaba. Se acariciaba los pechos con una mano mientras que con la otra guiaba la cabeza que tenía en su entrepierna, apretándola contra ella unas veces, haciendo que se moviera otras y tan solo revolviendo el pelo de su marido el resto del tiempo. Ella se sentía tan afortunada como Guillermo. El gran amor de su vida había jurado amarla para siempre y eso la convertía en la persona más feliz sobre la faz de la tierra.

-Ven aquí.- Rogó Isabela. –Ahora quiero probarte yo a ti.- Guillermo se apartó y se acercó de rodillas a donde reposaba la cabeza de su mujer. Isabela se incorporó y obligó a su marido a tumbarse en la cama. Se desabrochó el sujetador que ya estaba totalmente fuera del sitio y comenzó a lamer el cuerpo de su esposo.

-No, no me beses,- dijo Isabela mientras lamia los labios de Guillermo –Déjame chuparte los labios. Tú túmbate y no hagas nada.

Guillermo hizo caso a los deseos de su mujer y se quedó quieto, disfrutando de la lengua de su esposa. Ella le lamió los labios de su amado y cuando consideró que habían recibido atención más que suficiente bajo hasta su cuello. Se dedicó con pasión a lamerlo, a morderlo, a chuparlo succionando proporcionándole a Guillermo un placer indescriptible. Su siguiente parada fueron los pezones Guillermo. Se recreó con amor pasando la lengua y los labios por los pechos erectos de su hombre. Y por último se acurrucó a los pies de Guillermo para poder acceder a su miembro que ya estaba totalmente erecto. Isabela cogió la polla de su esposo con ambas manos y empezó a pajearle lentamente mientras pasaba la lengua por su glande. Guillermo se estremecía de placer mientras su mujer se dedicaba en cuerpo y alma a darle placer. Isabela lamia la erecta polla en toda su extensión, con calma, con ternura y cuando Guillermo alcanzó su punto de excitación máxima empezó a mamársela entera, metiéndose todo lo que le cabía en la boca. Isabela succionaba mientras movía la lengua intentando proporcionar el máximo placer posible a su pareja.

-Ven aquí, mi vida. Ahora voy a follarte.- Dijo Guillermo mientras obligaba a su mujer a apartarse de su entrepierna.

-¿Cómo quieres que me ponga, amor mío?- Preguntó Isabela lascivamente

-Ven aquí, ponte a cuatro patas, te voy a dar desde detrás

Isabela así lo hizo. Apoyó sus manos en la cama y elevó el culo para que su marido tuviera total acceso a su coño. Guillermo se colocó detrás suya y empezó a restregar su polla contra el sexo de ella. Isabela estaba absolutamente mojada y rogó a su esposo que se la insertara de una vez. Guillermo no se hizo de rogar y de un solo golpe introdujo todo su miembro en el interior de su esposa.

-Fóllame fuerte mi niño, fóllame como solo tú sabes.- Pidió Isabela.

Guillermo comenzó a mover sus caderas rítmicamente, primero despacio, disfrutando, pero cada vez más y más deprisa. Isabela sentía el miembro de su esposo dentro suya, entrando y saliendo, proporcionándole un placer indescriptible. Al cabo de unos minutos de bombeo cada vez más rápido Isabela sintió como su cuerpo comenzaba a erizarse. Notaba como estaba apunto de alcanzar su primer orgasmo como mujer casada. Clavó las uñas en el colchón mientras su respiración se volvía cada vez más irregular. Cuando el orgasmo estaba apunto de alcanzarla Guillermo empezó a golpearla de forma irregular, signo inequívoco de que iba a correrse también. Durante los años de relación previos habían alcanzado tal grado de compenetración que eran capaces de alcanzar el orgasmo de forma simultánea prácticamente siempre que se acostaban. Los dos se fundieron en una mezcla de gemidos, gritos y súplicas mientras se corrían como uno solo. Las entrañas de Isabela quedaron regadas por el esperma de Guillermo que se mantuvo detrás de ella con el miembro todavía en su interior durante un buen rato mientras masajeaba con ambas manos los pechos de su mujer.

Al fin Guillermo salió del interior de su mujer y ambos se tumbaron en la cama, abrazados el uno al otro.

Te quiero.- Le dijo Isabela a Guillermo

Yo si que te quiero mi vida, y siempre te querré. Lo eres todo para mí.

Y así, los dos hechos uno pasaron el resto de su noche de bodas.

Mucho tiempo después, Guillermo rompería a llorar en un calabozo de una comisaría cualquiera mientras recordaba esta noche siendo consciente de que lo había perdido todo.