Intranquilo 7- A falta de pan, buenas son tortas

En la vida de Luis todo parece que puede suceder, pero a veces un buen recuerdo puede suplir una realidad que no es la que se esperaba...

RESUMEN DE LO PUBLICADO: Luis, un chico de 18 años cuya vida últimamente es un cúmulo de desastres y cuyo único desahogo es hacerse pajas que tienen a Javier, su profesor de Lengua, como destinatario inevitable, acaba de descubrir un vídeo en internet que le ha puesto muy cachondo y se hace una paja en el cuarto de su hermano, pues él está castigado sin salir y sin ordenador. Justo cuando terminada de correrse antes de lo que esperaba oye que alguien entra en la casa. Si lo ven con el ordenador del hermano está perdido, y ya lleva muchas bronca. Por eso se mete corriendo en el cuarto de baño. Es su padre, que ha llegado del trabajo y que retoma una vieja costumbre que tenían olvidada: la de ducharse juntos. En eso están cuando su padre se le queda mirando...

Aquellas palabras de mi padre:

estás hecho ya todo un hombre, y eso siempre le alegra a uno

, en el cuarto de baño, allí, desnudos como cuando era más chico, como dos colegas que acaban de jugar un partido de fútbol, recuperada la intimidad perdida, me sorprendieron, quizás fueran el reconocimiento que estaba necesitando, por eso estuve a punto de decirle lo que me pasaba, de hablarle, de lo que me había ocurrido el sábado, de lo que me estaba haciendo el primo, de mis dudas y temores... Estuve a punto de abrirme a él, por fin, de desahogarme pero sus palabras me detuvieron.

  • Y como ya no eres un crío, sino todo un hombre- una sonrisa se dibujó en su rostro- creo que debes ir asumiendo la responsabilidad de tus actos.

Esto me lo dijo mientras se secaba, mientras la toalla, bien sujeta en sus manos recias, pasaba por su polla gruesa y por sus huevos peludos.

  • ¿Has hablado ya con tu primo?

Aquello terminó de dejarme las cosas claras. Volvía, con aquella pregunta, a colocarme en el sitio que siempre me había colocado, el de un niñato irresponsable que no sabe hacer nada y que necesita de otro más formal para arreglar sus asuntos.

Lo miré y sentí pena, no tanto de él, como de mí. No había nada que hacer. Así que decidí decirle lo que él quería escuchar.

  • Ahora lo voy a llamar-mentí.

-Muy bien, Luis, así me gusta. Todos hemos hecho tonterías... ¡Si yo te contara!- y sus ojos se perdieron durante un segundo en algún punto del baño- Pero no pasa nada. Las cosas hay que hablarlas, es el único arreglo posible, ¿verdad, macho?

¿Verdad, macho?

Aquella era otras de las cosas que habíamos perdido, bueno, más bien que había perdido él, que solía terminar casi siempre todas sus frases, cuando hablábamos, con ese

¿verdad, macho?

que a mí, antes tanto me gustaba, pero que ahora me resultaba bastante insoportable.

  • Verdad- le dije casi en un susurro.

Se acercó a mí y me volvió a abrazar. Volví a sentir su piel velluda y el calor de su cuerpo sobre el mío, la fuerza de sus brazos, y el olor a limpio que despedía su cuello. Él seguía desnudo, yo con la toalla liada a la cintura. Mis huevos se encogieron ante aquel contacto.

Cuando por fin me dejó, me despedí de él, y antes de salir, sentí cómo me golpeaba el culo con la toalla.

Llegué a mi cuarto, busqué unos slips limpios y unas calzonas, y me senté en la cama. La cabeza seguía siendo una turbina donde ideas confusas reinaban a su placer. No me acordé siquiera de acercame al cuarto de mi hermano para borrar el historial del navegador de internet y apagarlo. Tal era la confusión en la que me encontraba.

Mi madre y José Miguel llegaron sobre las nueve pasadas. Yo había permanecido todo ese tiempo tirado en mi cama, sin hacer nada, dándole vueltas a la cabeza, sin solucionar tampoco nada, con la esperanza de que mi padre se olvidara de esa llamada que tenía que hacerle a mi primo, pensando que mi vida era una auténtica mierda y que no veía ninguna solución.

Cenamos los cuatro juntos. Mi hermano José Miguel apenas si habló, aunque me lanzó un par de miradas que yo no supe a qué venían, ya me enteraría... Mi padre se mostraba muy hablador, y mi madre parecía estar también muy contenta. Todos parecían estar felices y yo no quería quedarme excluido de aquella felicidad, así que hice un esfuerzo y conté algo, lo primero que se me vino a la cabeza, lo del trabajo de lengua, el libro que no me había leído, y lo que me había gustado. Me embalé. Y sin saber cómo también hablé de Javier, mi profesor, de lo bien que lo pasábamos en clase, y de lo enrollado que era. No era la primera vez que se hablaba de él en la mesa, ya he dicho que mi madre lo conocía pues había ido un par de veces a hablar con él sobre mí, y había vuelto encantada.

  • Me alegro de que haya buenos profesores- comentó mi padre-. Un buen profesor puede ayudar mucho a un chaval.

Mi hermano estaba también en mi instituto, en tercero de la eso, a pesar de ser tres años más pequeño que yo, como nunca había repetido, estaba tan solo a un curso de alcanzarme. Ya digo que apenas si habló, pero cuando salió el tema de Javier, pareció muy interesado. Estaba yo contando una anécdota que había pasado en la clase la semana pasada: había entrado un murciélago, sí, un murciélago en pleno día y se había armado una buena, cuando mi hermano me interrumpió.

  • Dicen que es marica.

Un calor me subió al rostro. Se hizo un breve silencio. Mi padre se quedó mirando a mi hermano.

Sentí un nudo en la garganta.

  • Sí- dije al fin-. Es gay. Él mismo nos lo dijo un día.

  • Ya decía yo- prosiguió mi hermano.

Mi padre seguía en silencio, fija su mirada en mí.

-Vaya- intervino mi madre- Pues no lo parece.

¿No lo parece? Me entraron ganas de gritar, ¿es que acaso tiene que parecerlo? ¿es que tiene que llevar un cartel que lo diga? ¿Y yo, te parezco marica yo?

Pero no dije nada, seguí comiendo, aunque empecé a sentir de nuevo aquel nudo en el estómago que últimamente me era tan familiar.

  • Bueno- habló por fin mi padre- supongo que mientras dé bien las clases y sea un buen profesor.

Esa era la faceta tolerante de mi padre. Podía ser marica, no había problemas, lo importante era que fuera un buen profesor.

  • Aunque yo si me quedara solo con él en una habitación, me pegaría bien a la pared.

Y esa era la faceta troglodita y machota de mi padre. La que servía para que él y mi hermano soltaran una carcajada y se quedaran tan a gusto en su mundo hetero y macho.

Aquello me cerró por completo el estómago. Ya apenas si volví a abrir la boca, ni para comer ni para hablar.

Cuando terminamos de cenar, mi padre me volvió a preguntar si había llamado a mi primo.

  • ¡Joder, se me ha olvidado!- mentí de nuevo exagerando mi reacción.

Eran cerca de las once. Quizás demasiado tarde ya para llamar, pensé. La misma idea tuvo mi padre.

  • Bueno, no lo vas a llamar a estas horas. Pero que no se te olvide llamarlo mañana, acuérdate de lo que hemos hablado hoy.

  • Mañana lo llamo.

Y diciendo esto les deseé buenas noches y me metí en mi habitación. Hacía calor, mucha calor, me acerqué a la ventana y eché un vistazo a la calle: había alguna gente paseando, chicos y chicas que se reían, parejas abrazadas que se besaban... aquello me hizo sentirme más triste.

Allí estaba yo, apoyado en la ventana, viendo cómo la gente era feliz, despreocupadamente feliz, mientras mi vida seguía siendo una auténtica mierda. En estos pensamientos estaba, cuando mis ojos, quizás atraídos por su belleza, fueron a dar con un chico que pasaba justo delante de mi casa. Vivimos en un segundo, así que puedo ver las caras sin dificultad. Era Alberto José, un compañero de instituto, de 2º de bachillerato, un tipo colombiano, de una belleza extraordinaria, además de simpático y amable. Había sido compañero mío durante mi primer año de tercero, luego yo repetí y el pasó de curso. Como había llegado nuevo, no tenía muchos amigos, y lo habían puesto justo detrás de mí. Nos hicimos muy amigos, aunque de aquello ya hacía tres años, lástima que al repetir yo de curso y pasar él, nuestra amistad se resintió. Pero a pesar de ello, nunca podré olvidarme de algunos momentos que vivimos juntos.

Quizás porque notó mi mirada o porque sabía que yo vivía allí, levantó la vista y mis ojos chocaron con los suyos. No sé por qué, o sí lo sé, al notar que me miraba, me metí rápidamente para dentro, como si me sintiera avergonzado de que me hubiera visto. El corazón empezó a pegarme botes dentro del pecho.

Pasaron unos segundos y con cuidado, algo ridículo, la verdad, me asomé por una esquina de la ventana: la calle estaba ahora vacía, no había rastro de Alberto José en la acera. Pero en mí, sí que quedaba un rastro, el rastro de una noche de hace tres años, una noche como esta, calurosa, de primeros de junio, en mi propia habitación, en esta habitación que había sido testigo de una paja memorable, cuyo solo recuerdo empezaba a hincharme las calzonas:

Ya digo que esto ocurrió hacía tres años, por esta misma época, principios o mediados de junio, época de exámenes finales. Alberto José y yo, ya lo he dicho, éramos compañeros de clase, él se sentaba en un pupitre detrás del mío. El primer día que llegó ya me quedé yo impactado de su belleza latinoamericana: ojos negros y profundos, nariz corta, buena mandíbula, labios carnosos, un pelo negro, corto y abundante, y un cuerpo espléndido, el cuerpo de un joven nadador, espaldas amplias, hombros firmes, pecho amplio, piernas poderosas... Era un tipo además muy amable y educado, y muy buen estudiante, todo lo contrario que yo.

Como era tan agradable, solía ayudarme con los deberes, y a veces, también me echaba la bulla y me decía que debía estudiar más, que me iban a suspender y que no podía perder el tiempo ni esa oportunidad. Supongo que él eso lo tenía muy claro: vivía con su madre y una hermana, el padre seguía en Colombia, esperando la ocasión de venirse aquí. Ya digo que siempre intentaba ayudarme.

Así que allí estábamos los dos, en mi habitación, estudiando el examen de matemáticas que teníamos al día siguiente. Mi madre y, sobre todo, mi padre estaban encantados con él, pues era muy educado, cosa que les gustaba a los dos, y además muy buen estudiante y del Real Madrid, lo que le encantaba a mi padre, ya que el Real Madrid era su equipo favorito. Además como yo no solía llevar amigos a casa, no tanto porque no me dejaran, sino porque no tenía, o los que tenía no me apetecían traerlos, mis padres estaban entusiasmados con este amigo que me había hecho aquel curso.

Alberto José era distinto. Podía quedarme horas mirándolo, de hecho, mientras él me explicaba los problemas de matemáticas, yo apenas si podía enterarme de la explicación, pues me quedaba absorto mirando ese rostro tan moreno, como encendido, esos ojos negros y esos labios tan jugosos.

Ya digo que hacía calor, habíamos cenado ya, y eran cerca de las doce. Yo le había insistido en que se quedara a dormir en casa, pero él amablemente me había dicho que no; mi madre, a instancias mías, también le había propuesto que se quedara a dormir, pues quizás el estudio se alargaba demasiado y luego podía resultar peligroso volver tan tarde, aunque mi padre se había ofrecido a llevarlo en coche. Incluso mi madre había querido llamar a la suya para comentárselo. Pero Alberto José lo tenía claro, quería dormir en su casa.

Estábamos en mi habitación estudiando, cerca ya de las once, y yo estaba bastante agotado, no me entraba nada más. Alberto José también se mostraba cansado. Ya digo que no habíamos parado de repasar, solo para cenar, y que hacía calor. Aunque otro calor era el que yo sentía. Como veía que el tiempo iba pasando y que él se iba a marchar, decidí, sin saber muy bien cuál era mi objetivo, jugar mis cartas, que tampoco sabía muy bien cuáles eran, tenía entonces quince años, y las hormonas bastante alteradas, como todos los chavales a esa edad.

  • ¿No tienes calor?- le pregunté decidido a que se quitara la camiseta para poder contemplar a gusto aquel torso tan definido y tan limpio que ya había tenido ocasión de ver en los vestuarios del instituto, donde simplemente nos cambiábamos de camiseta y de pantalones, y algunos ni eso, nunca nos duchábamos, pues las duchas no funcionaban.

Alberto José me miró con sus ojos negros profundos.

  • Sí, un poco.

Era la respuesta que yo necesitaba. Aunque no me encontraba muy orgulloso de mi cuerpo, me veía muy delgado y poco apetecible, me quité la camiseta, esperando que mi compañero hiciera lo mismo.

Así se está mejor- dije intentando parecer natural.

Alberto José me miró y sonrió, y como yo esperaba, se quitó la suya: parecía que el corazón se me iba a salir del pecho, y una ola de calor inundó mi rostro. A escasos centímetros tenía aquel torso que tanto me gustaba: aquel pecho alto, limpio, extenso, con dos tetillas oscuras, también amplias, sin vello, unos hombros como manzanas, y un vientre marcado y moreno. Joder, cómo se notaba que aquel chaval practicaba natación, estaba inscrito en un club  y solía entrenar diariamente, ya me había comentado él lo que le gustaba aquel deporte y lo nervioso que se ponía cuando tenía competición.

No sé si Alberto José notaría algo en mí, supongo que sí, porque el calor que mi cuerpo despedía y que ahora percibía en mi entrepierna se hacía cada vez más evidente. El caso es que me propuso que descansáramos un poco. Miré el reloj: las once pasadas. El televisor de la sala se oía, mis padres lo estarían viendo.

  • Me parece una idea estupenda- dije al fin- Creo que ya no me entra nada más.

Alberto José sonrió.

  • ¿Que no te entra nada más?- preguntó con una sonrisa maliciosa.

Me sorprendió aquel comentario no solo por lo que podía implicar sino porque aquel compañero era extremadamente educado y nunca le había oído yo ni la más mínima palabrota o comentario guarro.

Debí ponerme colorado, pero para disimular le lancé un suave puñetazo que golpeó en su pecho duro.

Él volvió a sonreír y me lanzó otro, que me dio en el brazo. Llevado por el juego, alargué la mano, con la intención de cogerlo por el cuello, pero se escabulló, era rápido el tío. En un momento me vi con el cuerpo inclinado hacia delante, la cabeza gacha, contra su vientre, a escasos centímetros de su entrepierna, bloqueado por completo, sin saber si aquello me gustaba o no, aunque sintiéndome muy excitado, tremendamente excitado, mientras arriba oía la voz tranquila y dulce de Alberto José preguntándome:

  • ¿Te rindes? ¿Te rindes?

No contesté, pues no sabía qué decir: si me rendía me soltaba, cosa que no me apetecía, pero si no me rendía, podría apretar más, y aunque el bulto que tenía a escasos centímetros de él era una tentación, también el dolor que empezaba a sentir me hacía desistir de mis propósitos.

  • ¿Te rindes? ¿Te rindes?

Alberto José apretó aún más, y ya decidí que tenía bastante.

  • Sí- dije entre jadeos.

  • Si te rindes, tendrás que hacer lo que yo te diga- añadió.

Aquello, en vez de resultarme humillante, me excitó aún más.

  • ¿Harás lo que yo te diga?- volvió a preguntar.

Sentía cómo toda la sangre me venía a la cabeza.

  • Haré lo que tú digas.

  • ¿Todo lo que yo diga?- volvió a preguntar, con un tono divertido.

  • Haré todo lo que tú diga- contesté apenas ya sin resuello.

Y me soltó. Mi primer impulso fue irme para él y agarrarlo de donde pudiera y darle lo que se merecía, pero la visión de su sonrisa tan franca y de su cuerpo, que con la tensión del juego, se había puesto más tenso y apetecible, hizo que renunciara a cualquier intento de venganza.

  • Enciende el ordenador- me ordenó Alberto José con la misma sonrisa agradable que era su seña.

Lo encendí y en un momento ya estaba él trasteando con el ratón por internet. Se abrió una página web, una página porno, de chicas, de chicas orientales. Yo no salía de mi sorpresa: no imaginaba cuáles eran sus gustos, apenas si habíamos hablado del tema. Yo, en mis fantasías, había supuesto que le podían ir los chicos. Pues no, parecía que no.

Después de clickear con el ratón varias veces, se abrió otra pantalla. En aquel momento temí que mis padres se acercaran a ver cómo nos iba, eran cerca ya de las once y media, y la hora tope para que Alberto José se marchara eran las doce, como la de la cenicienta, pensé. Por eso me levanté a cerrar la puerta. Las calzonas que llevaba puestas marcaban aquella prominencia que se me había levantado en la pelea con Alberto José, intenté disimular un poco, pero él, no tengo dudas, se dio cuenta.

Me senté de nuevo en mi silla, junto a mi compañero de clase, aquel chico colombiano, tan atractivo, que ahora mantenía su mirada fija en la pantallla, donde dos chicas de aspecto tailandés estaban dedicándose a darse placer mutuamente. Aquellas imágenes no me gustaban nada: una chica le estaba comiendo el coño a la otra, que con las piernas abiertas no paraba de sobarse las pequeñas tetas. Pero si aquel vídeo no me excitaba sí lo hacía lo que tenía al lado: Alberto José permanecía atento a la pantalla, se había echado hacia atrás, en una postura relajada, una postura que me permitía ver cómo otra protuberancia, tan grande o más que la mía, empezaba a hinchar sus calzonas negras del Real Madrid (era su equipo favorito).

Aquello me estaba poniendo malo, pues los ojos se me iban hacia abajo, aunque procuraba disimular y mirar también la pantalla. Alberto José seguía con la mirada fija en las dos chicas, la que le había comido el coño a la otra, ahora le metía un dedo y le masajeaba el clítoris, mientras la otra seguía tocándose las tetas color cobre. Supuse que nos íbamos a pajear y ya solo con pensarlo me estaba poniendo cardíaco. Y entonces fue cuando sentí en mi mano la mano de Alberto José, una mano firme que agarró la mía y la colocó encima de su paquete. No opuse resistencia, estaba deseándolo, además había perdido la apuesta, y aquello, en vez de un castigo, me pareció una recompensa.

Dejó mi mano sobre aquel bulto caliente que parecía palpitar y ya no hizo falta que dijera nada más. No podía aguantarme más así que metí la mano dentro de sus calzonas, noté unos pelos duros y rizados, como una alfombra deliciosa; mi corazón se aceleraba y la respiración también. Con dedos rápidos agarré aquella carne que se hinchaba y que buscaba un sitio por donde escapar. De un tirón bajé las calzonas y asomó aquello que tanto había imaginado: una polla gruesa y oscura, pero a la vez muy limpia, con un capullo cárdeno que estaba a punto de caramelo. Unas venas azules la recorrían desde la base hasta el glande. Empecé a menearla, con tanta energía que Alberto José soltó un gemido: seguía pendiente de la pantalla, no bajaba la vista ni me miraba, solo me dejaba hacer. Seguí agitando aquel prodigio y mis labios ya se iban a ir hacia aquel nabo tan gustoso cuando oí que Alberto José dijo: no. Me quedé cortado, pero seguí pajeándolo. Sus labios carnosos se habían hinchado más y sus pezones se habían puesto duros, eran otra tentación que me invitaba a morderlos, pero no me atreví a hacer nada.

  • Trae un calcetín- dijo en un susurro mi compañero.

  • ¿Un calcetín?- pregunté sorprendido.

¡Trae un calcetín!- volvió a repetir más firme pero sin subir el tono.

¡Joder, tuve que soltar aquella delicia! Me levanté y fui al ropero, mi erección era también notoria y notaba húmedo mis slips. Cogí el primero que vi: uno corto, negro, de deportes. Volví corriendo a mi silla. Alberto José seguía atento a la pantalla, la chica seguía con su trabajo de dedos.

  • Pónmelo ahí- dijo señalando con la vista su nabo erecto- y sigue.

Le hice caso y le cubrí la polla con el calcetín. Seguí pajeándole, a pesar de que la prenda me impedía sentir el calor completo de su miembro, la visión de aquel rabo encapuchado y de unos huevos redondos y muy brillantes, seguía excitándome mucho. En unos segundos, el cuerpo de Alberto José se contrajo y sentí cómo se oscurecía el calcetín y una breve gota blanca lo traspasaba. Estuve a punto de recogerla con la lengua, pero la visión de su rostro tan encendido y entregado hizo que me olvidara de casi todo.

Apagó el ordenador. Con cuidado me retiró la mano de aquel miembro que iba poco a poco volviendo a su ser natural; enrolló el calcetín y escondió la polla dentro de sus calzonas.

  • Hay que se cuidadoso- dijo.

Yo seguía con una erección tremenda. Cogió mi mano y con suavidad me la puso en mi entrepierna; el roce de su muñeca hizo que me corriera, como quien se cae a un precipicio.

Eran ya las doce menos cuarto. Recogió sus cosas, nos deseamos suerte para el examen de mañana, yo estuve tentando de darle un beso, tanta eran las ganas de tocarlo... pero me contuve. No podía tentar a la suerte. Fuimos al salón, se despidió de mi madre, y salió de casa con mi padre, quien lo iba a acercar en coche hasta su casa.

(continuará)