Isabela (3): Engaño consumado

Segunda entrega de la segunda parte del relato: Ella nunca había practicado sexo sin sentimiento y para él era la primera vez que realmente le hacía el amor a una mujer.

Estaba claro que Guillermo no sospechaba nada. ¿Y como iba a sospechar? Pobre ingenuo, se lo tenía merecido por confiar tanto en él. Ignaki sonrió con malicia mientras volvía al lado de su amada. Isabela volvía a estar acurrucada en el sofá, con el rostro enterrado entre sus manos. Ignaki se sentó junto a ella y la abrazó mientras intentaba apartar sus delicados dedos para besarla. Isabela descubrió su rostro y miró a su amigo con lágrimas en los ojos.

-Esto no está bien, debería volver a casa, debería hablar con Guillermo.- Dijo Isabela intentando secar sus ojos con el dorso de la mano.

-No, no, ahora ya no puede ser. He hablado con él y le he dicho que te habías quedado dormida. Mañana lo verás todo con mucha más claridad, seguro.

-¿Ya has hablado con él? ¿Qué te ha dicho?- Pregunto Isabela esperanzada.

-No me es fácil decirte esto, de verdad.

-¿Qué te ha dicho?- Los ojos de Isabela volvieron a inundarse de lágrimas.

-Me ha dicho que le daba igual, que hicieras lo que quisieras, que no le importaba en lo más mínimo donde pasaras la noche. Creo que no estaba solo.

Isabela no pudo contener más las lágrimas y rompió a llorar de nuevo dejando que su amigo la estrechara entre sus brazos. Isabela correspondió al abrazo y así permanecieron durante unos minutos. Isabela e Ignaki abrazados, ella llorando y él dejándola llorar. Cuando Ignaki sintió que su amiga comenzaba a relajarse pasó a la acción. Ya no podía esperar más. Era ahora o nunca. Ignaki comenzó a besar a Isabela primero por la cara, luego por el cuello, despacio, saboreando sus lágrimas, disfrutando cada segundo que sus labios estaban en contacto con la piel de ella. Pasaba tiernamente sus manos por el cuerpo de su amada. Acariciando sus piernas, recorriendo su cintura, acariciando sus brazos. Todo con exquisita ternura, con tranquilidad, con suavidad, intentando que su amada se relajara y se rindiera entre sus brazos.

Isabela no oponía resistencia. Dejaba que su amigo la besara, que la acariciara y la mimara. Enterarse de que a su marido no le importaba lo más mínimo su suerte había acabado de romperla por dentro. Necesitaba sentirse querida, sentirse mimada. Ignaki estaba consiguiendo hacerla sentir de nuevo una mujer. Sabía que no estaba bien. ¿Pero por qué no estaba bien? Guillermo debía estar ahora mismo besando a aquella otra mujer, haciendo disfrutar de los besos que le negaba a ella. Y ella tenía todo el derecho a disfrutar de lo que ahora se le ofrecía. Isabela agarró fuertemente a Ignaki por la cabeza con ambas manos y le acercó hasta que sus labios se fundieron en un ardiente beso.

Ignaki besó a la mujer a la que amaba como si nunca hubiera besado antes, como de un adolescente explorando se tratara, como si sus labios nunca hubieran probado a otra mujer. Había soñado tantas veces con tumbarse sobre Isabela y fundirse con ella. Había fantaseado tanto con aquel momento que ahora que  estaba ocurriendo era incapaz de separarse de ella. Recorrió con sus manos el deseado cuerpo de la mujer de su amigo hasta alcanzar los botones de su camisa, los cuales fue desabrochando pausadamente, uno a uno, apartando la prenda cada vez que rebasaba uno de los pequeños anclajes que la mantenían oculto de él, acariciando su tersa piel cada vez que tenía oportunidad, sintiendo su calidez con la yema de los dedos. Cuando hubo soltado el último botón abrió con ambas manos la camisa para dejar al descubierto su pecho ahora solo protegidos por el sujetador.

Isabela ya no era la adolescente de la que Ignaki se había enamorado. Cuando se conocieron apenas tenía dieciocho años. Ahora, más de una década había pasado por ellos, pero Isabela estaba mejor que nunca. El tiempo había sido extremadamente generoso con ella. Y con poco más de treinta años era una mujer más atractiva si eso era posible. En cualquier caso se notaba que se cuidaba, el tiempo que invertía en el gimnasio era evidente. Sus piernas eran firmes y su estomago plano. Sus anchas caderas estaban perfectamente contorneadas y hacían enloquecer a Ignaki cada vez que la miraba. Sus abultados pechos, sin ser excesivamente grandes, se mantenían firmes y poco habían permitido hacer a la gravedad. Pero lo que seguía cautivando a todos aquellos que se atrevían a mirarla eran aquellos preciosos ojos azules, enmarcados en una cara de apariencia angelical. Ojos con los que ahora miraba lujuriosamente a su amigo.

-Nunca me habían besado como tú lo haces- dijo Isabela mientras se incorporaba en el sofá para permitir a su amante desabrocharle la única prenda que aún escondía sus pechos.

Como única respuesta Ignaki volvió a juntar sus labios con los de ella para nuevamente mezclar sus lenguas entre sus húmedas bocas. Ignaki era un hombre atractivo, pensó Isabela, que nunca se hubiera fijado en él de ese modo, no significaba que ahora no pudiera hacerlo. A ella le gustaba su marido, aunque debía reconocer que el hombre al que ahora besaba era, objetivamente, mucho más atractivo. Ignaki era atlético, deportista, mientras que su marido pasaba los días enteros en la oficina. El hombre que la acariciaba tenía los músculos bien definidos, una espalda ancha y un torso que parecía esculpido. Guillermo por el contrario estaba demasiado delgado, casi apagado, como la sombra del joven que un día fue, la mala alimentación y el exceso de trabajo lo habían hecho quedarse en los huesos. Isabela siempre insistía en que comiera bien, pero sólo comía bien cuando estaba ella, y eso era en muy pocas ocasiones. Isabela cerró los ojos con fuerza, no quería pensar en su marido, ahora no. Extendió sus brazos hasta posarlos en el culo de Ignaki y lo acarició notando su firmeza mientras su amante, que había conseguido liberar ambas tetas de la prisión a la que las sometía el sostén, comenzó ha hacer lo propio con sus pechos.

Isabela apartó a su amante para poder zafarse por completo del sujetador pasando cada uno de los tirantes por sus brazos. Una vez liberada agarró con firmeza la parte inferior de la camiseta de Ignaki y estiró para desnudar su torso. Isabela pudo notar el calor que desprendía su amante cuando sus cuerpos entraron en contacto. Ignaki pasó su lengua por los labios de Isabela y ella respondió lanzando la suya para interceptarla. Ambas leguas jugaron de forma lujuriosa mientras los dos amantes se frotaban uno contra el otro. Ignaki sentía la delicada piel de su amiga rozando la suya, podía notar como el corazón de Isabela latía violentamente, como latía por él, pensó.

-Vamos a la cama.- Isabela se sentía como en una montaña rusa. Sus emociones subían y bajaban. Tan pronto se sentía querida y deseada de nuevo, como le invadía la culpa o la consumían los celos. Lo único que tenía claro era que los besos y abrazos de Ignaki la reconfortaban, y no quería que acabasen.

Ignaki se puso en pie y agarró a Isabela por los brazos para alzarla. Se quedó contemplando a su amada frente a él, semidesnuda, y juró guardar aquel recuerdo durante el resto de su vida.  Allí estaba ella, mirándolo con aquellos inmensos ojos azules, con su preciosa cabellera color fuego toda revuelta y con una media sonrisa en los labios. Ignaki sintió un tremendo deseo de besarla, y rindiéndose a sus impulsos más primarios se abalanzó sobre ella levantándola en el aire. Isabela no pesaba demasiado y no fue problema para un hombre corpulento como Ignaki elevarla. Isabela rodeó la cintura de su amante con las piernas y le pasó los brazos por la nuca alzando el cuello para permitir que el la besara. Ignaki recorrió con sus labios el escote de la mujer, lamiendo cada centímetro, saboreando cada parcela del dulce manjar que el destino finalmente le brindaba. Ignaki de pie con Isabela a horcajadas sobre él se desplazó como pudo en dirección a la escalera que conectaba el salón con la planta alta en la que se encontraban las habitaciones. Cuando alcanzó el lugar donde comenzaban los escalones se acercó a la pared de la sala haciendo que la espalda de Isabel quedara apoyada en el muro.

Isabela sintió el contacto de la fría pared en su espalda y se arqueó elevando los pechos hasta que estos quedaron a la altura de la cara de Ignaki que sin dudarlo un segundo se enterró en ellos. Isabela gemía terriblemente excitada. Hacía bastante tiempo que no practicaba sexo, pero más tiempo hacía que no lo disfrutaba con pasión. Las últimas relaciones con su marido no habían pasado de ser meros contactos rutinarios, casi como obligándole a que hiciera algo que no deseaba, pero esto. Esto era totalmente distinto. Ignaki la atacaba con pasión, con ternura, con amor, le generaba sensaciones que creía olvidadas hacía mucho tiempo. Isabela se impulsó con los brazos apartándose de la pared y obligando a su amante a soltarla para evitar que ambos cayeran al suelo. Ignaki miró a Isabela sorprendido por la maniobra y observó que ella le devolvía la mirada como si de una leona hambrienta se tratara. La suerte estaba echada, las cartas se habían repartido y todos habían jugado su mejor mano, ahora tocaba el momento de la victoria. De su victoria.

Ignaki atrajo a su amiga pasándole uno de sus brazos por la espalda mientras que con el otro deslizaba las manos hacía el botón de sus pantalones vaqueros, desabrochándolos con la habilidad que solo puede dar haber desabrochado cientos de vaqueros de mujeres ardientes. Con el pantalón de Isabela ya suelto, Ignaki se agachó delante de ella y tomando sus pies le quitó los zapatos, lanzándolos sin miramientos a su espalda. Sin levantarse, tan sólo alzando la mirada, cogió los bordes del vaquero de Isabela y se lo bajó hasta que quedó totalmente en el suelo para después ayudarla a desprenderse totalmente de él. Ahora Isabela estaba totalmente desnuda a excepción de las finas braguitas rojas. Ignaki se levantó haciendo una parada para besar el bajo vientre justo donde reposaba el elástico de la única prenda que le quedaba a Isabela. Cuando terminó el ascenso se encontró a una Isabela que mordisqueaba su labio inferior y lo miraba con deseo. Le dio un corto beso y agarrándola del brazo la condujo hacia las escaleras.

Ignaki abrió la marcha en dirección al piso superior mientras Isabela lo seguía subiendo los escalones con la cara a escasos centímetros de su culo. Al llegar a la mitad de la escalera no pudo contenerse y le agarró fuertemente por debajo de la cintura arrimando la cara a sus pantalones. Ignaki que no esperaba esto cayó hacia delante al enredarse con los brazos de su amiga que le rodeaban desde detrás.

-¿Pero que haces? Casi me mato –Rió Ignaki mientras se daba la vuelta tumbado en los escalones.

Isabela, que también había caído sobre las piernas de su amante no dijo nada, simplemente esperó a que Ignaki se diera la vuelta y, con algo más de dificultad de las que él había tenido, aprovechó para desabrocharle el pantalón. Isabela estiró con fuerza de las perneras que salieron sin problemas. Gracias a que Ignaki nunca llevaba zapatos cuando estaba en casa los pantalones bajaron sin engancharse dejándolos ahora sí a los dos prácticamente sin nada con lo que tapar sus encendidos cuerpos. Isabela se apoyó en las rodillas y en las manos para subir un par de escalones y quedó a la altura del paquete de Ignaki. De forma lasciva Isabela comenzó a pasar su lengua sobre los boxers de Ignaki que apenas podían contener el bulto que escondían. Cuando la ropa interior de su amante ya estaba totalmente empapada de su saliva, Isabela continuó ascendiendo arrodillada hasta alcanzar sus labios y se besaron como si dos animales en celo se trataran. Isabela cortó el beso de forma brusca, apartando sus labios de los de Ignaki y continuó su ascenso, arrodillada sobre él hasta dejar su sexo a altura de sus labios. Ignaki lamió la ropa interior empapada de jugos como ella había hecho antes con la suya. Isabela gemía descontroladamente y frotaba su coño contra la cara de su amigo.

-Vamos arriba.- Jadeó Isabela poniéndose en pie y avanzando por los últimos escalones que la separaban del éxtasis absoluto.

Ignaki se levantó y corrió detrás de ella hasta alcanzarla justo en la puerta del dormitorio principal. Cuando estuvo a su altura la rodeó desde detrás con sus fuertes brazos impidiéndola avanzar y la besó en el cuello. Isabela, con el cuerpo totalmente inmovilizado giró la cara para buscar los labios de Ignaki. Él abandonó inmediatamente el cuello de su amada para acudir a la llamada de sus labios. Durante el ardiente beso Ignaki aflojó la presión que ejercía sobre su pareja para abrir la puerta del dormitorio de un empujón. Cuando Isabela se sintió libre y vio la puerta abierta ante ella se revolvió y corrió hasta la cama, que se encontraba en el centro de la sala, saltando sobre ella y dándose la vuelta para quedar totalmente expuesta al hombre que la perseguía.

Ignaki quedó momentáneamente sorprendido por la extraña fuga que había tenido lugar entre sus brazos, pero cuando alzó la vista y vio a su amada tumbada en la cama, con la espalda sobre el colchón y las piernas ligeramente abiertas, ofreciéndosele de aquella manera, no pudo resistirse y se lanzó a por ella. Cuando llegó a la altura de la cama, Isabela cerró las piernas y se tumbo lateralmente, dándole la espalda, haciéndole entender que no iba a ser tan fácil. Ignaki se tumbó tras ella, rodeándola con los brazos, acariciándola de forma sensual y restregando su erecto miembro con el culo de ella. Isabela no se hizo de rogar y se giró para quedar frente al hombre que la estaba haciendo disfrutar. En esos momentos no había cabida para ningún otro sentimiento que no fuera la lujuria. Había olvidado todo, sus dudas, sus temores, sus celos, sus odios, todo. Ahora sólo estaban ella y él.

Isabela deslizó su mano sobre las sabanas hasta alcanzar el paquete de su amante. Bajó el boxer todo lo que pudo desde la posición en la que estaba con el objetivo de liberar el erecto miembro de Ignaki que sobresalió majestuoso. Isabela comenzó a acariciarle la polla comparándola inevitablemente con la única que había tenido entre sus manos. La de su marido no era pequeña y era más gorda que la que tenía en su mano, pero realmente Ignaki estaba mucho mejor dotado. Tras palparla en toda su extensión descubrió que sería incapaz de cubrirla ni siquiera usando ambas manos. Una sola idea pasó por la mente de Isabela en ese momento. Quería probar esa larga polla. Quería metérsela en la boca, saborearla, disfrutarla. Empujó suavemente a Ignaki para hacer que quedará mirando hacia arriba y se arrodilló junto a él para poder acceder sin problemas a su entrepierna. Terminó de bajar el boxer sin demasiados problemas y acercó sus labios al suculento manjar que tenía ante sus ojos.

Isabela comenzó besando los huevos de su amante, lamiéndolos, mojándolos con su saliva, metiéndoselos en la boca y succionando de forma lasciva. Los gemidos de placer de Ignaki la excitaban cada vez más. Cuando cada milimetro de los testículos del que en esos momentos era su hombre estaban lamidos y relamidos, Isabela se dedicó en cuerpo y alma al erecto miembro que tenía ante si. Repasó con su lengua toda la extensión lubricándolo con su propia saliva. Pasaba la lengua por el glande pajeándole con una de sus manos mientras con la otra masajeaba los huevos. Los gemidos de Ignaki se aceleraban y cuando Isabela no pudo más se metió el la polla en la boca intentando llegar lo más profundo posible. La longitud del miembro era tal que era incapaz de meterse más de la mitad en la boca, así que mientras subía y bajaba la cabeza pajeándole con los labios, continuaba acariciándolo con las manos.

Ignaki bajó ambas manos hasta agarrar a Isabela de la cabeza, interrumpiendo sus lascivos lametones, obligándola a moverse, acercando los labios de ella a los suyos. Los dos amantes se besaron explorando con sus lenguas la boca del otro, haciéndolas enredarse, haciendo que pelearan entre ellas por conquistar cada húmeda parcela del terreno que allí se disputaba. En aquella guerra sin cuartel, que se libraba entre paladares, las lenguas, cual soldados bien entrenados, no hacían prisioneros. Ignaki pudo notar el sabor de sus fluidos en los labios de su amada mezclados con el propio sabor de la saliva de ella.

-Ven, ponte aquí, así preciosa, así.- Dijo Ignaki mientras conducía cariñosamente a Isabela a la posición en la que deseaba tenerla.

Isabela quedó tumbada, extendida en la cama con las piernas juntas y los brazos pegados al cuerpo observando el techo, dejando hacer a su experimentado amante. Tanto ella como su marido solo habían estado el uno con el otro, sabían perfectamente lo que su pareja quería y buscaba. Pero Ignaki había estado con cientos, incluso miles de mujeres. Era un amante extraordinario, conocía formas de proporcionar placer a una mujer que Isabela ni siquiera podía imaginar. Pero estaba dispuesta a descubrir esa desconocida faceta de su amigo.

Ignaki se alzó y deslizó las manos por los muslos de Isabela enganchando las braguitas de ella con sus experimentados dedos y haciéndolas bajar hasta despojarla totalmente de su prenda intima. Ahora ya estaban ambos enteramente desnudos, ella tumbada, totalmente a su merced y él, de rodillas, a su lado, contemplándola, reteniendo cada imagen en su memoria. Ignaki no quería olvidar nunca aquella escena, Isabela, con el tiempo, rogaría poder borrar todo aquel recuerdo hasta que no quedara rastro alguno. Ignaki, desde su posición privilegiada, bajó la cabeza, arqueando la espalda, hasta que consiguió besar los labios de su amada. Isabela reaccionó de forma inmediata, contestando al contacto de su amante. Ignaki dejó que Isabela le besara durante unos instantes para acto seguido separarse de los labios de ella, dejándola con la boca entreabierta y la lengua perdida. Ignaki desplazó la cabeza lentamente, centímetro a centímetro, recorriendo con la lengua todo el cuerpo de Isabela, acariciando con sus labios aquella piel como si de ambrosía se tratara, deleitándose con cada pequeño desnivel, deteniéndose en cada minima imperfección, besando cada una de las abundantes pecas que cubrían su cuerpo. Isabela gozaba como no lo había hecho nunca mientras sentía a su amante degustándola. Ignaki había conseguido excitarla más de lo que se había excitado nunca y aún no había rozado para nada su sexo.

Ignaki cambió de posición para ponerse de rodillas sobre Isabela, rodeándole las caderas con sus piernas, haciendo que su miembro erecto rozara el obligo de su amante mientras agachaba la cabeza para lamer con tesón sus pechos. Ignaki apoyó los codos sobre la cama para poder acariciar las tetas de su amada con ambas manos mientras los lamía y mordisqueaba a su antojo. Ahora Isabela, que tenía unos pechos extremadamente sensibles, gemía de forma descontrolada, suspirando y jadeando como si fuera incapaz de dar una sola bocanada de aire. La mujer llevó sus manos a la cabeza del hombre que la hacía gozar de aquella manera para dirigir sus movimientos. Ignaki no opuso resistencia cuando las manos de Isabela le conducían y únicamente se dedicaba a controlar el ritmo de su lengua, de sus labios y de sus dientes, lamiendo, chupando y mordiendo donde su pareja le indicaba. Isabela notaba sus pechos totalmente húmedos por la saliva que su amante esparcía por ellos.

Ignaki luchó para librarse de la presión que sobre él ejercía Isabela, revolviéndose entre sus manos para liberar la cabeza de aquellos senos esculturales. Ya le había dedicado demasiado tiempo a aquella parte de su cuerpo, ahora tenía otra cosa en mente. Isabela protestó al sentir que sus pechos quedaban desatendidos pero en cuanto sintió a su amante enterrándose entre sus piernas su protesta se convirtió en un suspiro. Ignaki comenzó besando la cara interna de los muslos de Isabela, pasando su lengua y jugueteando con sus dientes por la tersa piel de ella. Isabela gemía de forma descontrolada y casi comenzó a gritar cuando Ignaki dio el primer lametón a su sexo. El amante pasaba la lengua por toda la zona vaginal lamiendo los labios externos, introduciéndose entre los labios internos, intentando alcanzar lo más profundo de la mujer a la que ahora poseía. Ignaki lamía el coño de Isabela en toda su extensión, tragando con deseo el dulce néctar que lo embadurnaba. Cada pocos segundos pasaba la lengua por el clítoris de su amada que estaba absolutamente inflamado, provocando un suspiro en cada uno de los lametones.

Isabela estaba absolutamente empapada. Sus flujos mezclados con la saliva de su amante impregnaban sus muslos y se desparramaban sobre la fina sabana que cubría la cama. Posó sus manos sobre la cabeza de Ignaki y le empujó fuertemente contra ella mientras movía las caderas desesperadamente, aumentando con cada embestida el placer que sentía. Isabela arqueó la espalda alcanzando un éxtasis placentero como no había conocido nunca. Un inmenso calor empezó a inundarla, ascendiendo de lo más profundo de su ser hasta extenderse por toda ella. Sus manos se abrían y cerraban espasmódicamente, la piel se le erizaba bajo el contacto de las manos del hombre, la espalda y las caderas se movían descontroladas y derepente, llegó la explosión. Isabela jadeó, suspiró y gritó mientras alcanzaba el orgasmo más placentero de su vida. Ignaki continuó lamiendo sin detenerse durante varios segundos prolongando el placer de la mujer todo lo que ella le permitió. Absorbiendo hasta la última gota de su jugo, paladeándolo, degustando como el manjar que era. Cuando los gritos de Isabela volvieron a convertirse en suspiros Ignaki separó sus labios de ella y se preparó para introducirse en su interior.

-Ahora te voy a dar lo tuyo.- Susurró Ignaki acercándose a su oreja y mordisqueándola.

-Pero… pero ponte condón, por favor.- Jadeó Isabela de forma entrecortada.

-¿Para qué? Si no te puedes quedar embarazada.

-No es por eso, has estado con muchas mujeres, no quiero

-Tranquilízate, estoy totalmente sano, no voy a pegarte nada raro.

Isabela no estaba muy convencida, pero no se sentía con fuerzas para discutir nada, sólo quería seguir disfrutando. Y confiaba en su amigo. En esos momentos confiaba más en él de lo que había confiado en nadie. Si Ignaki le hubiera dicho que el cielo ardía en llamas, que los océanos hervían y que la tierra se resquebrajaba tras las ventanas de aquella habitación, ella no lo habría puesto en duda ni por un segundo. Así que no dijo nada, simplemente abrió las piernas para ofrecerse a su amante. Ignaki no desaprovechó la ocasión y se puso en posición frente a ella. Cogiendo su duro miembro con la mano se dedicó a restregarlo por la húmeda parte externa del coño de ella golpeándola con suavidad con el glande. Después, con suavidad buscó el orificio que la mujer le ofrecía y comenzó a presionar. La polla de Ignaki se fue introduciendo lentamente mientras los labios vaginales la abrazaban, lubricándola, dilatándose para absorber aquella maravilla, permitiéndola entrar en lo más hondo de su ser. La polla de Ignaki llenó por completo el interior de Isabela que sentía el miembro rozando contra las ocultas paredes de su vagina.

Ignaki comenzó a mover las caderas, entrando y saliendo de las profundidades de Isabela, penetrándola una y otra vez mientras se fundían en un beso interminable. La unión entre ambos amantes era perfecta, él dentro de ella, recorriéndose con las manos, fundiendo sus lenguas en aquellas bocas hambrientas de placer. Tanto para Isabela como para Ignaki aquella era su primera vez, como si de metafóricos adolescentes se trataran disfrutaron de la nueva experiencia. Ella nunca había practicado sexo sin sentimiento y para él era la primera vez que realmente le hacía el amor a una mujer.

Ignaki golpeaba con más fuerza en cada una de las envestidas e Isabela se excitaba más y más cada vez que se sentía penetrada. A los pocos minutos de brutales acometidas comenzó a contorsionarse de nuevo sintiendo como los placeres del orgasmo la volvían a invadir. Isabela clavó las uñas en la espalda de su amante, arañando sin control mientras se arqueaba gimiendo y gritando. La sensación era indescriptible, notaba como sus jugos escurrían de su interior cada vez que Ignaki la embestía brutalmente. El orgasmo volvió a golpearla de nuevo subiendo por todo su interior, haciendo que hasta los pelos de la nuca se le erizaran. Isabela rodeó con fuerza a su amante con los brazos y las piernas mientras convulsionaba salvajemente. El orgasmo se prolongó durante más tiempo del que Isabela era capaz de recordar. Y después su cuerpo cayó flácido, como sin vida. Como se de una muñeca de trapo se tratara quedó tendida sobre la cama, inerte, dejando que su amante continuara entrando y saliendo de ella sin interferir. Dejándose hacer. Pero Ignaki tenía otros planes. Detuvo sus movimientos haciendo que Isabela protestara, pero fue inmisericorde y atendió a sus suplicas.

-Ahora tú. Ahora me vas a cabalgar. Es tu turno.- Dijo Ignaki casi como si de una orden se tratara.

-¡No, sigue así, no!- Protestó la mujer.

Ignaki no se andó con contemplaciones, agarró fuertemente a su amante y rodó para que ella quedara encima suya. Isabela comprendió que no tenía opción y decidió que ya que debía hacerlo lo haría bien. Poniendo morritos, fingiendo enfado, cogió la polla de Ignaki y la guió hasta hacerla entrar bien dentro de ella. Sólo cuando la notó tan dentro como pudo meterla se acuclilló y apoyándose en las manos comenzó a subir y bajar todo su cuerpo para continuar con aquel sensual baile de dos. Ambos amantes gemían y resoplaban de forma descoordinada mientras se fundían el uno con el otro. Isabela notó como se volvía a sobrexcitar por el roce de la polla de su amigo contra su interior. Nuevamente comenzó a sentir la deliciosa sensación que la recorría desde la cabeza a los pies. Estaba alcanzando su tercer orgasmo. Mientras movía las caderas de arriba abajo, de forma circular, hacia delante y hacia atrás, notó como Ignaki se tensaba, como sus resoplidos aumentaban de ritmo y sus gemidos se volvían más y más fuertes.

Isabela se corrió por tercera vez agitándose salvajemente sobre su amante, intentando no  detenerse para que su amigo alcanzara el éxtasis que ella disfrutaba. Ignaki notó como los espasmos de Isabela le aprisionaban el miembro en el interior de la mujer y no pudo soportarlo más. Ignaki eyaculó abundantemente en el interior de su amada mientras ambos gemían y jadeaban en un estado de éxtasis. El abundante semen que Ignaki expulsaba a borbotones se mezclaba con los jugos de la mujer y escurría por el miembro erecto extendiéndose por la entrepierna de él impregnando las sabanas.

Permanecieron un buen rato así, abrazados, ella con la polla de él, que poco a poco iba perdiendo su firmeza, todavía dentro, mientras la mezcla de jugos y semen continuaba chorreando de su interior y bajaba por la verga de su amante. Una vez pasada la excitación, mientras el calor de la lujuria iba desapareciendo Isabela fue consciente de repente de lo que había pasado. La mujer se apartó despacio de su amante y se recostó en la cama lateralmente, dándole la espalda. Él se puso detrás de ella y le pasó el brazo por encima, abrazándola, haciendo que sus cuerpos volvieran a entrar en contactó. Isabela no protestó. Volvía a estar sumida en un mar de dudas. Ninguno de los dos volvieron ha hablar sumergidos como estaban en sus propios pensamientos. Ignaki estiró de la sabana arrugada liberando el trozo que aún permanecía prisionero bajo sus cuerpos y la extendió tapando tanto a si mismo como a su amada. Ignaki no tardó en dormirse, sonriente, pletórico, feliz. Había sido un gran triunfo. Por fin la había alcanzado esa victoria tan largamente perseguida. Isabela no durmió en toda la noche. Permaneció las largas horas en vela, sintiendo el contacto de su amante a su espalda. A veces llorando, a veces solo pensando. A diferencia de Ignaki, Isabela estaba triste, decaída, arrepentida. Aquello no debía haber sucedido. Estaba mal.

Guillermo giró la llave y abrió la puerta de su apartamento. Entró en la cocina, más por costumbre que por otra cosa y abrió la nevera para descubrir que su mujer no le había dejado nada. El no solía comer mucho, pero Isabela siempre le dejaba un plato en la nevera y al día siguiente lo reprendía severamente si no había acabado con su contenido. Cogió un bote de cerveza del frigorífico por lo demás casi vacío y se sentó en el sillón de la sala mientras encendía la televisión. Un par de tragos de cerveza más tarde se levantó de la butaca, apagó el televisor y se dirigió a la cocina, vaciando en la pila el contenido del bote que sostenía Era una tontería, lo sabía, pero echaba de menos a su mujer. Si casi nunca coincidían. Y tan sólo estaba en casa de Ignaki. Su amigo la cuidaría, tenía plena confianza en eso. ¿Dónde iba a estar mejor que en casa de Ignaki? Pues allí con él. Tumbada en la cama. Protestando cuando él la despertaba para darle las buenas noches al tumbarse a su lado. En un arrebato de locura estuvo a punto de volver a bajar, coger el coche y presentarse en casa de su amigo. Pero no lo hizo. Simplemente se metió en el baño, se duchó, se lavo los dientes y se metió en la cama extrañamente vacía ajeno a todo lo que aquella noche había sucedido.

-Buenas noches, mi vida. –Dijo, pero no había nadie allí para oírle.


Isabela pegó un largo trago de la botella de Bourbon y la depositó en el suelo, junto al sofá. No había consuelo para ella. Había engañado a su marido y matado a su amante. Lloró angustiada mientras pensaba que podía hacer. Y además… Pero no. Era imposible. No podía ser. No podía estar embarazada. Ella era estéril. Se había hecho todas las pruebas posibles durante años y los médicos habían sido tajantes. No podría concebir nunca. Pero tenía un retraso importante en su periodo. Y ella nunca se retrasaba. Isabela lloró pensando donde estaría su marido en estos momentos. Deseaba verle, hablar con él, pedirle perdón, rogarle que volviera a su lado. Pero Guillermo estaba detenido, y ella no podía hacer nada. Pasó la mano por su vientre mientras las lágrimas escurrían por sus mejillas. No estaba embarazada, no era posible. Debía ser una coincidencia. La tensión, el dolor, el miedo. Eso debía ser. No podía haber otra explicación a su retraso. Era imposible que estuviera embarazada.

Ojala nunca hubiera subido a aquel taxi, pensó, ojala nunca hubiera ido a casa de Ignaki, ojala nunca se hubiera dejado llevar, ojala nunca le hubiera besado. Pero no tenía sentido pensar en lo que pudo ser y  no fue. Ahora tenía que pensar en lo que debía hacer.