Isabela (4) El castigo que una puta merece

-Esta noche voy a ser tu puta. Quiero ser tu puta.-Le susurró Isabela mientras masajeaba su miembro.- No digas nada, no es negociable. Pero vamos ha hacerlo bien. Me voy a bajar, voy a salir a la calle y voy a esperarte en la puerta del edificio. Tú saldrás, te subirás al coche y pasaras a por mí...

Pobre muchacho, pensó Narciso Portobello mientras repasaba el expediente. Sinceramente no podía sentir más que lástima por el chaval. Pero así son las cosas, la vida no siempre era justa. Y más ahora, con los tiempos que corren. Antes, antes el amor si que era para siempre. Ahora una pareja se casaba para descubrir a los pocos mese que ya no se querían. Eso ni es amor ni es nada. El amor es sacrificio, es aguante, es solidaridad y sobretodo es sufrimiento. Aunque para los jóvenes, pensó Portobello, nada de eso tiene ya sentido. Ellos solo piensan en el instante, en el momento. ¡Jóvenes! Narciso sacó una caja de fósforos del cajón de su escritorio y encendió una de las pequeñas cerillas diestramente. Se la quedó observando durante unos segundos para acto seguido aproximarla al gran puro que sostenía entre sus dientes. Cuando la llama entró en contacto con la reseca hoja enrollada aspiró profundamente, haciendo que la cerilla y el puro se fundieran en uno solo. Aquello era amor. El fuego y la pasión eran lo primero, la primera bocanada, el sabor de la primera calada. Y luego solo quedaba la lenta combustión. La unión permanente entre el fuego y la planta. Sus pensamientos fueron bruscamente interrumpidos por unos irregulares golpes sobre la puerta de su despacho.

-Comisario Portobello, disculpe, nos dijo que le avisáramos cuando llegara el abogado.- Dijo un joven agente de policía asomando tras la portezuela.

-Bien, si, bien. Si que lo dije… Bien, hágalo pasar eh… pasar a mi despacho.- El comisario Portobello ordeno sus pensamientos rápidamente mientras el abogado se sentaba frente a la mesa en una de las pequeñas y viejas sillas.

-Me gustaría entrevistarme con mi cliente en cuanto sea posible, por favor.- Francisco Olmos estaba algo desconcertado por aquella reunión. Al entrar en el edificio e identificarse como abogado de Guillermo Tortajada y tras unos minutos de espera uno de los agentes lo había conducido a aquel despacho. Francisco Olmos no era abogado penalista, pero estaba casi convencido que había allí algún fallo de protocolo.

-Bien, no se sulfure, eh… muchacho. Ahora tendrá eh… bien, tendrá la posibilidad de eh… de hablar con su cliente, bien, ahora enseguida.

-Señor comisario. ¿Puedo preguntar a que se debe esta reunión?

-Bien, eh… Me da lastima el muchacho, pobre muchacho, ha sido todo una putada eh…. Si me permite la expresión, bien, eh… una putada.

-¿Me ha hecho venir para decirme que ha sido una putada, señor comisario?- Preguntó el abogado algo más que molesto.

-No, no, no me malinterprete, bien, como comprenderá esta es una reunión extraoficial, eh… no me malinterprete. Bien, solo quería que supiera que comprendo al muchacho eh… entiendo lo que estará pasando, bien, no me malinterprete, no me malinterprete, no lo justifico, eh… no lo justifico. No podría, eh… como comprenderá no lo justifico, soy agente de la ley, usted ya me comprende, eh… bien.

-Señor comisario, de veras que no comprendo donde quiere ir a parar.- Francisco Olmos estaba totalmente confundido. Aquel hombre que solo hacía que arrastrar las palabras mientras las repetía una y otra vez no parecía decir nada con demasiado sentido y su cliente le necesitaba. –Le ruego sea breve y me permita reunirme con el “muchacho” –continuó, enfatizando la última palabra.

El comisario parecía prestar más atención al puro que fumaba que a las palabras del abogado y continuó como si este no hubiera dicho nada.-Ya me comprende, bien. Es comprensible, es compresible, pobre muchacho, no me malinterprete, bien, no lo justifico, pobre muchacho. Bien, y la mujer, la chica, embarazada, la chica. Que desgracia.

-¿Isabela está embarazada? Mi cliente no me lo ha comunicado. –Francisco Olmos estaba cada vez más perplejo. -¿De cuanto tiempo…?

-No tiene importancia, bien, no tiene importancia eh… es posible que el muchacho ni siquiera lo sepa.

-¿Isabela se lo ha dicho a ustedes? ¿Le ha dicho a la policía que está embarazada antes que a mi cliente? Esto no pinta muy bien….

-No me malinterprete, eh… no me malinterprete muchacho, ella no me ha dicho nada, bien, digamos que he usado métodos poco habituales para averiguarlo, métodos poco eh… poco científicos, por así decirlo. Créame, después de nueve hijos y doce nietos sé si una mujer está embarazada eh… embarazada con solo mirarla.

-Por favor, señor comisario, no quisiera ser descortés pero. ¿Donde quiere llegar con todo esto?

-Bien, veo que le gusta ir al grano, eh… esto es extraoficial, por supuesto, todo extraoficial. No me malinterprete, no lo justifico, es un crimen, no lo justifico, nada justifica eh… nada justifica quitar una vida, no me malinterprete, yo soy agente de la ley, no me malinterprete, la ley eh… ante todo, bien, no lo justifico, pero me eh… me apiado del muchacho, el mismo nos llamó, no me malinterprete, estuvo mal, muy mal, pero no quiero ni pensar eh… Bien, no me malinterprete, estuvo mal. Pero tengo una buena noticia para usted y para el muchacho eh… no me malinterprete, estuvo mal…

-Señor comisario, por favor la buena noticia.

-Bien, bien, El juez, el juez, bien. El juez Flores, no me malinterprete eh… esto es extraoficial, por supuesto, bien, el juez Flores, el juez de guardia, el que acudió al lugar del crimen. Bien, el juez Flores…

-¿Qué pasa con el juez, señor comisario?- Francisco Olmos estaba algo más que desesperado y se preguntó si no sería solo una técnica del comisario para hacerle perder los papeles.

-El juez Flores, han tenido suerte, han tenido suerte, esto es extraoficial eh… extraoficial, por supuesto, pero han tenido suerte, dígale a su cliente que debe firmar una confesión cuanto antes eh…cuanto antes.

-¿Así que es eso? ¿Pretende presionarme para que declare culpable a mi cliente?

-No, por Dios, no, eh… no me malinterprete. El muchacho me da lastima, ha colaborado, no es más que una victima, eh… recomendaremos que se le trate bien, usted ya me entiende, eh… No, el juez Flores, su mujer, la mujer del juez.

-¿Qué pasa con la mujer del juez?- Francisco Olmos ya no sabía que hacer.

-Si, la mujer, la mujer del juez. Se largó, se fue con otro, lo engaño eh… se la pegó, ya me entiende, eh… ya me entiende… han tenido suerte, el juez Flores aún está de guardia. No me malinterprete, esto es extraoficial, pero eh… me da lastima el muchacho, el juez Flores será comprensivo. Supongo que la fiscalía tratará de que no lleve el caso pero bien, si la confesión del muchacho llega a la mesa del juez antes de que acabe la guardia eh… tal vez lo tengan más difícil eh… todo junto, el informe policial, la confesión, todo pasará por el mismo juez, ya me entiende, esto es extraoficial, por supuesto eh… totalmente extraoficial, ya me entiende.

-Gracias señor comisario, hablaré con mi cliente.- Francisco Olmos no sabía que pensar. Su cliente era culpable, eso estaba claro, y no creía que Guillermo pensara negarlo. Si lo que el comisario acababa de decir era cierto, tenía una posibilidad de que el juicio fuera favorable. Aunque tal vez todo era una treta para cerrar el caso rápidamente. -¿Algo más señor comisario?

-Eh… no, no, vaya con el muchacho, vaya.


La relación de Isabela con los dos hombres había cambiado mucho desde aquella fatídica noche en la que los cuernos se consumaron. Isabela no quería ver a Ignaki, intentaba evitarlo en la medida de lo posible, aunque no le era fácil. Seguían cruzándose en el trabajo y seguía viéndole a todas horas con su marido. Aunque principalmente intentaba no quedarse nunca a solas con él, Ignaki no parecía quererse dar cuenta de la situación y aprovechaba cada ocasión que podía para acercarse a ella por la espalda, cogerla por las caderas, acariciarle el cuello, agarrar su mano o incluso sobarle el culo. Isabela siempre se revolvía, se apartaba, huía rogándole que la dejará, que no continuara, que no podía ser, que ella amaba a su marido y que no volvería a pasar nunca más nada como aquello. Solo en lo más profundo de su alma se reconocía que cada vez que Ignaki se acercaba a ella sorpresivamente le daba un vuelco el corazón, que  vez que el la toca se le erizaba el vello de la nuca y que cada vez que la miraba su mente volaba hacia el recuerdo de aquella noche que solo quería olvidar.

Por otro lado, no sabía muy bien por qué, la relación con Guillermo estaba mejor que nunca. El sentimiento de culpa que la carcomía hacía que le perdonara todo, le impedía enfadarse en lo más mínimo con él y le obligaba a cumplir cada uno de los deseos de su marido. Guillermo también estaba especialmente atento con ella, y eso la asustaba. Se preguntaba continuamente si sospecharía algo, si sabría algo, si Ignaki le había contado algo de lo que aquella noche había sucedido. Pero de ser así no entendía que el estuviera de tan buen humor. ¿Se sentiría satisfecho de compartir a su mujer con su amigo como hacía con todo lo demás? No, eso era imposible. ¿O no? Tal vez solo reaccionaba a su estado de ánimo. Tal vez solo sentía que ella estaba sufriendo y trataba de consolarla. Tal vez percibía que podía perderla en intentaba aferrarse a ella. O tal vez solo respondía con mimos agradecidos a los cuidados culpables de ella.

Lo único que no parecía haber cambiado en absoluto era la relación de los dos amigos. Seguían tan unido como siempre, trabajando, riendo, bromeando, Isabela no entendía como Ignaki podía soportarlo sin cargo de conciencia, y tampoco sabía como podía soportarlo ella. Debía quitarse la culpa de encima, debía dejar de recordar aquella noche con lujuria y vergüenza y sobre todo debía seguir con su vida y con su matrimonio dejando atrás aquel error. ¿Pero como? ¿Cómo se hacía eso? ¿Cómo seguías adelante con el peso de la culpa?

Isabela pensó que quizás sería capaz de desprenderse de si no toda, por lo menos una parte de la culpa, compensando a su marido con una noche de servidumbre, una noche en la que haría que disfrutara más de lo que había disfrutado nunca. Y así, podría olvidar. Así podría sustituir aquellos recuerdos por unos nuevos. Así podría fingir que nuca había engañado a su amado porque siempre había sido él con el que se acostaba aquella noche. Tras mucho pensarlo, Isabela comprendió que la forma de redimirse y recibir castigo al mismo tiempo era que su marido la tratara como la puta que había sido. Le había traicionado, le había engañado y le había mentido. Se había comportado como una autentica puta y ahora el debía de tratarla, aunque solo fuera por una noche, como si de una puta barata se tratara, se lo merecía. Ella recibiría su castigo, sería maltratada, sería humillada y su amado sería el encargado de castigarla. Evidentemente el nunca sabría el motivo del castigo, el nunca entendería el porqué. Pero eso era lo de menos, el la castigaría y ella podría seguir con su vida. Isabela se daba cuenta que la teoría no era muy buena, pero no sabía que otra cosa hacer, debía intentarlo, debía convencerse de que funcionaría. A veces, cuando se dice algo con la suficiente convicción, no importa si es verdad o mentira, todos lo aceptan como valido, tal vez, en esta ocasión, si lo hacia convencida de que funcionaría todo se arreglaría. Si, tal vez, estaba convencida de que sí. Estaba segura. Y no hacía más que repetírselo una y otra vez. Sería castigada como la puta que era.

Isabela decidió cuidar hasta el más mínimo detalle. Todo debía ser perfecto. Debía ser una puta, comportarse como una puta y ser tratada como una puta, pero sobre todo, debía vestirse como la puta que era. Aquella misma tarde se fue a comprar algo apropiado para la ocasión. A Isabela le gustaba comprar ropa, disfrutaba con ello y podía permitírselo en gran medida, ella lo sabía, por la dedicación al trabajo de su marido. Pero hoy no iba a buscar ropa de marca, hoy no iría a ninguna boutique de moda, hoy no. Hoy debía buscar algo zafio, algo hortera, algo que solo una puta de esquina se pondría, porque ella solo era eso, y eso es lo que iba a ser aquella noche. Condujo hacia las afueras y aparcó en un barrio humilde donde estaba convencida que podría encontrar lo que quería. Aún era temprano y el sol calentaba con fuerza el ambiente mientras los niños correteaban en un parque cercano ante la atenta mirada de sus madres. Isabela recorrió las calles del suburbio hasta que encontró lo que buscaba. En una callejuela cercana a la avenida que partía el barrio descubrió una pequeña tiendecita cochambrosa en la que se vendían prendas sobre todo intimas. Entró con la mirada gacha y le pidió a la dependienta, una mujer de mediana edad, ayuda para parecer una autentica fulana.

-Mira la niña rica,- rió la dependienta. –cumpliendo una fantasía, ¿verdad?

Isabela intentó guardar la compostura mientras la dependienta le enseñaba todo tipo de prendas que solían comprar las jóvenes del barrio que intentaban labrarse un futuro utilizando su cuerpo para salir de la miseria. No se había equivocado, aquella tienda apestaba a prostitución en cada una de sus esquinas. Al poco rato salió de la tienda portando un paquete con una minifalda negra que más parecía un cinturón, un top muy escotado de color amarillo que casi no dejaba nada a la imaginación, y unas medias de rejilla acompañadas de unos zapatos rojos de tacón alto. El conjunto no era elegante, no combinaba y ni siquiera era bonito, pero era lo que necesitaba.

Isabela volvió a su casa y lo primero que hizo es llamar a su marido. Se aseguró de que no tenía mucho trabajo aquella noche y después de que él le asegurara que no volvería demasiado tarde, promesa que jamás cumplía, se fue a la ducha. Estaba extremadamente excitada. Todo aquello había comenzado con la única intención de recibir su merecido castigo, pero cada vez era más consciente de que era algo que deseaba profundamente. Deseaba sentirse sucia, deseaba sentirse puta. Siempre había sido una niña buena de familia bien. Sí, había tenido sus desmadres, había follado y había bebido, pero nunca se había sentido sucia, nunca se había sentido mala, y empezaba a gustarle la sensación. Eso no cambiaba nada respecto a su castigo, si siquiera cambiaba las cosas respecto a Ignaki, aquello no debía repetirse, pero la sensación era inigualable. Era una puta, una zorra, una guarra cualquiera, y eso le gustaba.

Mientras el agua caliente caía sobre su cuerpo desnudo Isabela comenzó a acariciarse los pechos con las manos llenas de jabón. No entendía que le pasaba pero su cuerpo agradecía las caricias y su sexo empezó a humedecerse. Isabela continuó masajeándose las tetas mientras su mente fantaseaba con lo que ocurriría aquella noche. Ella y Guillermo, juntos, como puta y cliente, e Ignaki. ¡No! El no tenía cabida en su fantasía. Isabela alejó la imagen de su amante y se concentró en su esposo. Ahora solo pensaba en Guillermo. El era el único hombre que le interesaba. Isabela se frotaba con las manos jabonosas acariciando su estomago, sus caderas, sus piernas mientras imagina el brutal castigo al que la sometería su esposo. Imaginó que él se enteraba de todo, que ella se lo decía esa misma noche, lo imagino enfurecido mientras ella, acobardada, vestida como la puta que era se acurrucaba a sus pies, llorando, implorándole clemencia. Él se la negaba, la insultaba, le pegaba y después se la follaba como si no fuera nada, como si fuera una puta.

Isabela se sentía cada vez más excitada imaginando la escena, metió la mano entre sus piernas y acarició con ternura su sexo, introduciendo lentamente los dedos en su vagina mientras se calentaba cada vez más. Dejó volar la imaginación. Allí estaba Guillermo, follándosela como si no hubiera mañana, y de pronto, la puerta se abría y entraba Ignaki. Guillermo lo miraba, primero con odio, luego con complicidad. “¿No quieres fallártela?” Ignaki sonreía y su marido la ofrecía “Fóllatela, ahora, aquí, delante mía. Vamos a follárnosla los dos”

El agua de la ducha empapaba todo su cuerpo mientras Isabela acariciaba su clítoris sintiendo como la oleada de calor la invadía. Su fantasía subió de intensidad cuando Ignaki se bajó los pantalones y le embistió la boca. Ella, a cuatro paras era follada sin piedad por los dos amigos, Guillermo la penetraba con violentas embestidas por detrás mientras Ignaki le follaba la boca metiéndole la polla hasta la garganta.

Isabela se corrió mientras imaginaba el sabor del semen de su amante en su boca y el de su marido en su coño. Mientras su cuerpo se movía espasmódicamente abría y cerraba la boca para sentir el agua de la ducha entrar y salir derramándose entre sus labios como si del semen de su amigo se tratara.

Cuando el placer del orgasmo se disipó Isabela se sintió terriblemente culpable de nuevo. Todo esto tenía el único objetivo de redimirse frente a su marido. Fantasear con Ignaki no le llevaría a nada bueno. No debía volver a suceder. Pero le había gustado. Siendo sincera con ella misma le hubiera encantado ser follada por aquellos dos machos a la vez. Sus dos machos. ¡No! El único macho de Isabela era Guillermo. El único. Pero tenerlos a los dos, a los dos a la vez… Sin miedos, sin problemas, sin celos, tenerlos a los dos para ella, ser su puta, su esclava sexual. Sería fantástico. Isabela notó como volvía a encenderse y se forzó a cambiar de pensamiento. Esta noche debía estar solo para Guillermo, esta noche debía ser su puta, esta noche era solo suya y debía apartar a Ignaki de sus pensamientos. Tal vez demasiado tarde se estaba dando cuenta de que la pretendida solución podía ser más un problema.

Isabela se secó cuidadosamente, se dirigió al espejo y sacó del cajón un gran maletín de maquillaje que Guillermo le había regalado hacía tiempo. Isabela no solía maquillarse demasiado y los únicos colores que había gastado del set eran los más claritos que solían pasar desapercibidos. Ella era una mujer guapa y lo sabía, no necesitaba maquillarse de forma ostentosa, solo un toque de color para resaltar sus ojos y un poco de color en verano. Pero hoy no. Hoy se maquillaría como una furcia. Primero buscó el pintalabios más llamativo que encontró y cuando sus labios rebosaban rojo pasión los perfiló cuidadosamente. Encontró una sobra de ojos de un azul intenso y se la aplicó de forma abundante por los parpados. El efecto general era bastante bueno pero lo enfatizó palideciéndose la cara con maquillaje blanco. Isabela no sabía como se maquillaban las putas, pero al mirarse al espejo quedó bastante satisfecha.

A continuación procedió a vestirse, lo hizo tal cual si fuera un ritual. Dejó abandonada la toalla sobre la cama y se introdujo en la pequeña minifalda. Se sentía en parte vulnerable, la falda era extremadamente corta y ella no llevaba ropa interior, pero a la vez, se sintió excitadísima, ahora si iba a ser una puta de verdad. Se puso frente al espejo de la habitación y observó su aspecto frente a él. Totalmente desnuda, exceptuando la falda cinturón y con aquel maquillaje parecía la más vulgar de las zorras. Isabela se dio la vuelta para verse por detrás y contempló entre avergonzada y excitada como le sobresalía la parte baja del culo de la falda. Isabela agachó el torso y miró entre sus piernas rectas al espejo para descubrir como en esa posición no solo dejaba todo su trasero descubierto, sino que cualquier observador indiscreto vería de lleno todas sus partes íntimas.

Bastante contenta con el resultado, Isabela deslizó el top por sus brazos. Le venía extremadamente ceñido y tuvo que hacer un esfuerzo para colocar las tetas dentro de la prenda. Le apretaba sobremanera la parte inferior de los pechos haciendo que desbordaran sobre la tela. Isabela volvió a mirarse en el espejo y sonrió picadamente al observar que había más pecho fuera que dentro de la ropa. Incluso uno de los pezones parecía sobresalir por el borde del ajustado top. Isabela se sentía bien, se sentía contenta, se sentía zorra. Para reafirmar este sentimiento decidió terminar poniéndose las medias que remataban el efecto que pretendía conseguir. Por último, metió sus pies descalzos en los llamativos zapatos. Ahora sí. Por fin, ahora vestía como la puta que era.

Isabela se dirigió tambaleándose sobre los altos zapatos hacia la puerta y cogió un abrigo del pequeño armario del recibidor. Realmente no le preocupaba demasiado que la vieran así, pero… No los vecinos, no la gente conocida. Que la vieran así los extraños la excitaba, pero le aterraba que alguien cercano la descubriera. Después de todo, y pese a las fantasías, ella era una chica bien. Isabela se enfundó en el pesado abrigo y salió a la calle. No hacía frío, tampoco calor, era una noche bastante agradable, pero embutida en la calurosa prenda pronto empezó a sudar. A los pocos mutuos llegó al coche y condujo como ensimismada hacia la oficina que compartía con su marido

¿Y si Ignaki estaba allí? Se preguntó entre excitada y enfadada. No había pensado en eso. Él solía quedarse muchas noches con su marido. Tal vez si la vieran así decidirían follársela entre los dos, como en la fantasía. Pero no, eso no sucedería. Esperaba que Ignaki no estuviera, si no, le tocaría inventarse algo.

Al llegar al aparcamiento del edificio donde se situaba la central de la empresa descubrió aliviada, aunque también un poco apesumbrada por lo que pudo ser y no será, que el coche de Ignaki no estaba, lo que quería decir que ya se había ido. Isabela Subió en el ascensor hasta la planta en la que se encontraba la oficina de su marido y entró intentando hacer el mínimo ruido con la llave. Una vez dentro, en la recepción, escuchó y miró cuidadosamente. Solo se veía encendida la luz del despacho de Guillermo y solo se oía el teclear de su ordenador. Perfecto, no se había dado cuenta de que ella estaba allí.

Por un momento, parada en la puerta pensó que quizás él estaba con otra, que tal vez la estuviera engañando, que al entrar en el despacho lo vería en manos de otra mujer. Y la sorpresa llegó cuando este pensamiento no la enfureció, no la enfadó, ni siquiera la molestó. Al contrario, la excitó terriblemente, su hombre en manos de otra mujer, ella entrando, descubriéndolos, asumiendo, en parte, el castigo que le correspondía. Acercándose a ellos, sonriendo mientras Guillermo la miraría con cara de pánico, repitiendo sin duda el tópico, “cariño, esto no es lo que parece”, y ella, le besaría, le diría que sí, que sí es lo que parece, pero que no pasa nada, que ella también quería participar, que serían tres, que todo lo de él era de ella, que la chica a con la que la engañaba también le pertenecía. Pero no, ella sabía que no. No entendía porqué, no comprendía como, después de lo que ella misma había hecho podía estar tan segura, pero sabía con total certeza que Guillermo no la engañaba.

Se quitó el abrió dejándolo caer a sus pies y excitada por el pensamiento que acababa de tener entró en el despacho de su marido. Guillermo levantó los ojos del ordenador sobresaltado por la presencia que no esperaba y se sorprendió aún más al ver a su mujer vestida y pintarrajeada de aquella manera.

-¿Qué te ha pasado? ¿Qué haces aquí? ¿De donde vienes? ¿Por qué vas así?- Preguntó Guillermo de forma atropellada sin entender la situación.

Isabela no contestó de inmediato. Se acercó a la mesa de su hombre y cogió la mano de él introduciéndola debajo de su falda haciéndola entrar en contacto con su coño. Cuando notó que la mano de Guillermo, todavía ojiplático se quedó firmemente anclada a ella, llevó la suya al paquete él.

-Esta noche voy a ser tu puta. Quiero ser tu puta.-Le susurró Isabela mientras masajeaba su miembro.- No digas nada, no es negociable. Pero vamos ha hacerlo bien. Me voy a bajar, voy a salir a la calle y voy a esperarte en la puerta del edificio. Tú saldrás, te subirás al coche y pasaras a por mí, yo estaré frente a la entrada. Pararas frente a mí y me solicitaras mis servicios. Después me llevaras a cenar, y, después, iremos a un motel, al sitio más cutre que te imagines. Y me follaras como tú quieras, me harás lo que tú quieras, me pegaras, me humillaras y me castigaras porque soy una puta. Porque seré tu puta. ¿Lo has entendido?

-¿Pero…? ¿Pero yo…?- Dijo Guillermo aún sin entender lo que estaba pasando.

-No es discutible, ahora me voy. Te espero en cinco minutos, en la puerta.

Guillermo esperó varios minutos sentado en su escritorio. No entendía nada. Pero su mujer lo acababa de poner extremadamente cachondo. No sabía que coño le había pasado pero no estaba dispuesto a dejar pasar una oportunidad así. Cierto era que el sexo entre ellos había menguado mucho, pero no era porque no la encontrara atractiva, al contrario, le gustaba más que nunca, pero el sexo se había vuelto monótono. Siempre lo mismo. Siempre igual. Y ahora, de repente, ella llegaba ofreciéndole una nueva experiencia. No pensaba dejarlo correr. Guillermo se  puso la americana y bajó corriendo las escaleras de dos en dos sin esperar al ascensor y sin tan siquiera apagar las luces del despacho.