Irene Adler. El cazador y las negras
Historia ambientada en el Londres victoriano. El esposo de Irene regresa de su expedición a África, su inesperada compañía revoluciona la vida en la casa, aunque ya es bastante disoluta.
Irene contempló la gorra de caza sobre la cama, olvidarla no había sido un descuido, ÉL nunca se descuidaba. Pero sí era orgulloso, demasiado en realidad, tanto como para dejar una prenda totalmente fuera de lugar en el lecho conyugal ajeno. La recogió y guardó en su cofre privado, debajo de la cama, aspiró su olor una última vez, el tabaco en pipa le inundó. Su nuevo esposo volvía ese día, su barco llegaría al puerto en un par de horas. Sir Walk, James Walk miembro de toda suerte de clubes de caballeros, logias secretas y formalmente retirado de la Mariana de su Majestad. Había partido a África a emular a otros aventureros, buscaba una montaña, un río, una cascada algo que nombra, o más bien aseguraba buscar eso. Como tantos sus motivos eran otros, Irene lo sabía, le devoraba la pasión por las negras, esas bestezuelas salvajes como decían algunos, mujeres sin domar, a las que hacer lo que quisieran los señores blancos. No le importaba ser visto en un burdel de la alta sociedad, pero en Inglaterra James no recurría a sus pasiones más bajas, así que había empezado a viajar. Irene esperaba que no volviese de uno de esos viajes, que un león le devorase y ya puestos que un carruaje atropellase a su hijo James II, al que ella llamaba Jimmy para desquiciarle.
No hubo esa suerte y la criada anunció a Irene la llegada de su marido, la joven escocesa estaba emocionada, el señor traía todo tipo de presentes. Irene acudió a su encuentro en el recibidor, puso su mejor cara de esposa nostálgica. El gesto se le torció al ver la compañía, tres negros. Dos mujeres, la menor no pasaba de la veintena, la mayor tendría la edad de Irene, tenían unos cuerpos delgados, la mayor tenía buenos pechos. Además un hombre de ancha espalda y cuello, ralo de pelo. Remataba la fotografía distintas piezas de caza, un jabalí y un antílope. Se recompuso y besó a su esposo en la mejilla, conocía el papel que debía interpretar a la perfección, no en vano era la cuarta vez. Ninguno de sus anteriores matrimonios de conveniencia le habían salido tan aventureros.
He regresado con los cofres llenos querida.- Abrió los brazos para remarcar todas su nuevas posesiones, incluidas las tres almas negras.
Te he echado tanto de menos, estaba preocupada de que hubieses enfermado y no regresases como Sir Thompson.- Más bien estaba esperanzada de que siguiese el destino de este y ella el de su viuda que disfrutaba de una comodísima posición.
Yo no soy un débil viejo, sigo siendo un soldado, un hijo de Inglaterra.- Hinchó el pecho como un pavo real.
Sir James Walk tenía ya cincuenta y dos años, un hombre alto y fuerte, conservaba casi todo su porte de juventud, si bien había aumentado considerablemente su peso. El pelo empezaba a ralearle, lucía orgulloso bigote, no era un hombre atractivo, ya no, ni hace un año cuando Irene se casó con él. Le eligió por su dinero y posesión, viudo desde hace años y con un hijo sobre el que podía tener un ventaja en futuros litígios. Sir Walk no había logrado, hasta ahora, satisfacer a Irene en ningún aspecto, no era precisamente su mejor amante, ni de lejos.
Su marido se excusó y se dirigió a su despacho en la segunda planta. Irene quedó a solas con los nuevos miembros del servicio, actuó de señora de la casa y les condujo a la cocina donde les pasó revista. Las mujeres tenían cierta belleza, les abrió la boca para comprobar que tenían todos los dientes, parecían delgadas, tal vez demasiado, esperaba que sirviesen para las tareas de la casa y no solo para divertimento de su esposo. El hombre era un tizón, grande como un armario, con unos cortes cicatrizados en las mejillas, su mirada guardaba cierto desafío, aunque empezaba a diluirse, había algo más que no identificó a primera vista, ignoraba que utilidad podía haber visto su marido en él. Más tarde descubrió que el negro había abatido las piezas que mostraba orgullo su marido.
El señor inglés no respetó a su esposa ni recién regresado del viaje, a media noche se levantó de la cama, con toda la ligereza de que fue capaz. Comprobó que su esposa dormía, y emprendió camino hacía el cuarto donde se alojaban las sirvientas. Abrió la puerta con cuidado, las dos negras compartirán un lecho en el otro Amelia roncaba, el señor apenas dedicó una mirada a la pelirroja, buscaba carne más oscura. Su mano agarró la pierna de una de las negras, que casi grita del susto, la otra mano de Sir Walk le tapó la boca. La otra mujer se había despertado con el meneo del catre, los ojos del hombre le parecieron los de un demonio en las sombras, estaban desorbitados llenos de deseo. Despojó a ambas de cuanto las cubría e hizo lo propio consigo mismo.
Irene había abierto los ojos en el instante que su esposo había salido del dormitorio, tamaña falta de respeto, dejarle a ella de lado. Se miró en el espejó de pie antes de salir, su cuerpo era más que deseable, pocas mujeres de treinte en Londres le hacían sombra, sus pechos eran grandes, su cadera estrecha, su piel de porcelana y su cabello era de un castaño precioso. Caminó en vuelta en una bata, se movía como una gata, sus pasos no hacían temblar la madera, al contrario que los de su esposo al que seguía de lejos. Le vio entra en el cuarto de Amelia, la joven dormiría.
Sir Walk encendió una de las velas de la habitación le gustaba ver los dibujos del fuego en la carne enjuta y de ébano, lo había hecho así en plena Sábana, como un conquistador, un depredador. Las negras sabían a lo que venía, no era el primer hombre blanco que les hacía aquello, si bien a Sir Walk se las vendieron con garantías totalmente diferentes. La mayor de las dos decidió ofrecerse, mostrarse más sumisa, tal vez así se olvidase de su compañera. Abrió sus piernas y entre ellas destacó el rojo que había atraído a ese hombre hacia el sur. Su polla estaba como cuando navegaba, enhiesta y lista para cogerse a todo cuanto se pusiese por delante. La negra gritó por la violencia de la embestida, el camastro tembló, demasiado ruido. Amelia se despertó.
En poco tiempo los ojos de la joven pelirroja se acostumbraron a las bailarinas luces de la vela, reconoció al señor por detrás, llevaba tres años a su servicio, le conocía bien. Su trasero se movía intermitente entre las piernas de la negra, la criada se llevó la mano a la boca para ahogar un grito. Irene veía una escena similar desde el ojo de la cerradura, había espiado así desde niña y sabía adaptar la pupila a la oscuridad reinante. En ambas mujeres se despertaron dos sentimientos, el de rechazo y vergüenza ajena, provocado por un hombre de posición con dos negras bajo su propio techo, con su mujer allí. Y el de excitación y deseo, provocado por un hombre mayor que parecía recuperar su juventud al topar con dos diosas de una tierra salvaje. Amelia nunca había visto hacer aquello a un hombre, ella era una doncella aun pura, se persignó. Irene nunca había visto a su actual esposo hacer eso, con esa violencia y esa pasión.
La negra evitaba mirar al hombre a la cara, a algunos eso les disgustaba, aguantaba los envites del hombre con cierto estoicismo, pues por mucho que creyese aquel blanco no era diferente del resto y no era comparable al que en África fuese su esposo. No le llenaba ni remotamente, pero su compañera no había conocido a un varón de su tierra y no quería que pasase por el martirió de ser destrozada por Sir Walk así que se propuso hacer terminar al británico. Cerró sus piernas en torno a las caderas del blanco, empezó a gemir, fingiendo placer, el ego de esos hombres era desmesurado. Llevó las manos del hombre a su pechos, que estaban llenos, huérfanos de los hijos arrebatados. Sir Walk empezaba a perder las fuerzas, el arrebato de juventud le estaba siendo arrebatado por el coño de esa negra. Contempló a la otra que intentaba cubrirse, el deseo se reavivó. Apartó a la primera, se había cansado de esa. Su polla emergió en la mal iluminada habitación, salía del bosquecillo de pelo blanco empapada en fluidos de la mujer. Amelia dejó escapar un chillido de sorpresa, Sir Walk se volvió a la criada escocesa. El ojo de Irene situó a la chica en su cama, envuelta en una manta.
- Silencio niña.- Le gruñó el señor.
Por un momento se planteó lanzarse sobre ella también, se sentía más viril que nunca. Resistiendo el impulso su atención volvió a la joven oscura, arrinconada contra la pared, casi escondiéndose. La llegaba el turno, aun no había probado ese dulce, durante el viaje en barco solo había catado a la otra. La más joven estaba asustada, sería su cuarto hombre blanco, y los tres primeros fueron horribles y salvajes como hienas. La mayor intervino de nuevo, agarró la polla de Sir Walk y se la llevó a la boca. El hombre retrocedió al sentir aquello, la mujer insistió. Le azotó con el dorso de la mano apartándole de él. Irene no daba crédito a la estupidez de su esposo, debió pensar que se trataba de una caníbal, en lugar de una mujer de recursos. Aun así la negra no cesó en su empeño protector, se atrevió a tomar la palabra.
Yo da placer al señor.- Balbuceó.
¿Devorándome?- Bramó Sir Walk.
Ella repitió el gesto y esta vez el hombre le dio el beneficio de la duda, muchos rumores farfullaban los colonos africanos, confió en esas historias. La boca de la negra le pareció el paraíso pasados uno segundos. La lengua jugaba con su polla, los labios apretaban más que su coño era algo que el hombre nunca había sentido. No pudo resistirse y su juvenil vitalidad se fue derramando en la boca de la negra. Terminó sentado en el camastro de Amelia, derrotado y anciano de nuevo, la chica arrinconada lo más lejos que podía. Su polla colgaba flácida manchando el lecho de la joven. "No digas nada" ordenó a la escocesa. Tomó sus ropas y salió, encontró a su esposa donde le había dejado. Se tumbó en la cama, respiraba con dificultad. Irene ardía de ira, mientras sus dedos intentaba apaciguar otros fuegos.
Sir Walk dormía, pero ella aun no lo lograba, el espectáculo le había disturbado demasiado. Se levantó y recorrió el mismo camino que su esposo, irrumpió en el cuarto de las criadas. Todas despertaron, tenían el sueño ligero tras la última visita. Como había hecho el señor ella despojó de toda ropa a las negras, ya tenían que estar acostumbrándose al frío de Inglaterra. Tomó a la mayor del ralo cabello, que le colgaba en dos trenzas y le colocó de rodilla frente a ella.
Si sabes satisfacer a un hombre sabrás hacer lo propio con un mujer.- Le dijo.
¡Señora!- Exclamó Amelia.
Silencio. A qué esperas.- Acercó la cabeza de la negra contra su coño descubierto ya.
La mujer no tuvo más opción que hacer lo que su nueva señora ordenaba. Su lengua pasó rápidamente por su húmeda abertura, Irene resopló. Pronto se dio cuenta de que la negra no era muy ducha en esas artes, pero ya aprendería. Aun con todo, el tacto de otro ser humano, la sensación de una mujer de nuevo allí le fue más que suficiente. Movió sus caderas contra el rostro de la mujer, el roce le hizo llegar a orgasmo corto, no especialmente memorable. Le apartó y salió, Amelia estaba tapada con la manta hasta la nariz, asustada por lo que acababa de pasar en una noche. Sabía que la señora se encerraba en su habitación con el detective y gemía así, pero no se imaginaba que pudiese hacerlo con una mujer. No pegó ojo, contemplando en la oscuridad las dos figuras oscuras enroscadas en el camastro de enfrente, que había traído el señor, alguna especie de espíritus lascivos, al día siguiente iría a la iglesia en cuanto amaneciese.
Por la mañana Amelia bostezaba como un perro, procurando que los señores no le viesen, si bien no se atrevía a mirar a ninguno de los dos. Para la hora del té se presentó en la casa el hijo de Sir Walk. Jimmy contempló los trofeos que había traído su padre, todos ellos sus ojos se distraían bastante con el cazador, a Irene no le sorprendió, las pequeñas desviaciones de Jimmy eran su punto débil del que pretendía sacar partido. Los motivos que habían llevado a Jimmy a casa de su padre eran una deuda y el control mensual de la salud de su padre, más que nada para asegurarse que Miss Adler no le hubiese envenenado para apoderarse de todo. No era un buen hijo protector, era un hijo con mayor interés que la nueva esposa. Se dedicaron un par de sonrisas cargadas de odio, él e Irene, y amable Jimmy exigió a su padre un momento a solas y unas palabras, las palabras fueron contra Irene en su mayoría. Con todo a su gusto, y cincuenta libras en su bolsillo Jimmy marchó. Más tarde Irene estaba leyendo en la biblioteca, su marido había acudido al club. Amelia entro apresurada y asustada. Respiró aceleradamente y su señora tuvo que indicarle que se calmase.
No puedo señora.- La chica no paraba de mirar hacia atrás como si la persiguiesen.- Son esos negros, están haciendo cosas.
¿Qué cosas?- Irene apenas apartó la mirada del libro.
El hombre entró en mi estancia,- un mínimo de atención,- y tomó a la mujer, la misma que anoche usted y Sir...- Era suficiente.
Irene cerró el libro y lo dejó sobre la mesita junto a la butaca. No le importaban lo más mínimo los affaires del servicio, pero debía actuar de acuerdo a su posición. En tiempos menos generosos ella también había disfrutado de placeres similares, amparada bajo el techo de aquellos a los que servía. Le habían disciplinado por ello, y eso tenía que hacer ahora.
El sonido del sexo llenaba el estrecho pasillo, Amelia estaba amparada detrás de Irene. Se escuchaban altos y claros los gemidos de la negra, pero Irene no dudaba de su veracidad en esta ocasión. Palabras en un idioma desconocido, clamaba a Dios, al que fuese, eso también lo sabía. Con esa gracia de ladrona Irene llegó hasta la puerta, abrió con cuidado, una rendija. La negra tenía la manos apoyadas sobre el camastro, los pies al vuelo, sujeta por las caderas por el cazador. Este embestía con fuerza a la mujer haciéndole gritar de forma incesante. Él estaba desnudo, su cuerpo enmarcado por venas, tenso, grande y fuerte algo brillante por el sudor. Su polla daba de sí a la negra, la tenía como el cuerpo, venosa era la más grande que jamás había visto Irene, y ella había visto muchas. Amelia casi se desmaya al entrever por encima del hombro de sus señora la escena. No se detenían y no daban señal de cansancio mientras pasaban los minutos. De repente la mujer alcanzó el orgasmo y el hombre se detuvo sujetándole en aire, mientras ella enderezaba su espalda hasta tocar con el pecho de su amante. Amelia se persignó, convencida de la posesión diabólica de ambos.
Algo de diabólico debía de haber, pensó Irene, pues el hombre se separó de la negra y seguía totalmente erecto. Supuso que era el turno de que esa misma le satisficiese como había hecho con su esposo la noche anterior, deseaba verle lidiar con ese monstruo en su boca. Se quedó con las ganas, cuando el hombre se giró y encaró el otro camastro, el de Amelia. Tumbada, abierta de piernas y algo asustada estaba la otra negra, la joven. No medio palabra por parte del cazador, tan solo tomó a la chica. Pero lo hizo despacio, casi con dulzura, la joven ponía cara de dolor al principio, pero pronto se acostumbró. El cazador volvió a tomarse su tiempo, y con ese cuidado especial, que no había mostrado con la otra, llevó a la joven al éxtasis. Aun seguía en plenas facultades cuando terminó con la segunda mujer. Irene se preguntó si sería capaz de saciar a una tercera, su mano derecha llevaba un rato bajo la falda de su vestido. En el fondo ella temía ese descomunal miembro, dirigió una mirada a Amelia, podía ordenárselo a la joven, que lo probase, pero de que serviría darle algo así a quien no sabía disfrutarlo. Finalmente irrumpió, ordenó al hombre que saliese, abroncó a las mujeres, que apenas la entendían. No olvidó decir a Amelia que guardase el secreto, las otras mujeres miraban a la escocesa con enfado por haberlas delatado.
Su marido comentó la últimas noticas del Herald durante la cena, criticó las medidas con las colonias, mano dura demandó. Las negras servían la mesa orientadas por Amelia, más de tres veces en menos de un minutó demandó Sir Walk que le llenasen la copa, su mano se perdía de la vista cada vez que una de las negras se acercaba. Ellas aguantaban con compostura, a final de cuentas eran buenas sirvientas. Irene preguntó a su marido por el hombre, por sus cicatrices y profesión. Le fue revelado entonces que era cazador, de un tribu diezmada en una guerra, sobrevivía sirviendo a los blancos como guía y rastreador, parecía más una historia legendaria que otra cosa. Las cicatrices eran o bien de guerras tribales o de un animal, Sir Walk no lo sabía y no le importaba. Irene tenía buen ojo, sabía que las heridas habían sido infligidas por cuchillo, hace muchos años, probablemente durante la infancia. Quien ella sabía le diría el tipo de hoja, e incluso el lugar exacto, puede que hasta el propósito. Ella auguraba que eran alguna clase de rito o prueba de madurez.
Irene volvió a fingirse dormida, esta vez antes, su marido no pudo resistir las ganas de tomar un paseo nocturno. De nuevo le encontró, encamado con las dos, esta noche le había tocado el turno a la más joven. Irene percibió que la mayor no la protegía más, no era necesario, en comparación al cazador su marido era un hombre diminuto. La chica llevó a cabo una actuación magnífica convenciendo al señor de que era un gran amante. Sir Walk no desaprovechó la oportunidad de saborear una mamada como la de la noche anterior, acercó su polla a la cara de la negra mayor y esta le hizo terminar en un segundo. Destetaba el sabor del hombre blanco, el de la mujer no tanto, aunque también la odiaba por irrumpir esa tarde. Irene no necesitó contemplar el encamamiento completo y hacía tiempo que se había acostado, esta vez había tomado una cosa de su cofre, el que guardaba bajo la cama, cerrado con llave. El objeto de madera se deslizaba entre sus piernas al ritmo preciso que ella demandaba, antes de que regresase su esposo ya se había masturbado, lo dejó dentro toda la noche.
Amelia se había vuelto mirando a la pared en cuanto entró el señor, agarraba con fuerza el rosario que le dio su madre antes de marcharse a la ciudad. Seguía mirando a la pared cuando el señor marchó y sopló la vela. El contactó casi la hace saltar, sus oraciones subieron de nivel y velocidad conforme la pequeña mano recorría su espalda. Los cordones de su camisón fueron desatados uno a uno por ágiles dedos, deseó que fuese todo un sueño. El aliento de la negra le calentó la mejilla, sus labios detuvieron su recitar al notar otros próximos. Una palabra que no entendió le fue susurrada al oído, temió que fuese un hechizo. La negra la forzó al volverse, a mirar al techo. Su rostro, sujeto por un largo cuello, apareció cual serpiente sobre Amelia. Le bajaba lentamente el camisón, la manta ya descansaba en el suelo. La piel clara y pecosa fue saliendo a la noche. La otra negra se movía entre sus piernas, la vio un segundo entre las sombras. Imploró a Dios una última vez, justo antes de sentir el pellizcó en el pezón. La mayor se lo retorcía, Amelia fue a gritar pero los dedos de la negra taparon sus labios. Sus piernas eran recorridas por un par de manos aun más pequeñas, estas se detuvieron junto a la mata pelirroja de su entrepierna. La negra mamaba de sus tetas, la hacía algo de daño, parecía decidida a sacar leche. La otra abría camino con un dedo, haciendo que Amelia gimiese ante la extraña sensación. Notó la humedad propia aflorar de su pezón, la mujer se asomó a la luna con unas gotas blancas en los labios oscuros. Dos dedos desgarraban ahora a Amelia, cada vez más rápido, y más adentro, toparon con una barrera y salió algo de sangre. La mayor acercó sus pechos a la cara Amelia. El calor en su estomago le hizo abrir la boca y mamar de allí, la leche comenzó a brotar pronto. La negra sintió alivio al librarse de algo de carga. La más joven seguía añadiendo dedos a la penetración hasta que su aniñada mano entró por completo. El calor fue demasiado para Amelia, no aguantó más y tuvo un orgasmo, el primero para la joven escocesa. Había rotó el rosario y algunas cuentas se perdían en la cama. Las negras regresaron a la suya como espectros de pantera, gráciles y lascivas.
Irene no tardó en percibir que la criada estaba ausente, le había repetido que quería dos cucharadas de azúcar en el té hacía cinco. La joven preparó otra taza, y la sirvió al gusto de la señora, se estremeció al pasar junto a la negra mayor. Los ojos de esta estaban clavados en la señora aquella mañana, Irene sonrió adivinando que pensaba la mujer. Debía creer que trataba con una esposa de la aristocracia, criada para bailes y horas del té. Nada más lejos de la realidad, Irene había vivido, había servido, había actuado, había robado, había espiado y había amado y perdido. Esa negra no podía ni llegar a conocerla, pero ella sí podía saber más cosas, solo tenía que preguntar a la persona adecuada. Conseguir información era lo suyo, y si se trataba de hombres aun más fácil.
El guardes de la casa y cochero de su marido, Henry había acomodado al cazador en un cuarto del sótano, cerca de la caldera. Esta ya estaba encendida y era el mismo negro quien había estado siendo instruido por Henry para cuidar que siguiese funcionando. El sótano era la parte menos agradable de la casa, de piedra antigua y mortero, el techo bajo, el negro debía de andar por allí encorvado. El calor hizo que el vestido se le pegase a la ropa a Irene, se había quitado la chaquetilla antes de bajar, mostraba el escotado atavío purpura, apenas lucía en aquel lugar sucio y oscuro. Vio la luz de la improvisada instancia y se encaminó decidida, el calor aumentaba con cada paso. El tizón estaba sentado sobre la cama, la espalda apoyada en la pared, los ojos cerrados. Había bastantes velas iluminando el lugar, a unos metros la caldera, carbón y una pala. El camastro estaba manchado de negro aquí y allá. Irene se aclaró la garganta.
¿Qué desea señora?- Preguntó el hombre antes de que ella hablase, abrió los ojos, blancos salvo por un diminuto punto negro que parecía crecer poco a poco.
Quería preguntaros algo,- sonrió al negro, seductora,- veo que habláis mi lengua.- Irene juzgaba al hombre que tenía delante, le había visto desnudo y el deseo le había invadido, pero sabía cómo controlarse.
He cazado con muchos señores ingleses. ¿Quiere que le hable de caza, señora?- Le miraba a los ojos, el cazador atisbaba algo en esos ojos verdes, algo de lo que sacar partido, pero esta mujer no era fácil de engañar, ni daba impresión de estar hambrienta de carne como otras blancas, al menos no tanto.
No, quiero preguntarte por tus compañeras.- Se secó el sudor con el dorso del la mano enguantada en blanco.- ¿La mayor, que esconde?- Directa al grano.
Pocos lo notan, no miran y ven animales, juguetes, usted ha visto más allá.- El negro se levantó, decidido a probar su inventiva, en esa zona el techo se abovedaba dándole la posibilidad de alzarse dos cabezas por encima de Irene.
He visto muchas cosas en esta casa en los últimos días. Dime lo que sabes.- No resistía el calor por más tiempo, el sudor le recorría los pechos haciéndole sentir un mínimo alivio.
Era una bruja de dónde venimos, manipula los espíritus, conjura demonios para sus fines, desea el poder de la señora.- La explicación no era del todo satisfactoria para Irene, ÉL le había enseñado a desconfiar de las supercherías.
De poco le ha servido su magia, yo conseguí a mi esposo sin ella.- Tenía lo que quería y se marchaba. Cuando el cazador le sujetó con su manaza por el brazo.- ¿Qué haces?
Pero ella os consiguió a vos y a mí, y a la joven, con su magia.- Irene regresó su atención al hombre, él también sudaba dando brillo a su piel, el corazón de Irene latía con fuerza.- Debéis echar a la bruja de esta casa antes de que se haga con todo.
Lamentó no compartir esas creencias, y para que lo sepas ella no me tiene, ni por un segundo.-Trató de liberarse, el hombre no le soltaba.
Tal vez aun no, lucháis pero el deseo os consume, puedo olerlo.- Arrugó la nariz como si olfatease.
Tal vez podáis rastrear en la selva, pero aquí lo único que oléis es musgo y el carbón.- Volvió a intentar zafarse sin éxito.
Puedo oler esto.- La otra mano del cazador se hundió bajo la falda de Irene.
La notó en sus enaguas, se dio cuenta de que estaba empapada, tenía que deberse al calor de la caldera. Los dedos del hombre se movieron ágiles se abrían camino hasta la piel.
¡Detente!- Le ordenó con voz débil.
Es lo que deseáis, es su embrujo.- No paró.
Arrancó la prenda, sus dedos volvieron ahora con más facilidad, entraron Irene gimió, eran gordos y largos, más que los miembros de alguno de sus antiguos amantes. Sabían los que se hacían, le tocaban como solo ella se tocaba. Había dejado de luchar, sus manos se habían entrelazado al cuello del Cazador. Este desgarró también el vestido, lo partió en dos dejando de atender momentáneamente el coño de Irene. Quedó solo con el corsé como última barrera con la desnudez completa. Una mano regresó de nuevo a ella, prácticamente le agitaba, sus pechos querían salirse y ser libres. La mano libre del cazador desató el nudo la presión se relajó, sus tetas fueron libres. El corsé se deslizó pos su figura, hasta sus pies, él elevó a Irene para dejarle totalmente desatada. Le acercó a su boca, ella no le besó, tan solo besaba a un hombre ahí, y no era su marido.
Tras dejar a Irene en el suelo el cazador se despojó de su ropas. La atención de ella fue de inmediato a las cicatrices del pecho, pero al despojarse de los pantalones fue la polla lo que le cautivo. Caía vertical hacia abajo, era casi tan grande flácida como erecta, pero le parecía imposible que lograse levantarse aquel miembro. A Irene le encantaban los retos, así que se arrodilló frente al cazador. Este se sorprendió, nunca había visto hacer eso a una mujer blanca, empezó a creerse su propia mentira sobre la bruja, que era en realidad su mujer. Irene agarró la polla con fuerza, el tacto de los guantes de seda gusto al tizón, pesaba la acercó a su boca, le costó abrirla lo suficiente para que entrase. El sabor era fuerte y agrio, el tizón hacía tiempo que no se aseaba, aun así eso solo le excitó aun más. Iba tragando más y más, aplicando una técnica que aprendió de una zíngara que tragaba sables en un circo ambulante. Contuvo el reflejo de la garganta al llegar a la mitad, la punta le tocaba en la campanilla. Sus labios abrazaban el tronco con succión, la saliva se le escapaba por las comisuras. El cazador ya estaba duro, las habilidades de la mujer le habían sorprendido gratamente. Irene echó la cabeza hacia atrás, la parte de polla que había tragado emergió brillante a la luz de las velas.
El corazón del cazador se había acelerado al punto que solo lo hacía al cazar leones o rinocerontes. El sudor empapaba por completo a Irene, se sentía deliciosamente sucia. El negro le tumbó sobre la cama, le haría el amor como a la joven, pese a su habilidad con la boca seguí siendo una mujer blanca no aguantaría todo su poderío. Irene abrió sus piernas y esperó a su amante, el peso de los dos hizo temblar el camastro. El tizón agarró su polla y la pasó despacio por la entrada de Irene, cerrada, por poco tiempo pensó. Con parsimonia la introdujo, dilatando a la señora con cada pulgada. Se detuvo al calcular que había introducido lo que calzaban la mayor parte de hombres blancos. Empezó entonces un movimiento armónico y cadencioso de caderas. Los gemidos iniciales de Irene se tornaron exagerados y teatrales bostezos.
¿No os gusta señora?- Preguntó extrañado, la mayor parte de las mujeres blancas con que había estado en El Cabo pedían piedad a esas alturas.
La magia de la bruja debes ser fuerte, pues consigue que montéis como una bestia, aunque eso no es obra demonio alguno, sospecho.- Irene estaba convencida de que podía sacar más partido de ese tizón antes de desmontar toda la historia que había inventado.
Temía haceros daño mi señora.- Se explicó él.
No os preocupéis por mí, si estoy a disgusto os lo hare saber, ahora arre.- Le azotó el trasero quitándose un guante.
El sirviente obedeció, y de una sola embestida se la clavó. Irene casi se incorpora como reacción al golpe, la notó en sus entrañas, le dolió pero le gustó aun más. Asintió haciendo saber al cazador que debía continuar, este se preguntó de dónde salía una mujer como esa, su propia esposa había tardado años en dejarle hacerlo así. Tal vez su historia de brujería le serviría para librase de ella, pero sino al menos tendría a su disposición algo mucho mejor. Y es que después de servir a tantas blancas en El Cabo ahora tenía un apetito especial por esa clase de mujeres, le cautivaba la desatención que sufrían por sus esposos. Les había confesado los secretos para seducir a estas mujeres a sus hijos que habían quedado allí, en parte soñaba con derrotar a los invasores a través de la piernas de sus mujeres. Irene volvió a azotarle con el guante, había bajado el ritmo con las divagaciones, la mujer que tenía hoy ante él era incomparable a todas las demás. El esqueleto de hierro del camastro estaba a punto de ceder, el leve colchó solo lograba que a Irene se le clavase todo en la espalda. El tizón había recuperado un ritmo frenético, ella empezaba a perderse, solo lograba aquello con ÉL y con contadas mujeres. Estaba saboreando esa sensación que empezaba entre su piernas y le recorría la columna hasta estallar en su nuca, pero la cama no aguantó más. Las patas se doblaron y les precipitaron al suelo, Irene no quería terminar en el suelo del sucio sótano.
El cazador le ayudó al levantarse, ella le tomó de la mano y tiró de él. Le llevó por la casa, cruzó la cocina, la señora Doyle estaba casi ciega y solo vio dos sombras ascender del sótano. Amelia se cruzó con ellos en la escalera, la joven casi se desmaya y cae rodando. Las negras estaban en el pasillo de las alcobas principales, vieron a la pareja desnuda entrar en el dormitorio principal. La mayor de las dos soltó la gamuza y salió disparada hacía ellos, Irene cerró la puerta en sus narices. Ordenó al cazador que se tumbase en la cama, nunca había llegado a estar en una habitación así con ninguna mujer. Contempló el dosel sin entender porque cubría la cama, Irene tapó su visión y se dejó caer sobre él. Se sintió ensartada por una lanza de carne al instante, pensó que le partiría por la mitad. Aun así ya había demorado demasiado el placer, con la negra aporreando la puerta, empezó a subir y bajar sobre él. El ritmo no era suficiente, la postura la cansaba, allí con más luz se fijó en las manchas de carbón sobre su cuerpo desnudo. El cazador estaba dejando sus pechos negros a base de sobarlos y pellizcarlos.
Cansada pero aun insatisfecha descabalgó y se colocó con su culo apuntando al techo, el cazador lo entendió sin necesidad de palabras. Fue por detrás y agarró sus caderas, dos nuevas marcas negras se formaron, apuntó y empujó. Irene gimió con fuerza, el tizón sabía cómo cargar. Le exigió que siguiese así, lo hizo, por más de media hora, Irene había llegado al orgasmos un par de veces. Ahora recibía los envites como una muñeca de trapo. Por fin el negro rugió y ella sintió como le invadía un rio que bien podía ser el Támesis mismo. Se dejó caer junto a ella, recuperando el aliento. Irene dejaba que la gotease la semilla del cazador.
Debes salir y decir a tu esposa que se calme.- Los golpes en la puerta habían disminuido en intensidad.
¿Cómo sabes que es mi esposa?- Preguntó el sorprendido.
Elemental, tenéis la misma marca de esclavos, en la cadera, y en la clavícula izquierda un corte que sin duda en vuestra tribu representa el lazo marital.
El cazador no llegó a entender todo cuanto dijo, pero ella le apremió y este salí a calmar a su esposa. Irene pidió a Amelia que limpiase y preparase un baño. Antes de entrar en la humeante bañera tomó su juguete de madera y forma fálica y se hundió en el agua con él. Para cuando su esposo regreso ella estaba impecable, y una pareja de Scotland Yard apresaba a la negra, acusada de un crimen de robo, en efecto encontraron un collar de la señora entre sus escasas pertenencias. Irene sonsacó toda la verdad al cazador en otros encuentros, terminó contándole que negra joven había sido apresada hace poco, que su mujer quería protegerle creyendo que se trataba de una princesa. Aquello había sido otra invención de él mismo que había tomado a la joven durante el viaje, y quería volver a hacerlo pues la chica tan solo había conocido a un puñado de blancos y era prácticamente virgen en lo referente a hombres de su tierra. Irene contenta conociendo toda la verdad, dejó a su marido seguir usando a la negra por las noches, a sabiendas de que para ella no debía ser ningún esfuerzo recibirle. Se ocupó del que el cazador recibiese una alcoba más confortable, para ella al menos. Por otro lado Amelia esperaba dormir tranquila ahora que el demonio había abandonado su compañía, la otra parecía una niña inocente, sin duda hechizada la terrible noche que se sintió morir por un segundo. Si bien en cuanto el señor se fue, la joven escocesa notó entre sus piernas una lengua ágil y unas manos pequeñas.
Así concluyó la aventura de El cazador y las negras para Irene, pero en realidad solo había sido una distracción fútil. Miss Adler ya miraba al día siguiente esperando el próximo desafío, con el negro encaramado a su espalda.