Isabela (7): La Grande Dame Rosé
Guillermo se acercó al bar que aquel amplio coche les ofrecía e inmediatamente reconoció la botella que estaba buscando. La extrajo de su estante y leyó la etiqueta. -La Grande Dame Rosé.
El lujoso vehículo se detuvo junto a la pareja que, sin dudarlo, se montó en él, abandonando temporalmente sus obscenos quehaceres. Había llegado un punto en el que la mezcla de alcohol, droga y excitación les permitía traspasar las barreras de la decencia y entregarse el uno al otro de una forma casi animal.
El chofer, que podía observarlos a través del bajado cristal de la mampara que separaba la cabina del resto del coche, contempló como la pareja subía a la parte trasera de la limusina. Ella, sin nada que le cubriera su parte superior, se recostó en el largo asiento de cuero, mientras él, visiblemente turbado, se subía sobre la mujer y besaba su cuello pasionalmente. El conductor de limusinas era un hombre experimentado, llevaba muchos años conduciendo grandes y lujosos vehículos en muy variadas ocasiones y para públicos muy dispares. Pero no era la primera vez, ni sería la última, que trasladaba a un hombre adinerado que compartía velada con alguna furcia. Así que no se asombró más allá de lo que cualquier taxista se hubiera sorprendido al recoger a una pareja de adolescentes borrachos una noche de sábado.
-¿Adónde vamos, señor?
-Donde quiera, demos un paseo por ahí -respondió Guillermo sin apartar los labios del cuello de su esposa.
El conductor del vehículo pisó el acelerador mientras elevaba la mampara protectora. En aquella profesión se veían muchas cosas. Y un buen conductor de limusinas tenía que mantener los ojos alejados de sus pasajeros, centrándolos en la carretera.
Guillermo finalmente apartó los labios de la garganta de su mujer sólo para lamer su pecho y vientre. Isabela volvía a sentir como la excitación se adueñaba de ella mientras su marido la recorría con la lengua y se arqueó con un movimiento involuntario permitiendo a Guillermo rodear su cintura con los brazos.
-Champán, mi vida, sírveme una copa de champán -ronroneó Isabela empujando ligeramente a su esposo.
Guillermo se acercó al bar que aquel amplio coche les ofrecía e inmediatamente reconoció la botella que estaba buscando. La extrajo de su estante y leyó la etiqueta.
-La Grande Dame Rosé.
-Perfecto, es perfecto, quiero una copa- susurró Isabela mientras se erguía sobre el asiento de cuero.
Guillermo descorchó sin demasiados problemas la carísima botella de champán francés y escancio en dos copas de fino cristal el rosado licor, colocándolas sobre su amada. El vino espumoso, ligeramente alterado por el movimiento del coche y por su violenta apertura, escaló por los cristalinos bordes de la copa y se desbordó tempestuosamente, desparramándose sobre el desnudo vientre de Isabela. Guillermo tendió sendos cálices a su mujer y se agachó sobre el enmoquetado suelo para recorrer con la lengua los ríos de burbujas que se habían formado sobre el torso de la mujer.
Isabela gimió mientras su marido la recorría con la boca, lamiendo sin descanso su cuerpo empapado por el champán fugado. Cuando nada quedó del rosado maná sobre el cuerpo de la mujer, y la única humedad que restaba era la que la traviesa lengua del hombre había dejado a su paso, Guillermo se levantó y se sentó junto a ella. Ambos amantes entrechocaron las copas y entrecruzando los brazos dieron cuenta del oneroso champán.
Procurando que esta vez no escapara ni una gota, Guillermo volvió a inundar las copas y las dejó en unos engarces especialmente dispuestos para ello en la pared del ostentoso automóvil. Isabela no perdió el tiempo y se situó a la espalda de su marido, recorriendo el pecho de él con las yemas de los dedos, deteniéndose en cada uno de los anclajes que mantenían la camisa abrochada, liberándolos diestramente de su labor. Cuando cada uno de los botones perdió su función, Isabela retiró la prenda que le impedía disfrutar del torso de su marido como él disfrutaba del suyo.
La comparación fue inevitable y la congoja volvió a recorrer su alma al recordar la traición que había cometido y por la que cumplía penitencia aquella noche. Penitencia que realmente no era tal. Guillermo estaba demasiado delgado, casi enclenque, mientras que su amante de una noche tenía un cuerpo fuerte y trabajado. Isabela rodeó con los brazos a su marido y apoyando la cabeza en su espalda volvió a llorar embargada por el pesar de lo que había hecho.
-Isabela, mi amor, necesito que me digas que te pasa, esto no puede seguir así -Guillermo se dio la vuelta y respondió a las lágrimas de su esposa con un beso-. Todo esto es muy extraño, tu forma de comportarte, no te entiendo.
-No ves que todo esto lo hago porque te echo de menos -mintió Isabela, pero sólo mintió en parte. No sabía por qué, tal vez las drogas, tal vez el alcohol, tal vez simplemente no podía ya más, pero decidió hablar con su marido con total sinceridad por primera vez en mucho tiempo, en realidad, con casi total sinceridad, porque de la aventura con su amigo no pensaba decirle nada-. ¿Cuánto tiempo llevábamos sin hacer el amor? ¿O sin acostarnos? ¿Cuánto tiempo hace siquiera del último polvo rápido de compromiso?
-Mucho -se vio obligado a reconocer Guillermo-. ¿Así que todo esto es por eso? ¿Todo es porque no tenemos sexo?
-Sí, bueno, no. Sí y no. Es porque te hecho de menos. Porque cuando me casé contigo deseaba pasar mi vida a tu lado. Y ahora estoy siempre sola -Isabela buscó los labios de su amado y los encontró fundiéndose con ellos.
-Intentaré dedicarle menos horas al trabajo, intentaré pasar más tiempo a tu lado, intentaré… -prometió Guillermo intentando enjugar las lágrimas de su esposa.
-No, no quiero promesas. No es la primera vez que me prometes mil cosas y después me abandonas, otra vez.
-¿Y qué quieres que haga? ¿Que venda la empresa?
-Sí. Hazlo –la determinación brilló en los húmedos ojos de Isabela.
-Pe… pero entonces… Entonces nos quedaríamos sin ingresos -Guillermo quedó perplejo ante la inesperada respuesta de su esposa.
-¿Tú eres tonto o qué? Tienes más dinero del que eres capaz de gastar. Mira a tu alrededor -Isabela sonrió ligeramente pese a los sollozos-. Estamos en una limusina bebiendo champán francés que no costará menos de mil euros por botella.
-Y eso lo podemos hacer porque me deslomo para ganar ese dinero. Si no trabajara todo lo que trabajo no podríamos tener este nivel de vida, tú no podrías tenerlo.
-Me da igual, no lo quiero, nunca lo he querido, te quiero a ti.
-Yo pensaba que te encantaban los lujos, que te encantaba pasar horas de compras, que te gustaba gastar sin freno el dinero, que vivías para eso. Por lo menos es lo que indican los extractos bancarios.
-No, nunca he deseado eso. Sólo quiero estar contigo, esta a tu lado. Pero no puedo, así que me adapté. Añoro la época en la que no teníamos más que lo justo para comer, pero nos teníamos el uno al otro. Sí que gasto todo el dinero que puedo, pero sólo porque necesito llenar ese vacío que has dejado en mi interior.
-¿Por qué nuca me has dicho nada de esto? –Guillermo se sentía confuso y avergonzado por la confesión de su mujer.
-Porque sé lo que te gusta tu trabajo, tu vida. Sé que disfrutas en lo que haces.
-No disfruto tanto. Estoy cansado. Si sigo adelante es sólo para darte todo lo que mereces. La verdad, no me esperaba nada de esto. Nada, de verdad -reconoció Guillermo abrazando fuertemente a su esposa y la besándola en los labios con ternura-. Si es lo que quieres, estoy dispuesto a hacerlo, a renunciar a todo para estar a tu lado. Pero se nos acabarán todos los lujos.
-Guillermo, con el dinero que tenemos ahora podríamos vivir diez años desahogadamente, sin preocuparnos de nada, sin opulencias excesivas, pero con calidad de vida, y si vendemos nuestras acciones de Guignabela tec. tendremos suficiente dinero para invertir y vivir de rentas hasta el fin de nuestras vidas.
-¿Y qué pasa con Ignaki?
-Que le den a Ignaki. ¡Olvídalo! No le debes nada, nada.
-¿Qué te pasa con él? Me he dado cuenta que estáis muy distantes últimamente.
Isabela rompió a llorar amargamente de nuevo. ¿Qué que me pasa? ¿Qué que me pasa? Pensó, me pasa que tu amigo Ignaki me engañó, me utilizó, me convenció de que me eras infiel para acostarse conmigo, para convertirme en infiel a mí. Pero yo ahora sé que mentía. Ahora sé que todo era un truco, que sólo quería una cosa de mí. Y yo fui estúpida y se la di
Guillermo notó la congoja de su esposa pero no fue capaz de entender el motivo. Intuyó que algo pasaba con Ignaki, pero ay, pobre ingenuo, jamás se hubiera imaginado el motivo de los llantos de su esposa.
-No me pasa nada, cariño, no me pasa nada con él -volvió a mentir descaradamente Isabela entre gimoteos-. Pero parece que te importe más él que yo misma. Él que haga lo que quiera, que venda su parte, que nos compre la nuestra, o que se quede la suya y siga como hasta ahora, me da igual, sólo me preocupa nosotros y nuestra vida.
-Vale, carió, vale, no llores más, por favor -rogó Guillermo mientras acariciaba la desnuda espalda de su esposa intentando consolarla-. Creo que sí podría funcionar. Dejarlo todo atrás, venderlo todo, buscar una casita de campo, con un pequeño huerto, y dedicarnos a vivir la vida, el uno junto al otro.
-Antes me has dicho que querías follar con tu puta en una limusina -Isabela sonreía tímidamente mientras su cara se iluminaba ante la perspectiva que se le planteaba-. Ahora yo te pido que me hagas el amor. Quiero que le hagas el amor a tu esposa aquí y ahora.
Guillermo no necesitó más. Empujado por la excitación, por el alcohol, por las drogas y por este nuevo y prometedor futuro junto a la mujer que amaba, se abalanzó sobre Isabela besándola apasionadamente. Ella se dejó besar y contraatacó abrazando con fuerza el cuerpo de su marido.
Guillermo bajó sus manos recorriendo el cuerpo de su esposa y levantó la pequeña falda que escondía el tesoro que ella estaba dispuesta a entregarle. Isabela por su parte, desabrochó el pantalón de su amado y le ayudó a quitarse la ropa que aún le cubría. Los dos ya desnudos por completo, exceptuando la pequeña falda que ahora envolvía el vientre de Isabela, se enredaron en un mar de caricias y abrazos.
Guillermo acarició el sexo de su esposa, y al notar lo húmedo que estaba, decidió no demorar más el momento que ambos habían estado deseando durante toda la noche. Despacio, ayudándose con la mano, guió su polla hasta el sexo de su mujer y la agasajó recorriendo con su glande toda la zona vaginal. Pasó la punta sobre los labios mayores de su esposa y recorrió cada centímetro de la húmeda zona deteniéndose en pasear su miembro por el clítoris de ella. Isabela gimió de pacer mientras mordía con suavidad el cuello de su amante.
-Métemela, por favor, quiero sentirte dentro.
Guillermo obedeció la orden y, con suavidad, casi con devoción, fue introduciendo al erecto explorador en la encharcada y mística cueva que se abría ante él. Isabela no tuvo problemas en acoplarse a aquella polla que antaño tanto disfrutaba y con un movimiento de caderas acabó por introducírsela hasta el fondo. Así quedaron ambos, quietos por un momento, dejando que el tiempo discurriera detenido, disfrutando de la fusión que compartían.
Por fin, Guillermo decidió continuar con el sagrado ritual y comenzó a moverse lentamente en el interior de Isabela. Las lenguas de la pareja se buscaban mutuamente entre el sudor, y luchaban con valor contra los labios protectores, para reunirse a veces en una de las bocas, a veces en la otra, o incluso en alguna ocasión, en aquel territorio neutral formado por el espesor de una sombra que les separaba.
Las envestidas de Guillermo fueron aumentando de velocidad paulatinamente y al poco fueron acompañadas por los rítmicos movimientos de cadera de la mujer. Guillermo e Isabela gemían fundidos en un solo ser en su frenética carrera por alcanzarse el uno al otro.
Un rato después de la primera envestida, Isabela comenzó a alterar el ritmo de sus caderas y sus movimientos se volvieron salvajes, descompasados. Guillermo entendió lo que el cuerpo de su mujer le decía y redobló sus esfuerzos. Isabela clavó sus uñas en la espalda a la que sea agarraba con fiereza mientras la invadía un inmenso orgasmo que la recorrió desde la cabeza a los pies, deteniéndose en su entrepierna, para explotar de forma brutal. Los espasmos de la mujer, unidos a sus gritos de placer, acabaron por llevar al éxtasis a Guillermo, que se corrió abundantemente en el interior de ella. Isabela sintió como la leche de su marido la inundaba, llenando cada hueco de su interior de amor, de redención y de futuro.
-Vámonos a casa, mi vida, la fantasía está cumplida –susurró Isabela al oído de su esposo.
-¿Pero no querías un hotel?
-Ya no. Ahora quiero irme a casa con mi marido. Ya he dejado de ser una puta, ahora vuelvo a ser tu mujer, y no está bien que dejes a tu mujer ir así por ahí –rió Isabela-. ¿Dónde está mi camiseta?
-Creo que la dejamos en la discoteca –él también reía.
La pareja se miró con complicidad e intercambiaron un último beso traidor antes de abandonar por completo los papeles que ya habían dejado de interpretar hacía tiempo.
Guillermo encendió el intercomunicador y dio instrucciones al conductor de la limusina para que les llevara hasta su domicilio. Una vez el lujoso coche se detuvo en la puerta, Guillermo subió hasta el apartamento y bajó con una chaqueta para que su mujer pudiera salir a la calle de forma decorosa. La limusina se marchó y Guillermo e Isabela subieron los pisos que les separaban de su casa, abrazados y en silencio.
Aquella noche durmieron juntos. Juntos de verdad. Tan juntos como hacía mucho que no dormían. No sólo abrazados en la misma cama, si no también compartiendo sueños e ilusiones. Ante ellos se extendía una nueva vida que desgraciadamente, triste broma del destino, jamás tendrían la oportunidad de vivir.
Guillermo se revolvió sobre el duro camastro de la celda de los juzgados. Había hecho caso de los consejos de su abogado y había firmado una confesión. Nada más firmar, un par de agentes lo trasladaron al juzgado de guardia para que esperara a prestara declaración y lo habían abandonado en aquel pequeño zulo sin explicación ninguna. Realmente no tenía nada que ocultar, había hecho lo que tenía que hacer, y volvería a hacerlo sin dudarlo. Deseo tener a su amigo de nuevo cerca para poder volver a acabar con su vida, esta vez más despacio, esta vez haciéndolo sufrir. Pero ya lo había matado, y eso es algo que no puede repetirse.
Las lagrimas volvieron a inundarle cuando dejo vagar su mente y está retornó sin remedio a la imagen de Isabela. Lloraba con amargura, lloraba con rabia, lloraba con ira. Las dos personas en las que más confiaba, las dos personas a las que hubiera confiado su vida, las dos personas por las que habría renunciado a esa vida sin dudarlo, habían perpetrado contra él el mayor de los crímenes. La traición, la doble puñalada rastrera de la traición.
Ahora muchas cosas que no había entendido quedaban claras, las actitudes, las miradas, las lágrimas y las risas. Ahora todo estaba claro. Sus recuerdos se detuvieron en aquella noche, no tan lejana, en la que habían decidido romper con todo para iniciar una nueva vida de dedicación mutua.
¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Cómo era posible que no se hubiera percatado de nada? Ahora todo era mucho más cristalino. Aquella fantasía de su mujer actuando como lo que realmente era, aquellas lágrimas furtivas, aquella renuncia voluntaria a su lujosa vida. Isabela sólo pretendía redimirse de su aventura y alejarse del diablo traicionero del pecado carnal. Y casi lo consigue bebiendo champán francés.
Pero ella lo había traicionado, y eso no tenía perdón posible. No sólo le había engañado, si no que se lo había ocultado durante bastante tiempo. Tiempo en que él había actuado como un primo, en el que él no se había enterado de nada, en el que su amigo se había reído de él a sus espaldas, en el que su mujer había fingido sinceridad y cariño mientras sólo le entregaba mentiras y desprecio, el desprecio de la falsedad.
Ahora todo era mucho más evidente. ¿Por qué otro motivo habría de comportarse Isabela como una puta si no es porque efectivamente se sentía así? ¿Por qué se habría sometido voluntariamente a aquella noche de humillación si no porque sentía que era el castigo que merecía? Por eso lloraba, por eso rehuía a Ignaki.
Su mujer se lo había confesado todo tiempo después, pero sólo porque no tuvo más opción. Le rogó perdón, le pidió que la aceptara de nuevo, le suplicó que no se marchara, que no cogiera la escopeta, que no la abandonara. Pero él ya se sentía abandonado. No tanto porque ella se hubiera acostado con su amigo, no tanto por el delito carnal, si no por el engaño, por la humillación, por la traición.
Un dolor lacerante en el pecho le obligó a volver a la realidad, a la realidad de un calabozo de juzgado, de una declaración cercana, a la realidad de un juez que aplicaría sobre él la ley de forma implacable. Pero no le importaba. Sólo había deseado un final para su historia, un final feliz, un final junto a Isabela, un final que ya sabía que jamás llegaría.
Guillermo fue dolorosamente consciente que no había vuelta atrás. Su vida sin Isabela no tenía sentido, su vida con Isabela ya no era posible. Cerró los ojos e intentó dormir a la espera de que alguien viniera a llevarlo ante el juez. Paso la noche en vela, llorando, recordando y maldiciendo.