Isabela (8): Crónica de una muerte anunciada
-¿Qué? ¿Qué hiciste que? ¿Con quién? El semblante de Guillermo cambió diametralmente y apartó ligeramente a su esposa mientras demandaba respuestas.
Aviso: Este último relato que cierra la serie Isabela es el más oscuro y duro de toda la saga, con bastante agresividad y violencia. He dudado si publicarlo en esta o en otra categoría dado su contenido, pero al final me he decidido por mantener toda la serie en infidelidad. Avisados quedáis. A partir de aquí, el que decida continuar, que sea bajo su propio riesgo.
Isabela cruzó a grandes zancadas la verja ornamental y atravesó sin detenerse, casi de forma altiva, orgullosa, el florido jardín que daba la bienvenida, por lo general, a tristes visitantes. Cualquiera que se hubiera detenido a observarla, habría supuesto que se trataba de una viuda en duelo que iba a visitar a un esposo recientemente fallecido. Sus negros ropajes, ceñidos pero sobrios, la pamela negra y el ramo de flores, así la delataban.
Pero el observador anónimo que hubiera podido pensar tal cosa se equivocaba. Isabela sí vestía duelo, y aunque lloraba la perdida de un esposo querido, no lloraba su muerte. Él vivía, pero vivía lejos de ella.
Isabela recorrió las hileras de tumbas hasta detenerse frente al lugar de descanso que buscaba. El ramo que acarreaba la mujer se estrelló con furia contra la losa de mármol y las flores se desperdigaron por el suelo.
-Maldito hijo de puta –gritó la mujer a nadie en particular-. Eres un maldito hijo de puta, tenía que decírtelo. Lo jodiste, lo jodiste todo.
Isabela se derrumbó sobre el frío suelo y rompió a llorar mientras maldecía.
-Podíamos haber sido felices, pondríamos haber vivido una vida plena. Podrías haberte olvidado de mí. Tú también podrías haber sido feliz sin nosotros.
Las lágrimas de la mujer anegaban sus ojos y caían por sus mejillas formando ríos de amargura.
-Ahora lo hemos perdido todo, los tres. Y Guillermo será el que pague por nuestros errores. Por tu mala fe, por mi ingenuidad.
Isabela se puso en pie y secó su rostro mientras el desprecio volvía a endurecer sus facciones.
-Pero tú, tú te pudrirás en el infierno por lo que nos hiciste, por lo que me hiciste. A Guillermo lo han soltado, ¿sabes? Contrató a Francisco Olmos como abogado y a otro tipo, un penalista, uno bueno que encontró Francisco. El juez entendió que no había riesgo de fuga y la fianza no ha sido demasiado alta, así que la ha podido pagar sin problemas. Pero no quiere verme. No quiere saber nada de mí.
La voz se quebró y las lágrimas brotaron de nuevo como manantiales de dolor, e Isabela no hizo nada para contenerlas.
-No le he vuelto a ver desde aquella noche, ni siquiera he podido hablar con él. Las únicas noticias que he tenido han sido a través de su abogado. Vino a casa, me dijo que me quedara todo el dinero y las propiedades, que Guillermo no quería nada que tuviera que ver conmigo, que sólo se quedaría lo justo para pagarles a él y al otro abogado, que lo demás me lo quedara para gastarlo como quisiera -Isabela sollozaba descontrolada-. Me trajo también una demanda de divorcio. La firmé, ¿qué otra cosa podía hacer? Supongo que te estarás riendo desde el abismo. Al final lo has conseguido, no soy tuya, pero tampoco seré de él nuca más, me ha repudiado. Has ganado, maldito hijo de puta.
Isabela lloraba y sonreía con amargura reconociendo la victoria de su difunto compañero.
-¿Quieres saber algo divertido, cabrón? Estoy embarazada. El médico no se lo explica. Dice que es prácticamente imposible que esté preñada. Y lo peor de todo es que no sé si el hijo es tuyo o de él. Y lo más gracioso es que el abogado sabía que yo estaba embarazada, y no sé cómo se pudo enterar. Junto a los papeles del divorcio traía también un documento en el que yo debía aceptar la renuncia de Guillermo a la paternidad de cualquier hijo que pudiera nacer fruto de nuestra relación, aunque el hijo llevara su sangre, o la de otro. Ese otro eres tú. No lo entiendo, ni siquiera yo sabía aún que estaba encinta. El documento especificaba que todo el dinero que me entregaba cubría holgadamente cualquier manutención y que yo renunciaba a pedirle nada en el futuro. También lo firmé.
Isabela derramaba lágrimas mientras hablaba con el frío mármol.
-Sólo deseo que el hijo que espero no lleve tu sangre. Deseo con toda mi alma que este niño sea fruto del amor que hubo entre yo y Guillermo, porque así podré tener siempre cerca al hombre al que amo. Sólo espero que este niño no sea tuyo, no sea nacido de una violación. No podría soportarlo, y lo odiaría durante el resto de su vida. Como te odió a ti.
Isabela permaneció de pie frente a la tumba de su antiguo amigo durante unos minutos, esperando a que su respiración se normalizara y los nervios la abandonaran. Cuando se sintió suficientemente calmada se dio la vuelta y se marchó de aquel cementerio mascullando simplemente un hasta nunca. Y jamás volvió a visitar aquella tumba.
Aquel lunes Guillermo sonreía cuando llegó a su oficina. Como todos los días saludó a su secretaria que acababa de llegar y entró en el despacho. Tenía mucho que hacer. Se sentó tras la gran mesa de caoba y encendió el ordenador. Bien, ahora tenía que buscar un plan de acción. Venderlo todo sería una tarea ardua pero si se hacía bien podría reportar grandes beneficios y una nueva vida de ensueño. Pero lo primero que debía hacer era hablar con su amigo, explicárselo todo, comunicarle que él y su mujer habían decidido retirarse del negocio y darle la oportunidad de que pensara la forma de actuar que más le convenía.
-¿Diga? –una voz somnolienta contestó al otro lado del aparato cuando Guillermo marcó el teléfono de su socio.
-¿Todavía estás durmiendo? Si ya son más de las ocho –bromeó Guillermo-. Va, levanta, gandul. Necesito verte en el despacho cuanto antes, tengo noticias importantes.
-¿Buenas o malas? –inquirió Ignaki intentando infructuosamente despejarse.
-Noticias. Ven y lo averiguarás.
En poco menos de una hora, ambos amigos estaban reunidos en el amplio despacho. Guillermo expuso sin reservas su plan de abandonar el negocio junto con su esposa y planteó las diversas alternativas que Ignaki tenía. O bien les imitaba y lo vendían todo o bien compraba parte de la empresa para quedarse con el cincuenta por ciento o se quedaba como estaba, con un tercio de la compañía.
-No puede ser, Guillermo, no puedes hacerme esto. No ahora –Ignaki parecía bastante enfadado con su amigo.
-Lo siento, compañero, pero está decidido. Ya le he entregado demasiados años de mi vida a esta empresa. No quiero seguir, necesito descansar, necesito disfrutar mi vida.
-¿Y Isabela qué? ¿Es qué no piensas en ella?
-Sí amigo, sí pienso en ella.
-Pero a ella le gusta esta vida. No lo hagas por mí, hazlo por tu mujer, ella quiere vivir como una reina, ella necesita que trabajes aquí para vivir como se merece.
-Eso pensaba yo, Ignaki, y eso me has dicho tú muchas veces. Pero no es así. Lo hemos estado hablando todo el fin de semana, es ella la que me ha pedido que lo deje todo para estar a su lado. Y yo lo deseo tanto como ella.
-¡No! ¡No! No puede ser, no puedes… No podéis…
Ignaki se levantó bruscamente y salió del despacho dando un portazo y dejando a Guillermo totalmente perplejo. No se hubiera imaginado jamás una reacción así por parte de su socio. Pero él no sabía que a su amigo no le preocupaba la venta de la empresa, lo que le horrorizaba era que su amada Isabela se aparatara de él, que huyera de su lado y perderla para siempre.
Durante las semanas que habían transcurrido desde que se entregaron el uno al otro, ella había estado muy distante, pero Ignaki pensaba que era sólo por un sentimiento de culpa que acabaría pasando y que finalmente se entregaría a él. Soñaba con que un día se fugarían los dos y abandonarían a Guillermo para vivir juntos y felices. Nunca pensó que el abandonado podría ser él, jamás se imaginó que su amigo y su amante le dejarían de lado. Y eso le enfurecía.
Ignaki se montó en su deportivo de alta gama y condujo a gran velocidad sin rumbo fijo por la ciudad, intentando ordenar sus pensamientos, intentando aclara sus ideas, y sobre todo, intentando descargar la tensión y la furia que lo atenazaban. Su Isabela se iba, lo abandonaba, a él. Después de tanto tiempo deseándola, después de tanto tiempo persiguiéndola, ahora que por fin la tenía, ella se marchaba. No podía permitirlo.
Ignaki supo repentinamente donde debía dirigirse. Tras unos minutos de conducción temeraria llegó a la vivienda que compartían su amada y su amigo. Dejó el coche mal aparcado, subido sobre la acera, como si no le importara lo más mínimo, porque en ese momento, de hecho, así era. Aprovechando que un vecino de la pareja salía de la finca, Ignaki entró y subió hasta el piso donde suponía que estaba Isabela.
-¡Isabela! ¡Isabela! ¡Isabela! –Gritaba una y otra vez mientras aporreaba la puerta con fuerza-. ¡Isabela! ¡Ábreme! ¡Isabela!
La muchacha que se encontraba desayunando sentada en la cocina en esos momentos se sobresaltó tanto que soltó la taza en la que bebía, que se hizo añicos contra el suelo, derramando el café sobre el fino camisón que la cubría, y corrió hacia la puerta sin ni siquiera limpiarse. Cuando abrió se encontró a Ignaki frente a ella hecho una furia.
-¿Cómo has podio? ¿Cómo te atreves? Se lo diré, se lo contaré todo – espetó Ignaki entrando en el apartamento y empujando con violencia a la mujer que cayó pesadamente sobre el suelo lastimándose-. No puedes hacerlo. No puedes dejarme. Si no eres mía no serás de nadie. Ahora me perteneces.
-¿Te has vuelto loco? ¿Qué coño pasa contigo? –Dijo Isabela mientras intentaba levantarse del suelo-. No tienes derecho a venir aquí, no tienes derecho a decirme nada de esto, vete, vete lejos y no vuelvas.
-¿Pero no lo ves? Él no te quiere, él nunca te ha querido, él te engaña –intentó jugar su última baza Ignaki dulcificando la voz mientras le tendía la mano a la mujer que ya se ponía en pie-. Vayámonos tú y yo. Isabela, podemos tener un futuro juntos, ser felices, no me abandones, abandónalo a él.
-¿Cómo puedes ser tan cínico? –Isabela escupió las palabras con desprecio-. Él nunca me ha engañado, nunca. Aquí el único que me ha engañado y se ha aprovechado de mí has sido tú. Y lo llevas haciendo mucho tiempo, mintiéndome y malmetiendo. Tú sabes que él jamás me ha sido infiel.
-No, no te he mentido, Guillermo tiene amantes, cientos de amantes –volvió a mentir a la desesperada el socio despechado.
-Cuando nos acostamos –prosiguió Isabela cargando sus palabras de reproche y sin hacer caso de los desvaríos de Ignaki -. Me sentí tan culpable que necesitaba encontrar la forma de perdonarme a mí misma. Y sabía que si Guillermo me era infiel yo no tendría motivos para sentirme mal. Estaba casi segura de que me engañaba por todas las mentiras que me habías contado, pero dentro de mí aún latía la duda. Esa terrible duda que me reconcomía. Así que le seguí.
-¿Cómo que le seguiste? ¿Cómo vas a seguirle? ¿Tú eres tonta?
-Obviamente no le seguí yo en persona –si las miradas mataran, quizás Guillermo no hubiera tenido que acabar con la vida de Ignaki, pues este yacería muerto tras la que le lanzó Isabela-. Contraté un detective. Uno bueno. Y ha seguido a Guillermo a sol y a sombra durante estas semanas, ha investigado sus cuentas, sus llamadas, incluso se entrevistó con él como si de un cliente se tratara. Ha husmeado y comprobado todo lo habido y por haber. Y me ha asegurado que Guillermo es el hombre más fiel que ha visto nunca. Y yo… –la voz de Isabela se quebró-. Y yo… Y nosotros… y yo… le engañe. Tú me obligaste, tú me engañaste.
-¡No! Mientes. Tú me querías, tú me quieres –rugió Ignaki totalmente fuera de sus casillas dándole dio una bofetada a Isabela que la volvió a estampar contra las duras baldosas del suelo-. Se lo contaré, se lo contaré todo. Le diré que tú me sedujiste, que no pude hacer nada, se lo diré y entonces también te abandonará a ti. Y estarás sola, y tendrás que venir a mi lado, porque yo seré el único que siga amándote.
-No, por favor, no le digas nada, por favor –rogó Isabela presa del pánico-. Haré lo que tú quieras, pero por favor, no le digas nada a Guillermo, el no lo merece.
-¿Harás lo que yo quiera? ¿Ahora vas a hacer lo que yo quiera? –Ignaki le dio un puntapié con fuerza a Isabela haciéndola aullar de dolor.
-Por favor, no me hagas daño, por favor –Isabela no podía contener las lágrimas que manaban a borbotones. No entendía que aquel a quien había querido como a su mejor amigo pudiera estar haciéndole aquello.
-Yo no quiero hacerte daño. Eres tú la que me haces daño, tú me obligas a hacerte daño.
-Por favor, por favor –sollozaba Isabela acurrucada en el suelo mientras lloraba-. No me hagas más daño.
-No te voy a hacer daño, cariño, nunca te haría daño –la consoló Ignaki tiernamente mientras se arrodillaba a su lado y le acariciaba la cabeza sosegando el tono de voz-. Ahora ven, vamos, deja que te ayude a levantarte. No, no te asustes, no te voy a hacer nada, vamos, ahora te vas a venir conmigo. Iremos a mi casa, y allí pensaremos en lo que debemos hacer.
-No, no voy a ir contigo a ningún lado, no pienso moverme de aquí.
-¿Qué no vas a venir? -Los ojos de Ignaki relucieron de nuevo dejando entrever la locura que le atenazaba. Isabela se acobardó ante la mirada asesina de su amigo-. Entonces tendré que llamar a Guillermo y explicárselo todo, le diré lo puta que es su esposa y lo poco que le quiere.
-¡No! No lo hagas, está bien, esta bien. Iré contigo a tu casa. Pero por favor, tranquilízate, hablemos esto como los amigos que somos. Somos amigos, ¿verdad?
-¿Amigos? Los amigos no se abandonan –el desprecio y la ira teñía las palabras de Ignaki-. Ahora vámonos.
-¿Puedo vestirme para salir a la calle, por favor?
Ignaki asintió secamente e Isabela corrió a su habitación cerrando la puerta tras de sí. No sabía que hacer, no sabía cómo salir de aquella situación. Su amigo había perdido los papeles por completo. La había pegado. Era increíble, jamás se hubiera imaginado algo así. Y ahora no sabía que hacer. Tenía miedo, más que eso, estaba aterrorizada.
Cogió el teléfono móvil que aún dormía sobre la mesilla de noche y marcó inconscientemente el número de Guillermo. No sabía lo que iba a decirle, pero necesitaba hablar con él. Apretó la tecla verde y escuchó como su marido descolgaba el teléfono. En ese instante Ignaki entró hecho una furia y arrancó el aparato de manos de la mujer estampándolo contra el suelo y haciéndolo estallar en cientos de pequeñas piezas.
-¡Te he dicho que te podías vestir, no que pudieras llamar! –Bramó Ignaki fuera de sí, golpeando a Isabela nuevamente y haciendo que se derrumbara sobre la cama-. Ahora te vas a enterar, ahora tomaré lo que por derecho me pertenece.
Isabela sintió el lacerante dolor de la bofetada y en su garganta se formó un quejido de dolor que fue silenciado por la mano del hombre apretando sus labios con fuerza. Los ojos de Isabela se anegaron por completo mientras su antaño mejor amigo le arrancaba el camisón de un solo estirón.
-Ahora te vas a enterar de quien soy yo –la voz de Ignaki estaba cargada de ira, de rabia, de odio.
Isabela notó como el hombre que la forzaba le abrió las piernas con un movimiento seco e introducía en su sexo un dedo de forma brusca. Isabela sintió un dolor físico intenso que se arremolinó junto al dolor emocional que sentía. No podía más, aquella situación era superior a ella. Ignaki movía el dedo con fuerza haciéndolo entrar y salir del seco interior de su amante, que le miraba con ojos suplicantes y una mueca de dolor en el rostro.
-Por favor, para, me haces daño –rogó Isabela cuando Ignaki dejó de taparle la boca para centrar su mano en apretar con rudeza los pechos de la mujer mientras con la otra introducía más dedos por el coño de ella-. Por favor. No me hagas esto.
-A callar, puta –Ignaki volvió a abofetear con fuerza la cara de la mujer que no podía tener, partiéndole el labio y haciendo que sangrara profusamente-. Aquí mando yo. Así que harás lo que yo te diga, y sin protestar, o será peor. Ahora bésame.
Ignaki se recostó sobre su amiga y juntó sus labios con los de ella paladeando el sabor a sangre. Isabela, que intentaba ahogar los gritos de dolor que le producían los dedos de él en su interior, correspondió al beso lo mejor que pudo. Lo último que quería era que aquel psicópata que había tomado posesión del cuerpo de su amigo se cabreara más y le hiciera más daño todavía.
Ignaki sintió como a pesar de su brutalidad y del dolor que estaba produciendo, el coño de Isabela comenzaba a humedecerse, más por reacción natural del cuerpo que por excitación, porque excitación Isabela no tenía ninguna.
Ignaki se desnudó sin contemplaciones mientras Isabela lo miraba con horror, intentando perderse entre las sábanas. Cuando estuvo totalmente desnudo se situó entre las piernas de la mujer y buscó el agujero que ella quería negarle. Sin ninguna delicadeza colocó el capullo entre los labios de Isabela y de una embestida se la clavó hasta el fondo. La mujer gritó por el dolor mientras lloraba, al sentir su cuerpo partirse en dos. Ignaki la penetró con fuerza y brusquedad haciendo caso omiso a las súplicas de la hembra y a sus quejidos agónicos. La zona vaginal de la mujer estaba poco lubricada por el pánico que sentía y la penetración no le estaba resultando demasiado placentera a Ignaki, pese a su estado de enajenación.
Isabela ya no intentaba resistirse y sólo deseaba que aquella vejación acabara cuanto antes. Ignaki, cansado de la dificultad para penetrar a Isabela decidió cambiar de estrategia y sacando su polla del interior de la mujer la acercó a su orificio anal.
-¡No! Por ahí no. No lo hagas –Isabela volvió a recibir otro fuerte manotazo que unido al dolor que ya sentía casi la hizo perder el sentido.
Ignaki volvió a empujar con fuerza, esta vez sobre el culo de Isabela haciendo que su polla entrara poco a poco en los esfínteres de la mujer provocándole un terrible dolor. Él hombre no esperó a que ella se adaptara a su miembro y continuó bombeando con todas sus fuerzas desgarrando a Isabela. Ella lloraba y gritaba desconsolada mientras él jadeaba llevado por la locura y la excitación.
Ignaki comenzó a intercalar las embestidas por ambos orificios de la mujer haciéndola padecer un dolor inenarrable por cada uno de ellos. Finalmente, el hombre introdujo por última vez su miembro en el coño de Isabela y con una arremetida desesperada se corrió inundándola con grandes cantidades de leche amarga como la hiel.
Ignaki sacó su miembro del dolorido interior de la mujer y se vistió rápidamente. Rebuscó en su cartera hasta que encontró un billete de cinco euros y miró a los ojos a Isabela que aún yacía inmóvil, aterrorizada.
-Esto es lo que vales, puta –susurró lanzándole el dinero a la cara. Y después se marchó sin decir nada más.
A los pocos minutos, Guillermo, alertado por la extraña llamada de su mujer, entró en el piso. No sabía que había pasado, pero sentía que algo malo había ocurrido. La llamada de teléfono había sido sospechosa, pero nada tan fuera de lo común, su mujer podría haberse quedado sin batería en el teléfono. Seguramente no había sido nada, pero el corazón le decía que algo grave había pasado.
Sus peores temores se confirmaron nada más atravesar la puerta del apartamento al ver la taza de loza destrozada en el suelo de la cocina. Llamó a su mujer, pero no obtuvo respuesta. La buscó por toda la casa y lo que vio al entrar en la habitación le heló el corazón. Guillermo contempló desde la puerta del cuarto la cama desecha, el móvil desmembrado en el suelo, los restos de sangre en las sábanas y lo que más le impactó, el camisón desgarrado de su mujer. Aún no acababa de atar cabos, no entendía nada, y no se esperaba en absoluto lo que descubriría.
Escuchó el ruido de la ducha del pequeño aseo de la habitación de matrimonió y entro buscando a su esposa. Isabela estaba desnuda, acurrucada bajo la ducha abierta y lloraba. Ni siquiera se percató de que su marido había entrado hasta que este la tocó. Cuando Isabela notó el contacto de su marido sobre la piel intentó alejarse de él resbalando por el suelo de la ducha. Pero cuando sus ojos, enrojecidos por el llanto, comprendieron quien estaba junto a ella, se lanzó entre sus brazos. Guillermo se metió en la ducha, sin desvestirse, y se sentó junto a su esposa, acariciándole la cabeza e intentando tranquilizarla. Isabela lloraba desesperada abrazada al hombre al que amaba mientras repetía una y otra vez lo siento. Guillermo pudo comprobar horrorizado las heridas y golpes que cubrían el cuerpo de su esposa y sintió el dolor como si lo hubiera recibido él mismo.
-¿Quién te ha hecho esto? ¿Quién te ha hecho daño mi amor? –Preguntó Guillermo tiernamente intentando mirar a su esposa a los ojos.
-Lo siento… lo siento… lo siento… -repetía Isabela quedamente.
-No lo sientas, tú no tienes la culpa de lo que te ha pasado, encontraremos al que te ha hecho esto. No te preocupes, ahora yo estoy aquí contigo, no me voy a ir, te lo prometo.
-Es mi culpa, es mi culpa, todo ha sido culpa mía –dijo entrecortadamente Isabela.
-No, no, mi vida, no es tú culpa, no digas eso…
-Sí… yo… yo me acosté con él. Pensaba que me eras infiel, él me engaño, yo me sentía… él… lo siento…
-¿Qué? ¿Qué hiciste que? ¿Con quién? –El semblante de Guillermo cambió diametralmente y apartó ligeramente a su esposa mientras demandaba respuestas.
-Me engañó, te lo juro, lo siento… lo siento, él me dijo que tú tenías amantes, me embaucó, y yo caí, lo siento… lo siento, y ahora, ahora…
-Isabela, por dios, tranquilízate. Explícamelo, explícame qué ha pasado. ¿Quién te ha hecho esto?
-Lo siento, de verdad, él me dijo que me engañabas y me entregué a él, lo siento… lo siento tanto.
-¿Quién te ha hecho esto? –Gritó Guillermo temiéndose lo peor.
-Ha sido Ignaki, le dije que no quería saber nada más de él. Que sólo te quería a ti. Y me atacó.
Guillermo se levantó apartando a su esposa y sin decir nada salió del cuarto de baño dejándola sola en la ducha. Llegó al salón y se sentó, aún con la ropa empapada, en el sofá. Su mente trabajaba sin cesar entre brumas. Como si fuera un policía londinense del siglo pasado, fue atando cabos entre la niebla que lo abrumaba. Ahora muchas cosas cuadraban. Le habían engañado, los dos. Y ahora, para colmo, Ignaki había violado a Isabela.
Isabela, fue repentinamente consciente de lo que acababa de decir a su marido y salió de la ducha para perseguirle. Lo encontró sentado en el sillón, callado, meditando. Tal vez intentando interiorizar el mazazo que acababa de recibir.
-Perdóname, mi vida, perdóname, por favor –rogó Isabela al borde de la desesperación.
Guillermo la miró sin verla.
-Dime algo, por favor. Ahora te necesito, lo siento, dime algo. Grítame, enfádate, pégame si quieres, me lo merezco, pero no te quedes así, callado –suplicó la mujer mientras se acercaba a él.
Cuando Guillermo sintió la mano de Isabela posarse sobre su pierna despertó repentinamente de su ensoñación y regresó a la realidad.
-¡Apártate de mí! No te atrevas a tocarme, no te atrevas ni a mirarme. No eres nada para mí. ¡No eres nada!
-No, por favor, por favor… Ahora no, ahora te necesito, por favor –imploró Isabela.
-No puedo ni mirarte a la cara –Guillermo escupió las palabras con rabia, con asco -. Me repugnas, aléjate de mí.
-Cariño, por dios, no me hagas esto, por favor.
Guillermo se levantó apartando a su esposa con firmeza y se dirigió a uno de los múltiples armarios de la casa. Ignorando los llantos y las súplicas de Isabela, Guillermo rebuscó hasta encontrar lo que necesitaba. Cuando Isabela lo vio volverse armado con aquella escopeta de caza, el corazón le dio un vuelco. No podía ser, Guillermo no iba a matarla. ¿O sí?
-Deja eso, por dios, déjalo, no me hagas daño, ya me han hecho suficiente daño hoy, por favor, Guillermo, te quiero, deja la escopeta.
El hombre hizo caso omiso de los ruegos de su esposa y comprobó que la caja de munición estuviera completa y que la escopeta estuviera en buen estado. Quedó razonablemente satisfecho. Ya pertrechado con el arma, se dispuso a ir a la caza, a la caza de su socio.
-No vayas a por él –lloró Isabela cuando advirtió las intenciones de su esposo-. Por favor, no vayas, no te vayas. Te necesito aquí, quédate conmigo, me has prometido que no me dejarías sola.
La mujer desnuda se lanzó a los pies del hombre y le abrazó las piernas intentando impedir que se fuera.
-Si no te he disparado, es por lo mucho que te he querido, así que no tientes a la suerte y suéltame, si no, serás tú la primera –el tono de voz de Guillermo era tan frío, tan carente de sentimiento que Isabela se soltó consciente de que cumpliría la amenaza -. Y ahora fuera de mi camino, voy a hacer lo que tengo que hacer.
Guillermo se marchó escopeta en ristre dejando a su esposa desnuda en la puerta del apartamento, llorando y suplicando. Pero las súplicas y los llantos no sirvieron de nada a Isabela.
Ignaki llegó a su casa todavía sin acabar de creerse lo que había hecho. No entendía como había sido capaz de dejarse llevar de semejante manera. Se sentía horrorizado consigo mismo. Nada más atravesar la puerta corrió hacia el servicio y vomito todo el contenido de su estomago. Temblaba violentamente y estaba terriblemente mareado. Como pudo se arrastró hasta el sofá y se dejó caer.
¿Cómo había podido? ¿Cómo había sido capaz de hacerle tanto daño a la persona a la que amaba? Ignaki se odió a sí mismo por aquel acto cruel que acababa de cometer. Permaneció tumbado sobre el sofá muy quieto durante varias horas, o varios minutos, tal vez varios días o quizás sólo fueran segundos. Se encontraba más allá del reloj y no sentía el discurrir del tiempo. Sólo pensaba en lo que acababa de pasar y se maldecía una y otra vez.
-¡Ignaki, maldito hijo de puta! –El bramido de Guillermo y los golpes sobre la puerta le arrancaron de la burbuja de irrealidad en la que se encontraba-. Abre la puerta, maldito cabrón, voy a acabar contigo.
Lo sabía, él lo sabía. Ella tenía que habérselo dicho. Ahora si podía darse por jodido. Ignaki caminó hasta la puerta intentando buscar una excusa convincente, pero no la encontraba. Debía haber pensado antes de abrir, tal vez si lo hubiera hecho hubiera tenido alguna oportunidad de escapar, o de defenderse, pero en el estado en el que se encontraba actuó de manera impulsiva. Abrió la puerta y las disculpas murieron en sus labios al ver a su amigo enfurecido apuntándole con la escopeta a la cabeza.
Guillermo no medió palabra y apretó el gatillo. Los cartuchos de la escopeta impactaron a Ignaki de pleno en el rostro desfigurándolo por completo. Malherido, pero aún con vida, Ignaki se tambaleó hacia atrás apoyándose en la pared del recibidor. Intentó hablar, pero sólo pudo gritar.
Guillermo recargó la escopeta y volvió a disparar. Los cartuchos impactaron de lleno en el pecho de Ignaki que se desplomó, ya sin vida, sobre el suelo de la vivienda. Guillermo siguió cargando un cartucho tras otro y disparando hasta que se quedó sin munición. No debía haber nadie en las viviendas cercanas, o si lo había nadie se molestó en hacer nada.
La sangre cubría la entrada de la casa y el cuerpo de Ignaki estaba irreconocible. Guillermo se dejó caer desolado al lado del cadáver de su amigo y allí permaneció, llorando en silencio por su mujer, por su amigo y por él mismo durante varias horas. Finalmente, cuando ya anochecía, cogió el teléfono y marcó el número de la policía.
Isabela permaneció todo el día en casa, esperando, intranquila, llorando y sufriendo. No sabía que hacer, no sabía a quién acudir. Finalmente, a última hora, decidió que no podía soportarlo más. Salió de su apartamento y condujo hacia la casa de Ignaki. Sospechaba que pasara lo que pasara sucedería allí. Cuando llegó sus peores temores se volvieron realidad. La casa estaba rodeada por varios coches patrulla y un sinnúmero de curiosos. Isabela paró su vehículo y corrió hacia el cordón policial. Horrorizada a la par que aliviada contempló como su marido era sacado de la casa esposado. Por lo menos él vivía, aunque dudaba mucho que ambos amigos hubieran sobrevivido.
Isabela se abrió paso por el cordón policial y corrió hacia su marido con la intención de estrecharlo entre sus brazos. Fue interceptada por un agente antes de alcanzar a su esposo y aunque gritó y pataleó, el agente no le permitió acercarse. Pero lo peor de todo fue la mirada que le devolvió Guillermo, cargada de odio, de ira y de desprecio. Isabela supo en ese momento que se había quedado sola.
Francisco Olmos se movió con nerviosismo en su asiento. Habían sido dos largos años de proceso, en los que la suerte les había favorecido bastante. En primer lugar, su amigo Martín Sarasola, un buen abogado penalista, y compañero de facultad, había accedido, a cambio de una suculenta minuta, a ayudarle con el caso de Guillermo Tortajada. En segundo lugar, el juez Flores, tal y como prometió aquel comisario que era capaz de poner nervioso incluso a los lectores más empedernidos, había sido extremadamente benévolo con su cliente. La fianza fue fijada a las pocas semanas y Guillermo se vio libre enseguida. Además, la dama fortuna les había sonreído, enfrentándolos a un fiscal absolutamente incompetente. Francisco Olmos no entendía como era posible que aquel personaje tuviera en sus manos la acusación del estado, aún más cuando se trataba de un caso delicado como aquel.
Ambos abogados habían echado el resto en la defensa de su cliente, recurriendo a todas las argucias legales habidas y por haber, mientras que la fiscalía no había presentado más caso que el obvio, algo que realmente les había favorecido. Pero la última mano aún quedaba por jugar y ahora llegaba el momento de la verdad. Los abogados habían explicado al cliente el sinnúmero de posibles veredictos para que estuviera preparado, pero confiaban en que el fallo les fuera favorable. Aunque nunca se sabía. Francisco Olmos sólo esperaba que el destino volviera a darles la mano una última vez.
El juez Flores entró en la sala, haciendo que todos los presentes se levantaran como accionados por un resorte, y presidió la mesa de forma algo teatral. Este era el momento tan temido como anhelado, el gran momento, para bien o para mal. El juez depositó el pequeño resumen del sumario frente a él y leyó ceremonialmente el fallo.
-Este tribunal declara culpable al acusado, Guillermo Tortajada, de todos los cargos de los que se le acusa.
Guillermo apretó los puños con fuerza. Él era culpable, nunca lo había negado, y estaba preparado para oír aquella parte de la sentencia. Pero esto no lo hizo más fácil y el temor a perder su libertad volvió a embargarle.
-Por otro lado, se entiende como hecho probado las circunstancias atenuantes que confluyen en este caso –continuó el juez-. Por lo tanto, este tribunal condena a tres años de prisión al acusado y cinco años de libertad vigilada. No teniendo antecedentes el acusado, y habiendo cumplido ya dos tercios de la condena en régimen preventivo bajo fianza, el ingreso en prisión no será ejecutado.
El juez golpeo con el mazo dos veces dando el juicio por concluido y el alivio en la cara de Guillermo fue evidente. No entraría en prisión. Lo había conseguido, era libre. Estrechó las manos a sus abogados con profunda gratitud y salió de la sala escoltado por estos con aire triunfal. Al final todo había salido bastante bien.
-No creo que la fiscalía apele –comentaba el abogado cuando atravesaron las puertas de los juzgados-. Ese tío es un patán, se ha llevado un buen rapapolvo, creo que estamos de enhorabuena.
Guillermo sonreía con alivio cuando su mirada se cruzó con la de Isabela, sola, de pie, parada frente al juzgado. Hacía dos años que no hablaba con ella, que no tenía el más mínimo contacto con su ex mujer, y los sentimientos que le genero aquella visión fueron encontrados. La echaba de menos, la había echado mucho de menos, pero por otro lado, la culpaba por todo lo que había pasado y el rencor que le guardaba era muy grande.
La mujer se acercó al hombre al que todavía amaba con lágrimas en los ojos e hizo amago de abrazarle. Guillermo se apartó de ella impidiendo el contacto.
-Nos vemos en un rato, Guillermo –dijo uno de los abogados mientras se alejaban para dejar soledad a la pareja.
-Me alegro mucho por ti, Guillermo, por fin ha acabado todo este calvario –susurro Isabela cabizbaja con lágrimas en los ojos-. Sé que a estas alturas ya no sirve de mucho, pero lo siento.
Guillermo se quedó callado, sin saber que contestar. Después de toda la tensión, de los nervios, las palabras no acudían en su auxilio.
-¿Serás capaz de perdonarme algún día? –Rogó la muchacha.
-Isabela, no sé si tú serás capaz de perdonarme a mí algún día, pero yo creo que no podré hacerlo nunca.
-No tengo nada que perdonarte, mi amor –sollozó Isabela refugiándose entre los brazos de su amado. Esta vez Guillermo no se apartó y la estrechó contra sí-. Aquí la única que ha de pedir perdón soy yo. Todo fue mi culpa, todo ha sido culpa mía. Lo siento. Perdóname, por favor…
-Tal vez en otra vida, Isabela, tal vez en otra vida.
-Quiero que conozcas a tu hijo, eso sí puedo pedírtelo, él no tiene culpa de nada… Ya renuncié a hacerte responsable de él, pero conócelo, deja que te lo presente –suplicó Isabela sin apartarse de su hombre.
Guillermo sintió un nudo en el estómago. Tenía un hijo, era algo en lo que no solía pensar demasiado, pero en aquella situación le afecto bastante.
-¿Pero el niño es mío, seguro?
-Tiene tus ojos, tu nariz, es idéntico a ti cuando eras niño. Es tu viva imagen. Cuando él está conmigo yo te tengo siempre cerca.
Isabela elevó su rostro buscando los labios de Guillermo y le besó. Él, superado por las circunstancias le devolvió el beso. Como había echado de menos aquellos labios, como había añorado aquel sabor, aquel olor, aquel tacto dulce y suave. No podía pensar con claridad. Tal vez si pudiera perdonarla, tal vez no en otra vida, quizás en esta. Guillermo apartó a la mujer con un movimiento brusco pero tierno.
-Isabela, no sé si podré perdonarte. Tal vez necesite toda una vida para hacerlo, tal vez no pueda nunca. Pero necesito tiempo, necesito espacio. Quizás, y sólo quizás, algún día llame a tu puerta, o descuelgues el teléfono y me encuentres al otro lado, o abras el buzón y encuentres una carta de mi puño y letra rogándote que vuelvas a mi lado. Pero no ahora, no hoy –y dicho esto, Guillermo se alejó de la mujer que lloraba desconsolada, sola, a la puerta de los juzgados.