Irene II
Irene le cuenta su iniciación en la Villa, donde le esperan duras lecciones
Villa S
Cuando le cuenta a la tía de su novio
acerca de la extraña villa, de la gobernanta
y de la iniciación en el aprendizaje
L
a villa es un caserón enorme rodeado de árboles y jardines, cerca de la autopista. Nos estaban esperando. Nos recibió una señora mayor, que pasaba holgadamente los sesenta,
Frau
Hildegarde, que nos hizo pasar a una pequeña sala de estilo morisco. Nos preguntó si queríamos cenar. A pesar de no haber probado bocado rehusamos. Yo solo quería una ducha y meterme en la cama, y mañana... Mañana ya vería de qué se trataba todo aquello.
Me hicieron salir unos minutos para hablar a solas. Salieron y me despedí de Sergio hasta el próximo sábado en que vendría a recogerme, para ir juntos a disfrutar el resto de las vacaciones. Cuando quedé sola,
Frau
Hildegarde amablemente me condujo a mi habitación, pequeña pero cálida, con un delicioso cuarto de baño completo y un gran tocador junto a la cama.
–Espero que estés cómoda. No necesitarás la ropa de tu maleta –explicó, levantándola y dispuesta a llevársela–. Ya te daremos lo que necesites. No tenemos demasiadas reglas, ya lo verás. Solo la puntualidad y la obediencia. Y algo importante: durante tu estancia aquí se te conocerá como Ariadna.
–¿Ariadna? –Pregunté, con una sonrisa forzada en la que se mezclaba la sorpresa con la hilaridad.
–Sí, la del ovillo. ¿Te gusta? –Me contestó la mujer–. Bueno, ahora descansa. Hasta mañana, felices sueños.
Se retiró del cuarto casi sin hacer ruido.
“¿Ariadna?” –me pregunté a mí misma–. “Sí. Está bien, como lo desee”.
Cuando por fin quedé a solas me desnudé, me duché y apenas me metí en la cama me dormí.
Cuando escuché los suaves golpes en la puerta, me pareció que solo habían pasado unos minutos. Aunque todavía no podía darme cuenta si estaba despierta o aún soñaba, se me apareció una hermosa mujer rubia –entre los treinta y los cuarenta– que entró directamente sin esperar que yo contestara el llamado.
Solo eran las seis de la mañana. Llevaba en sus manos una bata de seda blanca y unos zapatos de tacón alto, negros, con cierre de hebilla, que dejó sobre el taburete del tocador.
–Esa es la ropa que debes ponerte. A las siete tienes que estar en el comedor –fue lo único que dijo antes de marcharse.
Aunque estaba rendida y no podía despejar el sueño que se empecinaba en entorpecer mis movimientos, a las siete estaba en el comedor como me lo había indicado la hermosa mujer rubia, aunque llegué en último lugar.
En el comedor había once mujeres ubicadas en torno a una mesa alargada, de madera oscura y estilo casi monacal. Todas las mujeres llevaban el mismo atuendo, batas como la mía, blancas y holgadas. En la cabecera de la mesa,
Frau
Hildegarde se sentaba en un sillón de alto respaldo y con apoya brazos. A su derecha había una silla de estilo vacía, y supuse que era para mí. Aunque no sé qué me llevaba a comportarme así, esperé a una indicación suya para sentarme.
–Un momento de atención, queridas –dijo
Frau
Hildegarde–. Demos la bienvenida a Ariadna. Llegó ayer y estará con nosotras por primera vez.
Todas las presentes me saludaron con una leve inclinación de cabeza a las que correspondí.
Frau
Hildegarde bendijo la mesa y comenzamos a desayunar.
Yo estaba muerta de hambre y me prácticamente me abalancé sobre los
croissants
, las tostadas, los jugos y el café. Todo el desayuno transcurrió en absoluto silencio, sin el parloteo habitual. En un momento la
Frau
hizo sonar una campanilla de mano y todas dejamos de comer, incluso yo. Con un gesto seco indicó a un par de doncellas que vaciaran la mesa.
–Bien queridas, ahora como es habitual entre nosotras con quienes se incorporan, hagamos a Ariadna unas preguntas –dijo la
Frau
, y sólo obtuvo por respuesta algunas risitas contenidas–. Veamos, Ariadna –continuó la mujer–: ¿a tu prometido le gustas mas cuando te maquillas?
–Sí, supongo que sí –contesté.
–¿Sólo lo supones?
–Bueno, sí –repliqué–. Seguro que le gusta cuando me maquillo.
–¿Más que cuando vas al natural?
Aunque las actitudes y esas preguntas me resultaban extrañas e intrigantes, contesté:
–Definitivamente sí.
–¿Porqué entonces, me pregunto, no te has maquillado esta mañana?
Me quedé perpleja y no supe qué debía responder.
–Bueno, él no está aquí ahora –respondí, apelando al sentido común.
–¿Y si apareciera por esa puerta? –Preguntó
Frau
Hildegarde–. ¿Estarías preparada para él?
Dudé acerca de lo que debía contestar. La pregunta me había tomado por sorpresa y era verdad. En ese momento me daba cuenta de la situación.
–No sería la primera vez que no me arreglo cuando lo veo –dije casi titubeando. Presentía que detrás de aquél interrogatorio se escondía algo para lo que yo no estaba preparada. Me sentí como una chiquilla que ha hecho algo malo.
En el mismo tono severo y pausado, y sin moverse en el gran sillón señorial,
Frau
Hildegarde, esta vez mirando al resto de las presentes, dijo:
–Aquí tenéis un ejemplo claro de aquello que tantas veces digo. Por esto se empieza –sermoneó–. Una mujer que se precie siempre debe intentar agradar a su hombre. Siempre debe estar preparada. De lo contrario...
¡Ach!
–hizo un gesto despectivo con una de sus manos–. Es evidente que nuestra Ariadna ha preferido unos minutos mas de sueño a preocuparse por ser una buena hembra para su señor, en este caso su prometido. De alguna manera lo ha sacrificado a su egoísmo –dijo, mirándome con severidad–. Me parece querida, que este no es el camino, así que debemos cumplir con nuestra misión. La razón por la que has aceptado venir aquí.
Entonces de pronto, con un movimiento sorprendentemente ágil para una mujer de su edad, se levantó y me tomó del brazo.
–Vamos al gimnasio –me ordenó, sin más, y me obligó a seguirla.
La
Frau
y yo íbamos delante y el resto de mis compañeras, como un manso rebaño, detrás. Yo seguía oyendo risitas y cuchicheos. Atravesamos el vestíbulo y enfilamos por un corredor hasta que llegamos a una sala grande muy iluminada artificialmente, puesto que carecía de ventanas.
En el gimnasio había pesas, aparatos, potros, barras en las paredes y cosas por el estilo, rodeando a una gran tarima de madera. También había un biombo grande que ostensiblemente ocultaba algo. De una estructural metálica brillante que se ajustaba en el techo colgaban anillas y –¡Oh, Dios!–, algunas cadenas con muñequeras.
Frau
Hildegarde me obligó a colocarme debajo de las cadenas y me ordenó secamente:
–Quítate la bata.
Allí no había aire acondicionado pero mis sudores no eran por el calor. Me quité la bata y quedé en ropa interior. A esa altura de los acontecimientos empezaba a temerme lo peor. Francamente me daba miedo, aunque la curiosidad aún me carcomía y, si debo ser honesta, había comenzado a sentir una curiosa excitación.
–Creo recordar haberte dicho anoche que no necesitarías tu ropa –dijo con sarcasmo y se quedó mirando cómo me desnudaba, rodeada como estaba por el resto de las mujeres.
Me quité las bragas y el sujetador y quedé desnuda ante ella. La
Frau
chasqueó los dedos y de algún lugar aparecieron dos doncellas acarreando un gran sillón de mimbre para ella. También recogieron mi ropa, la llevaron fuera de mi vista y volvieron a ubicarse una a cada lado de la mujer, a quien le acomodaron el sillón en un sitio determinado, que ella les indicó. Luego se sentó y me miró directamente a los ojos en absoluto silencio durante un instante.
–Ariadna, querida –dijo a continuación–: a tu prometido le gusta que el vello del pubis esté al natural ¿verdad? –Me preguntó mirando los pelos de mi raja que lucían salvajes y ensortijados.
–No lo sé, nunca hemos hablado de eso. Normalmente no lo llevo así sino mas recortado, pero he tenido mucho trabajo últimamente y ni siquiera hemos ido a la playa –dije, sintiendo que era absolutamente necesario disculparme ante ella por esa omisión.
Meneó la cabeza, con exasperación y en sus ojos creí vislumbrar un: “¡Ay, Ariadna, Ariadna! Otra vez haciendo lo que no debes”.
–¿Crees mas importante tu trabajo que tu hombre, querida? –Preguntó a continuación.
–No, pero... –me costaba encontrar una excusa válida.
–¿Entonces? –Me interrumpió.
–Lo siento mucho –fue lo único que pude decir, ya que empezaba a ponerme extremadamente inquieta y nerviosa.
–Lo sientes... ya –asintió–. Muy bien, siéntelo pues.
Las doncellas, que eran altas y sorprendentemente fuertes me tomaron por los brazos y ataron mis muñecas a las cadenas que colgaban del techo. Una de ellas comenzó a tirar de una polea para izar las cadenas de manera que quedé apoyada apenas de puntillas en el suelo, en una posición muy incómoda. Para ese momento ya estaba muy pero muy asustada.
–Por lo que veo tampoco tienes demasiado cuidado con tus axilas. ¿O le gustan así a tu hombre? –Me preguntó, luego de observar con atención debajo de mis brazos, y recorriendo todo mi cuerpo con sus ojos que para entonces ya me parecían los de una institutriz de esas de libro, que lucen duras y frías en público, pero que se revelan como perversas y lascivas en privado.
–No –admití–, le gustan lisas y depiladas.
–¿Reconoces pues tu dejadez y desidia para con tu novio, querida? –Continuó interrogándome, utilizando magistralmente mis respuestas para llevarme a donde quería.
–Sí, así es –dije, con pesadumbre y muerta de miedo.
La
Frau
hizo un gesto a las doncellas y entre ambas me pusieron un antifaz de terciopelo y una mordaza.
A mí nunca me habían excitado las fantasías sadomasoquistas. Creo haberlo mencionado. Ni en los momentos más tórridos del sexo, ni en sueños me he visto –ni mucho menos deseado–, en una situación como aquella. Empecé a entrever de qué iba la cosa. No tardaron demasiado en confirmar mis peores presagios.
Mi espalda se estremeció con el primer fustazo, que me tomó totalmente por sorpresa. Al primero, siguieron otros. No sé cuántos. Quise gritar pero el bozal me mantenía muda. Los golpes comenzaron a producirme dolor. Sentía cada latigazo como si me estuvieran desollando viva, como si lijaran mi piel. Al fin paró aquello. Sólo entonces me soltaron las muñecas.
–Llevaos a Ariadna y dejadla que se reponga. Disponed todo de tal manera que a las once se presente, arreglada, en la sala de convivencia. Creo que será suficiente.
Entre las dos me llevaron casi a rastras a una sala y me dejaron tirada en una cama.
Apenas podía moverme. La parte posterior de mi cuerpo me ardía, desde medio muslo hasta los omoplatos. Estuve un rato a solas, y cuando las doncellas volvieron, me aplicaron un bálsamo, me incorporaron y luego me recortaron el vello del sexo y depilaron mis axilas. A continuación me ducharon, me peinaron y maquillaron. A las once por mi propio pié entré en la sala llamada “de convivencia”.
Continuará...