Irene III
Sigue la confesión de Irene. Le habla a su amiga de la sala de convivencia.
La sala de convivenciA
La sala de convivencia, a diferencia con el gimnasio, estaba muy iluminada en el centro, y con luz mas tenue en las paredes, amoblada con sillones, sofás y poltronas, todo de muy buen gusto. Allí estaban mis compañeras totalmente desnudas, como yo. En el lugar de privilegio, como siempre, Frau Hildegarde y su sillón. Me plantaron de nuevo en el centro, bien alumbrada. Mis “compañeras” me miraban expectantes.
–Ante todo ¿te encuentras mejor? –Dijo la Frau, y antes que le pudiera contestar, agregó–: Por tu aspecto creo que sí, eres muy atractiva y debes realzar tu belleza para tu hombre. Espero que hayas aprendido la lección querida.
No le contesté y me limité a estarme allí en el centro de todas las miradas, desnuda, con la cabeza gacha. Frau Hildegarde se chasqueó las manos y decidió:
–Bien, ahora, como hacemos con todas las recién llegadas el primer día, debes explicarnos el porqué estas aquí. Después te haremos preguntas que debes contestar, y en base a la información que obtengamos comenzaremos con tu reeducación. Si sacas provecho de ella te garantizo que tu amor por tu prometido se multiplicará por mil y, lo que es mas importante, tendrás una posibilidad de que él también lo haga, aunque eso no debe importarte, claro.
Estaba todavía muy dolorida y confusa y no entendí bien el sentido de sus palabras. Tampoco tuve tiempo de pensarlas porque inmediatamente me rogó que contara mi razón de estar en la Villa. Comencé con un relato algo deshilvanado, por momentos desordenado. Lo mejor que supe y pude hacer, omitiendo los detalles mas escabrosos. Después Frau Hildegarde comenzó con su interrogatorio:
–Querida ¿cuántas veces fornicaste adúlteramente con ese hombre?
–No sé, no sabría decirlo.
–Haz un esfuerzo querida, siquiera aproximadamente.
–Pues es difícil, quizás unas ciento cincuenta o doscientas veces... Podría ser... No puedo asegurarlo.
–Muy bien, dejémoslo en doscientas. ¿Y de ellas cuantas terminaron en orgasmo?
–Todas las veces –me resultó fácil responder a esa pregunta. La mujer me miró con notable gesto de incredulidad.
–¿Todas?
–Sí. Eso he dicho –entre mis “compañeras” corrió un murmullo como reguero de pólvora. Aún hoy no estoy segura que haya sido de admiración o de incredulidad.
–¡Silencio! –Ordenó secamente Frau Hildegarde–. ¿Usabas anticonceptivos?
–Soy alérgica a las pastillas –contesté–. Todas las veces usaba preservativos –consideré necesario aclarar.
–¿Practicaste la fellatio?
–Si, lo hice –respondí, dándome cuenta que aquello volvía a tener mal cariz y no iba a terminar muy bien que digamos... para mí, al menos.
–¿Cuántas veces? –Quiso saber la mujer.
–¿Mas de cien?
–No me contestes con una pregunta, querida Ariadna, de nada vale la ironía aquí. Ya deberías haberte percatado de ello.
–Pues sí, más de cien –afirmé, ya que no valía la pena intentar esquivarlo, fuera lo que fuese que me esperaba.
–¿Te besaba los pechos, te los mordía, los sobaba? –Continuó con su interrogatorio implacable.
–Si, hacía todo eso.
–Y dime, Ariadna ¿cuántas veces te tragaste su esperma?
En verdad, no es algo que me produzca mucho placer. Al principio, sencillamente me repugnaba, pero a veces es inevitable. Busqué infructuosamente en un rincón de mi memoria.
–No lo puedo asegurar. Serían unas ocho o diez veces... –contesté.
–Lo dejaremos en diez, pues –concluyó Frau Hildegarde–. ¿Practicaste la sodomía?
Bueno, aquello era el colmo. ¿Por qué tenía que responder a todo ese interrogatorio? Me dieron ganas de decirle que se fuera a tomar por culo y me dejara salir de allí antes que la denunciara por corrupción. Pero lo que hice fue agachar la cabeza y asentir con un leve movimiento, mientras escuchaba mi propia voz:
–Sí, lo hice alguna vez.
–¿Cuántas si puede saberse? –La mujer no se andaba con chiquitas. Quería precisiones. Así que mentí:
–Unas dos o tres veces.
–¿también con condón?
–No, por ahí no –respondí, y sentí las risitas amortiguadas de mis compañeras.
–¿Y él te hacía el cunnilingus?
–Sí, en casi todas las ocasiones –declaré mientras por mi cerebro cruzaba un pensamiento fugaz: “¡Y lo mucho que me gustaba cómo me lamía el coño ese guarro!”
–¿Doscientas veces, entonces?
–Así habíamos quedado –repliqué con un cierto tono de ironía.
–Está bien... por ahora –sentenció Frau Hildegarde, frotándose una mano con la otra–. Tan solo me falta decirte quiénes serán tus tutoras mientras estén aquí: Andrómeda y Sirio –decidió–. Vosotras ejerceréis vuestra tutela sobre Ariadna –ordenó, y dirigiéndose a mí: –Retírate a tu cuarto hasta que te avisemos. Descansa mientras puedas...
Esas tres últimas palabras quedaron flotando en mi mente. Antes de salir me fijé en las dos mujeres elegidas: una era la rubia que me había despertado. La otra también rubia, estaba muy gorda, pero su cara era muy bonita. Me fijé en su vientre muy flácido y enrojecido.
No sé cuánto tiempo estuve en la habitación. Ni siquiera podía consultar el reloj. Me trajeron la comida. Comí luego me invadió el sopor del cansancio. Me quedé profundamente dormida. Cuando desperté vi que estaban mis tutoras paradas una a cada lado, mirándome seriamente.
–Venga. Ya es hora –dijo la gorda, haciendo un gesto para que me incorporase.
Volvieron a llevarme al gran salón del gimnasio. Allí había varios grupos. Algunas estaban haciendo ejercicios. Otra pendía de las cadenas mientras otras dos estaban dándole con algo. Estaba tan hecha polvo que no me di cuenta de qué se trataba. Frau Hildegarde estaba en su sillón. Me estaba esperando. Una vez frente a ella otras curiosas se acercaron, para ver el espectáculo, claro.
–Ariadna, tu cuerpo entero debe ser purificado –decretó, y sólo de escucharla empecé a transpirar–. Debes expiarlo para hacerlo merecedor de tu futuro esposo. Empezaremos a purgarlo a fondo ahora mismo.
De la esquina del biombo las doncellas que ya había visto trajeron una especie de potro con ruedas. Parecía una cimbra con anillas. Me quitaron la bata y me pusieron sobre él boca arriba, y ataron mis tobillos y mis muñecas. Estaba totalmente combada, con la cabeza colgando por un lado, las piernas muy abiertas por el otro, el cuerpo curvado, el vientre tenso. Por la posición los pechos también caían naturalmente hacia mi cabeza.
–¡Por favor, no me peguéis! ¡Oh, por favor otra vez no! –Supliqué. Y lo único que conseguí es que volvieran a amordazarme.
Una de mis tutoras, Sirio, la gorda, se acercó y puso algo sobre mí. Aullé. Me había puesto una pinza metálica en un pezón. Repitió con el otro.
Volvieron a azotarme. Esta vez con una especie de látigo con tiras de cuero trenzado. Lo vi después, muchas veces. El dolor era menos concentrado que con la fusta pero abarca mas y a la larga es tan malo o peor. Se cebaron en mi bajo vientre, sobre todo en mi vulva. Cuando terminaron sentía la piel como si me hubieran quemado, ardía como al rojo vivo. Me desataron e incorporaron. Pensé que habían terminado conmigo, pero no, no tenían bastante, no.
Irene volvió a llorar.