Irene FINAL
La reeducación de Irene toca a su fin. Será una buena esposa?
La corrección
De cómo Irene fue reeducada mediante diferentes disciplinas
Irene volvió a llorar. Yo tenía las bragas empapadas. Con gusto la hubiera interrumpido con alguna excusa y hubiera ido al aseo a aliviarme, pero en el estado en que estaba mi amiga no podía dejarla.
–Venga, no llores mas, tranquilízate... –le dije, pero Irene continuó con el relato, entre sollozos, hipando y limpiándose la nariz.
–Volvieron a tumbarme sobre ese horrible aparato, esta vez boca abajo. El dolor en mi barriga y pecho era insoportable. Volvía a tener las piernas muy abiertas... Me lubricaron e introdujeron algo por mi ano. Algo frío y metálico. Muy desagradable pero indoloro... al principio. A los pocos instantes aquello empezó a ensancharse, y con él mi esfínter. Empezó a doler mas y mas... ¡Oh, cómo dolía! –Exclamó Irene–. Fue horroroso, Inés, horroroso... Yo no sé cuanto lo agrandaron. Bueno, lo supe muy bien después, por desgracia. Cuando lo retiraron me pusieron una lavativa. Todavía estaba con el culo en alto cuando llegó hasta mí í la voz de la Frau:
–Ariadna, querida, ahora vamos a incorporarte. Debes retener en tu interior ese líquido purificante durante cinco minutos. De lo contrario recibirás diez azotes en tus nalgas, y tendremos que repetir el ejercicio. ¿Has entendido?
Irene hizo una larga pausa, como si quisiera tomar fuerzas.
–Tres veces volvieron a meterme la asquerosa jeringa, tres veces. Tenía el ano tan ensanchado que no podía cerrarlo. El maloliente líquido indefectiblemente caía por mis muslos cada vez que me quedaba de pié. Y me azotaban con el látigo de trenzas en mis glúteos. Acabaron como tomates. A la tercera intentona apenas pude aguantar un par de minutos pero no me pegaron. Quede arrodillada en el suelo ya que no podía tenerme en pie, hasta que trajeron una fregona y me hicieron limpiar el estropicio. Me apoyaba en el palo para no caer de tan debilitada que estaba. Cuando terminé pedí por favor que me dejaran reposar; que me hicieran lo que quisieran, pero que necesitaba descansar un poco. Consintieron que me arrodillara pero que me mantuviera erguida, y se marcharon a dedicar sus atenciones a otra de las chicas. Me tuvieron así unos diez minutos, creo, pero los más diez minutos más largos de mi vida. Me tambaleaba. En cualquier momento podía caerme. Volvieron con un barreño poniéndolo frente a mí.
–Bebe esto, me ordenaron ofreciéndome una cucharada de algo aceitoso.
Lo bebí con aprensión. El sabor era espantoso, pero los efectos... Casi inmediatamente empecé a sentir retortijones tremendos y muy dolorosos, a los que siguieron las náuseas. Vomité y vomité, no podía parar de hacerlo. Los dolores sacudían espasmódicamente todo mi martirizado cuerpo, al ritmo de mis arcadas. No sé cuanto duró aquello porque desperté en mi habitación, bueno, mejor dicho, me despertaron Pili y Mili, las fornidas doncellas. Tuvieron que zarandearme para que reaccionara. Notaba seco y caliente como la arena del desierto todo el interior de mi cuerpo, desde la boca hasta el ano. No sé que hora sería pero era noche cerrada. Me ordenaron que las siguiera. Esta vez no fuimos al Gimnasio sino a la sala de convivencia. Me hicieron sentar en un sillón. Por fin no era yo la protagonista... de momento.
En ese momento no me enteré de nada, la verdad. Me encontraba fatal y no estaba demasiado consciente. Allí estaban todas las residentes, desnudas como yo, e iban saliendo de una en una a contar cosas. Guardo un recuerdo muy borroso de esa primera vez, hasta que me llamaron. Oí la voz de Frau Hildegarde:
–Ariadna, por favor, levántate.
Sirio, mi tutora me ayudó. Me dio un papel.
–Léelo.
Pude hacerlo a duras penas:
–Todas me conocéis Ariadna. Estoy aquí porque no soy merecedora del hombre a quien amo. Hoy he comenzado a purgar mi cuerpo para volver a ser digna de él. Con el látigo he purificado mis carnes que yo misma he mancillado; con lavativas he limpiado mis entrañas emponzoñadas, y con penitencias he castigado mis pechos babeados y envilecidos. Si pensáis que no es suficiente podéis aplicarme el correctivo que creáis debo recibir.
Irene No pudo terminar la frase. De nuevo iba romper en llanto cuando el mâitre apareció con dos copas de cava y unos pastelillos como atención de la casa. La pausa nos alivió a las dos. Ya repuesta Irene continuó:
–Cuando terminé de leer hubo una larga pausa, y yo ya pensaba que todo iba a finalizar por fin, cuando una voz al fondo se dirigió a mí:
–Ariadna, perdona pero no tengo claras algunas de tus respuestas de esta mañana. Y se dirigió a Frau Hildegarde: ¿puedo hacerle unas preguntas?
–Adelante mi querida Tauro.
–Gracias. Ariadna: ¿al hombre con el que te deshonraste le gustaban tus pechos? –Preguntó.
–Sí, le gustaban mucho –le contesté.
–¿Hacía algo con ellos además de todo lo que conocemos?
–Perdona Tauro, pero no te entiendo.
–Tienes unos senos grandes. ¿Quieres decir que nunca las usó para masturbarse?
Yo estaba muy desorientada pero presentí lo peor. Sin embargo no tenía fuerzas para mentir.
–Sí, si que lo hizo, mas de una vez.
–¿Llegó a eyacular sobre ti? ¿Te derramó su leche en los pechos? –Insistió en los detalles.
–Alguna vez, sí –declaré.
–Bien, dejemos eso ahora. ¿Además de todas los actos lujuriosos que nos has contado, podrías agregar alguna perversión mas que hayas podido olvidar? –Indagó.
Mi cabeza daba vueltas. Una fuerza interior me empujaba a confesar cualquier cosa, a pesar de las consecuencias a las que previsiblemente podía enfrentarme.
–No sabría decir –le respondí, dubitativa–, creo que en alguna ocasión lamí su ano.
Tauro no volvió a preguntar. Salió de la semi penumbra y se puso frente a la Frau.
–Señora, creo que hemos sido demasiado indulgentes con nuestra querida Ariadna. Si realmente deseamos su recuperación hay que mortificar sus pechos y su lengua –sentenció y Frau Hildegarde, visiblemente complacida, dijo:
–Has sido muy perspicaz Tauro, sí, sí. ¿Y que propones querida?
–Serían suficientes 10 latigazos con la fusta y una pinza mientras dure la disciplina. Diariamente, claro.
No lo pude evitar. Caí al suelo de la impresión. Me tuvieron que llevar a rastras al gimnasio. Me hicieron sacar la lengua, a la que sujetaron con una especie de tenazas. Me aplicaron una agarradera que me la aplastaba y me obligaba a mantenerla fuera de la boca. Volví al potro y Sirio se acercó con la fusta. Al primer golpe pensé que me moría del dolor en mi pecho. Por mucho que cuente nunca nadie podrá imaginar el horror que pasé. Menos mal que al quinto o sexto latigazo perdí el conocimiento. Fue terrorífico, pavoroso, de verdad.
Yo me imaginaba el episodio y aunque no había pasado exactamente por lo mismo, la comprendía muy bien, Eso no era óbice para que tuviera las bragas empapadas. ¡El relato me había puesto cachonda! Tanto que notaba mojados mis muslos, Tanto que temía que hubiera traspasado la falda. Esperaba una ocasión para salir al aseo, pero no era el momento. Irene, un poco más calmada, continuó:
–Y así pasé mi primer día Villa S. Perdona Inés pero tengo que ir al aseo. Con tanto lloro debo estar horrible.
La acompañé. Nada mas encerrarme en mi cabina me quité las bragas... que fueron directamente al cubo de recogida de los aseos de señoras. Me senté en el inodoro con la mini recogida y metí mi dedo medio en mi sexo que chorreaba. Pocas veces en mi vida he llegado al orgasmo en tan poco tiempo. Irene es una chica muy atractiva. Imaginármela pasando por todo aquello... era, pues... Sencillamente era demasiado.
Salimos casi al unísono del baño. Decidimos salir a dar un paseo y continuar mas tarde. Cuando retomamos la conversación Irene estaba mucho más calma y recompuesta. Sus ojos habían recobrado algo de color. Hablaba despacio pero con claridad en aquella discreta terraza de la Rambla de Catalunya:
–Los días siguientes fueron mas de lo mismo, solo que ya no me cogía de sorpresa. Dejaron de dilatarme el ano, con lo que ya me resultaba más fácil retener las lavativas, pero los azotes eran mucho mas duros, sobre todo por parte de Sirio. Era muy cruel conmigo y lo peor era cuando parecía ensañarse y me pegaba en los pechos. Quise vengarme, y cometí un grave error –hizo una pausa, como si ordenara sus pensamientos–. Verás, todos los días después de la cena había sesión de convivencia. Es como lo de los alcohólicos anónimos. Cada una de nosotras sale al estrado y dice porqué está allí y como expía sus errores, es decir, como es castigada. Después puede intervenir cualquiera diciendo tu parecer, lo que puede significar que tu castigo aumente –casi siempre–, o disminuya –casi nunca–. Así que al tercer o cuarto día, harta de la saña con que me pegaba, cuando Sirio salió a hablar, yo intervine. Resulta que estaba allí porque era muy golosa y fumaba como una carretera. Cada vez que engordaba mas de la cuenta o su marido la pillaba fumando a escondidas la mandaba a la villa. Era ya la cuarta vez que estaba allí. Su penitencia era aceite de ricino dos veces al día y cincuenta golpes con una especie de pala en el vientre. Con razón siempre lo tenía casi en carne viva. Cuando terminó su habitual cháchara le pregunté:
–Querida tutora, ¿qué talla de sostén usas normalmente?
–Suele ser la 100, querida Ariadna.
–¿Y cuando llegaste aquí, cual llevabas?
–Bueno –respondió, algo desconcertada–, la 110. ¿Por qué lo preguntas?
–¿Decías que con los cincuenta palmetazos en tu barriga expiabas su aumento de volumen?
–Sí, eso dije.
–Entonces... ¿por qué no castigas tus senos cuyo aumento delata tu gula y glotonería?
Sirio me dirigió una mirada asesina, mientras Frau Hildegarde terciaba diciendo:
–Muy acertada Ariadna. ¿Qué propones para nuestra Sirio?
–Creo que debería recibir veinticinco latigazos en cada pecho.
–Bueno, creo que con quince estará bien, replicó la Frau. ¿Estáis todas de acuerdo, queridas?
Hubo un murmullo de aprobación. Tras la intervención de la última chica fuimos al gimnasio donde ataron a Sirio al potro. Su tutora descargó los quince golpes con la fusta con menos fuerza de lo que yo hubiera deseado, pero bueno, también sufrió lo suyo. La tía se desmayó y tuvieron que llevarla entre tres a su habitación. Sus tetas quedaron a rayas rojas.
Nunca debí de haberlo hecho. Si antes ya era cruel conmigo, a partir de entonces era sanguinaria. Me azotaba con extremado sadismo. Sobre todo se cebaba en mis pechos y en mi sexo. Mientras ella permaneció allí raras veces lo aguanté sin perder el conocimiento. Cuando se marchó, terminado su período, me alegré mucho, ya que pensé que mejoraría mi situación. Me equivoqué. La Frau nombró como tutora sustituta a la que había reclamado un mayor castigo para mí.
Tauro era una de esas tías del Opus Dei. Era la tercera vez que visitaba la Villa S. Su pecado, al igual que los otros anteriores, no era otro que haber tenido un orgasmo mientras copulaba con su marido, también del Opus.
–Mi deber era la procreación, no la voluptuosidad y la lujuria –decía en la sala convivencia. Y reparaba su crimen con agujas hipodérmicas en su clítoris. Una vez lo vi, y desde luego daba miedo. Ella parecía aguantarlo con resignación porque su cara no denotaba dolor precisamente.
”Lo que me alucinaba era ver como con una moral tan estricta y retrógrada la tía se paseaba por la villa, jardín incluido, totalmente en bolas, sin el mas mínimo pudor. Además era una mujer mayor pero muy bien conservada. Quiero decir, que perfectamente podía despertar sentimientos de lascivia y pensamientos y deseos pecaminosos a cualquier compañera con tendencias lésbicas”.
En ese momento, mientras Irene decía aquello, pensé: “Como por ejemplo a mí”, pero me lo callé. Seguí escuchando
–Bueno, el caso es que Tauro exigió –y consiguió– que se aumentaran mis castigos. En adelante me flagelaban los senos dos veces: con el látigo de colas llevando puestas las pinzas, y con la fusta. También volvieron a ensanchar mi esfínter anal, lo que implicaba mas torturas para mi trasero porque volvía a derramar los lavados –y con esa última frase Irene pareció de nuevo al borde del llanto. De no haber estado en plena vía pública, creo, lo hubiera hecho. Hizo una pausa, tomó fuerzas y continuó:
–Por fin llegó el sábado. Yo estaba hecha un ecce homo, versión femenina: moretones, marcas, estrías, heridas en los pezones y en el pubis. Me maquillaba prácticamente todo el cuerpo para disimular. Ya podía despedirme de la playa ese verano. Cuando acabamos de desayunar, Frau Hildegarde me llevó a una sala pequeña en la que nunca había estado antes. Era pequeña y acogedora, con muchos espejos y cuadros en las paredes. Nos acomodamos y me dijo:
–Hoy es el día en que nos abandonas. ¿Has fortalecido tu amor por tu futuro marido? ¿Crees que pasar por tan duras pruebas ha valido la pena, y te han hecho merecedora de su perdón definitivo? –Como no respondí enseguida, sonrió y me alentó: –Puedes hablarme con confianza. Estamos solas.
Yo no las tenía todas conmigo, pero tampoco hizo falta mentir siquiera a medias. En esos momentos pensaba que todo lo que había pasado lo daba por bueno si recuperaba de verdad a Sergio, así que contesté:
–Lo he pasado muy mal. A veces creí que no lo resistiría, pero mi amor por mi prometido me ayudó. Sí. Doy todo lo pasado por bueno. Quiero a Sergio más que nunca, y espero ser perdonada algún día.
–Está bien Ariadna, te creo –aprobó la Frau sin dejar de mirarme fijamente, como si estuviera tratando de leer la más mínima mentira en mis ojos–. Considero que eres merecedora de ese indulto a tus faltas, sin embargo...
“Ay”, pensé, “¿qué inventará ahora?”
–Sin embargo hay una cosa más. Te adelanto que es algo voluntario por tu parte, y si no quieres hacerlo nadie podrá reprochártelo. Además queda entre tú y yo. Nadie mas lo sabrá.
Empecé a marearme a pesar de que no tenía ni puñetera idea de por donde saldría. Desde luego, nada bueno.
–Verás, continuó suavemente, algunas mujeres llevan su amor y dedicación a sus maridos –o a sus parejas– que también las hay, a pedir ser “distinguidas”. Sí, distinguidas es la palabra, con algún signo o señal que denote su sumisión y sometimiento a ellos. Es algo que las ennoblece y “distingue” de las demás. ¿Comprendes? Son las elegidas, sin duda alguna, la elite entre la masa.
Sentí que me estremecía y me dieron los sudores.
–¿Qué clase de señal? –Pregunté–, ¿algún tatuaje?
–No precisamente, querida. Se trata de algo permanente.
No sé qué vino antes, si aparecer de nuevo las lágrimas en los ojos de Irene, o acordarme de la infamante marca que llevaba en la axila. A mí también me subieron los calores. Irene, a duras penas continuó:
–Ante mis dudas, Frau Hildegarde me lo dijo abiertamente:
–Se trata de una señal en tu piel con un estilete metálico al rojo blanco. Duele un poco al principio, pero nada comparado con lo que has pasado ¿qué me dices? ¿Quieres tomarte unos minutos de tiempo para pensarlo?
No quise tomarme ni un minuto. Dije que sí.
–Muy bien Ariadna, sabía que eras distinta.
“¡Qué manía con ponernos la estampita, puñeta!” Pensé. Y que idiotas nosotras por aguantarlo. En esos momentos estaba convencida de que en su momento no me negué con suficiente convicción. El caso es que la historia se repetía con demasiada frecuencia. Procuré calmar como pude a mi amiga, que disimulaba como podía sus sollozos.
Pasaron unos minutos. Irene, ya mas calmada contó el final de sus desventuras: La Frau la acompañó a la enfermería donde una asistenta ya tenía el material preparado. La tumbaron en una camilla bajo un gran foco. Le pusieron un antifaz. Le afeitaron totalmente el vello púbico y le aplicaron un spray desinfectante y anestésico. Le dieron una pieza de goma para que la mordiera y, pues le marcaron con el hierro en el monte de Venus.
Irene se desmayó. Cuando despertó se encontró en una cama, pero no en su habitación. Sergio estaba a su lado tomando su mano y acariciándole los cabellos. El dolor en el pubis persistía, pero sonrió con ganas al ver a su amado. Se fundieron en un apasionado beso. El había oído toda la conversación y visto su “marcaje” detrás de unos espejos.
“No podía ser de otra manera”, pensé para mí.
Salieron de villa S. antes de comer. Frau Hildegarde les despidió en la entrada. Estuvieron unos días descansando en Sierra Nevada y volvieron a Barcelona.
Quedé unos instantes muda, reflexionando, sin saber que decir. De repente Irene volvió a llorar. Esta vez sin disimulo. Sí que lo ha pasado mal, reflexioné. Acerqué mi silla hasta llegar a su lado. La tomé por los hombros.
–Venga Irene, que ya pasó todo. Piensa en el futuro. Ya tienes lo que quieres. No podrás olvidar lo mal que sufriste pero recuérdalo como una pesadilla, venga, anímate.
–No Inés, no ha pasado. Ni mucho menos.
–¿Qué pasa, que te han quedado marcas o secuelas?
–No Inés, no es eso. Ojalá. Es algo mucho peor.
Puse tal cara de asombro que Irene me agarró la mano, quizás para que no saliera corriendo por lo que venía a continuación:
–Sergio me ha pedido que vuelva allí al menos una semana al año.
–¿Y tú... y tú estas dispuesta a hacerlo? ¿Estas loca? –le pregunté, con tono indignado.
Irene, sin dejar de derramar lágrimas, hipando, y agarrando fuertemente mi mano contestó:
–¿No lo entiendes? ¡Lo deseo Inés, lo estoy deseando!
Sergio y Irene se casaron en esa maravilla arquitectónica que se llama Santa María del Mar el 15 de Septiembre cuando caía la tarde.
Yo estaba acompañada por mi novio, llegado por los pelos media hora antes, con el que repetiría ceremonia tres meses después. Hubo una gran fiesta en el jardín de la casa paterna que duró hasta bien entrada la madrugada. Casi sin dormir despedimos a los recién casados en El Prat, con rumbo a Madrid para tomar el vuelo a Rejkyavyk.
La idea de que en vez de Islandia pudieran haber ido a otro lado y cómo lo estarán pasando, sencillamente, no se me quita de la cabeza.