Irreverencia en tiempos de amor.

Las mujeres saben lo que es el amor, las mujeres que leen, saben a lo que se exponen en el amor.

Lo supe desde el primer momento en que le vi. Las mujeres lo sabemos, las mujeres que leen novelas de amor, lo saben. Cuando nuestras miradas chocaron, descubrí que él era de esos hombres que sólo traen desgracias, rompen todo a su haber, incluso corazones; y el mío no estaba a salvo.

Estábamos en el barrio Lastarria, reunidos todos alrededor de un bohemio barbudo, que recitaba poesía  comunista, con una guitarra roñosa y desteñida. Todos los compañeros concurríamos allí después de la universidad, aunque yo ya no asistía, hace más de dos meses que estaba en una toma fantasma. Divagaba entre pintores amateurs, literatura irreverente, música de Víctor Jara y Silvio Rodríguez, y pitos de marihuana. Era consciente de que todo eso se había convertido en moda, la lucha por la represión era la comidilla de los pubers. Para ellos era entretenido escapar de los guanacos y los zorrillos, jugaban a los guerrilleros con sus bombas molotov y los pañuelos rojos que dejaban entre ver unos ojos enrojecidos por las lacrimógenas. Pero esto no era un juego.

Era un secreto a voces de que la derecha planeaba un ataque contra nuestro compañero presidente, esa tensión previa a la tormenta se palpaba en cada café literario, cuartel, universidades y casas “Ocupa”. Se estaban preparando, todos. Yo sabía lo que se venía, mi abuelo lo dijo: “¡¡Estos putos momios van a confabular y manipular hasta derrocar a la izquierda, harán ver al comunismo como un sistema obsoleto e inservible, la puta madre que los parió!!”

Seré sincera, nunca me preocupó mucho el estado nacional. Aunque compartí algunas de las doctrinas que nos entregaba el comunismo, no me parecían suficientes para un país tan austero y ambicioso como éste. Estábamos en una de estas discusiones, sentados en el pasto, cuando arribó un grupo de personas que fueron recibidos con vítores  y aplausos. Muchos se hicieron a un lado para dejarles un lugar en el césped roído, alfombrado de colillas. Yo no los conocía, por lo que me dediqué a mirarlos con detención. Parecían no haberse bañado en un mes. Tenían los ojos encuencados, frenéticos, abiertos de par en par gracias a quizá muchas tazas de café y cigarrillos. Una barba larga y mal cortada les cubría la barbilla. Vestían ropas andrajosas,  con vestigios de suciedad y sudor, y calzados simplemente por unas ojotas. Eran la viva imagen de un Jesucristo de la era moderna, aquella idea me hizo sonreír burlescamente. Alcé mi vista y me encontré con su mirada. Me sorprendió con la risa en la boca y la vergüenza en las mejillas. Tenía los ojos del color de la miel, tiernos, que desbordaban  candor. Me dejó hipnotizada, no podía rehuir de ellos. Él tampoco hizo nada para desencadenar nuestras miradas. Alguien a su lado llamó su atención y me vi liberada de él.

Exhalé con fuerza, nerviosa. Miré al suelo, con miedo de volver a encontrarme con sus ojos. Una voz profunda, teñida de seda comenzó a hablar. Informaba que la Casa Central de la universidad había sido tomada y parapetada por los estudiantes y algunos profesores. Todos estallaron en aplausos, yo hice lo propio, envalentonándome a subir la cabeza, comprobando que quién hablaba era el mismo tipo. Mientras pronunciaba su discurso, me atreví a observarlo. Sus ojos estaban revestidos por ojeras amoratadas, que contrastaban fuertemente con su piel lechosa. Su cabello, al igual que su barba, eran claras, balanceándose entre el castaño y el rubio. Sus labios se adivinaban rosados, ocultos por su mata de pelo.

De seguro era algún dirigente, cegado por la revolución. Ya conocía hombres así. Compasivos, bondadosos. Eran hombres respetables, incorruptibles e idealistas, pero egoístas al momento de amar. He leído de ellos, siempre transformándose en mis héroes y en mis príncipes de azul, sin embargo esta era la realidad, y la realidad era que el país estaba ad portas  de un golpe de estado, donde seguramente él y sus amigos serían perseguidos como animales en esta selva de cemento llamada Santiago. Me liberé de mi capricho en un pestañeo. Esperé a que terminasen de hablar y me retiré en silencio, sin ser percibida.

Mis días pasaban de marcha en marcha, de funas en funas, de tomas en tomas. Un día que hubo reunión en mi universidad, nos congregamos todos en el patio central, esperando a que comenzara todo. Nos pasábamos de mano en mano un termo lleno de café caliente, mezclado con agua ardiente, que servía para entibiar los huesos en esa fría mañana de junio.

Para mi asombro, llegó el mismo tipo de aquel día, aunque esta vez lucía ordenado y limpio, con una cola de personas detrás. Comprendí que era él a quién estábamos esperando. El debate comenzó entablando la teoría de que pronto, muy pronto, el país entraría en estado de régimen. Muchos rieron sin creerlo, dijeron que esos eran cuentos de guerra, para qué la oposición querría eso si nuestro presidente había llegado por vía democrática al poder. Por más que quise, no pude aguantar una carcajada sonora y sarcástica. Todos se volvieron a mí, molestos por mi desubicación.

Uno de los que defendía la idea “del juego limpio” me lanzó una mirada envenenada, “¿Algo que te cause risa compañera?” dijo, poniéndome al centro de la discusión. Tragué saliva, pensando callar y darlo todo como un traspié ocasional, pero los ojos miel de aquel tipo volvieron a observarme, esta vez con una chispa de mofa en ellos. “Tu inocencia compañero” respondí sin inmutarme, “¿Acaso crees que los desabastecimientos, el cierre de los aeropuertos a la importación, los supermercados cerrados y la devaluación de la moneda es producto del viejo pascuero?” Los que apoyaban mi teoría rieron. “Todos saben que la oligarquía de este país está boicoteando al gobierno, no reconocerlo sería como negar que el planeta es redondo y una clara muestra de premeditada ignorancia” Concluí, ignorando mi súbitas ganas de esconderme entre la multitud. “¿Qué sugieres entonces?” Preguntó ahora el hombre que había ocupado mis pensamientos desde la vez en que le vi en el parque. Todos se volvieron a verlo, creo que sorprendidos por su intervención, de seguro lo consideraban un mesías los muy idiotas. Aclaré mi voz, tratando de sonar determinada: “Existe una sola respuesta, y es que debemos defender el fruto de la democracia. Todos sabíamos que nadie se quedaría de brazos cruzados viendo como nuestro compañero presidente ocupaba La Moneda y transformaba esta tierra en la segunda Cuba. Lo más cierto es que… es que necesitaremos defendernos” Terminé, dejando  las palabras en el aire. Me sorprendí de mi propia elocuencia, aunque mis piernas y mis manos tambaleaban sin control, como si en cualquier momento me atacara la histeria. Me oculté como una rata entre mis amigos y el debate prosiguió. No quise volver mi mirada al centro del patio, a sabiendas de que le miraría.

Cuando todo hubo concluido, una suave lluvia empezaba a caer sobre nosotros. Todos se ocultaron bajo la techumbre de tejas coloradas o en la cafetería. Yo me orillé a uno de los pedestales rayados, recibiendo en mi rostro el agua cristalina, dejando que el ardor de mi cara se calmase. Cada vez que recordaba sus ojos mirándome mientras hablaba, un extraño calor me arremetía.

“Deberías ponerte bajo techo” sugirió una voz dulce. Al abrir los ojos, lo descubrí frente a mí, serio. Algunas gotas de la llovizna quedaban atrapadas entre su barba y su cabello ondulado parecía opaco por la humedad. Una ola de calor volvió a apoderarse de mí. “Me gusta la lluvia” Respondí. Me sonrió carismático, “A mí también” Coincidió, “Mi nombre es Manuel”, me tendió su mano izquierda, se la estreché aparentando seguridad. Se quedó conversando conmigo, hablando de libros, de películas e incluso de programas de televisión. Su modo de hablar era tan exquisito, ligero y agradable, una sonrisa despampanante, que se dejaba ver con claridad debajo de su barba cuando sonreía abiertamente. Sin duda tenía el encanto de un orador. Supe que era del FPMR (frente patriótico Manuel Rodríguez) y compartía sin duda alguna mi teoría. Cuando sus seguidores llegaron, supe que tenía que irse. Él preguntó si podíamos volver a vernos, le respondí que no. Sonrío ante mi respuesta, “¿Puedes decirme por qué?” inquirió amable. Juntando coraje para mirarlo a los ojos, respondí: “Sé que me enamoraré de ti”.

Sin duda me enamoré. Luego de aquel día, Manuel se metió bajo mi piel y no pude escapar de él. Me enamoraba todo aquello que lo habría de separar de mí: Su determinación, su pasión, sus sueños y su valentía. Cada día a su lado era una tortura, mi intuición decía que nada bueno saldría de todo aquello, pero una fuerza ciclónica me arrastraba a su lado.

En los días lo acompañaba a sus discursos motivacionales en las universidades, en los colegios, en las poblaciones más bajas. Nos llenábamos los pies de barro en esos suburbios, el frío calaba la carne bajo esas casuchas de “cholguan”, donde una mujer robusta con un delantal pulcro, que despedía olor a pan amasado, nos acogía amorosamente, ofreciéndonos té con leche. Niños moquillentos, con el vientre abultado corrían a nuestro alrededor y jugueteaban a nuestros pies.

Por las noches nos amábamos con un deseo febril. Sus manos grandes de dedos largos, recorrían mi cuerpo con parsimonia, disfrutando cada recóndito de mi ser. Sus labios rosados, encerraban mis pezones con ternura, mientras acariciaba mi humedad con el pulgar. Su piel de loza brillaba bajo la luz de la luna, que entraba por la cortina maltrecha de nuestra habitación. Su cabello sedoso se enredaba en mis dedos, en un desesperado intento por calmar el placer. Adoraba recorrerlo de pies a cabeza, lamer su miembro caliente, llenarlo de besos antes de introducirlo en mi boca. Su voz sedosa clamaba mi nombre en cada una de mis proezas. Tomaba de mis hombros, aplastándome con su cuerpo desgarbado y me poseía, introduciéndose en mí con cada embestida sublime. Nuestros acalorados suspiros llenaban la burbuja que fabricábamos para olvidarnos del exterior. Nos besábamos con frenesí, mordiéndonos, sacándonos sangre en la exasperación de la noche.                                                                                                                                                                              Cansado, se recostaba sobre mis senos, exhalando, murmurando palabras de amor eterno, deseo indescriptible y un futuro lejos de allí, dibujándome una casa con chimenea, en medio de un bosque con pajarillos cantándonos por las mañanas. Yo le abrazaba con fuerza, acariciando su  cabello, musitando “Manuel, Manuel” entre lágrimas silenciosas. Él levantaba su cabeza, desenredándose  de mis brazos, subía hasta mí, secaba mis lágrimas y cubría mi rostro de besos tiernos, finalizando con un beso sincero, desprovisto de otra cosa que no fuese amor; en los labios. Me acostaba a su lado, estrechándome contra su pecho, y me susurraba “siempre juntos” hasta que caía dormida. En esas noches, en aquellos momentos, me descubría capaz de hacer cualquier cosa por él.

11 de Septiembre de 1973.

El compañero Presidente llamaba a todos los camioneros a defenderlo en las entradas de La Moneda. Nadie acudió. El compañero Presidente advirtió que no escaparía como un cobarde del país cuando los milicos se lo ofrecieron, rodeando con sus tanques la casa de gobierno, dijo que no lo sacarían vivo. Su cadáver apareció entre los escombros, envuelto en rumores de un posible suicidio. Sabíamos que no era cierto.

Militares asediaron todo Santiago, con sus monstruosos tanques invadiendo las calles y la marcha uniforme de sus soldados, saqueando los hogares en busca de comunachos. Sus principales objetivos fueron las poblaciones, todos sabían que el pueblo eran los pobres.

Oímos los gritos de la gente en el campamento, actuando como alarma. Algunos de los presentes tomaron sus armas y salieron a disparar, incluso las familias de allí se cuadraron con nosotros, armándose de valor. Manuel hizo que dos de sus hombres me arrastraran fuera de la población. No se los permití. Manuel vio la determinación en mis ojos y me sonrió tristemente. Él sabía que no existía salida, yo siempre supe que no habría salida a su lado, pero ahora no importaba. “¡¡Váyanse, váyanse!!” Gritó uno de los compañeros, con los ojos desorbitados por el miedo y cubierto de sangre, “¡¡Los milicos se acercan!!” Todos se volvieron hacia Manuel, que me observaba al igual que el primer día en que nos conocimos, propiciando un deja vú. “Yo me quedaré aquí” sentencié. Manuel se acercó y me besó castamente en los labios. “Nos quedaremos con ustedes compañeros” anunciaron los otros, encajándose las metralletas bajo los brazos.

Manuel suspiró, esparciendo su tibio vaho por mi pelo, “Siempre juntos” dijo cerrando los ojos. Le abracé con fuerza, escuchando en ese preciso instante como los milicos hacían temblar la indeleble morada de madera a su entrada, sus bototos resonaron con ecos en mis oídos, insultaban enfervorecidos. Oí como tumbaban la puerta, “¡¡Por la libertad!!” Alcanzamos a gritar, antes de ser todos acribillados.

N.