Intranquilo 6- Lo que es compartir una ducha
Luis, sorprendido por la llegada de su padre, se mete en el cuarto de baño, lo que le faltaba es que su padre lo pillara recién pajeado. Pero lo que no se espera es lo que va a pasar en ese cuarto de baño, refugio, hasta ahora, de su intimidad...
Resumen de lo publicado: Luis, que siente cómo su vida es una auténtica mierda (un episodio oscuro en casa de su primo, la pérdida del móvil con un video comprometedor, la bronca de su padre, el castigo que este le impone, la necesidad de aprobar las asignaturas, la no aceptación de su orientación sexual...), se ha quedado solo en casa. Como está castigado sin internet se mete en el cuarto del hermano y usa su ordenador, allí descubre un vídeo de un tío joven que le pone mucho, se hace una paja y justo cuando termina se oye la puerta de la calle: su padre acaba de llegar del trabajo…
Tenía la mano pringosa y el pecho y el vientre moteado de mi propio semen, había sido una corrida precipitada y el final, por lo visto, también iba a ser precipitado. Bajé de un golpe la pantalla del ordenador portátil y salí de la habitación de mi hermano. Menos mal que el cuarto de baño que utilizamos los dos está justo al lado.
Me metí rápidamente en él y cerré la puerta.
Por poco,
pensé. El corazón se me salía por la boca. Me miré en el espejo: joder, tenía restos de lefa por el pecho y por el vientre, y también algo pegajosa la mano derecha. Abrí el grifo de la ducha y me metí dentro.
Estando allí debajo, noto que alguien llama a la puerta del baño. En mi casa las puertas no tienen pestillos, una idea de mis padres: ¿para qué queremos pestillos si no hay nada que esconder?, esa era una de sus ideas... Así que la puerta ya está abierta. Miro y veo que es mi padre. Va vestido con su uniforme de trabajo: es el encargado de la zona de alimentación de un hipermercado.
Me quedo un poco cortado, hacía tiempo que no pasaba eso, que mi padre entrara en el cuarto de baño mientras yo estaba dentro. Antes era muy normal, pero desde hacía al menos cuatro años, aquella costumbre que a veces teníamos de compartir el baño los tres, él, mi hermano y yo, no se había vuelto a dar. Era algo que siempre habíamos hecho, desde pequeños, con la naturalidad que da la relación familiar, y que se prolongó bastante tiempo, recuerdo que la última vez ya tenía yo pelos en los huevos, no así mi hermano José Miguel, que es tres años más chico que yo.
Además, en aquellos ratitos, yo me sentía muy cercano a mi padre, había como una complicidad de hombres que me agradaba mucho, pues ahí mi padre se mostraba de otra manera, no sé cómo explicarlo, menos tenso, más relajado... Pero ya digo que hacía cuatro años por lo menos que mi padre no me veía en pelotas. Y tras los últimos acontecimientos, no creía yo que fuera una buena idea. Pero no dije nada, fue él el que habló.
- ¡Ah, eres tú! Me lo imaginaba.
Me giré un poco y lo saludé con la cabeza, el agua de la ducha me impedía oírlo bien.
Posiblemente algo dentro de él se removió, algo que también le llevó a aquellos momentos en que nuestra relación de padre e hijo no se había estropeado, aquellos momentos en que me iba con él a la parcela, en que le ayudaba a plantar árboles, a cortar el césped, a pintar las rejas... Aquellos momentos en que estrenábamos la piscina, y nos bañábamos desnudos los dos, por la noche, inaugurándola, aquellos momentos en que me llevaba al fútbol, en que no le importaba que fuera a verlo al trabajo, en que todo parecía estar bien y que siempre seguiría así, aquellos momentos en los que yo era un niño, el niño que él quería que fuera.
Digo que algo de eso le tuvo que pasar por su cabeza, como a mí, porque ahora ya había entrado en el cuarto de baño, y me decía algo. Tuve que sacar la cabeza de debajo del chorro.
- ¿Te importa si me ducho?- me preguntó mientras se iba desabotonando la camisa gris del uniforme de trabajo.
La verdad es que no sé si me importaba o no. Estaba completamente aturdido. No me había recuperado del susto que me había dado cuando estaba delante del ordenador y ahora me venía con esas. Últimamente me pasaban demasiadas cosas que me dejaban desconcertado. Alcé los hombros por toda respuesta.
Él lo interpretó como que no, como que no me importaba; así que siguió desnudándose. Yo estaba casi de espaldas a él, la vista fija en los azulejos donde golpeaban gotas de agua; si miraba más abajo, podía ver mi polla, un poco roja e hinchada, del meneo tan reciente.
Se abrió la mampara y noté a mi padre detrás. La ducha era grande; hacía unos cinco años que mis padres habían decidido reformar los cuartos de baños y habían decidido quitar las bañeras, tanto la suya como la del baño de mi hermano y mío. Por decisión de los tres, es decir, de mi padre, de mi hermano y mía, habíamos puesto una especie de ducha grande, como la de los vestuarios de un gimnasio, de esas que echan un buen chorro de agua; el plato también era bastante grande, pues ocupaba todo el espacio de la bañera que había antes; era de color gris pizarra. Una mampara abierta por el lado más lejano a la ducha, impedía que salpicáramos el suelo.
Yo seguía debajo del chorro, no sabía si volverme o no. Notaba a mi padre detrás, quizás también esperando mi respuesta. Debía hacer algo y lo hice. Me giré, y lo miré a la cara. Mi padre es un tipo alto, todavía un poco más alto que yo, de buena complexión física, entonces tenía cuarenta y seis años y como se cuidaba, iba al gimnasio y le gustaba hacer deporte, se mantenía bastante bien, bueno, todavía se mantiene bastante bien. Lucía un pecho amplio y muy velludo, con esos vellos que a veces se rizan en algunas partes, un vientre marcado y unas piernas bastante recias, de joven había jugado a fútbol sala en un equipo semiprofesional y eso marcaba.
Me eché a un lado para dejarle sitio. La ducha, ya digo, era grande, aunque ahora que yo había crecido notaba que no tanto como recordaba de cuando éramos pequeños y los tres nos duchábamos, a veces, juntos.
Mi padre me sonrió y yo hice el intento de sonreír, pero bajé la mirada. Y vi su nabo, un nabo que yo ya tenía visto pero casi olvidado: era bastante grueso y algo corto, y, lo que siempre me había llamado la atención, estaba circuncidado. Era increíble lo poco que nos parecíamos mi padre y yo, hasta el nabo lo teníamos completamente diferente: él corto, grueso y sin pellejo, y yo largo, fino y bien encapuchado.
- Gracias- dijo poniendo una de sus nervudas manos sobre mi hombro mojado.
No dije nada; me limité a dejarle pasar y a colocarme detrás de él, a la altura de un pequeño hueco que había en la pared, también como de pizarra gris, donde estaban el gel y el champú. Empecé a enjabonarme. Mi padre se metió debajo del chorro de agua.
- ¡Coño!- exclamó- ¡Qué caliente!
Y es que yo siempre, aunque haga mucha calor, me ducho con agua caliente o por lo menos, templada. Todo lo contrario que mi padre, al que le gusta, le encanta, el agua fría. Aquello me hizo sonreír y quitó la tensión que llevábamos viviendo demasiado tiempo ya. Él se dio cuenta y sonrió también, echándome un poco de agua.
Yo seguía enjabonándome, tranquilamente, disfrutando de aquel momento que me llevaba a aquel período de felicidad y despreocupación. Mi padre me hablaba, aunque yo apenas me enteraba de lo que me decía, pues el chorro de agua caía abundante sobre él, mojando todo su cuerpo, aplastando todos aquellos vellos que se arremolinaban por el pecho, descendiendo ahora por aquella polla gruesa y circundada que parecía otro grifo más.
Me cedió el lugar y al cruzarnos, ahora sí le mantuve la mirada; él llevado por un impulso paternal, se abrazó a mí. No esperaba aquel gesto, hacía tiempo que entre los dos solo había habido reproches, broncas y distancia, por eso me sorprendió tanto, y también porque tuve conciencia, las sentía, de que nuestras pollas se juntaron, y aquello me dejó muy aturdido. No es que notara yo nada sexual en su abrazo, pero sí en mi mente, la mente de un chaval de dieciocho años que en los últimos días estaba viviendo unas experiencias muy raras. Cuando me soltó, al fin, después de un beso en la mejilla, su rostro era el rostro de un hombre feliz.
Me enjuagué como pude, intentando que mi nabo no diera señales de nada, aunque me resultó complicado. Para ello abrí más el agua fría, y lo logré, más o menos.
Mi padre se estaba enjabonando y seguía charlando, de cosas del trabajo y de proyectos que quería hacer conmigo para el verano, mientras se entretenía más de lo normal, pensé, en aquello que entre sus piernas hacía bastante espuma... ¡Cómo había cambiado la cosa! Parecía que entre nosotros no había pasado nada, nada de la bronca tan reciente. Le dejé ya la ducha para él solo y empecé a secarme.
Terminó él también y le alargué una toalla. Ahora parecíamos dos amigos que se encuentran en el gimnasio y se comentan sus cosas. Mi padre no paraba de charlar, yo le respondía con monosílabos o con pocas palabras, más que nada porque aquella situación me seguía resultando, a pesar de todo, si no incómoda, algo inusual. En un momento dado, antes de que yo me enrollara la toalla en la cintura y saliera, se me quedó mirando fijamente, en silencio. Notaba su mirada sobre mí, pero no me atrevía a preguntarle qué pasaba. No hizo falta, él me lo dijo:
- Coño, estás hecho ya todo un hombre, y eso siempre le alegra a uno...
La toalla en su mano secaba con energía aquello que hace unos instantes tanta espuma hacía.
(continuará)