Introducción

Como mi mujer me inició en la disciplina doméstica y reinicio la tasca disciplinaria interrumpida por mi madre hace años.

INTRODUCCIÓN

Estoy casado con una mujer de mi edad, bueno, casi un año mayor, con la que he encontrado la felicidad, sobretodo desde que ambos descubrimos nuestros roles verdaderos, no los que nos quiere imponer la sociedad. Es ella la que lleva los pantalones (en sentido figurado, pues le encanta llevar faldas de todo tipo), la que manda en casa y en nuestra relación (aunque las decisiones importantes las hablamos antes), si hago algo mal o la desobedezco me castiga y así va todo sobre ruedas. Se podría decir que es esposa y madre a la vez, pero no sólo de nuestros dos hijos, también mía muchas veces.

Permitidme que os cuente algo más de ella y de nuestra relación tan especial.

AUTORIDAD Y DISCIPLINA

Me casé hace 23 años con Ana, una chica dos años mayor que yo que había sido amiga y compañera de juegos de infancia, ambos pasábamos fines de semana y vacaciones en Esplugues de Llobregat, muy cerca de Barcelona, en una entonces pequeña y modesta urbanización, convertida ahora en el paraíso de los ricachones barceloneses. Hicimos una buena pandilla mixta, cosa poco habitual en la época, y aunque mis mejores amigos siempre fueron varones, cultivé con ella una muy buena amistad, un montón de aventuras y un número parejo de travesuras…y sus consecuencias también. Por el hecho de ser andaluzas nuestras respectivas madres (la suya sevillana y la mía cordobesa), teníamos –y tenían- bastantes cosas en común. En el caso de ellas, cierta simpatía por los castigos corporales (azotes en el culo básicamente), métodos educativos en los que creían firmemente y que empleaban con cierta frecuencia, ayudadas –como buenas andaluzas- por la inefable zapatilla.

Pero no es mi intención ahora contaros mis andanzas infantiles, tan sólo que sepáis que ambos sabíamos de los castigos del otro, habiendo sido ella testigo (visual incluso) de algunas de las zurras que me dio mi madre, mientras que yo a lo más que llegué fue a oír alguna de sus azotainas a través de la puerta de algún dormitorio o baño; ventajas de ser niña e inconvenientes de ser niño. Mi objetivo es tan sólo establecer algunos de los puntos de partida de nuestra actual relación.

Nos perdimos el rastro cuando yo cumplí 17 años, pero lo recuperamos tres años más tarde, cuando el azar nos hizo coincidir en un hotel de Tenerife, donde pasábamos unos días de vacaciones, ella en compañía de dos amigas y yo en compañía de mis padres. Hablamos mucho esos días, de nuestra niñez y de nuestra recientemente estrenada vida adulta, saliendo a relucir incluso algunos episodios que no habían terminado demasiado bien para nuestras infantiles posaderas, pero sin darle mayor importancia al asunto. Bueno, tal vez ella no, pero yo hacía tiempo que extrañaba las sesiones de zapatillazos sobre el regazo materno, fantaseando con mujeres severas que me azotaban como a un mocoso. Ana se había convertido en una mujer exuberante, de generosas curvas, sobretodo donde la espalda pierde su casto nombre, maciza, pero no gorda, con una hermosa melena rubia de pelo rizado y ojos verdes; desde un principio me fascinó y cautivó su físico, pero también su carácter firme y algo autoritario. Quiso el destino también que ambos hubiéramos roto recientemente con nuestras respectivas parejas, yo con una chica tan mona como boba y falta de personalidad, y ella con un ejecutivo agresivo al que parecían importarle sólo los negocios. Empezamos a salir como amigos, seguimos como novios y acabamos casados al cabo de cuatro años.

Debo decir que empezamos como una pareja normal, aunque ella siempre fue algo dominante, por lo menos en casa y –sobretodo- en la intimidad del dormitorio, y nuestra vida amorosa y sexual fue bastante buena para ambos, pero faltándole siempre la guinda al pastel. Siempre creí que ella quería ir más allá, y yo soñaba con una buena azotaina acostado sobre sus macizos muslos, pero con un poco de timidez, un mucho de vergüenza y unas gotas de rutina, la cosa parecía que nunca iba a surgir ni de un lado ni del otro. Sin embargo, lo bueno o lo malo de algunos sueños es que a veces se convierten en realidad.

Tuvimos dos hijos, un niño y una niña, a los que educamos con inmensas dosis de amor y cariño, pero también con la necesaria disciplina, sobretodo mi mujer, que no dudó en darles unos azotes cuando se desmandaban demasiado. Y claro, siguiendo la tradición la familiar, solía zurrarles con una de sus zapatillas de andar por casa. Yo raramente les pegué, pero en todo momento apoyé a mi mujer en todas sus decisiones, incluyendo sus métodos disciplinarios. Este hecho fue el que me permitió darle a entender que yo también necesitaba de vez en cuando un tratamiento similar, pero como todo, la cosa fue lenta y paulatina. Ella notó que después de calentar el culo al niño o a la niña –cosa que frecuentemente ocurría en mi presencia- yo me comportaba en la cama de forma mucho más ardiente y apasionada. Tampoco podía yo disimular mi excitación cuando recordábamos algunas azotainas recibidas de niños, o más aún, cuando Ana me decía –medio en serio, medio en broma- que a veces merecería yo también que me dejara el culo como un tomate, llegando incluso a darme algún azote -¡y no siempre suave!-. Hasta que llegó un día que me sus amenazas me cogieron envalentonado –y con un par de copitas, lo reconozco-, me lié la manta a la cabeza y decidí tirar la cuerda al máximo. Estando los niños de colonias y solos en casa por tanto, discutimos por una nimiedad y yo acabé cediendo y reconociendo mi error humildemente. Ana me miró seriamente y me dijo:

-Desde luego, Felipe, hay veces que te comportas como un crío, debería darte unos azotes también a ti.

Me sonrojé, tragué saliva y le solté:

-No serás tú quien me los dé.

Sin mediar palabra y antes de tener tiempo de darme cuenta de lo que ocurría, me encontré bocabajo sobre el regazo de mi mujer. Era ya de noche, ella vestía un camisoncito muy corto y transparente, calzando unas zapatillas grises de tacón, con suela de cuero y una borla negra sobre la tira que las sujetaba al empeine, dejando casi al descubierto el pie, mientras que yo ya me había puesto el pijama.

-Ahora mismo vas a comprobar que sí –me dijo, procediendo a bajarme el pantalón del pijama y dejándome con el culo al aire.

Empezó a azotarme con una fuerza inusitada, con su mano derecha, alternando una y otra nalga como buena y experta azotadora, y aunque ya sabía de su fortaleza física -no en vano es fisioterapeuta- los azotes caían como plomo sobre mis desnudas posaderas, en absoluto acostumbradas al castigo como antaño lo estuvieron. Después de varios minutos de rítmica azotaina, se detuvo un momento y me dijo:

-Eres demasiado mayor y tienes el culo demasiado duro para que te pegue con la mano, necesitas que te dé con la zapatilla, como bien hacía tu madre.

Dicho y hecho, sin soltarme se inclinó hasta alcanzar con la mano derecha la zapatilla del mismo pie, se la quitó deslizándola de atrás hacia delante (exactamente igual que hacía mi madre) y la agarró firmemente por el talón para azotarme con la suela con todas sus fuerzas. Los azotes dolían una barbaridad, nada que ver con las tundas que me daba mi madre de niño, y eso que no era manca, pero la zapatilla de mi madre era de goma blanda y la de Ana de cuero rígido, además del hecho de que hacía muchos años que no me calentaban el culo (alguna vez me había pegado yo mismo con alguna de las zapatillas de mi mujer, pero pocas y con mucha menos fuerza). En poco tiempo tuve el culo ardiendo y dolorido, encontrándome brincando y suplicando perdón sobre las rodillas de mi mujer, como un nene travieso de 9 o 10 años como mucho; menos mal que yo había hecho insonorizar la habitación para poder escuchar música a buen volumen, pues si no creo que todo el vecindario hubiera oído mis gritos, bastante más altos que el chasquido de la zapatilla sobre mis nalgas desnudas.

Fueron más de diez minutos los que estuvo azotándome Ana sin piedad, y cuando por fin pude abandonar sus rodillas, no me levanté, me quedé un rato acostado en el suelo de madera de la habitación, frotándome enérgicamente el escocido trasero. Ella no dijo nada al principio, yo creo que estaba recuperando el aliento y las fuerzas para hablar, simplemente se calzó la zapatilla de nuevo, se alisó el camisón y se quedo sentada en la cama. Al poco rato, estando yo aún en el suelo con los ojos húmedos y casi llorando, volví a oír su voz autoritaria y firme como pocas veces la había oído:

-Espero que te haya servido de lección, ahora te quedarás castigado cara a la pared durante quince minutos, con el culo al aire, por supuesto, y aprovecha para reflexionar sobre tu conducta.

No dudé en obedecer, me había dejado más suave que la seda y no quería más problemas, me levanté y me coloqué de cara a la pared más cercana, Ana me corrigió enseguida con un azote:

-Ahí no, en el rincón, como un niño malo, y las manos en la cabeza. Como te muevas o bajes las manos me quito otra vez la zapatilla y te dejo el culo morado, no rojo.

La oí salir de la habitación, pero no osé desobedecer sus órdenes, temeroso de que cumpliera sus amenazas y sabiéndola capaz de eso y de más, sobretodo después de la dolorosa y humillante experiencia. Lo que sí hice fue girar un poco la cabeza para ver el estado de mis pobres asentaderas en el espejo del tocador, parecían dos tomates en su punto álgido de maduración, y el enrojecimiento cubría desde el lugar donde inician su curvatura los glúteos, al final de la espalda, hasta bien iniciado el muslo. Parecía que llevara un short color amapola.

Mi mujer apenas tardó un par de minutos en regresar, encontrándome exactamente como me dejó. Se burló del estado de mis nalgas y me las sobó suave y pausadamente:

-¿Ves lo que les pasa a los niños malos que contestan mal a su mamás? –me dijo con tono meloso y maternal-. Acaban con el culo más rojo que un tomate. A partir de ahora, cada vez que me desobedezcas, te portes incorrectamente o simplemente yo lo estime oportuno, te voy a dar unos buenos azotes; a ver si así aprendes de una vez a respetarme y obedecerme sin rechistar.

Y haciendo gesto de quitarse de nuevo la zapatilla siguió:

-Me parece que ésta va a tener más trabajo contigo que con los niños, que se portan mucho mejor que tú. Procura que no tenga que quitármela de nuevo, porque cada vez que lo haga te voy a dejar un buen recuerdo en este culito tan bonito que tienes.

Me puse colorado y sólo alcanzó a salir un escueto "sí" de mi garganta. Ana me dio otra palmada y me corrigió:

-A partir de ahora siempre "sí mamá". Voy a recuperar la tasca educadora de tu madre justo allí donde ella la interrumpió, y con sus mismos métodos, claro, pero corregidos y aumentados. Ya lo irás comprobando.

De hecho, con frecuencia yo le llamaba mamá cariñosamente, pero por el hecho de ser la madre de mis hijos, no como figura materna para mí, así que no me fue difícil cumplir esta orden, incluso en público, al ser algo normal entre parejas con hijos. Claro que procurando que nadie supiera el motivo real del cariñoso epíteto.

Me dio un beso cálido en los labios, que me puso a cien de nuevo (la zurra me había proporcionado una erección de caballo, pero sólo hasta la sensación de dolor derrotó a la de placer), pero Ana me cortó cariñosa pero severamente.

-Sé buen chico y espera a que nos acostemos. Mamá aún tiene algunas cosas que hacer en casa. Vístete y espera. Mientras puedes hacer lo que quieras, tu castigo ha terminado.

Me subí el pantalón, no sin antes frotarme con ganas el abrasado trasero y le dije con voz mohína:

-Me has dejado el culo hecho polvo, creo que no voy a poder sentarme en una semana.

-Exagerado, por unos azotitos de nada, y más para un hombretón como tú. Recuérdame que te ponga un poco de cremita antes de acostarnos y mañana tu culito estará suave y fresco como el de un bebé, no quiero lastimarte más de lo necesario.

Ella se fue a hacer algunos quehaceres y yo me fui a mi despacho, a arreglar algunos papeles y ver algunas cosas en el ordenador. Por suerte el asiento de la silla era blando y confortable, pero eso no evitaba que viera las estrellas y recordara el palizón a cada movimiento.

Por fin Ana vino a buscarme. Me cogió de la mano y me condujo de nuevo a la habitación. Una vez allí me ordenó tumbarme bocabajo en la cama, diciéndome con un tono meloso y maternal que me resultaba muy vergonzoso a la par que excitante.

-Acuéstate que mamá le va a poner cremita al nene en el culito. He tenido que azotarte porque has sido malo, pero ya pasó y estás perdonado, después te permitiré comportarte como un niño mayor y haremos el amor.

Me acosté de bruces en la cama y noté como volvía a bajarme el pantalón del pijama, haciéndome dar un brinco con el sólo roce de la goma de la cintura en las nalgas, adoloridas aún. Dejándome en esta humillante posición, fue a buscar su crema hidratante al tocador y con ella me dio un largo masaje, un poco doloroso al principio por el lamentable estado de mi trasero, pero pronto muy placentero, dejándome más que dispuesto a comportarme como buen marido en la cama.

Terminó el masaje con un suave y cariñoso azotito, terminó de desnudarme del todo ante mi sorpresa por tal iniciativa hasta ahora inaudita y me susurró al oído:

-Déjate llevar.

No entraré en detalles sobre la que fue la primera de muchas noches de sexo desenfrenado, pero con una particularidad, Ana llevó la batuta en todo momento, cosa que me hizo llegar a cotas hasta ese momento insospechadas de placer, y eso que nuestra vida sexual hasta entonces había estado por encima de la media, en cantidad y en calidad. Cuando acabamos, exhaustos sobre la cama (sobretodo yo, y eso que ella había llevado la iniciativa), me habló con su voz firme y cariñosa que no admitía réplica:

-A partir de ahora en la cama también mando yo, y pobre de tu pompis si te atreves a desobedecerme o no me satisfaces, porque vas a cobrar de lo lindo si tengo alguna queja. Me parece que nuestra vida como pareja va a dar un giro de 180º.

Y así fue, desde ese momento Ana se convirtió en esposa y amante, pero también en madre severa, y ya fuera como una o como la otra, siguió azotándome con severidad y frecuencia con cualquier excusa, con motivo o sin motivo, pero siempre con la zapatilla y sobre su regazo, como a un mocoso malcriado. Sin embargo, las cosas fueron cambiando poco a poco y nuestra relación (más bien SU relación conmigo) fue evolucionando y fue introduciendo algunos cambios, en materia de disciplina y castigos sobretodo. Pero eso da para más capítulos y éste se suponía que iba a ser sólo una introducción. En breve os contaré como han ido cambiando las cosas en mi hogar. Un hogar en el está claro quien lleva los pantalones y lo digo sin vergüenza: MI MUJER!